30

feather

Cuando tenía la edad de Val, una vez traté de hundir una pelota de ping-pong en un recipiente con agua. Primero con asombro, pero luego cada vez más furiosa, intentaba hundirla hasta que me convencí de que aquella pequeña cosa subía cada vez a la superficie con una asombrosa rapidez. Entonces Spatz me explicó, sonriendo, que esto se debía a la forma en que estaba hecha la pelota, al grosor y al peso del material, pero yo no comprendí qué me estaba diciendo.

Cuando me subí al Bentley con Faye y fuimos a lo largo de la costa en dirección de Venice Beach, me vino de repente aquel recuerdo a la cabeza. Yo era el recipiente con agua y las bolas de plástico que subían a la superficie eran mis preguntas a Faye.

—¿De qué conoces a Tyger? ¿Qué sabes de mí? ¿Cuál ha sido tu historia? ¿Tú también eres una acompañante que no lo logró? ¿A qué persona fuiste asignada? ¿Qué edad tienes?

La única pregunta que se quedó en el fondo, pesada como una piedra, fue la referente a Lucian. Esto me hizo pensar que no encontraría ninguna respuesta a esa pregunta, y por ello quise protegerme.

Faye no vivía en Venice Beach, sino en los Canales, de los cuales me había hablado el martes. Cuando caminaba detrás de ella por los diminutos puentes pintados de blanco, cuyos tablones de madera crujían bajo nuestros pasos, noté cuánto iba con ella a ese lugar, porque el sitio tenía algo de ajeno al mundo, algo de ensueño, exactamente como ella. Las casitas estaban cubiertas de hiedra, había flores por doquier, los jardines se extendían justo hasta el agua y en la orilla flotaban un de barcas. La superficie del agua se rizaba como un enorme y apacible ceño fruncido. El aire tenía un aroma dulzón, casi un poco sofocante, aunque hacía fresco. En la casita gris claro con tejados de dos aguas en la que entré detrás de Faye, pareciera que no viviese nadie salvo ella. La habitación de techo alto que terminaba en un vértice era la cocina, estancia y dormitorio, todo en uno. Los muebles viejos, la pequeña chimenea, la cama sin hacer y la ropa tirada por doquier las vi solo de pasada, porque mi atención fue seducida por las pinturas que llenaban las paredes: dragones que vomitaban fuego, serpientes de múltiples cabezas, enormes tortugas sobre las que cabalgaban enanos, unicornios, ondinas, trasgos, gnomos y duendes con sonrisa de conejo. Y también hadas, nada más que simples hadas, todas con la cara de Faye.

—Finn ya pintaba antes de empezar a hablar o a caminar —comenzó diciendo Faye. Se sirvió un vaso de agua del grifo, bebió a traguitos entrecortados como un pájaro sediento y se lamió a los labios con la lengua.

Enseguida capté de quién estaba hablando:

—Finn fue la persona que se te asignó —sugerí con voz queda.

Faye asintió. Se quitó as sandalias y se sentó en el suelo sobre uno de los cojines, el único sobre el que no había ropa. No me ofreció ningún lugar, así que luego de un par de segundos de estar de pie, indecisa, quité la ropa de uno de los cojines y me senté frente a ella.

—Ya de tres años, Finn pintó sus primeros animales fabulosos —prosiguió—. Al principio fueron dragones, luego gigantes de un solo ojo, más tarde llegaron las ondinas, las hadas, los duendes. No tengo idea de dónde le venía esa fantasía, pues en casa no había libros. Diríase que esos seres crecían en la cabeza de Finn. Nacimos en Coggeshall, una provinciana ciudad inglesa cerca de Ipswich, y vivíamos en una cabaña de madera en las afueras de la ciudad. También allí morimos. ¿Quieres? —dijo, ofreciéndome un vaso de agua.

Meneé la cabeza, asustada por lo incidental de su pregunta. Bebió hasta vaciar el vaso y lo bamboleó en sus pequeñas manos mientras proseguía.

—Hacía semanas que no llovía. El aire estaba tan polvoriento que Finn no cesaba de toser en cuanto salía de casa. La noche en que murió hacía tal bochorno que se puso a dormir sobre el piso de piedra de la cabaña. Su madre no estaba en casa; trabajaba en una hilandería cercana. Cuando…

—¡Espera! —interrumpí a Faye—. ¿En qué año Finn… quiero decir… nacieron, pues, los dos?

Todo el rato tuve que tomar conciencia de que lo que estaba oyendo no era un cuento, sino una historia verdadera, pero la respuesta de Faye no me lo puso más fácil.

—¿En 1806 —respondió Faye frunciendo el ceño—, o 1807? —añadió con una ligera impaciencia—. Las cifras no se me quedan en la memoria. El caso es que esa noche se desató un incendio. La casa era pequeña y la madera ardió con yesca. Finn, por lo que parece, ni siquiera se despertó. Lo sofocó el propio humo.

Faye se levantó, fue a la pared y paseó frente a los cuadros. Doscientos dos —pensé— o doscientos tres. La chica que estaba delante de mí y que parecía más joven que yo tenía más de doscientos años, y además, era casi cien años más vieja que Tyger, quien podría haber sido su padre. Faye se quedó parada delante de unos de los dragones, cuyos henchidos orificios nasales despedían un ígneo vapor.

—Este cuadro lo pintó Finn antes de acostarse aquella noche —y diciéndolo se giró hacia mí.

El sol había caído y la casa se volvía más y más oscura. A pesar de la penumbra, los cabellos rojos de Faye brillaban, y hasta en sus ojos grises apareció ahora una chispa.

—En mi caso fue el deseo de pintar —prosiguió—; no se trató de nada de Finn. Lo que me hizo dudar en nuestra muerte fue una necesidad que de súbito experimenté en mí misma. Quise saber cómo se sentía que surgieran tan maravillosas criaturas a partir de puntos, líneas y rayas. Quise saber cómo era crearlas por una misma.

El rostro pálido de Faye resplandeció y nuevamente me recordó a Spatz, quien estaría por los primeros años de la cuarentena, vivía la vida de una persona normal, y su tipo de arte no podía no podía compararse con el de Faye o Finn. Pero habitaba el mismo mundo extraño de Faye… y habría entendido mejor que yo el motivo de ella por convertirse en ser humano.

—¿Qué pasaría si yo llegara a ser una persona y pudiera probar la pintura? —continuó Faye—. Cuanto más Finn buscaba el aire en el sueño, tanto más fuerte se volvía en mí ese pensamiento.

Faye pasó la mano por la pintura del dragón.

—Cuando volví en mí, estaba desnuda. Me encontraba en medio de un bosque. Estaba sola y no sabía quién era; no sabía quién era; no sabía cómo había llegado a ese lugar. No eché de menos a ninguna madre ni a ningún padre. No sentía angustia: no estaba herida. Lo único que me intranquilizaba era un débil pero constante dolor en mi interior. —Faye se llevó la mano al pecho. Yo hice lo mismo, como un movimiento automático. El dolor estaba de nuevo ahí. No tan intenso como en las últimas semanas, pero lo sentía.

Ahora la habitación estaba tan oscura que los contornos habían desaparecido: los cuadros, los muebles, Faye. Todo se volvió difuso como en un sueño.

Faye fue a la chimenea, que estaba en un rincón de la estancia. Amontonó unas cuantas astillas, echó tiras de una casa de corn-flakes en medio, y lanzó un fósforo prendido. La pequeña llama lamió los pedazos de cartón y el aire se llenó del olor del humo. Faye se inclinó, sopló hacia las llamas y el fuego ascendió crepitando por la chimenea. Faye se sentó delante, en el suelo.

—Aquella misma noche vi a Finn —prosiguió—. Me encontró en el bosque. Había dormido mal y salió a caminar fuera de casa. Al verlo me sentí mejor y me pareció que a él le ocurría lo mismo. Su madre me recibió de manera natural y, cuando notamos que nadie me buscaba, me quedé en la casa. Me llamó «Faye» y me dijo que yo era un hada buena para aquella casa.

—¿Cómo averiguaron —pregunté—, cómo supieron quién eras tú? ¿Alguien también —busqué las palabras que había pronunciado Tyger—, te lo explicó?

Faye negó con la cabeza.

—Lo averiguamos por nuestra cuenta. La falta de líneas en mis manos, mis peculiares capacidades, mis sueños sobre Finn que siempre se cumplían, o se cumplieron, con pequeñas variantes aquí y allá pero coincidiendo con lo esencial. De algún modo llegué a saber qué significaba todo aquello. Para nosotros era casi un juego, una aventura que no cuestionábamos. También Finn soñaba reiteradamente acerca de la noche en que el fuego acabó con su casa; cuando en su sueño se estableció la lucha contra la muerte, me vio.

Una ola de calor me atravesó el pecho.

—¿Y cómo… era tu aspecto —susurré—, cuando fuiste acompañante de Finn?

Faye se encogió de hombros vagamente.

—Finn no podía describirlo. Un par de veces trató de pintarme como me había percibido en aquellos segundos, pero jamás lo consiguió. Yo no tenía cara, forma, manos, brazos o… alas. —Faye sonrió, no cínicamente como Tyger en su despacho, sino más bien divertida—. Finn dijo una vez que quizá como niebla o como una sombra pálida. Tampoco esto logró pintarlo. Me dijo que había sabido que yo estaba allí. Incluso llegó a hablar conmigo en sueños. Él…

—¡No! —grité—. ¡Espera!

Presioné las manos contra mi boca y cerré los ojos. Pero no fueron las imágenes de mi pesadilla las que afloraron en mí. Fueron las imágenes del hospital luego de mi caída del columpio. Hasta ahora, conocía todas las imágenes solo por lo que me habían contado, pero ahora me veía, de repente, en la camilla. Vi a los médicos que se inclinaban sobre mí, vi la agitación en la sala del hospital, los aparatos, los utensilios, las mangueras. Pero todo eso no me importaba; lo que me atraía era exactamente lo que la persona de Faye había visto en sueños. Ese ser del que de inmediato supe que… había estado conmigo. Era como lo que Finn había dicho de Faye. Lo que percibí no lo podía describir… pero me pertenecía, y yo lo había evocado.

Del crepitante montón de leña de la chimenea se soltó una chispa, se movió silenciosamente por el aire y se extinguió. Me vi sentada con Lucian ante la fogata de Falkensteiner Ufer, y la piedra que había en mí se hundió aún más profundo. Mi aliento se volvió plano pero rápido.

—¿Prefieres que no siga? —preguntó Faye. De golpe pareció insegura.

—No —la apremié—. ¡Continúa!

Dejó que el vaso vacío le cayera en el regazo.

—Yo también había soñado la muerte de Finn —prosiguió—. Propiamente no teníamos que hacer mucho, salvo permanecer despiertos por la noche y dormir a la mañana siguiente. Al llegar los días de calor, fuimos advertidos, y cuando se desató el incendió salimos corriendo de la casa y contemplamos cómo esta desaparecía en medio de las llamas.

La leña amontonada en la chimenea ahora con fuerza, mientras que por la habitación las sombras danzaban lentas y titubeantes.

—Pero entonces… —traté de entender qué quería decir aquello—… pero entonces tú lo lograste. No perdiste a tu ser humano, sino que lo salvaste.

Faye enredó el cabello rojo que le caía por el cuello como si fuera un chal o una cuerda. Asintió.

—Yo salvé a Finn y entonces podría haber vuelto a ser su acompañante. Había sido del todo sencillo —me miró—. Aparentemente, el camino de regreso funciona así. Un simple pensamiento basta. Solo hace falta que ambos lo quieran.

Faye miró las puntas de su cabello y luego encogió sus hombros.

—Pero no lo hicimos. Finn no quería dejarme ir y a mí me pareció bien. Me gustaba convertirme en ser humano. Amaba a Finn como a un hermano, éramos inseparables, siempre juntos… y compartíamos una pasión idéntica. En el ínterin supe cómo se sentía pintar. —Faye sonrió—. No pintaba seres mágicos, ni dragones, monstruos o duendes. Lo que yo plasmaba eran seres humanos. Eran los que más me fascinaban.

Me le quedé mirando. Se había soltado el cabello, que ahora caía sobre su anticuado vestido y brillaba a la luz de las llamas como una segunda fogata.

Ahora me acordé del regalo de cumpleaños que me había hecho Val, el retrato con sombras, y luego el cuadro que Faye me había pintado en la playa. Instintivamente busqué en las paredes de la habitación más de sus obras.

—Solo cuelgo los de Finn —me explicó Faye, quien parecía haber captado lo que estaba pensando—. Con ellos al menos se queda conmigo una parte de él. Cuando concluyo, las cosas que pinto no significan tanto para mí. Me gusta más el hecho de estar pintando, lo que se descubre en un rostro, en una actitud o en el ser de una persona mientras se pinta, y lo que se le añade. Igual que con Ambrose y Emily y tu bisabuelo —dijo, sonriendo de nuevo.

—¿El aguafuerte era tuyo? Pero ¿cuándo… cuándo?

Me quedé atónita.

Traté de comparar el grabado con los dibujos que Faye había hecho de Val y de mí. Pero eran estilos completamente diferentes. El retrato de Val era el carboncillo, con trazos suaves y fluidos. El aguafuerte que encontré sobre el escritorio de mi padre era mucho más perfilado, más preciso. Cada movimiento de la cara y cada diminuto pliegue habían quedado fijados con todo detalle.

—Luego hablaremos del grabado —prosiguió—. Finn y yo debemos haber tenido diez dichosos años. Nos planteábamos cada vez menos la pregunta de si quizá sería mejor que yo volviera a ser su acompañante. Y a partir de determinado momento ni siquiera volvimos a hablar de ello. Solo nos interesaba estar juntos.

Faye colocó dos pedazos más de leña en el fuego. Avivó las brasas con el badil, hasta que el fuego crepitó de nuevo, llameando. De cálida, la estancia había pasado a estar casi muy caliente. Mis mejillas estaban encendidas y miré a la ventana, por la que soplaba un viento más frío.

—Finn murió de una gripe cuando ambos teníamos diecinueve años —relató Faye—. No dimos importancia a la fiebre, y luego todo se sucedió con gran celeridad. Por ese tiempo, su madre padecía un avanzado reumatismo, así que me pidió que fuera por el médico. Me encontré desgarrada entre dos posibilidades: quedarme junto a Finn y volverme de nuevo su acompañante y evitar que muriera solo, o ir por el médico para que lo salvara. Fue Finn quien decidió: quiso el médico. Cuando regresé, era demasiado tarde: había fallecido.

Faye se me quedó mirando, como si estuviera más preocupada por mi estado de ánimo que por el suyo. Afuera ya había oscurecido por completo. Yo estaba sentada en plena oscuridad, mientras que ella era iluminada por el fuego, como si este fuera las candilejas de un teatro.

Me agarré una mano con otra, como en una convulsión.

—Sigue —susurré.

—Durante un par de años fue un infierno —comentó—. Dejé a la madre de Finn, me dediqué a caminar por ahí y hurtaba para sobrevivir, hasta que finalmente encontré a otros como yo, que habían experimentado lo mismo y me podían explicar por qué fracasaban mis intentos de suicidio. Una vez me arrojé desde un campanario, otra me clavé un cuchillo en pleno pecho, también tomé veneno. De nada servía. Así, me convencí de que nunca moriría ni envejecería.

Su rostro mostraba completa seriedad.

—Nuestra vida depende de la del ser humano con el que nacimos —expresó—. Si a la hora de su muerte estamos junto a la persona como su acompañante, nos vamos con él; o para decirlo mejor: nuestro ser humano se va con nosotros. Si este muere solo, nos quedamos para siempre de la misma edad, como la persona a nuestro cargo a la hora de su deceso. El nexo entre ese ser humano y nosotros se rompe.

De nuevo, Faye colocó su mano sobre el pecho.

—El tirón interno que experimenté en los escasos instantes en que Finn y yo nos separamos no regresó luego de su muerte. En vez de eso ahora hay algo así como un agujero.

Faye se puso de pie. Fue al fregadero, llenó el vaso y agarró otro de la alacena. Esta vez estiré la mano para tomarlo cuando ella regresó. Sentía la garganta sumamente reseca.

—Al cabo de setenta y cinco años aterricé en Londres. —Faye prosiguió su narración—. Me había acostumbrado a ir siempre con mi caballete, en busca de un motivo que pintar. De hecho, estaba pintando a una chica vendedora de pescado cuando se me acercó un hombre preguntándome si pintaba por encargo.

—¿Mi bisabuelo?

—No —respondió, negando con la cabeza—. Era el editor de Ambrose. Tenía una estrecha amistad con él y quería un retrato de este y de tu bisabuelo, quien como crítico literario había influido mucho en los inicios de Ambrose.

Me acordé de lo que había contado Tyger. Él había estado allí y todavía no lograba entenderlo.

—Acepté —continuó Faye—. Necesité dos días para completar el retrato. Los dos posaron en la glorieta del jardín de tu bisabuelo, y por deseo de Reed, su amante también estuvo presente. Capté de inmediato la relación entre Ambrose y Emily.

Esta vez, la sonrisa de Faye tenía algo de socarrona.

—Naturalmente, sus dedos no se cruzaban en la realidad —explicó—, pero era muy claro a quién pertenecía el corazón de Emily. Y era notorio que Ambrose estaba desgarrado por sus propios sentimientos: amaba a la mujer de su amigo y benefactor. Eso fue lo que yo plasmé como un pequeño detalle a la imagen. No sé si tu bisabuelo lo notó. El caso es que resultó la razón por la que Ambrose y Emily dijeron la verdad.

Faye bebió otro trago de agua.

—Seis o siete años después encontré a Ambrose en la calle. Fue por pura casualidad. Su aspecto era espantoso, y de inmediato noté que carecía de acompañante. Me lancé a la búsqueda y al poco tiempo encontré a Morton. Lo puse en antecedente, pero llegamos demasiado tarde. Ambrose murió solo, y Morton se quedó.

Tardé un segundo en comprender que ese Morton que acabada de citar Faye era mi maestro de inglés, al que ella conocía desde hacía casi cien años.

—Morton regresó conmigo luego de haber encontrado a Ambrose —prosiguió Faye—. Al comienzo me ocupé de él, pero después nuestros caminos se separaron. Morton se dedicó a viajar; no estaba mucho tiempo en un lugar, y a mí me pasó más o menos lo mismo. Luego de haber viajado bastante por todo el mundo, aterricé aquí. Siempre ha habido una relación mutua entre Morton y yo.

Faye se detuvo. El fuego llameaba detrás de su espalda, mientras que el resto de la estancia se encontraba en profunda oscuridad.

—Cuando llegaste acá en noviembre, él me llamó y me contó que eras una de sus alumnas —la voz de Faye vino acompañada de una sonrisa—, una alumna peculiar, según se expresó. Añadió que tú eres la bisnieta de William, y que un día… llegaste sola a la escuela.

Entendí enseguida a qué se refería Faye.

—Él lo vio —susurré.

Ahora aquello tenía sentido: las constantes miradas de soslayo de Tyger desde esa noche de octubre, que fue con lo que todo esto comenzó; sus enigmáticas observaciones, la elección de sus lecturas, que cada vez trazaban un círculo más estrecho en torno a mí; el fragmento del libro de Jean-Paul Sartre sobre la segunda oportunidad; el correspondiente cuento corto de Lovell, hasta la tarea que Tyger nos impuso hasta poco antes de mi viaje: el controvertido diálogo sobre la frase Se muere siempre demasiado pronto. Me vino un escalofrío de angustia al pensar ahora sobre todo aquello.

—Sí —corroboró Faye—. Él vio que a ti te faltaba algo, o para decirlo mejor, quién te faltaba. Y entonces se lanzó en su busca. Encontró a Lucian y lo acogió.

Faye se detuvo. Frunció fuertemente el ceño y su mirada se volvió airada.

—Morton supo que era su deber ayudarte a ti y a Lucian; pero, al mismo tiempo, atisbó de repente la oportunidad de vengarse. —Faye sacudió la cabeza—. Eso no lo comprenderé nunca y, aunque viva toda la eternidad, como supuestamente ocurrirá, nunca entenderé por qué la culpa se hereda, por qué pervive a través de generaciones que nada pueden hacer para remediarlo.

Rechazó ese pensamiento como si se tratara de un feo insecto y regresó a Tyger.

—Hizo, por así decir, lo mínimo; quizá porque le resultaba más fácil tener a su lado a Lucian que a ti. Le dio un techo, y con ello una base que le permitiría construir una especie de vida y estar cerca de él. Pero Morton no le aclaró nada a Lucian. Su sed de venganza lo llevó a estar siempre posponiendo, y para Lucian fue demasiado tarde.

Traté de respirar, pero solo lo conseguí con esfuerzo. Todas las preguntas estaban respondidas, menos la última. Cerré los ojos.

—¿Sabes dónde está Lucian o no?

Mientras Faye callaba fui abriendo de nuevo los ojos, con toda lentitud. Por primera vez una profunda compasión apareció en la mirada de Faye. Su rostro pálido mostraba dulzura. Me causaba dolor verla. De golpe, todo me causó pesadamente.

—No —respondió Faye—. Ni Morton ni yo sabemos dónde se encuentra. Esta fue una de las razones por las que no te expliqué todo esto recientemente en la playa. Estabas tan afectada que tuve miedo de que no pudieras resistirlo.

¿Una de las razones?

—¿Es esto cierto? —mi voz había perdido toda tonalidad.

¿Cómo podía haber visto lo que yo podía o no aguantar? Este desconocimiento había sido, pues, lo que hizo que ella me dejara perder los estribos.

—Lo siento —dijo escuetamente.

Seguro que lo sentía, pero en ese momento entendí que su amistad con Montor Tyger iba mucho más allá de lo que yo alguna vez podría imaginar.