21

feather

El primer ser humano con quien volví a hablar después de doce semanas y tres días fue mi hermana pequeña.

Me había quitado los audífonos de las orejas cuando escuché unos gemiditos delante de mi puerta. La canción del correo de Sebastian corría de manera continua en mi iPod, y la laptop que me había regalado papá estaba abierta sobre mi escritorio. Todos los correos de mis amigos estaban abiertos y la esponja de la felicidad de Spatz se encontraba sobre mi regazo. Mi papá siguió las indicaciones de Spatz y había dejado su regalo de Navidad en la cama. Esto ocurrió el día anterior a mi internamiento en la clínica.

Esta mañana me habían dado de alta y pasé mi cumpleaños número diecisiete en este cuarto, que por primera vez contemplaba con plena conciencia. Era una linda alcoba con muebles claros, una alta y amplia cama con dosel, baño contiguo, un vestidor y una ventana con vista al mar. En una mesa junto al sofá había un jarrón con girasoles. Por allí se agrupaba una montaña de envoltorios y paquetes. Todo el día estuve sentada frente a mi escritorio y me la pasé mirando primero el mar y luego la pantalla.

Al final, el mar ya no era visible y mi cumpleaños se pasó corriendo. Delante de mi puerta, se escuchó de nuevo el gemidito, y esta vez lo oí con toda claridad.

—¿Quién? —el sonido de mi propia voz me sobrecogió.

El cuello me raspaba, era una sensación extraña; ¿era yo quien hablaba? Intenté de nuevo.

—¿Quién?

Las ventanas estaban abiertas y en el árbol que daba a la mía susurraban suavemente las hojas. Salvo ese no había ningún otro ruido de afuera. La casa, en torno a la cual se ceñía en una curva una calle con palmeras, estaba rodeada de un enorme terreno. Mi padre me había contado una vez que la casa fue un regalo de bodas del padre de Michelle, que era un conocido arquitecto. Nunca me envió fotos. Su vida en Los Ángeles permanecía como algo abstracto.

El gemido se hizo más fuerte. Fui a la puerta, empujé suavemente la manija hacia abajo y vi a mi hermanita.

Se encontraba sobre el piso, encogida, formando una bola diminuta. Llevaba un camisón blanco y sus rizos rubios estaban húmedos de sudor. Dormía, y era claro que soñaba. Junto a ella había un pequeño pastel con diecisiete velitas que ya se habían consumido. Esa imagen me afectó de manera extraña, más que todos los correos de mis amigos.

Val parecía un ángel que hubiera caído del cielo. Me incliné sobre ella, le toqué suavemente el hombro y, como no se despertaba, la levanté, la llevé a mi cuarto y la coloqué en la cama.

—¡Hey! —susurré cuando recuperé el aliento. Val no pesaba, pero hacía mucho que yo no había cargado otra cosa que no fuera el peso de mi cuerpo—. ¿Hey?, ¿sueñas? ¡Despierta! ¿Sueñas…?

Val abrió los ojos.

—¿Puedes hablar?

Asentí. Solo eso. Por lo visto también podía oír.

Oír correctamente, no como a través de algodón.

Val me miró incrédula.

—Otra vez. Di algo otra vez.

—Hola —dije—. Tenías una pesadilla.

Val bostezó con toda la boca y dejó ver toda una hilera de dientes blancos y puntiagudos.

—Ya lo sé —su voz era de timbre alto y tenía algo como un sonido cantarín—. A menudo tengo pesadillas.

—¿De qué?

—De monstruos.

—¿Te quieren comer?

—No —se restregó los ojos. Eran grandes y de color azul marino, con pestañas largas y tupidas—. Yo me los quiero comer. Son monstruos muy pequeños y me tienen miedo, y cuando empiezan a temblar yo también siento temor. ¿No es tonto tener miedo de una misma?

—No —le dije, meneando la cabeza.

—Entonces es bueno —contestó, mirándome tranquila—. Creo que los monstruos no huelen muy bien que digamos. Te hice un pastel.

—Todavía está en la puerta —respondí, asistiendo.

—Tómalo —la voz cantarina de la niña adoptó un fuerte tono de mando.

Era un pastel de chocolate con rodajas de plátano y nueces. Quiso que lo partiera y las dos nos comimos un pedacito. Sabía increíblemente dulce y pensé que ojalá no me ocasionara dolor de estómago.

—¿Ya estás sana de nuevo? —preguntó.

Torcí la boca y me di cuenta, asombrada, que también la sonrisa exigía fuerza corporal. Los músculos de mis brazos y mis piernas los había entrenado con la fisioterapeuta, más no los músculos de la risa.

—Sí —dije como intentando—; ya estoy bien de nuevo.

—Yo estuve una vez en el hospital —me contó—. Fue cuando caí de la casa del árbol a la cerca. ¡Pof! Y luego me quedé sin fuerzas.

Se dejó caer en la cama y abrió los ojos.

—¿Tú también te quedaste sin fuerzas?

—Algo parecido —respondí, porque me pareció lo más apropiado. Había estado tres meses imponente por dolores. Sebastian lo había adivinado cuando me mandó la canción de Linkin Park, solo que la letra no cuadraba. Yo no lograba encontrar las palabras para explicar lo que me había ocurrido. Los dolores habían comenzado en el avión y cada vez se tornaban más y más fuertes, empeorando cuanto más tiempo pasaba aquí.

No me había negado a comer ni estuve callada por terquedad, ira o desesperación, como todos sospechaban. De haber abierto la boca, lo único que hubiera hecho habría sido gritar y ya no habría cejado, porque el dolor tampoco cedía. Me tenía en sus garras como un monstruo voraz al que me hubieran entregado con total desamparo, y se sobreponía a todas las sensaciones y los pensamientos de que tal vez sea capaz el ser humano.

Por suerte fue la clínica, de la que todos me advertían tan insistentemente, la que me salvó. El día que mi padre me llevó, los dolores se habían vuelto tan insoportables que yo habría hecho lo que fuera con tal de que cesaran. Hasta me habría matado de haber tenido la posibilidad de hacerlo. Hecha un ovillo en la cama del hospital, me di cuenta de cómo todos se agitaban en mi derredor. Lo que me dieron los médicos ese día, fuese lo que fuese, me ayudó. A partir de ahí me sentí mejor, muy lentamente. En un comienzo me alimentaron artificialmente, pero el caso era que ya podía comer otra vez. Mi cuerpo recordaba con esfuerzo que tenía músculos y que era capaz de activarlos. En el gimnasio y en la piscina recuperé mi fuerza física, y cuando mi padre vino hoy a recogerme, los médicos dijeron que estaba restablecida en cuanto al cuerpo, pero no podían adivinar mi estado de ánimo. Tampoco podía yo, pues a medida que los dolores corporales remitían, yo había encontrado otro camino para diluir los pensamientos peligrosos. Fue Spatz quien me ayudó con eso. Si bien hasta ese momento no había leído sus mails, recordaba muy bien el texto de la defensa tóxica. Se había convertido para mí en una especie de mantra que no cesaba de repetir cuando los pensamientos prohibidos amenazaban con aflorar a la superficie de mi conciencia.

—¿Te volviste muda otra vez? —quiso saber Val, que se había sentado en la cama delante de mí y estudiaba mi rostro. Su mirada era tan intensa y escrutadora, como si yo fuera una mercancía que hubiera pedido y estuviera meditando acerca de conservarla o devolverla.

—No —dije, y traté de sonreír de nuevo—. Gracias por el pastel. Está muy rico.

Val no apartaba su mirada de mí.

—Me parece que eres igualita a mi papá —concluyó, finalmente.

Cavilé si a sus ojos esto era una ventaja o una desventaja. Contrariamente a mí, Val no se parecía en nada a mi papá.

—Mi mamá dice que no es así —prosiguió Val—. Dice que tú tienes, a lo más, aspectos incompartibles de mi papá. ¿Qué son aspectos incompartibles?

—Eso quizá te lo pueda explicar mejor tu mamá —dije, pero Val ya estaba en la siguiente pregunta.

—¿Vas a abrir ahora tus regalos? —quiso saber con ojos chispeantes.

Miré la montaña de regalos. Lo hice por Val, quien se lanzó sobre mis obsequios con ardiente celo. Lo papeles fueron despedazados, las cintas volaron por el aire y, como si se tratara de su cumpleaños, me entregaba felizmente un regalo tras otro. Yo los tomaba mecánicamente: una cámara digital, un vale de lecciones de manejo y un lujoso libro de fotos de Los Ángeles eran de papá. Sebastian me había enviado un paquete de supervivencia: un botiquín de primeros auxilios, consistente en mis dulces preferidos y una colección de CD que él había quemado.

De Suse recibí un traje de baño rojo chillón y una pulsera de plata con un colgante: un medio corazón en el que estaba grabada la frase: Friends forever (Amigos para siempre).

—¿Y qué hay ahí dentro? —preguntó mi hermana, señalando la cajita abierta que tenía el rotulo Spongia beatificae.

—Una esponja de la felicidad —contesté en voz baja y miré hacia el escritorio, donde la había dejado. El último paquete decía: De mamá, pero cuando Val se dispuso a abrirlo le detuve la mano.

—Este no —le dije decidida—. ¿No crees que ya es hora de que te vayas a dormir? Es bastante tarde.

—¡Todavía no! —exclamó, y me presentó un paquetito—. Primero tienes que ver mi regalo.

Le sonreí y las cosas se volvieron más fáciles.

—Pero tú ya me regalaste el pastel… Val se me quedó mirando, sorprendida.

—¡Un pastel no es ningún regalo! ¡Ya, ábrelo!

Obedecí. En el paquetito iba un retrato de Val. Había sido pintado con un simple lápiz y era muy bonito: Val estaba sentada en la ventana, llevaba un camisón blanco y los rizos claros le caían sobre los hombros. Sus grandes ojos con espesas pestañas me miraban directamente. Se veía muy seria, tranquila, completamente relajada. Quienquiera que hubiera hecho este retrato había descubierto en ella algo que a primera vista no se advertía. Pero no solo esto volvía el retrato tan fuera de lo ordinario. Los contornos del lado izquierdo estaban duplicados y la segunda línea era muy tenue y delgada, apenas insinuada.

—¿Qué significa esto? —le pregunté.

—No tengo ni idea —me contestó, encogiéndose de hombros—. Faye lo pintó así.

—¿Faye? —dije, arrugando la frente.

—Mi niñera —repuso—. Es buena onda y sabe hacer que nadie la vea. ¿Te gusta el retrato?

Val me miró fijamente.

—Tienes que agradecerme que me quedara quieta para tu regalo.

—Gracias —le dije, y la tomé en brazos—. Pero ahora, ¡a dormir! Mañana tienes que ir a la escuela, ¿verdad?

Se sorbió los mocos y, por primera vez, sonó tímida.

—¿Puedo quedarme a dormir contigo? —me miró tan suplicantemente que accedí.

Con la confianza de un cachorro, mi hermanita se metió bajo la cobija. Estiró los fríos dedos de sus pies entre mis piernas, y un momento después ya estaba dormida. Escuché su tranquila y acompasada respiración, que de vez en cuando se interrumpía con un suave sollozo y, como cada noche, traté de luchar contra el sueño.

Ya no recordaba si alguna vez el sueño había significado reposo para mí. Cada noche soñaba que me moría. Era siempre el mismo sueño de muerte, que había tenido por primera vez un miércoles en Hamburgo. En Los Ángeles regresó; ni siquiera en la clínica dejé de tenerlo: me encontraba en la extraña habitación de la mullida alfombra verde, el cobertor floreado sobre la cama y la oscilante araña de luz sobre mi cabeza. Junto a mí, sobre mi vientre y mis manos, estaban los pedazos de porcelana rota y un olor metálico dulzón subía hasta mi nariz. Noche tras noche sentía que necesitaba un aire que no había, y suplicaba con la misma desesperación por mi vida: Por favor, por favor no… no por favor… no me dejes… La esponja de la felicidad de Spatz estaba en mi mano y el cuerpo de Val se había llenado de calor; se ajustó a mi vientre como una gran bolsa de agua caliente para los dolores. Sentía sus suaves cabellos y el dulce aroma a fresas de sus manos, y de algún modo estaba convencida de que no podía resistir el sueño. Me estremecí todavía un par de veces y luego ya estaba ida.

Desperté porque una fuerte luz pegó en mis párpados. Pestañeé desconcertada. Desde mi ventana, el cielo tenía el color de la leche diluida. ¿Había logrado dormir de un jalón hasta en la mañana? Evidentemente.

Val seguía en mis brazos. Delante de mi cama, se encontraba arrodillado mi padre. Estaba mirándonos como si fuéramos una aparición. En su negro cabello se vislumbraban mechones plateados, tenía el rostro esmirriado y los ojos se encontraban en lo hondo de sus fosas, pero ahora comenzaban a iluminarse. Se veía que quería decir algo, cuando desde el piso de abajo sonó una voz agitada.

—¿La encontraste?

Mi padre se estremeció, se levantó rápido y corrió a la puerta:

—Aquí está —oí que decía tranquilo—, aquí con mi… con Rebecca. Está dormida.

—¡Entonces despiértala, caramba! ¡Ya perdió la primera clase!

Papá cerró la puerta. Se acercó de nuevo a la cama, me besó en la frente y después acarició los rizos rubios de Val.

—Nos dormimos pequeña —dijo—. Te tienes que levantar; ya es demasiado tarde.

Val murmuró, desganada, rechinó los dientes y se volteó hacia mí y escondió la cabeza en mi hombro. Con cuidad, mi padre retiró la cobija.

—Val, pequeña. Levántate. Tienes que ir a la escuela.

—No quiero —protestó Val, todavía en sueños—. Estoy enferma. Prefiero quedarme.

—Ven, tesoro —suspiró mi padre. Metió las manos bajo el cuerpo de Val y la levantó de la cama. Mi hermana, bufando, se debatió y su puñito dio en la nariz de mi padre.

—¡Oye! —exclamé—. ¡Eso no se hace!

Mi padre se me quedó mirando boquiabierto.

—Tú… tú… tú dijiste algo —pronunció. Val abrió los ojos y sonrió.

—Pero antes ya había hablado conmigo.

Algo se quebró en el rostro de mi padre. Comenzó a llorar como un niño pequeño. Val lo besó.

—No te pongas triste —le dijo—. Contigo también va a hablar, ¿verdad?

Papá me miraba como si no lo pudiera creer. En alguna parte de la casa, Michelle gritaba:

—¡Alec, son las ocho y cuarto! ¡Si no llegamos en diez minutos, Val perderá también la segunda clase!

—Llevo rápido a Val con Michelle y regreso enseguida —me explicó.

—No es necesario, papá —contesté, meneando la cabeza—. Yo… yo creo que quisiera estar sola un poco.

—¡Ah, naturalmente! No hay problema; de veras que no. Lo comprendo perfectamente.

Me miró radiante. Parecía estar sobrecogido de escuchar de mi boca palabras salidas que no fueran de reproche.

—Pero me quedaré en casa por si me necesitas.

—No, por favor —dije con trabajo—. Me las puedo arreglar sola.

Papá parecía estar luchando consigo mismo.

—Bien. Te dejo mi número de celular —añadió—. En cuanto estés despierta o desees estar con alguien o quieras algo, llámame y enseguida vendré. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —repuse.

Por fin, la puerta se cerró detrás de mi padre. Respiré hondo, pero no de alivio. Cada sílaba de nuestra conversación me había costado esfuerzo. Mis sentidos estaban como si alguien les hubiera arrancado su cubierta protectora. Los ruidos sonaban más altos; los contornos eran más agudos; los olores eran más intensos. Estaba «despierta» en el sentido más verdadero de la palabra, y supe de inmediato que no podía quedarme ni un minuto más en ese cuarto. La esponja de felicidad de Spatz ya no bastaría. Tenía que salir de aquí antes de que los pensamientos prohibidos se abrieran camino hacia mi conciencia.

De repente me pareció que no hacía las cosas lo bastante rápido. De un salto entré en el baño, me duché, abrí las puertas del vestidor. Repasé los estantes con la vista y vi mi blusa con broches a presión que por última vez… Stop!

La quite de la percha, la metí detrás de un montón de suéteres y saqué una camiseta lila. Cuando me puse los jeans, subieron rápido hasta las caderas. Tomé un cinturón, lo ceñí tres agujeros menos que antes y salí. En el corredor me detuve y escuché para ver si se oían mi papá, Michelle o Val. Todo estaba tranquilo; al parecer ya habían salido. Tenía la casa para mí sola.

Recorrí cada piso, abrí cada puerta y miré cada habitación. ¿Cuánto tiempo había estado aquí antes de ser llevaba a la clínica? ¿Cinco, seis semanas? Pero parecía inimaginable. Había quedado como recortada, separada de todo lo que había pasado y era tan bueno. Todo era reciente, bueno y esta casa parecía nueva, en todos los aspectos. Un arquitecto la había diseñado, de vidrio y luz, probablemente como un sueño moderno.

Todos los cuartos tenían ventanales gigantescos que llegaban desde los pisos de parquet hasta los altos techos. Era una casa de tres plantas. La parte superior era el recinto de papá y Michelle. Tenía varios cuartos para vestidores; uno solo para zapatos. Recorrí cada uno, luego el baño de mármol y el dormitorio, cuyo ventanal daba a las montañas, donde se divisaban colinas verdosas con distintos senderos. Mi cuarto estaba en el segundo piso, junto con una habitación para visitas y el reino de Val, en donde había una pared para escalar, un acuario enorme e incontables juguetes.

En la planta baja se encontraba la sala de estar. Aquí los ventanales daban a dos lados, de manera que a la izquierda miraban a los montes y a la derecha se podía ver el mar, por encima de jardines ingleses. El conjunto era caro e impersonal. Delante de sofás de cuero había mesas de cristal con grandes tomos sobre arte moderno, fotografía y arquitectura de interiores, que daban la impresión de que nunca habían sido abiertos. Un piano de cola Steinway ocupaba un rincón del salón; en otro se asentaba una gran estatua de Buda de bronce negro. En una mesa alta, sobre la que colgaba un espejo enmarcado en metal, un jarrón de acero inoxidable con lirios blancos. Estanterías para libros no había ninguna, sino una gigantesca pantalla plana y anaqueles llenos de DVD ordenados alfabéticamente: desde American Beauty hasta El Zorro.

Todo era tan frío y lindo que dejaba a uno sin aliento. Salvo el cuarto de Val, solo la cocina daba la idea de que aquí vivía alguien. Tenía refrigeradores formidables, un bar, una imponente estufa y un comedor. Sobre la pulida superficie de acero inoxidable encontré una taza de café medio vacía, junto a una caja de cereal volcada.

Detrás de la cocina estaba el jardín, rodeado por altos arboles, y daba la impresión de un parque perfectamente cuidado. El centro lo constituía la piscina. Suse tenía razón: definitivamente habría valido la pena meter el dedo gordo del pie, y de repente me vinieron unas ganas tremendas de echarme al agua.

La natación habría sido ahora mi salvación, pues ya había visto toda la casa y no tenía ni idea de adónde podría fugarme. El problema era que la piscina no tenía agua.

En un momento me quedó claro que no podría escapar. Antes de la clínica había estado ocupada con mis dolores; ya que en ese lugar estuve concentrada en recobrar la fuerza física. Ahora los dolores habían desaparecido y recuperé la fuerza física. Anoche, Val había roto mi silencio. Y los pensamientos prohibidos subían peligrosamente a la superficie. Al final descubrí la casita del jardín. Estaba al otro extremo, entre limoneros en flor. En cuanto bajé la manija me di cuenta de que este lugar pertenecía a mi padre. Era una sola habitación con dos plantas. La superior, a la que se llegaba por una pequeña escalera de caracol, tenía un colchón grande en el suelo. La ropa interior revuelta dejaba bastante claro que había sido bien utilizada últimamente.

En la planta baja había una chimenea, y frente a ella una gran alfombra gruesa y mullida, con enormes almohadones, periódicos echados por doquier, alteros libros y la guitarra de papá, que mamá le había regalado hace muchos años en su cumpleaños. El mueble principal era el escritorio, que tendría unos buenos cuatro metro de largo y dos de ancho; ahí estaba la computadora. Alrededor se agrupaban docenas de piedras, conchas y una cantidad de fotos enmarcadas; en una se veía a Michelle. Estaba sentada en un caballito de carrusel, y el cabello rubio se le iba para atrás. Lanzaba un beso a la cámara con la mano y reía. No solo con la boca, también con los ojos. Todo su rostro era una amorosa y dichosa iluminación. No había ninguna duda de quién era el fotógrafo.

Tres fotos eran de Val; en el resto —unas diez—, estaba yo, y en casi todas reía. Aparté la vista rápidamente. No podía soportar mi rostro contento; era terreno peligroso. Mi atención se detuvo en un grabado dorado, sin marco, apoyado en la computadora. Parecía bastante antiguo. En el borde inferior derecho decía London 1912. La tenue firma en la parte baja no se lograba descifrar.

En el grabado había dos hombres de unos cuarenta años, y entre ambos una joven llamativamente bella. Estaba colocada delante de una glorieta de jardín, pero el fondo estaba solo vagamente diseñado.

La mujer era toda una beldad. Llevaba el cabello negro peinado en cola de caballo, y sus grandes ojos negros despedían chispas. Me recordaba un poquito a Audrey Hepburn de joven en la película Desayuno en Tiffany. Se veía grácil, casi quebradiza, y se mostraba muy tiesa. El hombre rubio y apuesto que estaba a su derecha me pareció conocido, pero no lograba identificarlo. Tenía a la mujer tomada por el talle, con el brazo en orgulloso ademán de posesión, y miraba engreído a la cámara. El hombre a la izquierda de la mujer era de cabello oscuro. Su frente era alta; sus ojos, despiertos y muy serios, igualmente estaban clavados en la cámara.

Mi vista regresó al rubio y ahora supe dónde lo miré antes. Era mi bisabuelo, William Al.

—No te espantes —escuché una voz clara a mis espaldas. Fue algo tan repentino que el grabado se me cayó de la mano. En el primer instante del susto había pensado que se trataba de Michelle. Pero en la puerta de la casa del jardín estaba una muchacha. Era pálida y delicada, y primero pensé que sería una amiguita de Val, pero al fijarme bien caí en la cuenta de que era mayor, quizá de mi edad, algo más joven a lo mejor. Su vestimenta era bastante anticuada; una boina vasca negra y un vestido pasado de moda, del mismo color de sus ojos: gris plateado.

—¿Quién eres tú? —me oí preguntar, sorprendida de que las palabras hubieran encontrado el camino para salir por la boca.

—Me llamo Faye —dijo, y levantó el grabado—. Soy la niñera de Val.

Su voz tenía un acento de otros tiempos; no parecía que fuese americana. Sonriendo, me observó:

—¿Y tú eres la Bella Durmiente del Bosque?

—¿La Bella Durmiente? —me encogí y sentí que una chispa brotaba del ser humano que había en mí y que antes fui, y que no permitía una cosa así.

—Rebecca —bufé—. Me llamo Rebecca.

La chica que dijo llamarse Faye volvió a sonreír, se movió hacia adelante y me entregó el grabado.

—¿Has visto esto? —preguntó, señalando al hombre de cabellos negros, o al menos pensé que se refería a él, pero entonces vi lo que quería mostrarme. El dorso de la mano del hombre de cabello oscuro y el dorso de la mano de la joven se tocaban. Pero eso no era todo. Sus meñiques estaban enganchados. Era como es esos dibujos donde se tienen que buscar cosas. El diminuto detalle solo lo captaba quien contemplara con atención, pero esto daba al cuadro una dimensión del todo nueva.

—¿No sería interesante saber cómo se va desde este punto en adelante? —preguntó Faye.

—¿Qué? —exclamé, mirando fijamente a aquella muchacha tan curiosa—. ¿Qué quieres decir, de qué mierda hablas?

Faye se encogió de hombros.

—Podemos hablar de otra cosa —dijo—. He oído que estuviste en una clínica. ¿Cómo te fue? ¿Estuvo bien? ¿Conociste a otros locos?

Inclinó la cabeza a un lado. No me miró, por nada del mundo, con hostilidad, sino más bien curiosa, como seriamente interesada. Me quedé boquiabierta.

—¿Ya terminaste de decir tonterías? —estallé—. ¿Qué haces aquí? Si entendí bien, eres la niñera de Val, no la mía… o… —suspicaz, di un paso hacia atrás—. ¿Acaso estás aquí por mí? ¿Me encargó contigo mi padre?

—No —respondió Faye.

—Entonces —mascullé—, lárgate y déjame en paz.

—¿Hacemos las paces? —sonrió Faye; esta vez parecía divertida—. No quería molestarte. Venía de darle un recado a Michelle y me iba a la playa, pero vi abierta la puerta de la casa del jardín. Así pues —sonrió de nuevo—, hasta luego. Te dejo en paz.

Antes de que Faye saliera de la casa del jardín, se quitó la boina vasca con un ligero movimiento. Lo que apareció con eso hizo que un calambre eléctrico recorriera todos mis miembros: los largos rizos que le llegaban hasta el talle eran rojo fuego.

—Espera —avancé—. Espera un poco. ¿Ibas… a la playa?

—¿Sí? —dijo, girándose hacia mí. Sonó casi a una pregunta.

Anoche soñé que estábamos sentados en la playa. No sé dónde está esa playa. Parece bastante animada. En el agua había surfistas, unos cuantos jóvenes jugaban voleibol y junto a nosotros estaba sentada una chica. Tenía rizos de un rojo fuego y llevaba un vestido pasado de moda, gris plata. Estaba pintando a un niño y nosotros mirábamos.

El regalo de Val. Lo había pintado su niñera. Me quedé mirando a Faye. La energía que ahora corría por mi cuerpo se podría comparar con una dosis de adrenalina.

—Si no te molesta —dije, falta de aliento—, ¿podría quizás… ir contigo?

—Claro —respondió con toda parsimonia, encogiéndose de hombros.