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feather

No supe cómo llegamos a la casa. Quizá Lucian me tomó de la mano; quizá corrimos por la blanda hierba lado a lado. Como sea, aquí estábamos, uno en los brazos del otro. El porche cubierto se me antojó como un espacio protegido que solo estaba abierto al lago. Una mecedora, una mesa, dos sillas, una ventana abierta y, en medio del porche nosotros.

Lucian me acariciaba con su mano, pasando las yemas de sus dedos por mi cara, mis labios, las aletas de la nariz; luego siguió por el lado de esta hasta la sien, y desde allí de nuevo bajó hacia la mejilla, que yo había colocado sobre su palma, donde estaba caliente, por dentro y por fuera, hasta que no supe dónde terminaba mi cara y comenzaban sus manos. El pedazo de cielo que se avizoraba desde el porche se coloreó lenta y sigilosamente, como si alguien desde arriba estuviera echando color al crepúsculo, un azul oscuro, un gris más profundo, un negro más espeso.

Y cuando menos miraba Lucian, tanto más lo sentía, como si de repente me hubiera despertado de mi propio sueño, o como si viera con los ojos cerrados.

A él le ocurría lo mismo; yo lo sabía. Y cuanto más tranquilos estábamos, nos movíamos con mayor lentitud, el sueño se volvía más real y nosotros en él.

Palpé su cara y comprendí cómo ven los ciegos. El rostro de Lucian surgía nuevo bajo mis dedos. Allí estaba la frente alta de líneas finas, que recorrí a lo largo hasta el nacimiento del cabello, donde se agolpaba la sangre de sus venas con un ritmo palpitante, cada vez más rápido, cada vez con más calidez, hasta que las yemas de mis dedos comenzaron a encenderse. Mis dedos se deslizaban hacia abajo por sus pómulos, una viga puntiaguda, hasta que sentí los finos pelillos de su mejilla. Mi dedo se movió hacia el suave arco de su labio superior y hacia arriba hasta la curva en forma de corazón y luego hacia abajo a la comisura de la boca y desde allí hacia abajo por el rebosante y curvado labio inferior.

Cerré los ojos con fuerza, en una completa oscuridad. Era todo tan tranquilo que yo no oía nada, salvo la sangre que corría a raudales en mí.

Lo besé. Me besó. Ambos nos besamos.

Y el beso fundió nuestro sueño en uno, y todo se volvió real. De súbito, la calidez estaba por todas partes: en nuestras manos, en mi pecho, en mi vientre, en mis piernas y hasta en la punta de mis pies.

La calidez se transformó en calor vivo. Ahora las manos de Lucian ardían, quemaban mi piel y luego, de repente, sonó un crujido apenas perceptible.

Asustados, escudriñamos en derredor, ambos al mismo tiempo.

Sobre el porche brillaba la luna, plateada, y su claridad danzaba sobre el piso de madera. Un suave viento soplaba, y noté que había una ventana abierta en la casa. Las cortinas blancas se habían henchido y debajo de mí escuché un débil maullido, directamente junto a mis piernas. Cuando vi levantada la cola negra del gato, comencé a reír. También Lucian se echó a reír imperceptiblemente.

El gato negro, el nuevo habitante de la casa de mi padre, acerca del cual me había escrito, estaba frente a nosotros y nos miraba con sus ojos brillantes, primero a Lucian y luego a mí, y después de nuevo a Lucian, como si quisiera preguntarle algo: ¿A quién has traído hasta aquí?

Reímos de nuevo. Eran los primeros sonidos que salían de nosotros, y por poco nos asustan más que el gato, que ahora se había girado, ofendido y dueño de sí mismo, y se iba caminando por el jardín con el mismo sigilo con que había llegado.

Lucian tomó mi rostro entre sus manos, se apartó un poco y pude mirar sus ojos. Tenía su cara frente a mí una vez más. Su pálida piel resplandecía a la luz de la luna, sus cabellos eran negros como el carbón, y sus ojos yacían grandes y oscuros en sus cuentas. Sentí su mirada, que se posó sobre mí, suave como una caricia. Dije:

—Te amo.

Las palabras quedaron en el aire hasta que se deshicieron lentamente y luego salieron de su boca.

Me besó con suavidad, primero en las sienes, luego en el cuello, después en la boca. Finalmente, reclinó su cabeza sobre mi pecho.

—¡Estás aquí! —susurró—. ¡Estás aquí de verdad!

—Sí —repuse—. Ahora estoy aquí, y no me mandarás lejos otra vez. Ahora, por fin, estamos juntos.