22
Con su sueldo de niñera, Faye no habría podido costear el Bentley convertible color crema con asientos rojos de cuero en el que recorríamos la sinuosa calle que conduce a Sunset Boulevard y de ahí a la autopista de la Costa del Pacífico. Quizá tenía padres ricos o era un coche de mi padre o de Michelle.
Faye les había dejado a ambos un recado en el que les comunicaba que me llevaría a dar una vuelta y que, a más tardar, estaríamos de regreso en casa para la cena. Qué opinaría de eso mi padre, no lo sabía, pero me daba igual.
Faye callaba. Conducía concentrada, como si el ir en coche la tensara; y a mí, en lo fundamental, me parecía bien. El paisaje a nuestra izquierda era de colinas. Aquí y allá se habían construido casas en las montañas. Había hoteles en cuyos tejados ondeaba la bandera norteamericana y había también gran cantidad de palmeras. Del lado derecho de la carretera, que igualmente estaba orlada de palmeras, se extendía el mar.
Era de un azul plateado y en su superficie se reflejaban millones de puntos luminosos. El fuerte oleaje atronaba con fuerza contra la orilla. Casi instintivamente, dejaba que el viento diera en mí; olía a sal, a frescura y la respiración, de golpe, se volvió más fácil. Faye se giró hacia mí, sonriéndome. De repente me pareció familiar, como si nos hubiéramos visto alguna vez. Por el amplio paseo marítimo, venía en contraflujo gente que hacía jogging, iba en bicicleta o en patines en línea. En determinado momento apareció un viejo carrusel que formaba parte de un pequeño parque de diversiones. Una larga pasarela atestada de gente conducía al parque. Faye bajó el volumen del radio.
—Este es el Santa Mónica Pier —me aclaró—, uno de los lugares preferidos de Val. Cuando ha tenido uno de sus días fuertes, tengo que subirme a la montaña rusa veinte veces seguidas.
Asentí, ausente.
Del lado izquierdo de la autopista se divisaban ahora anchas superficies cubiertas de verde césped, sobre las que los niños jugaban futbol; y mujeres, adineradas por lo que se podía deducir, con caros atuendos de jogging, sacaban a pasear a sus perros. Luego aparecieron los primeros indigentes. Habían plantado tiendas de campaña y extendido sus sacos de dormir en los prados, y se les veía sentados en grupos, o estaban delante de destartaladas viviendas móviles pintas de manera abigarrada, en cuyos techos habían amontonado cajas, sillas viejas y todo tipo de cachivaches. Faye redujo la velocidad.
—Enseguida llegaremos —dijo—. Esto también era Santa Mónica. Ahora viene Venice Beach. Estoy buscando un lugar para estacionar el coche y luego bajaremos a la playa, ¿te parece?
Anoche soñé que estábamos sentados en la playa. No sé donde estaba esa playa.
Faye estacionó el Bentley en una callecita lateral. En un estacionamiento público. Dos jóvenes surfistas con sus trajes de neopreno y relucientes tablas de surf bajo el brazo chiflaban detrás de nosotras. El moreno encargado del estacionamiento le sacó a Faye cinco dólares y la llamó sweetheart (cariño). Me guiñó el ojo y preguntó: How are you today, love?
—Fine, thank you (Bien, gracias) —mascullé, e involuntariamente traté de imaginarme cómo me habría saludado un vigilante de estacionamiento en Alemania: «¿Cómo estás hoy, preciosa?».
Faye tomó una vieja bolsa de cuero del asiento trasero y me hizo una señal de que la siguiera. Dimos vuelta a la izquierda por la calle lateral y nos topamos con un dibujo de grafiteros que habían pintarrajeado la pared de una casa. Era Art Comic: una gigantesca cabeza de mujer de cabellos negros. El flequillo le caía deshilachado sobre la frente, la piel era lila, los ojos almendrados, pero su mirada era increíblemente seria. A la izquierda, en grandes letras negras, se leía la orden: Remember who you are! (¡Recuerda quién eres!).
—Me gusta Venice. Allí donde vive tu familia no lo aguantaría —dijo Faye y sonrió.
«Tampoco lo aguanto yo», pensé, y corrí junto a Faye, quien ahora viraba a la derecha.
—Todavía podemos estar un rato —me tranquilizó.
—No hay problema —repuse, y agradecí internamente a la seria enfermera que había reconstruido mi cuerpo. La primera vez que me levanté de la cama en la clínica, las piernas, literalmente, se me doblaron, y en los días subsiguientes la sola ida al baño fue para mí una especie de deporte extremo.
Al paseo marítimo por el que ahora caminábamos, Faye lo llamó Ocean Front Walk (Paseo frente al océano), y entendí lo que Suse en su correo había calificado como galáctico de Venice Beach. Este paseo tenía cierta similitud con el barrio Schanze, de Hamburgo, pero era mucho más que eso. En contraposición al lugar donde vivía mi padre, aunque yo solo lo conocía por haberlo recorrido en el coche, aquí palpitaba la vida. Faye me contó del fundador del lugar, Abbot Kinney, millonario tabacalero que había transformado el húmedo pantano del sur de Santa Mónica en un parque temático cruzado por canales con góndolas y un muelle de recreo. En 1920, un incendio destruyó la mayoría de los edificios.
—Jim Morrison —prosiguió Faye—, fue uno de los que conocieron el encanto de este lugar. El ayuntamiento prestó dinero para la restauración, y desde finales de los años noventa Venice se cuenta entre los lugares selectos de Los Ángeles.
Anoche soñé que estábamos en una playa. No sé dónde está esa playa. Parece, de todos modos, bastante movida.
El paseo estaba lleno de gente: niños, bebés, negros, blancos, personas de todas las edades y de todos los niveles sociales se congregaban aquí, de modo que en algunos tramos solo podíamos avanzar a paso de caracol. Por todos lados sonaba música, una salvaje mezcla de percusiones, rap, rock, electro pop; a nuestra izquierda se alineaban pequeños hoteles playeros, tiendas de curiosidades, cafés, cuchitriles de videntes, locales de tatuajes, puestos de accesorios y camisetas. Músicos callejeros tocaban la guitarra, de un gigantesco amplificador tronaba hip-hop, un rapero con largos rizos rastas se retorcía estrambóticamente sobre el suelo, un hombre en zancos se inclinaba hacia una niñita, y un indio con turbante y barba gris pasó deslizándose sobre sus patines en línea.
Faye caminaba junto a mí sin decir nada, solo de vez en cuando nuestras miradas se encontraban y me sonreía. Algo en ella me recordaba a Spatz. Pasamos lectores de manos, danzantes y músicos callejeros. En una enorme jaula con la significativa designación de Muscle Beach (Playa de los Músculos) se entrenaban hombres de protuberantes bíceps. En largas mesas tapizadas, los artistas exponían sus obras, en su mayoría trabajos sencillos, arte callejero, pop-art y material puramente esotérico. Algunos de los artistas saludaban a Faye, y ella se detenía ante muchos de estos e intercambiaban unas cuantas frases. Miré hacia la playa: En el agua había surfistas.
El paseo estaba ahora más tranquilo. Al parecer habíamos dejado atrás la parte más frecuentada. De todas maneras, las viviendas aquí tenían el aspecto de construcciones artísticas. Todas Lucian enormes ventanales con vista al mar, pero eran más modernistas y cálidas que la fría casa donde vivía papá con Michelle.
Faye se dirigió a un malecón y pude contemplar de cerca a los surfistas. En la orilla aguardaban la ola perfecta. Todos llevaban trajes de neopreno negros y parecían cuervos sin alas que hubieran caído al agua. Justo antes del malecón, Faye se detuvo finalmente en un muro levantado en la playa.
—Hemos llegado —dijo.
El sol, aunque ahora estaba en el cenit, no calentaba gran cosa. Quizá 20°C. Yo llevaba una camiseta delgada y de inmediato se me puso carne de gallina.
Faye sacó una manta de su mochila, la extendió sobre la arena y nos sentamos. Ella callaba. Sus largos rizos rojos le caían sobre los hombros hasta la mitad de la espalda y sus manos jugueteaban con el dobladillo de su vestido.
Junto a nosotros estaba sentada una chica. Tenía rizos de un rojo fuego y llevaba un vestido pasado de moda, gris plata.
Detrás de nosotras se escuchaban los ruidos de fondo de Venice Beach. Me volteé y miré hacia la derecha. Dos jóvenes extendían una red y junto a ellos había una pelota blanca. Un par de jóvenes jugaban voleibol.
—¿Buscas a alguien? —preguntó Faye de repente. Sus ojos grises me miraban escrutadores.
—No… —respondí, mordiéndome los labios—. Aquí no conozco a nadie.
—Claro —dijo sonriendo—. ¡Qué pregunta más tonta!
De nuevo miró al mar durante un largo rato. Tenía la mochila junto a los pies.
Estaba pintando.
—¿Llevas ahí cosas para pintar?
Me salió espontáneamente. Sabía que la pregunta iba a sonar por completo fuera de lugar, pero Faye la tomó como algo que saltaba a la vista.
—Sí —contestó—. Siempre.
—¿Y… deseas quizá… pintar algo?
—¿Por qué no? —sacó de la mochila un pequeño bloc, un lápiz y un sacapuntas.
Mientras le sacaba punta al lápiz, me miró, examinándome. Pasó un hombre con una caña de pescar acompañado de un niño.
—Me quedo aquí para esperar a mamá —le gritó a su padre.
El hombre asintió y siguió adelante. El chiquillo se sentó en la arena y comenzó a hundir en ella los pies descalzos. Estaba pintando un niño.
Faye se giró y ahora el niño estaba en su campo de visión. Cruzó las piernas y comenzó a pintar. El niño, mientras, casi había enterrado las piernas en la arena. Una gaviota se posó cerca de él, picoteó un par de veces en la arena y luego reanudó el vuelo. El pequeño no prestaba atención a nada ni percibía a nadie, incluida Faye. Esta había doblado la cabeza sobre lo que pintaba y sus rojos cabellos me impedían ver. Miré a la derecha, a la izquierda, hacia atrás y hacia adelante hasta que me dio vértigo. Nada. Al cabo, Faye me mostró el dibujo.
—Ten —me dijo—. Para ti.
Me quedé mirando el dibujo. Era como observar al espejo en el que hasta ahora todavía no me había atrevido a verme. Mi rostro, que antes era redondo, ahora se veía delgado y esmirriado. Nariz y boca estaban indicadas apenas con pálidas rayas. Lo que propiamente sobresalía en mi cara eran los ojos. Eran grandes, oscuros, y tan vacíos que tuve miedo de mí misma. A mi aspecto le faltaba vida. Estaba pintando un niño y nosotros lo mirábamos.
¡No, no! ¡No nosotros! Hundí las manos en la arena y sentí cómo los duros granos se hundían dolorosamente en mi blanda piel.
¿Qué esperaba? Había sido una locura venir hasta aquí. ¿Por qué tendría que estar aquí luego de que me había traicionado de esa forma y me había dejado sola? ¿Por qué…? ¡Para! No debía volver a pensar, tenía que…
—A ti te paso algo —la voz de Faye era muy queda, pero de golpe tuve que taparme los oídos. Las palabras zumbaban por toda mi cabeza y quemaban en cada rincón de mi cerebro.
Me curvé, uní los brazos frente al pecho y comencé a gimotear.
Las esponjas son maestras en defensa toxica y su código genético presenta gran parecido con el de los humanos, de los humanos, de los humanos…
Me asía de mi mantra como desquiciada, aunque sabía que era demasiado tarde. Había perdido. Mi mecanismo de defensa cayó hecho pedazos y yo no podía hacer nada, pero nada en absoluto.
El pelo rojo de Faye resplandecía al sol como fuego. Levantó la mano y la puso en mi espalda. Sentí cómo el espacio entre los omóplatos se cargaba de calor al tocarme. Ella irradiaba a través de mí, hasta el blindaje que se había asentado en torno a mi pecho y que ahora había saltado en miles de millones de pedazos, dejando libres todos los pensamientos prohibidos.
Comencé a llorar y me puse a gritar tan alto que el niño que estaba delante de nosotras se asustó, sacó las piernas del agujero de arena y echó a correr por el malecón.
—¡Te odio! —grité—. ¡Te odio, Lucian!
El viento había enfriado y el sol se había hundido más. Seguíamos en la playa y Faye callaba como antes, pero ahora yo tenía la cabeza en su regazo. Me acarició el cabello y me miró de esa forma tranquila y en cierto modo ajena a este mundo. Cerré los ojos durante un rato inacabable.
—Fue una tarde perfecta —oí que me decían—. Era un miércoles. Nuestra Ladies Night in. Mi madre, su novia Spatz y yo estábamos sentadas en nuestro desván. Acabábamos de escombrar todos los enseres que pretendíamos vender en el bazar. Habíamos reído y hablado de los tiempos pasados. Y yo había tenido de repente esa extraña sensación. Era como una ruptura interna. Muy tenue; al principio pensé que me lo estaba imaginado. Esa misma noche tuve una horrenda pesadilla y luego ese extraño joven se encontraba frente a mi casa.
Faye me miraba inmóvil. Le conté toda la historia, todo cuanto me había ocurrido en los últimos cuatro meses y cómo mi vida estaba de cabeza y, al final, había sido arrancada de cuajo. Le conté también de los sueños de Lucian, de los cuales algunos se habían vuelto realidad. Le expliqué por qué me urgía venir a la playa. Faye no hizo ningún gesto. No me interrumpió con preguntas. Simplemente me escuchó.
Cuando llegué al momento en que Janne regresó a casa de su cita nocturna con Lucian y me ordenó que empacara mis cosas, cerré los ojos.
—Entonces aún tenía la ilusión de ser una persona con voluntad propia —susurré—. Me lancé sobre mi madre y la golpeé con los puños. Pero no dijo ni pío. No me explicó por qué yo debía marcharme, ni lo que Lucian le había contado. En vez de eso, me amenazó con que, si por la mañana no iba por voluntad propia al aeropuerto, ella hallaría la manera de llevarme. Supe que hablaba de medicamentos y en ese momento comprendí que no tenía ya sentido oponerme. Por la noche, Spatz había hecho mis maletas, y fue la primera vez que la vi llorar —lentamente, abrí los ojos y vi que la mirada de Faye estaba fija en mí—. Por la mañana, Janne me llevó al aeropuerto y subió conmigo al avión. Luego, para colmo, tuve ese terrible dolor que cada vez se ponía peor.
Me levanté de nuevo y miré el mar. A la derecha, en lontananza, se podían ver las montañas. Se veían envueltas en neblina y el mar había adoptado un fuerte tinte oscuro. No podía creer que hubiera pasado tanto tiempo, pero al menos tenía que ser ya el amanecer. A lo lejos pasaban veleros, y directamente frente a nosotras, sobre una estaca se había posado un pelícano. Era muy grande: el largo pico girado, el delgado cuello inclinado como un cisne negruzco, me miraba solo con un ojo.
—El resto de la historia lo conoces. Para responder a tu pregunta anterior sobre si la clínica estaba bien: sí y no; no vi a ningún otro loco. Tuve suficiente con que ocuparme de la loca en que me había convertido.
Faye asintió. En sus ojos no solo había compasión, sino también comprensión. Parecía entender todo lo que me había pasado.
—Pero después te ha ido mejor —intervino finalmente—. Me refiero a los dolores. Se han calmado, ¿no? ¿En la clínica?
—Sí —murmuré, encogiéndome de hombros—, ya.
Faye asintió.
—¿Qué harás ahora? —preguntó, luego de que ambas estuvimos un rato calladas.
Lo dije antes de que pudiera pensarlo:
—Encontrarlo.
—Pero ¿dónde?
Me encogí de hombros.
—Cuando comprendí que tú eras la chica del sueño de Lucian, pensé que él estaría aquí. Era una idiotez. Si esas situaciones pasaban en la realidad, yo estaba cada vez sola. Como ahora. Siempre estaba sola, y además tú no conoces a ningún Lucian, ¿no es cierto?
—Por desgracia, no. —Faye me miró con sus ojos grises. Su rostro había cambiado y hasta su voz sonaba diferente—. ¿Puedo darte un consejo?
No esperó a que respondiera.
—Deja de quejarte. Deja de estar pensando en cómo te sientes. Si quieres encontrar a Lucian deberás buscarlo, y si lo quieres buscar, primero tienes que tomar la vida en tus manos.
Puse la mano en torno al dije que me regaló mi padre, el pequeño sol con la inscripción Carpe diem. De golpe, me quemaba la piel. Faye miraba al cielo, a lo lejos. Una bandada de gaviotas pasó sobre mi cabeza y allí iba también un par de cuervos. Detrás de mí se escuchaban tamborazos, y ahora volvía a escuchar otros ruidos. El movimiento de las olas, el zumbar de un avión muy arriba de nosotras, la risa de un niño, los ladridos de un perro, una mujer que cantaba.
Me giré. Las casas junto a la playa y todo el paseo marítimo se veían ahora sumidos en una mística claridad. Detrás estaba la ciudad, cubierta por la niebla.
—Quizá tengas razón —le contesté.
—Quizás —insistió—, pero quizá no. Lo que es seguro es que debes moverte con tus propias piernas lo más rápido posible. Emocionalmente, quiero decir. —Faye sonrió—. ¿Sabes por casualidad que tu pequeño «tiempo fuera» ha trastornado bastante la paz de la casa?
Hundí la cabeza. ¡Mierda! Sí, podía imaginarlo. Al parecer, en circunstancias normales, Michelle no se mostraba precisamente entusiasmada con mi visita. Pensé en los correos de Suse sobre el asesino profesional y, de súbito, en mi boca se dibujó una sonrisa maliciosa.
—¿Qué te divierte? —quiso saber Faye.
—Mi madrastra —le contesté—. Al menos ahora tiene una auténtica razón para no quererme.
—Esfuérzate —dijo poniéndose seria—, por ganarte su confianza, así te irán dando más libertad. Ponles en claro que quieres seguir en la escuela, y cuanto antes mejor. Si te pasas todo el día sentada sin hacer nada, te harás un agujero en la cabeza.
Me eché a reír.
—¿Has visto qué escuelas te convendrían?
—No tengo idea —le contesté, encogiéndome de hombros.
—Val va a una escuela privada —continuó torciendo la nariz—. Aquí las escuelas privadas tienen mejor fama que las públicas, pero hay largas listas de espera, y los exámenes de admisión no favorecen precisamente a la esfera privada. Quieren saberlo todo sobre ti: tu familia, tu educación, porque viniste a Estados Unidos…
Faye me miró, como queriendo ver qué efecto habían producido sus palabras. Lo de los exámenes de admisión y, en especial, lo de las preguntas personales, sonaba bastante horripilante.
—Pero también hay escuelas públicas que son igual de buenas, por lo menos —prosiguió—. La Pali High, por ejemplo.
Yo estaba trazando pequeños círculos en la arena.
—Todo esto me suena a que es demasiado para mí —repuse—. ¿A qué escuela vas tú? —me volteé hacia Faye—, ¿y qué edad tienes?, ¿dónde vives? No sé absolutamente nada de ti.
Me sorprendió a mí misma de dónde salía mi repentino interés. Las preguntas que acababa de hacerle las dije con toda seriedad. De verdad me interesaba quién era y qué vida llevaba. Me sentía mal de que una persona completamente extraña hubiera extraído de mí más sentimientos que mis mejores amigos, a quienes conocía de tantos años y casi enloquecían de preocupación por mí.
En el horizonte, el cielo se tornasolaba en un brillante naranja que parecía irreal. En los extremos los colores eran más pálidos, casi pastel.
Faye se levantó.
—Vamos —dijo—. Es hora de que regresemos.