16

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Lucian vivía en Holzdamm, muy cerca del bar. Era una bonita casa antigua, no diferente de la casa de Eimsbüttel donde Janne tenía el consultorio.

—¿Te encuentras bien? —volvió a preguntarme cuando abrió la puerta de su vivienda.

Yo asentí con la cabeza, aunque la cadera seguía causándome un dolor horrible, pero definitivamente no tenía nada fracturado o dislocado y, afortunadamente, la sensación de vahído había disminuido. Me aparté el cabello de la cara y me asusté al ver sangre en mis manos y Lucian también se alarmó al darse cuenta.

—Veamos —se me acercó, me quitó el cabello de la frente con cuidado y examinó la herida.

—Parece peor de lo que es —dijo—. Tenemos que subir hasta el quinto piso. ¿Crees que podrás llegar?

—Sí, claro.

Decidida y cojeando, subí las escaleras al lado de Lucian, pero cuando llegamos yo ya no podía más. Lucian abrió la puerta y me hizo entrar antes que él. En cuanto estuve dentro, quedé perpleja.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucian.

—Nada —contesté desconcertada pero, por algo, el lugar se me hizo conocido. Era el olor. No sabía con qué relacionarlo, pero estaba segurísima que no era de Lucian.

Miré en derredor. Esperaba una especie de casa de citas, un sórdido agujero en un lugar ruinoso, pero esta vivienda era exactamente lo contrario: se veía por el ancho pasillo de reluciente parquet. Tras las laqueadas puertas de dos hojas había señoriales aposentos de techos artesonados. Por la ventana penetraba en sol del atardecer y, hasta donde pude ver, todo el conjunto era de muy buen gusto: enormes estanterías repletas de libros, una chimenea y muebles antiguos, junto a los cuales nuestros muebles parecían de bazar.

—¿Quién vive aquí? —pregunté suspicaz. En mi cerebro de repente tomó vida una idea horripilante.

—Un millonario homosexual —me contestó Lucian con indiferencia—. Le pegó al gordo de la lotería y ahora cada mes contrata a un amante. A mí me corresponde noviembre. ¿No soy un tipo con suerte?

—¡Idiota! —refunfuñé.

—Pero eso es exactamente lo que pensaste, ¿o no? —me pareció que Lucian iba a soltar la carcajada.

—Ahora en serio —dije—. ¿Quién vive aquí? ¿Tu amiga tiene un papá rico?

—Ella no es mi amiga —contestó Lucian—. Es solo alguien que me… distrae.

—¡Fenomenal! —resoplé—. ¿Y qué haces con ella… para distraerte?

En vez de responderme, me tomó de la mano y me llevó a un cuarto ubicado al final del pasillo. Cuando sentí la lisa y cálida piel de su mano, me quedé sin aliento. Era una sensación tan fuerte que no la lograba captar. Instintivamente apreté más la mano de Lucian, pero entonces me la retiró. Abrió la puerta de su alcoba y señaló hacia la cama.

—Siéntate —dijo—. Voy a traer algo para tu cara.

Mi cuerpo entero tembló cuando me dejó en la cama, aunque no debido a la sien que de nuevo comenzaba a sangrar. Esta forma de excitación nunca la había vivido. No conocía la sensación de que las células del cerebro fueran a fundirse con un lastimoso grumo, y me molestaba mucho que fuera algo tan poderoso.

El cuarto estaba bajo el tejado, y por la ventana se divisaba el sol vespertino. Las paredes eran de un azul brillante y en la que estaba ubicada junto a la puerta se encontraba el retrato de una joven bailarina. Por lo demás, apenas si había algo personal en la habitación; solo junto a la silla de mimbre tenía unas ropas y, junto a la cama, en la mesilla de noche, descubrí el libro de Janne sobre los sueños. Lo miré como si fuera un insecto venenoso.

—Bien. —Lucian había regresado al cuarto.

Se arrodilló delante de mí, lo que hizo que mi concentración en el libro se interrumpiera abruptamente. El corazón me dio un vuelco y un hormigueo me recorrió desde la punta de los pies hasta el cráneo. Mientras, con esmero, Lucian daba ligeros toques con un paño húmedo; yo apreté los dientes.

—¿Te duele? —preguntó preocupado.

«Sí», pensé. Me dolía, mas no la herida, sino el soportar ese distanciamiento, y saber que estábamos completamente solos por primera vez no me ayudaba en absoluto.

Lucian revisó mi sien y arrugó la frente. Su máscara de agonía pareció hacerse pedazos. Parpadeé aturdida. El impulso de atraerlo hacia mí era irresistible. Me eché para atrás, pero fue como si intentara resistir la fuerza de un imán gigantesco.

¡Qué cosa! ¡Era algo ridículo! Aquí estaba yo, en la cama de Lucian, miles de preguntas me quemaban el alma, en el estómago me bailoteaba la ira contra aquella chica del bar, y todo lo que pensaba era: «Bésame, tómame en tus brazos, haz conmigo lo que quieras». ¿Era una demente? ¿Había visto demasiadas películas sentimentales? Lucian seguía ocupado con mi frente. Con movimientos tranquilos, concentrados, limpió mi piel y por fin puso un vendaje.

—Esto bastará —dijo apenas—. ¿Quieres beber algo?

Señaló el vaso de agua que había traído. Acepté sin decir palabra, tomé un largo trago y comenté simplemente.

—Conozco a la autora —señalé el libro y, de nuevo, el aspecto de Lucian se volvió rígido.

—Es lo que noté —repuso con sequedad.

Se levantó del piso, tomó la ropa de la silla de mimbre, la tiró sin cuidado al rincón y se sentó.

—¿Por qué estabas allí? —me preguntó con frialdad—. ¿Y qué tenía que ver con lo del pájaro? ¿Por qué me lo mencionaste?

Esta vez fui yo la que se abstuvo de contestar a la pregunta.

—No me traicionaste… —dije con precaución—. ¿No mencionaste que me encontraste en la escalera?

—No —me miró de mala gana—, no lo hice, pero quiero saber qué se te había perdido allí. Dímelo. ¿Qué buscabas? ¿Me seguiste?

Carraspeé. No sabía por donde empezar.

—Esa mujer, tu… terapeuta —comencé—. ¡Bah, mierda!

Crucé los brazos.

—Me llamo Rebecca —y agregué—: Rebecca Wolff.

Lucian se echó para atrás, como si le hubiera pegado.

—Eso quiere decir…

Asentí.

—Marijanne Wolff es mi madre.

Lucian se levantó de un salto, con tal ímpetu que la silla se cayó. Cerró los puños tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.

—¡No! —exclamó.

—Es mi madre —repetí—. No lo sabía…

—¿Qué? —me miró, sarcástico—. ¿No sabías que Marijanne Wolff es tu madre?

—No sabía que fuera tu terapeuta. No me había dicho nada. Ni una palabra.

—¡Eso no te lo crees ni tu misma! —golpeó la silla con tanta fuerza que salió disparada por la habitación, y por la mirada que me dirigió me pareció que lo que más le habría gustado era aplastarme.

—¡Pero así es! —insistí—. ¡Así es! ¡Te estoy diciendo la verdad, maldita sea! ¿No puedes detener un momento tu amarga desconfianza? Le estás haciendo caso a quien no debes. Ese es el problema que tienes…

—¿Que le estoy haciendo caso a quien no debo? —la voz de Lucian era ahora tranquila. Estaba en la puerta, cruzado de brazos—. Entonces dime cómo es que has averiguado que tu madre es mi terapeuta.

Me sentí como la acusada de un juicio.

—Lo deduje —mustié—. Cuando me preguntaste acerca de mi primer día en la escuela, busqué el álbum para cerciorarme de qué vestido llevaba puesto ese día. Ese álbum ya no estaba en su lugar, pero no fue eso lo que me hizo caer en la cuenta. Por casualidad, oí hablar a Janne, mi madre, con su novia. Hablaba del baile de máscaras, de que Sebastian te había amenazado con ir a la policía. Pero todavía no me daba cuenta. Pensé que mis amigos me habían delatado con mi madre, pero cuando Sebastian me aclaró que no sabía tu nombre, me cayó el veinte. Esto —señalé el libro de Janne—, lo tomaste del bazar, ¿no es cierto?, poco después de conocernos.

—De acuerdo —dijo arrugando la frente.

—Y luego, unos días después, fuiste con ella. ¿Tengo razón?

Lucian bufó. Diríase que con gusto se habría dado una bofetada por su estupidez.

—Tienes razón —rezongó y dio un paso hacia mí—. ¡Qué buen trabajo detectivesco has hecho! ¿Ya estás satisfecha?

De nuevo me ganó el enojo.

—¿Cómo puedes decirme eso? —refunfuñé saltando de la cama—. ¿Quién comenzó con este jueguecito de adivinanzas, tú o yo? —señalé mi sol, que me quemaba el pecho como un fuego, e imité la voz en el bazar—: Seize the day = aprovecha el día. Eso quiere decir, ¿o no? ¿Qué crees que descartó en mí esa pregunta cuando me di cuenta de que esas palabras estaban grabadas en el reverso del dije? No sé quién soy, me dijiste en Falkensteiner Ufer. Y luego, en el baile de máscaras, ¡ay!, tu pregunta tan misteriosa sobre mi vestido del primer día de escuela. ¿Qué pensabas, Lucian? ¿Que durmiendo me vendría la solución? ¡Me pasé todo ese maldito día, y los siguientes, con sus noches, buscando respuestas! —nada me habría gustado más en ese momento que lanzar por los aires lo que había en el cuarto—. Si hubieras confiado en mí en vez de en mi madre, me habría evitado toda esa mierda del consultorio. Me metí a escondidas y por un pelo no me pescó. Y para responder a tu pregunta: no, no me quedé satisfecha al descubrir que mi propia madre procedía conmigo con alevosía desde hacía semanas. Cuando encontré lo que habías dicho, casi me vuelvo loca.

La voz se me quebró, pero rápidamente volví a controlarme.

—No era la «lectura» que yo había esperado, pero lo peor fue haberme enterado de esa manera —lo fulminé con le mirada—, y no por ti.

—¡Maldita sea! —volvió a cerrar los puños y golpeó la puerta una y otra vez, con fuerza, firmeza y repetidas veces; luego me miró y me reprochó.

—¡No tenías que haberlo descubierto! Debí haber sabido que confiar en alguien era una idea estúpida. ¿Qué leíste? ¿Qué pudo haber escrito tu madre salvo lo del pájaro?

Callé un instante. En la vivienda de abajo se escuchó un inodoro y luego los gritos de un niño.

—No lo escribió —dije en voz baja. Había desaparecido mi ira y ahora la angustia ocupaba su lugar—. Lo guardó. En una grabadora.

—¿Hizo… qué? —me miró azorado.

—Solo escribió sobre las primeras sesiones —mustié—. El resto lo grabó. Lo escuché todo. Todos tus sueños… sobre mí.

—Esa infeliz… —no concluyó la frase.

Su rostro afilado estaba totalmente desfigurado por el odio que albergaba, y pude entenderlo. Había confiado en Janne y ella lo había traicionado peor que a mí. Mi comprensivísima madre terapeuta no había pensado ni un segundo en los sentimientos de su paciente. Lejos de ayudar a Lucian, lo había engañado, aun bajo hipnosis.

Me miré la mano. La uña del dedo anular estaba rota.

—El sueño en el que tú —tragué saliva—, me colocabas en la cama. La mujer que de repente se presentó en la puerta y que por poco reconoces era mi madre. Durante tu hipnosis…

Lo miré y noté que no le importaba lo que yo decía, y que no lograría llegar a él. Precisamente ahora, que estaba más cerca de mí, no me daba oportunidad alguna.

Cuando habló, su voz era suave y ausente:

—Escucha. Estoy harto. Definitivamente, me importa una mierda por qué sueño contigo, se trate del futuro o del pasado. Renuncio. Dile a tu madre que se vaya al infierno. Si lo que quiere es proteger a su niña, haría mejor en encerrarte, y si cree que tiene algo contra mí en su poder, entonces se equivoca. Voy a desaparecer. Debe haber algún lugar adonde no puedas seguirme. Y ahora vete.

Las últimas palabras las dijo con tal desprecio que más bien las escupió. Se apartó de la puerta y la mantuvo abierta.

—¡Fuera! ¡Vete! ¡Para pronto es tarde! ¡Lárgate!

Me quedé como tullida.

Sin decir más, se fue. Poco después me puse en movimiento. No sentía nada, ningún dolor, ningún temblor. Todo era vacío.

Tambaleante, recorrí el largo pasillo. Cegada por las lágrimas, empujé la puerta del apartamento y descendí la escalera a trompicones. Me quedé en la entrada. Puse la mano en la manija, pero no logré abrir. No era fuerza lo que me faltaba, sentía como si se me hubiera desprendido la mano de las funciones de mi cerebro.

Me di la vuelta y recorrí todo el camino hacia arriba. Al llegar al quinto piso me faltaba el aire como si hubiera subido el Everest. En la placa del timbre no aparecía ningún apellido, sino el nombre de una empresa: Eternal Funds (Fondos Eternos).

No hablé, no toqué, no salía de mí ningún sonido. Solo apoyé la frente contra la fría madera. Cuando la puerta se abrió, casi caigo de bruces. Lucian tomó mi muñeca, y con un rudo movimiento me metió en la vivienda. Con la otra mano cerró la puerta de un golpe y luego me empujó contra la pared. Me sujetó por los hombros y noté que todo su cuerpo temblaba. No me miraba; su vista estaba fija en un punto invisible junto a mi cabeza, y sus ojos oscuros ardían con desesperación pura. Sus manos me oprimían con más firmeza, y por un momento pensé que iba a golpearme pero, extrañamente, ese pensamiento no me producía ningún temor. Me apreté aún más contra su pecho hasta sentir cómo las costillas subían y bajaban bajo su piel, cada vez con más intensidad, cada vez más rápido, como su allí dentro se desencadenara una tormenta. Entonces apartó la vista de la pared, pero el destello en sus ojos no se apagaba; entonces me miró. Y luego desistió.

No fue un beso. Fue como el momento decisivo de una lucha salvaje. Nuestros labios se encontraron ciegamente; sonó un jadeo, no sé si suyo o mío.

Cerré los ojos y busqué sus manos, las moví brazos arriba hasta los hombros, luego al cuello, al cabello, de manera tanto suave como firme… Luego hacia las orejas, las mejillas, en donde sus vellos se sentían como fina arena. Sus manos estaban en mi pelo, en mi nuca, se agarraban de mí. Yo seguía con los ojos cerrados, no quería ver nada, solo sentir, abandonarme a esa calidez, esa tranquilidad, en él, en nosotros. Y sentí que a él le ocurría lo mismo.

Tras un momento interminable, sus dedos rodearon los míos y se apartó de mí, suave pero decidido.

—¡Oye! —escuché su voz suave y ronca—. ¡Mírame! Tomó mi cara con ambas manos.

—¡Oye!

Como en cámara lenta, abrí los ojos.

—Quiero mostrarte algo —dijo—. ¿Estás lista?

Lo miré. Me soltó, levantó las manos y me las mostró con el dorso hacia mí, milímetro a milímetro con un movimiento fluido, en cámara lenta. Cuando estaban ante mi rostro, las giró con la misma lentitud de movimientos, hasta que ambas palmas quedaron abiertas frente a mí.

Era la primera vez que yo miraba las palmas de sus manos de manera real y consciente, y necesité un momento para entender lo que me quería mostrar.

Entonces comprendí.

Le faltaban las líneas, el patrón, los diminutos senderos entrelazados que todo ser humano tiene en sus palmas, en los dedos y hasta en las yemas.

Las palmas de Lucian eran lisas.

—¿Entiendes ahora? —rompió el silencio—. ¿Entiendes ahora lo que quiero decir cuando digo que no sé quién soy?