27

feather

Desde el jardín llegó a mi cuarto la risa de Val. Al llegar a casa de la escuela, en la tarde, se había puesto a pintar sentada en la mesa del comedor junto con Faye, quien me miró con la frente arrugada, me hizo preguntas, por lo que le quedé bastante agradecida. Por el contrario, Val, quien llevaba un enorme sombrero con plumas y un camisón rojo que le llegaba hasta los pies descalzos, corrió hacia mí y me arrastró hasta la mesa, pero me zafé de ella y desaparecí en mi cuarto. Encontré un recado de mi padre avisando que regresaría al atardecer.

Cerré la ventana y la voz de Val enmudeció. Una bandada de pájaros levantaba el vuelo desde alguna parte hacia el cielo, estructurando formaciones como si fuera una coreografía estudiada: primero una V y luego una línea. En fila, se seguían unos a los otros hasta desvanecerse en el horizonte. Me senté a la mesa y me quedé mirando un fajo de papeles que tenía ante mí: la novela a medio concluir de Ambrose Lovell. Su protagonista era el escritor de cuarenta y siete años, Alan, y la primera frase rezaba:

La habitación donde Alan contó su última historia tenía cortinas de color marrón.

Tras una escueta y casi objetiva descripción del pobre estudio, Lovell pasaba la noche en el teatro donde se estrenaba la pieza teatral de Alan y donde el escritor había experimentado la fina ruptura en lo íntimo de su pecho. Poco después apareció en su vida un extraño por el que Alan sintió una rara atracción. Ese hombre carecía de recuerdos de su pasado y tampoco tenía líneas en las manos, pero sí sueños, los cuales siempre versaban sobre situaciones dramáticas. Soñaba que el editor de Alan se alejaba de él luego de que su obra había recibido críticas acerbas durante años. Soñaba que Alan se encontraba arrodillado frente a una cama en la que yacía un joven moribundo. Soñaba que Alan tenía en brazos a una mujer que sangraba. Soñaba que Alan se ahorcaba en su estudio porque no quería seguir viviendo.

Y todo lo que el extraño soñaba se convertía en realidad.

Las obras teatrales de Alan ya no se escenificaron. El hijo de Alan murió a consecuencia de una neumonía, y su hermana Emma, bailarina, fue arrollada por un automóvil. Se desangró en los brazos de Alan, y apenas un año después, el escritor se quitó la vida.

Repasé las hojas y de nuevo me dediqué a leer frases sueltas y algunos fragmentos. Tuve la sensación de que las palabras me saltaban como si tuviera vida.

—Usted debe tener un nombre, señor —dijo Alan—. Todo el mundo se llama de alguna manera.

—Por lo visto yo no soy como todo el mundo —contestó el extraño, y contempló sus manos de delgados dedos—. No sé mi nombre, ni sé mi edad, ni mi lugar de nacimiento.

Su rostro parecía fatigado y, de repente, Alan se sintió abatido por una tristeza que no conseguía explicarse. Era como el eco del extraño que le tocaba en lo hondo de su ser.

—Las palabras son mi profesión —dijo Alan y su voz sonó firme—. Le voy a obsequiar un nombre…

Por mi alma, no las vi venir…

Las palabras del conductor resonaron en la noche, al tiempo que él se alejaba con pasos rápidos para pedir auxilio. Alan estaba sentado en la acera. Sin decir palabra, tenía a Emma en sus brazos. La sangre manaba de sus sienes y caía sobre el oscuro pavimento. Era de rojo carmín como las cortinas de aquella iluminada noche de estreno en el teatro. Allá a lo lejos rugía un trueno, y Alan supo que ahora iba a suceder lo que el extraño había soñado. Acomodó la cabeza de Emma en su regazo. Los brillantes ojos de ella lo miraban, pero Alan permaneció mudo. Él, que nunca se había sentido confundido por palabras, no tenía ninguna para ella.

Emma le sonrió.

—No te angusties —dijo con suavidad—. Ya no estoy sola.

Con estas palabras, cerró los ojos. Su pálido rostro, siempre tan bello, resplandecía a la luz de la luna. La lluvia caía sin ruido y ahora solo se escuchaba el tictac del reloj de Alan. Latía como un pequeño corazón vivo en el bolsillo junto a la solaba. Alan pensó en el día en que lo había encontrado: su muerte, su último visitante, y en ese momento tomó conciencia de que este era el principio del fin.

La última línea del manuscrito inconcluso ya la conocía. Me la había citado Sebastian en su reseña sobre Lovell. Me había dicho que no quedaba ningún rastro de duda acerca de que la novela contenía rasgos autobiográficos.

Cuando Alan tomó la decisión se colmó de profunda confianza. Tenía que existir un lugar donde el hombre quedara liberado de todo cuando le carcomía el alma, y era momento de buscar ese lugar.

Escuché el eco del gritito «iiiii, ¡qué asco!» de Sheila cuando Sebastian contaba cómo la mujer de Lovell se desangraba en los brazos del escritor, y vi a Tyger sentado en el pupitre de Sebastian, golpeando el canto de la mesa con la mano plana.

Sentía los dedos entumidos, y al mirarlos noté que de la punta de mis dedos había desaparecido la sangre por completo. Se veían céreos de tan blancos. Esto me ocurría usualmente en el invierno, cuando hacía muchísimo frío; a este fenómeno lo llamaban «dedos cadavéricos». Reflexioné sobre si debería llamar a Sebastian, pero no me dieron ganas, sino que opté por llamar a Suse, mas nadie descolgó. Volví a la mesa y hojeé el manuscrito, pero las líneas desaparecieron de mis ojos. Una vez más, me levanté para marcar el número de Suse. Dejé que sonara unas veinte veces, pero tampoco respondió nadie. Entretanto, mis dedos parecieron morir, ya ni siquiera los sentía; me metí en el baño y dejé que los recorriera agua muy caliente, los froté unos contra otros, pero la vida no quería regresar a ellos.

Volví al escritorio y otra vez hojeé el manuscrito, pero ahora noté que las dos últimas páginas se habían pegado, y las separé.

En la última página encontré una semblanza de Lovell. Debajo había una imagen fotocopiada, pero el rostro en ella sobresalía con claridad. Tenía ojos despiertos, de aspecto adusto y frente alta, sobre la que caían oscuros mechones. Bajo la foto se leía en letras cursivas: Ambrose Lovell, nacido el 3 de marzo de 1881 en Suffolk; fallecido el 17 de octubre de 1928 en Londres.

Dejé caer la hoja. Conocía ese rostro y supe de inmediato dónde lo había visto: en el viejo grabado al aguafuerte que había observado en el jardín de la casa de mi padre, y que hacía dos días había tenido en la mano, poco antes de que llegara Faye.

No necesité más que segundos para estar en el jardín. Había dos hombres llenando la piscina y escuché el chorro de las mangueras. Ambos me saludaron afablemente. Sin tomarlos en cuenta, los pasé, camino de la casa y el jardín. El grabado todavía estaba en su lugar.

Yo tenía razón. El hombre de cabello oscuro y cara adusta, que entrelazaba sus pequeños dedos con los de la bella mujer, era Ambrose Lovell. Mi mirada voló de él a la mujer y de la mujer al hombre rubio que tenía del lado derecho, mi bisabuelo.

Con pánico y sin escoger, comencé a abrir las gavetas del escritorio de mi padre, una tras otra. Quería información. Tenía que saber qué diablos significaba todo aquello. Mi cerebro comenzó a desvariar, sentía que todo era un conjuro, en el que participaba mi padre; él o Michelle o Janne lo habían tramado todo. Alguien quería acabar conmigo; alguien quería que yo perdiera los estribos. Por mi cabeza se dispararon los pensamientos más descabellados, mientras mis manos revolvían las gavetas, cada vez con mayor desbarajuste. Saltaron papeles con cuentas, lápices, sacapuntas, clips, postales, tarjetas, fotos.

Tiré al suelo la foto con la cara de Janne, la pisoteé; saque otra gaveta y luego otra, hasta que un grito furioso me detuvo. Michelle estaba en la puerta.

—¡¿Te has vuelto loca?! ¡¿Qué diantres te está ocurriendo?! ¡¿Qué haces aquí?!

Me quedé mirándola y luego contemplé el caos que había armado. Aquí concluyó mi propósito de encargarme de mi vida. Michelle se me aproximó, me tomó por la muñeca y me sacó del escritorio de mi padre.

—¡Fuera! —me encaró. Su voz era gélida.

Le enseñé los dientes.

—¡No! —le grité en plena cara—. ¡Me quedaré aquí todo el tiempo que quiera! ¡Y más vale que no te importe una mierda lo que yo haga en el cuarto de mi madre! ¿Entendido? ¡Porque es mi padre! En todo caso le tiene que importar a él, no a ti. ¡No a ti!

Michelle se quedó totalmente paralizada. Lo sentí en la mano con la que me tenía tomada la muñeca.

Pensé que si ahora despegaba sus dedos, se romperían.

—¿Qué es lo que está pasando?

Ahora mi padre estaba en la puerta con Val en los brazos, quien, fascinada, contemplaba el desorden que había en el suelo. Michelle corrió hacia ella y la quitó de los brazos de mi padre.

—¿Quiero saber quién es este? —dije a mi padre, y le presenté el grabado—. ¿Quién es este hombre de cabello oscuro? ¿Qué sabes de él?

Mi padre observó la imagen y luego me miró. Estaba totalmente desconcertado.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Por qué te interesa este viejo grabado?

—Porque yo, maldita sea, quiero saber qué está pasando aquí —grité—. Quiero…

—¡Se acabó! —Michelle se había puesto entre los dos—. ¡Esto se está pasando del a raya, Alec! No quiero bramidos en esta casa. ¡Quiero que… —Michelle me señalaba como si yo fuera una epidemia o una maldición—, esto acabe de una vez! ¿Por qué nosotros? ¿Por qué nos tenemos que ocupar nosotros de esto? ¿Qué nos importa? Dímelo. Dime por qué su maldita madre.

Ya no siguió, porque ahora la que había comenzado a gritar era Val, tan alto y con un timbre tan elevado que pensé que los vidrios de las ventanas iban a saltar en miles de pedazos.

Michelle presionó la cabeza de Val contra su pecho y le habló suavemente para tranquilizarla. Se dirigió a Val como si fuera un bebé.

—Está bien, pequeñita. Lo siento tanto. Todo va a estar bien. Tu mamá está contigo. Vamos afuera. Vamos a ver cómo van los hombres de la piscina. ¿Quieres que nos bañemos?

Ya estaba en la puerta. Allí se giró una vez más hacia mí.

—Piensa en lo que te dije en el coche —siseó entre dientes—. Te lo dije en serio.

Mi padre cerró la puerta. Se me acercó con los brazos abiertos.

—Lobita, ¿qué es lo que te está pasando? Tú…

—¡Rebecca! ¡Me llamo Rebecca! —bufé—. ¡Y quiero saber quién es ese hombre que está con tu abuelo!

Mi padre se encogió de hombros. Su desconocimiento parecía auténtico; parecía no entender qué me estaba ocurriendo.

—No lo sé —dijo, desconcertado—. Encontré el grabado luego de que tú me mandaste ese mail sobre el testamento de mi abuelo. Se me cayó y por eso lo recogí. No conozco a ese hombre. Lo único que sé es que la mujer que aparece en la foto fue la prometida de tu bisabuelo. Su nombre es un tabú en nuestra familia. Parece que en ese entonces se armó un escándalo tremendo. Hasta donde sé, era bailaría y casi deja a tu bisabuelo vestido y alborotado. Por…

Mi padre contempló el aguafuerte. De pronto, arrugó la frente. Ahora parecía que las circunstancias se aclaraban en su mente:

—… Creo que por culpa de él.

Empecé a pensar en la biografía de mi bisabuelo. Había conocido a una joven inglesa que lo dejó por otro la noche anterior de la boda.

Por primera vez experimenté lo que es desear morir de amor.

—¿Y qué más? —le pregunté a mi padre—. ¿No sabes más?

Mi padre meneó la cabeza.

—Yo era demasiado pequeño —dijo—. Lo poco que te he contado es todo lo que sé. Pero ¿por qué te interesa esto? ¿Por qué precisamente ahora sales con esto?

Me mordí los labios. Antes por poco exploto con Tyger por la absurda creencia de que mi padre o Janne tenían que ver con la repentina aparición de mi profesor de inglés.

Pero aquí no había ningún conjuro, sino un callejón sin salida. La presencia de Tyger tenía que obedecer a otras circunstancias, y mi padre no podía sacarme de apuros.

—Solo quería saberlo —respondí—. Eso es todo. Miré a la puerta y luego a mi padre.

—Quisiera saber otra cosa. Michelle. ¿Por qué me odia tanto?

Mi padre dio un paso hacia mí. La boca le temblaba y luego miró las cosas de su gaveta que yo había desparramado. Cuando descubrió la foto de Janne que yo había pisoteado intencionalmente, contuvo el aliento. La levantó y pasó la mano por la mejilla de Janne.

—Últimamente no le has hecho la vida fácil a Michelle —musitó.

—Su odio no tiene que ver con esto y eso tú lo sabes bien —le contesté a bocajarro—. Siempre ha sido así. No era mayor que Val cuando viniste a Estados Unidos con Michelle. Yo era una niña pequeña, no una psicópata de atar, como ahora. ¿Por qué, papá? ¿Es por Janne? ¿Qué culpa tengo? ¿Qué le he hecho yo a Michelle?

—Tú eres mi hija —mi padre me miró a los ojos—. Tú eres de mi carne y sangre.

Yo no había contado con esto. Me le quedé mirando.

—¡Eso no es motivo! Ustedes tienen a Val. Ella es… —repetí la expresión anticuada de mi padre—… ella es de la carne y sangre de ustedes.

Mi padre meneó la cabeza.

—No es así —dijo—. Michelle no puede tener hijos. A Val la adoptamos.

Dejó la foto de Janne sobre su escritorio. Se dio media vuelta y salió de la casa del jardín.

Val alborotaba en la piscina. Llevaba flotadores en los brazos y había dejado toda mojada a Michelle, quien, sentada en el borde de la piscina, bamboleaba las piernas dentro del agua. En cuento Val me vio, me llamó con ambos brazos.

—¡Métete al agua! —gritó—. ¡Métete al agua!

Negué fuertemente con la cabeza. Mi padre había desaparecido en la casa y yo no podía permanecer aquí un segundo más. Era demasiado para mí. Delante de la puerta de entrada, apoyada en el Bentley, estaba Faye. Se fue a la puerta del copiloto y la abrió.

—Súbete —dijo—, y dile a tu padre que vas a salir a dar una vuelta conmigo.

De nuevo meneé la cabeza, pero Faye me puso en la mano el celular.

—Si sigues comportándote así, te van a encerrar. Mejor llámale.

Le mandé un mensaje, y de inmediato llegó la respuesta de mi padre, diciendo Ok. Cabe suponer que se sintió aliviado de que alguien se llevara a su hija perturbada mental.

Faye me llevó por ahí. Durante un rato me mantuve callada junto a ella, mientras se escuchaba la radio. El sol se había puesto. Corríamos por la costera del Pacífico, siempre junto al mar, en dirección opuesta a Venice Beach. Los montes eran más altos, el mar más revuelto, el cielo más oscuro.

Le conté a Faye de la aparición de Tyger en mi nueva escuela. Reaccionó de manera parecida a como lo había hecho ayer en la playa. Estuvo escuchando sin comentar gran cosa. Solo cuando le conté de la novela de Lovell reflejó en su rostro alguna sensación: parecía sentirse mal, herida, como si la conducta de Tyger le hubiera afectado. Por un momento me pareció que iba a detener el coche, pero aceleró de nuevo.

—Esto roza la tortura —dijo, con la mirada fija en la carretera.

—Yo solo me pregunto por qué —murmuré—. ¿Qué quiere de mí?

Faye se volteó hacia mi lado.

—Eso lo tienes que averiguar tú —indicó—; y si no te queda claro, me llamas. A la hora que sea. ¿Me lo prometes?

Asentí y pensé que Faye era un regalo del cielo.

La lección de inglés era la cuarta clase del día, justamente antes de la hora del almuerzo. En cuanto Tyger entró en la clase, de inmediato fue directo al grano, preguntándonos con autosuficiencia cuáles habían sido nuestros juicios.

Mis dedos salieron disparados hacia lo alto.

—¿Sí? —Tyger me sonreía con sus dejas bien arqueadas—. ¿Qué dice la criticona literaria de ayer sobre esta obra artística? ¿Es buena? ¿Es mala? ¿Qué voy a escuchar?

Me levanté y fui a la mesa de Tyger. Sabía que mis compañeros estaban mirándome, pero me importaba un comino.

—En lo personal, encontré la obra artística en extremo emocionante —bisbiseé—. Me gustaría tratar el asunto con usted. Y en lo que se refiere al crítico literario…

Saqué el grabado de mi bolsa y lo puse sobre la mesa de Tyger.

—¿Podría ser que tuviera otro motivo para atacar al escritor? ¿Podría ser que William Alec Reed quisiera vengarse de algo?

Tyger no pareció sorprendido en lo mínimo. Se encogió de hombros y lució su sonrisa más irónica.

—¿Por qué no mantenemos esta conversación a solas? —preguntó—. Ven a mi oficina después de la clase. Y ahora, siéntate otra vez en tu lugar.