28
La oficina de Tyger es un cuarto pequeño, de estilo antiguo, con librero, un sillón acolchado y un escritorio oscuro, detrás del cual se sentó mi maestro de inglés. El lugar olía a tabaco frío.
Tyger llenó una taza de té, prendió un puro y se arrellanó. Yo contuve la respiración para quitarme el hipo que me había venido cuando, entre los murmullos de mis compañeros, salí del aula siguiendo a Tyger. El hipo seguramente se debió a que, durante el resto de la clase de inglés, mi pulmón se había concentrado solo en la inhalación, mientras que la exhalación había funcionado por sí sola en pequeños y dolorosos impulsos.
Coloqué el grabado sobre la mesa.
—¿Qué hace usted aquí? —le apremié—. ¿Qué significa este manuscrito? ¿Por qué lo ha leído ante la clase? ¿Por qué precisamente este episodio? ¿Qué sabe usted…?
Necesité aire, y el hipo se soltó otra vez, de modo que apenas si logré expresar las últimas palabras.
—¿Qué sabe usted de mí?
Tyger sorbió él té y miró divertido cómo cruzaba los brazos.
—Vayamos frase por frase —dijo—. ¿Quieres saber por qué estoy aquí? Bien, digamos simplemente: tu pequeñez desempeña en esto un papel no insignificante del todo. Por lo que se refiere al manuscrito —sonrió levemente—, encontré el lugar y la ocasión apropiados. Lo que sé de ti —de nuevo sorbió el té—, lo trataremos después. Como veo, hiciste la tarea y, además, has encontrado una bonita obra de arte.
Tyger giró la imagen de manera que yo la veía cabeza abajo.
—¿Por qué tienes esto?
Reprimí un nuevo hipo y señalé al hombre rubio del grabado.
—Usted sabe quién es —le contesté—. Usted conoce la historia que se desenvolvió entre los dos hombres.
—Oh, sí —respondió—. La conozco. El rubio es William y el de cabello oscuro se llama Ambrose. Ambos podrían haber sido buenos amigos; de hecho, lo fueron al principio. A Ambrose le encantaba escribir buenas historias y a William le gustaba leer buenas historias.
Tyger se rascó, cavilante, el labio superior.
—Tu bisabuelo se sentía en extremo atraído por las historias de Ambrose, y participó en su fama de manera un tanto esencial, puesto que sus primeras críticas fueron auténticos himnos laudatorios con los que hizo que la obra de Ambrose fuera conocida por un vasto público, hasta que se interpuso entre ambos otro amor.
Tyger señaló a la mujer.
—Ambrose se enamoró de la prometida de William, y la prometida de William se enamoró de Ambrose. —Tyger señaló los dedos entrecruzados de ambos, diminuto detalle que yo no había notado en un principio—. Cuando se hizo este retrato el asunto aún era un secreto, pero pronto ninguno de los dos pudo callarlo. Sabían que ambos estaban hechos el uno para el otro. Hicieron lo que era lo correcto: ir con William y contarle la verdad. Emily rompió su compromiso y se casó con Ambrose.
Tyger me sonrió.
—Como dijo el poeta alemán Heine tan hermosamente: «Es una vieja historia que siempre sigue siendo nueva y, a quien le pasa, el corazón se le parte en dos».
—Entonces es cierto —dije. El hipo se me había pasado y había recobrado la voz de nuevo—. Mi bisabuelo criticó acerbamente las obras de Ambrose por pura venganza.
—Venganza… —ahora era Tyger quien inhaló fuertemente y yo pensé que esta era la primera reacción espontánea que había presenciado de él—… ¿Venganza de qué? Ambrose no se la quitó. William la había perdido mucho antes. Las personas no son propiedad de nadie. Ambrose y Emily hicieron caso a sus sentimientos. Pero lo que tu bisabuelo hizo fue un crimen. Echó por el suelo la obra de Ambrose por un solo motivo: para destruirlo. Tu bisabuelo era un embustero, un estafador y un descarado y cobarde asesino —los ojos azules de Tyger se veían fríos como cristales de hielo.
Mi corazón latía a toda velocidad.
—¿De dónde sabe usted esto? —le pregunté—. Y, sobre todo, ¿por qué lo altera a usted tan terriblemente? ¿Está emparentado con Ambrose Lovell?
Tyger soltó una voluta de humo. Su rostro no mostraba emoción alguna, pero las venillas de su frente pulsaban y palpitaban. De repente, me pareció que esa frialdad se despedazaba. Algo en él comenzó a encenderse; pero no era odio, era otra cosa que le quemaba y le carcomía y lo impulsaba a contarme la verdad contra su propia voluntad.
—Emparentado —repitió—, no es necesariamente la expresión correcta. Podría decirse más bien que estoy ligado a Ambrose Lovell. Sí, creo que dicho así cuadra mejor. Ambrose Lovell y yo estuvimos muy vinculados.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué significa? ¿Usted fue amigo de Lovell? —pregunté, y al momento supe que eso había sido un disparate, pues no podían haber sido amigos; la edad de Tyger era difícil de estimar, y su pelo entrecano engañaba: a mitad de los cuarenta, finales de los sesenta. Podía considerar posible cualquier edad intermedia, pero Ambrose Lovell se quitó la vida en 1928, a los cuarenta y siete años, si lo recordaba bien.
—Éramos más que amigos —repuso Tyger—. Ambrose Lovell era mi hombre.
No entendí lo que quería decir. Pero entonces me topé con su mirada y vi cómo se apagaba el irónico fulgor de sus ojos. Tyger me mostró un nuevo rostro, del que se habían desvanecido la ironía, la arrogancia y la superioridad; habían desaparecido como los colores de una imagen. Su aspecto era tan pálido, vacío y hueco como la superficie de sus palmas, que ahora arrastraba lentamente hacia mí sobre la mesa. Eran manos sin líneas, manos sin huellas, manos sin una historia propia.
Eran manos como las de Lucian.
Sobre el tejado del edificio escolar volaba un helicóptero. Su poderoso y retumbante ronroneo atravesó mi cabeza, e hizo que mis pensamientos se arremolinaran en el cálido polvo sobre una calle en verano. El ronroneo se apaciguó, el polvo se posó, lenta y silenciosamente, y se fue repartiendo de nuevo; y cuando todo se calmó, encontré las palabras:
—¿Quién es usted? —bisbiseé—. ¿Qué es usted?
Con toda lentitud regresó la vida al rostro de Tyger. Sus mejillas recobraron el color, las venas de su frente volvieron a pulsar y a sus ojos regresó su frío brillo.
Retiró las manos de la mesa, prendió el puro (que también se había apagado), echó un par de bocanadas y se reclinó en el sillón.
—Hagamos un pequeño experimento —dijo.
Tomó el teléfono y marcó. Por el auricular sonó la voz de una mujer. Tyger le suplicó que viniera a su despacho. Colgó, tomó la taza de té, de nuevo se reclinó en el sillón y comenzó a revolver la cuchara en la taza.
Cuando se abrió la puerta, Tyger tenía la mirada fija. La había dirigido hacia mí, pero parecía que me atravesaba. Era la misma expresión que tenía el rostro de Lucian cuando aquella tarde llegó al bar en que yo estaba con Spatz y Janne. Era como ocurre con los niños que se tapan los ojos con las manos con la seria convicción de que desaparecen para todos los demás.
Una mujer regordeta entró:
—Yes please? (Sí, ¿qué desea?) —miró el sillón donde estaba sentado Tyger. Luego arrugó la frente y me miró. Su rostro se volvió cada vez más confuso. Me observaba y yo veía que trataba de correlacionar la voz que había escuchado por teléfono conmigo, cosa que no lograba. Meneó la cabeza:
—¿Estaba aquí el señor Tyger? Me acaba de llamar.
Las palabras se me atoraron en el cuello. La secretaria lanzó una risita.
—Regreso luego —y salió del cuarto con paso vacilante.
Tyger aguardó a que cerrara la puerta.
—¿No es bonito? ¡Y tan práctico!
—¿Quién es usted? —dije, tratando de atenerme a mi pregunta. Esta vez me contestó:
—Ahora —dijo, y su sonrisa se volvió triste—, yo soy como un acompañante fracasado. Alguien que no lo ha logrado.
—¿Quién no ha logrado qué?
De repente, en la cabeza se me formó una imagen: el Tyger que en el entierro de la actriz de Hamburgo había estado bajo un árbol y había aplaudido.
—Salvar a mis hombres —completó la frase—. No he logrado salvar a mis hombres. A Ambrose Lovell se le ha adjudicado el descanso eterno y a mí, la vida eterna. Y, para responder a tu pregunta de antes, yo soy algo así como el Dorian Gray de la novela de Oscar Wilde —durante un momento regresó a señorear su sonrisa, al tiempo que añadía—:… quizá no tan bien parecido.
No lo soltaba de mis ojos:
—Cuénteme su historia —le insté, y mi voz tuvo un sonido de chirrido que no supe a qué atribuir. Me imaginé un cuchillo afilado que hubiera estado en la mano de Tyger y ahora estuviera en la mía.
—Cuénteme su historia —repetí—, de principio a fin.
La mirada de Tyger me tocó en la médula, pero no aparté la vista.
—En el principio —respondió al cabo Tyger—, nace el hombre. Pero no solo. Con todo hombre viene un segundo ser al mundo, que le acompaña. Desde el nacimiento… hasta la muerte.
Tyger lanzó otra voluta de humo y siguió con la mirada la silenciosa danza de la misma en el aire hasta que el humo se disolvió. Ahora quedaba en el cuarto solo el acre olor.
—¿Se refiere usted a algo así como… un ángel?
La pregunta había llegado a mi boca, pero la sentí como si no la hubiera planteado yo.
Tyger torció el rostro, como si le hubiera ofendido.
—Por desgracia, tengo que decepcionarte, corazoncito —insinuó—. Los seres de los que hablo no se elevan con poderosas alas en la anchura infinita. Para ser honesto, nunca aletean ni llevan blancos vestidos de ballet, ni deslumbran a los terrestres con su resplandeciente faz. Tampoco se mueven por los lugares para, con invisibles manos, recoger a los mocosos que se caen de los árboles ni transmiten luminosos mensajes como aquellos con los que condimentan sus perspectivas diarias los chiflados del esoterismo. Si te interesa ese tipo de seres, mejor inscríbete en un seminario de angelología.
Le obsequié solamente la compensación de una diminuta pausa. Luego de nuevo arremetí:
—Ya he captado cabalmente lo que estos seres no hacen —expresé lentamente—. Ahora queda la pregunta: ¿qué hacen?
—Estamos ahí —repuso Tyger. Mi reacción pareció agradarle. Muy comprensiblemente cambió el pronombre personal—. Estamos cerca de la persona con la que hemos llegado a este mundo. A donde vaya, vamos nosotros. Eso es todo. Nada más. Al menos no hasta donde me acuerdo.
Tyger se sirvió otro té.
—¿Seguro no quieres uno? —me dijo en plan de tertulia—. Earl Grey, un auténtico clásico inglés, aunque los delicados frutos de la bergamota fueron importados de Calabria, al sur de Italia. ¿Dónde nos habíamos quedado?
—En sus recuerdos —le ayudé. Tyger asintió.
—Sí, los recuerdos son una cosa muy especial para nosotros —su voz sonó todo el tiempo ligera, pero el todo cambió varias veces. Una sombra pasó como una exhalación por su lisa cara, una expresión que no iba con él. Carraspeó.
—¿Qué hace usted? —pregunté por segunda vez.
—Como te he dicho: estamos ahí —respondió, tomando de nuevo el hilo—. Acompañamos a nuestro ser humano desde el nacimiento hasta su muerte. Hasta entonces nos encargamos nosotros. Cuando llega la muerte, cambiamos los papeles, por así decir. Nosotros guiamos y nuestra persona nos acompaña.
—¿Guían hacia dónde?
Mi voz era resuelta, pero mis manos habían comenzado a temblar y el rostro de Tyger de nuevo se volvió cínico.
—Esta pregunta les ha preocupado siempre a ustedes las personas —prosiguió—, y hasta donde sé nadie ha encontrado la respuesta. ¿El gran más allá?, ¿la reencarnación?, ¿cielo e infierno? —Tyger resopló—. Todo eso son imágenes que se han hecho de este lado. Hacia dónde se encamina en realidad el viaje nadie lo sabe. Tampoco nosotros. Sabemos únicamente que nosotros nos encargamos cuando el corazón de ustedes cesa de latir. Y lo único que en ese exiguo lapso de tiempo de la agonía de nuestro ser humano no podemos hacer es… dudar; de lo contrario…
Tyger se detuvo. Se levantó del asiento, se fue a la ventana y miró al predio escolar. Su hombro ocultaba la mayor parte de la vista y yo solo podía ver un pedazo de cielo azul y una palmera cuyas hojas se mecían al viento. Se columpiaba por la mejilla de Tyger y no cuadraban en absoluto las hojas de la palmera y la faz de Tyger.
El silencio se alargó un atosigante rato. Una parte de mí quería lanzarse fuera de lo incomprensible de todo aquello; otra, a todas vistas más fuerte, se adhería a Tyger como a un poderoso imán.
—De lo contrario ¿qué? —le grité.
Tyger se volteó y su mirada repasó los libros del librero, luego regresó y se quedó fija en el bolsillo de su chaleco, donde se encontraba el reloj. Tiró de la cadena hasta que el artilugio aterrizó en su mano. Por primera vez, Tyger habló por su cuenta:
—Cuando Ambrose comenzó a pensar en ahorcarse en su estudio —dijo una voz que sorprendía por lo delgada—, se me despertaron dudas. Sentí angustia, angustia moral, para ser más preciso. Y esas débiles dudas despertaron otros sentimientos humanos en mí. Sentí que amaba a mi hombre, que yo había endiosado sus historias y que no podía soportar el pensamiento de que su vida iba a terminar de esa manera. Era demasiado pronto. Eso fue lo que pensé. Quería salvarlo, protegerlo. Pero un acompañante no puede nunca salvar a nadie ni protegerlo; eso solo lo puede hacer un ser humano.
Tyger se interrumpió. Volvió a poner el reloj en el bolsillo del chaleco. El silencio se volvió ensordecedor.
—¿Y entonces? —Mi voz era apenas un susurro—. ¿Qué sucedió luego? ¿Qué hizo usted?
Tyger fue al librero. Se colocó como a la distancia de un metro del mismo y habló de espaldas a mí, como si los ordenados lomos de los libros fueran sus oyentes y no yo.
—Era en el fondo una pregunta fácil —dijo quedo—, un simple pensamiento humano. ¿Qué ocurriría si…? —Tyger tomó aire; vi cómo se le ensanchaban los omóplatos—: ¿Qué ocurriría si yo me transformara en su ser humano? ¿Qué ocurriría si el tiempo regresara? ¿Si a Lovell y a mí se nos otorgara otra oportunidad? ¿Qué ocurriría entonces?
Esta vez ambos nos callamos. A mí me pareció que juntos esperábamos una respuesta imposible. Entonces Tyger se giró.
—A todos los escritores —hizo un movimiento con la mano hacia el librero—, les resultarían mucho más fáciles las historias de viajes en el tiempo. No se necesitarían ni píldoras, ni máquinas, ni caídas a la Madre Tierra desde altos tejados de edificios. Tronó los dedos, resbalando el pulgar sobre el dedo corazón, al tiempo que decía:
—Ocurrió simplemente así: el tiempo se giró y yo me convertí en ser humano —inclinó la cabeza y pareció esperar lo que sus palabras desencadenaban en mí.
«El tiempo se volteó», pensé yo. «Él se convirtió en ser humano», pensé. «El tiempo se regresó y él… Lucian… se convirtió en ser humano».
¡No! ¡Oh, no! El que Tyger me odiara y por qué me odiaba lo acababa de comprender. Pero que ahora quisiera engañarme era pasarse de la raya. Este hombre era un perturbado mental y pretendía volverme loca. Quería embaucarme con que esa abstrusa novela a medio hacer de Ambrose Lovell correspondía a la realidad. Había llegado a ponerse de acuerdo con la secretaria en que condescendiera a su facilota jugarreta y casi había logrado que le creyera. Pero le mostraría que no iba a seguir siendo víctima de su enfermiza charla. Le miré fijo a los ojos:
—Si esto es en realidad tan… fácil como usted afirma —intervine—, ¿por qué no lo hace todo el mundo? Con todo respeto, hay casos de muerte peores, mucho peores que el de Love… que el de su hombre. ¿Qué ocurrió con Emily, que se desangró en sus brazos? ¿Qué pasó con el hijo de Lovell, que murió niño? ¿Por qué sus acompañantes no dudaron? ¿Por qué sus acompañantes no decidieron salvar a su ser humano?
Tyger sonrió compasivamente:
—Para cada pregunta hay una única respuesta. No cualquiera lo hace. Para ser más exacto: ¡no lo hace casi nadie! Ya solo por la razón de que nosotros los acompañantes no sabemos que podemos tener esos sentimientos humanos, por principio de cuentas. En la vida de Lovell hubo incontables circunstancias que pudieron despertar en mí el deseo de salvarlo de su destino. Estuve presente cuando su padre le pegó hasta hacerle perder el conocimiento; estuve presente cuando encontró a su hermano que, por miedo al padre, se tiró por la ventana; estuve presente cuando huyó de su casa y cómo hizo por sobrevivir prácticamente con nada; estuve junto a él cuando escribía y construía sus historias como si fueran casas que muchas veces se derrumbaban porque los cimientos no eran los debidos, pero que siempre volvía a levantar. Yo leí sus palabras, incluso aquellas que nadie más vería porque las desechó y las sustituyó por otras.
Tyger regresó a la mesa. Apoyó las manos en el respaldo del sillón me miró a los ojos:
—Para decirlo de una vez: compartí sus sufrimientos y sus alegrías, pero no sentía como las personas sienten; yo no pensaba como piensan los seres humanos. Jamás tuve la más ligera duda sobre mi encomienda. Yo no era ni visto ni oído por él, y así ocurrió todo el tiempo, pero cuando quiso suicidarse, sucedió: sentí como ser humano y por eso quise ser como una persona para salvarlo.
El rostro de Tyger era ahora por completo límpido:
—Yo no puedo hablar por otros acompañantes. Hablo solo de lo que me impulsó en esos segundos. Con la diferencia de que aprendí el precio que por eso se tiene que pagar.
Mi sensación de triunfo se diluyó:
—¿Qué precio? —pregunté sin énfasis alguno—. ¿Con qué tenía usted que pagar?
—Con mi recuerdo —repuso—. Cuando yo vine a mí, era yo una persona sin pasado, sin ropas, sin líneas de la mano, y sentía un dolor en el pecho que no me podía explicar. Solo remitía ese dolor cuando podía estar cerca de ese ser humano: Ambrose Lovell. Era como un enlace invisible. —Tyger frotó sus cuidados dedos unos contra otros. Noté que las lúnulas de sus uñas habían tomado un tono azulado, como de frío intenso.
«Lovell aparecía en mi vida una y otra vez —continuó—. Primero lo considerábamos una casualidad, pero en determinado momento no fue ya posible esa ilusión: donde él estaba, estaba yo; donde yo estaba, estaba él. Juntos, las cosas marchaban bien; separados, todo resultaba mal. Entre nosotros. —Tyger me miró de soslayo—, no había pasión alguna, lo cual aligeraba algo la situación; pero, por otro lado, no podíamos estar el uno sin el otro. No lográbamos entender esa atracción. Se nos aclaró solo a través del inconsciente».
Antes de que prosiguiera, supe a qué se refería. Dijo:
—Soñaba con Ambrose y se me representaban todas las situaciones posibles e imposibles, pero eran solo fragmentos, recortes, piezas de rompecabezas del pasado y del futuro. —Tyger tomó el grabado, lo revolvió en sus manos y luego lo volvió a dejar—. En una ocasión soñé la muerte de Ambrose y lo vi colgado de la barra de la cortina.
Sentí un espasmo en el pecho, mi corazón marchaba a ritmo constante y al mismo tiempo el cerebro me producía imágenes. Cada latido parecía desencadenar una nueva imagen.
Pum —mi pesadilla de morir—. Pum —Lucian bajo mi ventana—. Pum —Lucian en la tienda de lámparas—. Pum —Lucian en el bazar—. Pum —Lucian frente al faro en Falkensteiner Ufer—. Pum —Lucian en el baile de máscaras—. Pum —Lucian en su casa de Hamburgo—. Pum —su beso—. Pum, pum, pum…
Uní las manos y apreté los dedos entrelazados.
—A partir de ahí siguió un golpe tras otro —continuó Tyger—. El hijo de Lovell moría; poco después, su esposa. Esas escenas yo las había soñado, pero no pudimos impedir que acaecieran. Aparecían de nuevo, muchas veces con pequeñas divergencias, pero sucedían. Ambrose, quien había comenzado a beber fuerte y luchaba con los primeros pensamientos suicidas, me juró resistir hasta que averiguáramos quién era yo. Hasta ese momento, yo seguía sin saber quién era, y aún no lo sabía cuando semanas después leí en el periódico que su editor se había desentendido de él. Ambrose, en el ínterin, se había parapetado en su cuarto. Solo una vez me dejó entrar. Había bebido y apenas si estaba en sus cabales. Me llamó su Muerte, su último Visitante, pero al mismo tiempo me expresó que no me necesitaba, que se las podía arreglar perfectamente sin mí y entonces me echó con violencia de su habitación.
Tyger dejó el sillón y parecía más que viejo, como si alguien le hubiera quitado una máscara de la cara.
—Encontré ayuda —prosiguió—. Averigüé quién era y que yo era el único que podía ayudar a Lovell. Regresé a su cuarto, pero llegué demasiado tarde.
Una vez más, Tyger sacó su reloj de oro del bolsillo del chaleco. Ahora levantó la tapa y su ojo izquierdo se contrajo con vehemencia:
—El 17 de octubre de 1928, a las veintitrés cuarenta y cinco, abrí la puerta del despacho de Lovell. Llegué un minuto tarde. Estaba muerto. Su reloj se encontraba en el suelo. Se había parado.
Tyger me entregó el reloj de bolsillo. Su manecilla mayor marcaba el minuto cuarenta y cuatro de las veintitrés horas.
—Sobre su escritorio estaba la novela a medio acabar. No había llegado a un final que fuera aceptable ni para él ni para mí.
Yo estaba sentada en mi silla y no me movía. Tenía la sensación de que no me podría mover de nuevo.
Tyger cerró la tapa del reloj y se volvió a sentar en su sillón:
—Llegamos al final de esta pequeña clase privada —señaló.
Su rostro otra vez se había alisado y tenía el aspecto de siempre; las emociones habían desaparecido de su voz:
—El enlace se había roto. Yo sabía quién era y supe que había fracasado. Mi ser humano había muerto y yo vivía. Supe que a partir de entonces no me volvería más viejo y nunca moriría. Yo…
—¡Pare! —grité—. ¡Pare! ¿De dónde? ¿De dónde sabe eso?
—Primero, porque traté de matarme —contestó Tyger, seco—; segundo, hubo alguien que me lo explicó. Por suerte o desgracia, no soy el único acompañante que haya fracasado que hay sobre la tierra. Cuando un nuevo miembro pisa el club, —Tyger sonrió amargamente—, los viejos hacen todo lo posible para aliviarlo del peor dolor —hizo un movimiento con la mano, como si quisiera espantar una mosca—. Como siempre, no me concilié con mi pérdida, pero aprendí a sobrevivir con ella. Y conseguí dinero. Muchos sueños tienen también su lado positivo. La Bolsa es un estupendo invento cuando alguien posee ciertas informaciones por adelantado, ¿no es cierto? Mi firma Eternal Funds es muy exitosa.
Me quedé mirando fijo a Tyger, pero él apartó su mirada. ¡Era el nombre de la firma escrito en la placa del timbre en Holzdamm!
—¡No! —exclamé con voz ronca.
—Pues sí. —Tyger asintió—. El altruista anfitrión de Lucian en Habsburgo fui yo.
—¿Dónde? —grité—. ¿Dónde? —bufé—. ¿Dónde está Lucian? ¿Dónde está? ¿Dónde está ahora?
Tyger me miró de hito en hito. Su rostro, toda su actitud, era de calma, pero detrás cayó algo que hasta ahora parecía que había sabido mantener. Tyger, el zorro tan dueño de sí, en unos segundos se había transformado en un perro apaleado. En sus ojos se reflejó inequívoca e indudablemente su mala conciencia. Tyger se sentía culpable:
—No sé dónde está Lucian —respondió con suavidad—. Desde tu vuelo a Los Ángeles, no le he vuelto a ver.
Con esto se levantó y fue a la puerta. Al pasar delante de mí, se detuvo. Por un diminuto instante puso la mano en mi hombro. Era un ademán de indefensión.
Me sacudí su mano. Su contacto me quemaba la piel y noté que brotaba en mí una furia demencial. Me sentía como una fiera que hubiera estado enjaulada demasiado tiempo y ahora, súbitamente, le habían abierto la portezuela de su jaula. ¿A dónde, a dónde podía yo ir ahora? ¿Qué debía hacer ahora?
—Dirígete a Faye —dijo Tyger, como si yo hubiera planteado la pregunta en voz alta—. Habla con la niñera de tu hermana.
Un momento después había desaparecido.