12
Janne había trazado una frontera radical entre sus dos vidas, como llamaba al área laboral y a la privada. Antes, cuando yo todavía iba al kínder, ella solo pasaba medio día en el consultorio, todo el trabajo escrito se le traía a casa; pero ahora todo, salvo los casos urgentes, lo hacía en Eimsbüttel, que era la parte de la ciudad donde atendía. En bicicleta estaba como a media hora de nuestro domicilio, y el viernes de verano, cuando concluía mi quinta clase, a menudo recogía a Janne para pasar con ella el descanso de mediodía.
Al igual que Ottensen, Eimsbüttel parecía un pueblo en medio de la ciudad, todo lo que se necesitaba para vivir se encontraba aquí, agrupado en un angosto espacio: librerías, tiendas, farmacias, pescaderías, comercios turcos de frutas y verduras, heladerías y todo tipo de restaurantes se mezclaban entre bellos edificios antiguos. Janne tenía tres lugares favoritos que frecuentábamos alternativamente: el vespers, donde preparaban la mejor ensalada César; el Esszimmer (comedor), restaurante de exquisiteces que cada día ofrecía una comida corrida diferente; y el Nico, pequeño y manejado por una familia italiana que cocinaba unos platos de pastas suculentos.
Cuando hacia sol, nos sentamos afuera, en largas mesas plegables, y luego nos dedicábamos a pasear por el barrio y a hacer las compras. Cada par de metros la saludaba alguien, y el personal de los restaurantes la llamaba por su nombre.
A Janne le encantaba mostrarme las tiendas y demás casas del lugar que le gustaban.
Me llevaba de compras cuando veía algo que creía que me quedaría bien (en lo que atinaba la mayoría de veces), y cuando me presentaba a alguien había una nota de orgullo en el tono de su voz.
En el único lugar que no nos deteníamos era en su consultorio. Este se encontraba en el Eppendorfer Weg, entre el restaurante italiano y el exquisiteces, en un bello edificio antiguo con fachada amarilla claro y coloridas flores en la ventanas; pero siempre que llegaba a recoger a Janne me sentía como rechazada. Me parecía como si quisiera sacarme de allí lo más pronto posible.
Antes eso me fastidiaba.
—¿Por qué haces esto? —le había preguntado a mi madre—. ¿Tienes miedo de que me tope con algún loco?
—No realmente —me respondió en aquella ocasión—. Simplemente no quiero que te relaciones con todo lo de aquí. Dentro de estas parees hay mucho dolor, aun cuando a ti quizá te suena cómico.
Eso fue todo. La actitud de Janne me pareció bastante retorcida, pero al final me conformé.
Cuando la mañana del jueves me salté clases y recogí la llave de repuesto del consultorio de Janne guardaba en el secreter de Moma, mi madre todavía estaba en casa, tenía una cita con el médico a las nueve y media, y Spatz quería llevarla. Por tanto, yo contaría con apenas dos horas antes de que ella se encaminara al Eppendorfer Weg, si es que iba a presentarse hoy a dar consulta.
Eran las ocho y cuarto. Una mañana fría de apenas 5°C, pero había salido el sol. El cielo era de un azul claro. El camino estaba sembrado de brillosas castañas. Un grupo de niños de Kínder, tomados de la mano y acompañados de dos educadores, pasaron junto a mí. Una niñita, de cara redonda y gruesas trenzas negras, gritó cuando le cayó una castaña en la cabeza.
—Annalena llora —dijo el chiquillo que iba junto a ella, y de inmediato acudió una de las educadoras a consolar a la pequeña.
Al abrir la puerta de la casa, me temblaban tanto los dedos que me costó meter la llave en la cerradura. El consultorio estaba en el primer piso Los escalones crujieron mientras subía. A mitad de la escalera venía bajando una mujer de edad. Me sonrió y yo me apresuré a subir al segundo piso, pues no quería que me relacionara con Janne. Cuando me pareció que la mujer había salido del edificio volví a bajar.
Como un raterillo —que al cabo eso era yo—, me introduje en el pronto cuadrado. Junto al guardarropa había un jarrón alto con dos largas ramas de flores otoñales, rojas y amarillas. A la izquierda del zaguán estaban la cocina y el baño; a la derecha, la sala de espera, enfrente, el cuarto de tratamientos y, contiguo, el despacho. Ambas habitaciones estaban separadas por una puerta de dos hojas. Lo primero que llamó mi atención fue la nueva alfombra, blanca y peluda, en medio del cuarto de tratamiento; diríase que era una nube caída del cielo. Aquí no se notaba nada que denotaba sufrimiento o desesperación, todo parecía claro y amistoso.
Delante de las ventanas había una silla de cuero color marrón claro y, al frente, un cómodo asiento reclinable de ratán. A los pies se amontonaban cobijas de lana de distintos colores: rojas, verdes, amarillas, azules, blancas, gris, negras. Janne decía a menudo que los colores son los espejos del alma. Y seguramente la elección de la cobija dejaba asomar algo del estado emocional de los pacientes ¿Cuál sería el más escogido? ¿Cuál habría tomado Lucian? ¿Habría estado aquí recostado? ¿Aquí, en el consultorio de Janne, frente a ella, mi madre?
Mis manos estaban frías y húmedas, al tiempo que el rostro me ardía. En una pequeña mesa de madera, junto a una caja de pañuelos desechables, había un jarrón rojo con una flor blanca.
El despacho de Janne era el mayor de ambos cuartos. La pared estaba totalmente cubierta por un libreto gigantesco; delante, con vista al otro cuarto, estaba el escritorio, sobre el que se encontraban papeles bien ordenados. A lo largo de la pared larga había alacenas con compartimentos, portezuelas y gavetas. Había más jarrones distribuidos por la habitación, con flores aún frescas, de las que emanaba un dulce aroma. El único elemento personal era una escultura de madera de tamaño humano, compuesta de tres cubos, unos sobre otros. Los cubos eran giratorios y el superior tenía grabados cuatro rostros diferentes, uno por cada lado. Sus ojos, ordenados asimétricos, tenían cierto parecido con las figuras de Picasso, Janne había descubierto la escultura en una galería de arte en Italia y ordenó que se la trajeran de Hamburgo.
Del lado que daba adonde yo estaba, la nariz y la boca habían intercambiado sus lugares, mientras que lo ojos se juntaban, formando uno solo en el centro de la frente. El ojo me miraba fijamente. Me observaba de manera inequívoca.
Me aparté y me fui al escritorio de Janne. ¿Por dónde comenzaría? Su laptop estaba abierta sobre la mesa. Presioné la tecla de encender y maldije en voz baja. ¿No conocía la contraseña? Con una ciega esperanza tecleé Wolfchen, luego Spatz, luego Rebecca. Todo fue en vano, callejón sin salida.
Abrí las dos gaveras del escritorio, en una había clips, lápices, clics y post-its; en la otra, tabletas para la ronquera, aspirinas, palanquetas de almendras con miel y tampones.
Bien. ¿Y en los estantes? Aquí había todo tipo de compartimentos y portezuelas. Papeles de los servicios de salud, informes, solicitudes, en fin, lo de siempre. ¿Tendría que revisar todos esos papeles completos? El cerebro se me iluminó con la velocidad del trueno: si Lucian realmente estuvo con mi madre, no habría ningún seguro que se lo pagara. Aún en caso de que tuviera uno, no lo recordaría, no tenía ninguna identidad.
Abrí otro compartimente, que estaba lleno de carpetas ordenadas por orden alfabético. Los nombres de los pacientes no me decían nada. En el siguiente compartimento había casetes que daban la impresión de estar pasado de moda y me recordaban como Janne, hacia un par de años, se compró una grabadora, algo que me extrañó a más no poder.
—¿Grabas las conversaciones con tus clientes? —le pregunté—. ¿Es legal que lo hagas?
Janne sonrió.
—Cuando los paciente están de acuerdo, sí, y lo hago solo con algunos.
La grabadora no se veía por ningún lado. Solo las cintas estaban ordenadas con cuidado en los oscuros casilleros de madera de la estantería. Algunos casetes conservaban todavía la envoltura de plástico, mientras que otros habían sido usados y tenían un nombre escrito. El casete de Lucian no estaba entre ellos. En el siguiente compartimento encontré agendas de cuero negro, depuestas también en orden alfabético con pequeñas letras doradas que les habían pegado al encuadernarlas. Saqué una de ellas al azar para revisar lo que contenía. Era obvio que Janne había escrito algunas anotaciones sobre uno de sus pacientes; se trataba de una mujer de nombre Anne B. Mi mirada se detuvo en las escuetas frases:
Anne b.
12.4. 2008
Hermano discapacitado, fue el preferido de la madre
Padre frío, taciturno. Divorcio cuando A, tenía 5 años.
Cubierta de cama, pesada como el plomo.
Rasguños, zarpazos, ave de presa autolesiones.
Agresividad contra los demás y dirigida contra sí misma.
Pareja sin trabajo. Alcohólico.
Frío, taciturno (paralelismo con el padre).
Cerré la agenda y la devolví a su lugar. Ok ¿Dónde estaba la letra L?
Había cuatro tomos:
Fernando L.
Johanna L.
Kathalina L.
Sven L.
Shit! Vi el reloj. ¡Shit otra vez! Había desperdiciado veinte minutos. Además todas esas L. eran iniciales de apellidos, y Lucian no tenía ningún apellido.
¿Me habría equivocado? ¿Estaba errada al pensar que él estuvo aquí?
¿Había sido una locura toda mi búsqueda?
Tenía que hacer algo aquí ¡Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo, tenía que hacerlo!
Jalaba gavetas y abría compartimentos, cada vez con más frenesí, cada vez más desesperada (así deben sentirse los drogadictos en busca de sustancias), pero todo lo que me saltaba a la vista eran gruesos portafolios y carpetas; era imposible revisar pieza por pieza, me llevaría días. Sentía un sudor frío en la frente. Tuve que ir al baño; tenía sed. Lo que no tenía era tiempo.
El maligno ojo doble de la escultura de madera seguía mirándome fijamente.
Furiosa, con saña y sin titubear, le devolví la mirada… Y entonces caí en cuente. Me fui sobre la escultura, giré el cubo del medio (uno, dos, tres veces) y encontré la pequeña trampa oculta a simple vista.
Tiempo atrás, Spatz le había recomendado a Janne que buscara un compartimento secreto, dado que estaba a solas en su consultorio.
—No es un escondite —le había espetado Janne—, sino un lugar para determinadas cosas.
Oprimí la madera. La trampa saltó con un chasquido seco. El hueco interior estaba tres objetos: el álbum que yo andaba buscando, la grabadora y una agenda de cuero negro con la letra L dorada en el lomo.
Durante un momento no supe por dónde comenzar. Tomé la grabadora, pero la volví a dejar. Titubeé, eché un vistazo nervioso al reloj y me decidí finalmente por la agenda de cuero.