52

Tancredi estaba en el bar, sentado a una mesa.

Se había tomado ya el segundo capuchino. Rascó la poca espuma que quedaba en el fondo y se la llevó a la boca. Estaba amarga, sabía al café que se escondía entre aquella espuma ya fría.

Miró el reloj. Eran las siete y veinte. Se estaba retrasando. Las mujeres casi siempre se retrasan. Entonces, sonó su teléfono. Lo cogió del bolsillo de la chaqueta y lo abrió, sin siquiera mirar quién llamaba.

—¿Diga?

—Hola… —Era su hermano Gianfilippo—. Quería decirte que he tomado una decisión importante. —Pero era como si Tancredi no lo oyera, como si estuviera distraído, como si no pudiera comprender el significado de aquellas palabras. Evidentemente no era la llamada que estaba esperando—. ¿Has entendido lo que te he dicho? ¿Te acuerdas de Benedetta, aquella chica que te presenté? Bueno, pues está esperando un bebé. No sabes lo feliz que soy. Creo que ya empezaba a pensar que no iba a suceder, que nunca tendría una vida así, con una familia y todo lo demás… —Gianfilippo oyó un extraño silencio—. ¿Tancredi? ¿Estás ahí? ¿Me estás escuchando?

Al final contestó:

—Sí. Te he oído. Y me alegro por ti.

Estuvieron charlando un rato más. Gianfilippo le contó que habían decidido casarse, que ya habían elegido la iglesia e incluso le preguntó si quería ser el testigo. Pero Tancredi estaba lejos.

Gianfilippo se dio cuenta.

—Bueno, te veo distraído. Te llamaré pronto…

—Sí, por supuesto. Me alegro, te veo muy feliz.

Después colgaron. Entonces Tancredi miró de nuevo el reloj. Las siete y veinticinco. Es verdad. Las mujeres siempre se retrasan. Pero ella no era una mujer cualquiera. A continuación, sin pedir la cuenta, dejó dinero en la mesa y se dispuso a salir.

Dos chicas que estaban sentadas al fondo de la barra lo miraron, impresionadas por su atractivo. Una de las dos le dijo algo a la otra y esta se rio. Tancredi no hizo caso, se levantó el cuello del abrigo y salió. El viento agitaba los árboles. Varias hojas rojas que había por el suelo se alzaron en un débil baile, como si de pronto se hubieran puesto de acuerdo, e hicieron un breve corro, una especie de danza, antes de caer un poco más allá. Tancredi empezó a andar y se acordó de un octubre feliz, alrededor del fuego, con su madre, su hermano y su hermana. Comían castañas asadas. Cuando parecían estar listas, las sacaban de una sartén llena de agujeros con una larga pinza de hierro y las dejaban caer en un gran plato. Competían por ver quién las cogía en el momento justo, cuando ya no quemaban, cuando se podían comer.

—¡Ah, esta todavía quema!

La castaña cayó de las manos de Gianfilippo y acabó en el suelo. Claudine la recogió rápidamente y sopló encima para limpiarla y enfriarla a la vez. Le dio vueltas entre los dedos, repasándola.

—¡No vale, esa era mía! —Claudine levantó la mano justo a tiempo, antes de que Gianfilippo se la quitara—. ¡Mamá, no es justo!

—No os peleéis, hay muchas.

Entonces Claudine le quitó la cascara a la castaña y la mordió. Se comió la mitad. Estaba riquísima, dulce y caliente, en su punto ideal. Después se volvió hacia Tancredi. La estaba mirando. Le sonrió y, sin decir nada, se la metió en la boca. Tancredi cerró los ojos. Sí. Aquella castaña estaba riquísima. Fuera hacía frío. Era una preciosa tarde y delante de aquel fuego eran felices. Ingenuos y felices. Como a veces sólo se puede ser a esa edad.

Sofía oyó sonar el teléfono móvil. Lo apagó sin siquiera mirar quién era. A continuación, le quitó la batería y se lo metió en el bolso. Había llegado justo a tiempo. El tren empezó a moverse lentamente. Varias personas saludaron desde el andén a algún pasajero. Alguien lanzó un beso. El tren fue aumentando la velocidad poco a poco, salió de la estación y empezó a correr en la oscuridad de la noche. Sofía cerró los ojos y recostó la cabeza contra el respaldo. Al cabo de pocas horas llegaría a Milán y, desde allí, se reuniría con ella.

Cuando Olja lo supo, se volvió loca de alegría.

—¿En serio vas a venir a verme a Moscú?

—Sólo si a ti te parece bien.

—¡Pues claro! Serás mi invitada en la casa de la familia. Haremos una gira de conciertos por toda Rusia, desde Moscú a Vladivostok pasando por San Petersburgo y la isla de Ratmanov, ¡y de allí a Norteamérica!

Se echó a reír.

—Yo pensaba que iba a hacer turismo y tú sólo quieres hacerme trabajar…

—Tienes razón, entonces, cuando quieras, daremos conciertos, pero antes disfrutaremos de una buena temporada de vacaciones. Iremos a las termas de Kislovodsk, tomaremos las aguas de Narzan, el agua de la vida, hasta que hayas descansado. O podemos ir a una banya o, mejor, a la más importante de todas, a la de Sandunovskiye. Te atizaré de lo lindo con los veniki, como tiene que hacer una maestra con sus alumnas…

—¿Y qué son los veniki, maestra?

—Son ramas de abedul atadas.

Estuvieron charlando durante un buen rato, se rieron y bromearon sobre muchas otras cosas que pensaban hacer juntas. Después Sofía se fue a sacar el billete.

El tren viajaba a gran velocidad y ella se sentía serena, como hacía tiempo que no lo estaba. Miró por la ventanilla. Había anochecido y sólo se veía un gajo de luna y los campos que se alternaban con los grandes edificios. Todo pasaba a gran velocidad ante sus ojos. Después, el tren pasó por delante de un conjunto de viviendas. A través de una ventana iluminada, Sofía vio a una mujer que preparaba algo en la cocina. En el apartamento contiguo no se veía a nadie, sólo la luz de un televisor encendido. En el último balcón había un hombre; tenía los codos apoyados en la barandilla y fumaba un cigarrillo en la oscuridad. Un instante después, toda aquella gente ya no estaba. Los había dejado atrás. Ahora sólo había grandes colinas. Nunca había visto Rusia. Empezaría a tocar de nuevo. Tal vez volviera a enamorarse. Pero seguro que sería feliz. Era una segunda oportunidad. Su segunda oportunidad de vivir una vida bella.