51

Estaba al otro lado de la calle. Habían pasado varios meses desde aquellos cinco días. No había vuelto a hablar con ella. No la había buscado más. Pero de su corazón, de su mente, no se había alejado ni un instante.

Había contemplado una y otra vez aquellas fotos, había desgastado las imágenes pasando y volviendo a pasar las filmaciones. Estaba hambriento de ella y, cuando la vio doblar la esquina del final de la calle, se quedó sin respiración. El corazón empezó a palpitarle con fuerza, cada vez más fuerte, tanto que casi se ahogó.

Sofía caminaba de prisa, lucía un abrigo largo de espiga gris y grandes bolsillos en los que tenía metidas las manos. Llevaba un bolso colgado del hombro izquierdo. Debajo, vestía unos pantalones grises de rayas, unas botas negras y un jersey de cuello cisne de color crudo. Llevaba parte del pelo recogido. Estaba guapa. Sugestivamente guapa y desenvuelta. Entonces marcó el número y se escondió en el portal de al lado, en la penumbra. Al otro lado de la calle, Sofía se detuvo. Abrió el bolso y hurgó entre sus cosas hasta que encontró el teléfono. En seguida vio el número. Nunca lo había borrado. En vez de hacerlo, lo grabó poniendo simplemente una interrogación en lugar del nombre. Se quedó quieta, inmóvil. Cerró los ojos y a continuación exhaló un suspiro. Hacía mucho tiempo que esperaba aquella llamada. Le habría gustado no recibirla, pero sabía que llegaría. Entonces abrió el teléfono. Se quedó en silencio. Oyó su respiración. Tancredi, al final de la calle, lejos de ella, en la penumbra de aquel portal, la observaba. Sonrió y luego le habló.

—Estaba… Estaba pensando en ti. —Sofía continuó con su silencio—. Estaba pensando en cómo te he echado de menos. Pero no durante estos últimos días. Si no siempre. Estaba pensando en que podríamos ser felices, en lo bonito que sería ser una pareja cualquiera, incluso aburrirnos en un sofá, mano sobre mano, delante de la tele. Estaba pensando en lo bonito que sería discutir, decidir dónde ir de vacaciones, quizá no ponernos de acuerdo. Y en lo bonito que sería dejarte ganar… O no. —Sofía sonrió. Tancredi la vio desde lejos y continuó—: Estaba pensando en que tenías razón. He descubierto que Claudine no se mató por mi culpa y, dentro de lo que cabe, estoy más sereno. He perdido mucho tiempo. Para mí siempre ha sido muy difícil, pero al final he entendido que he tenido suerte… Te he oído tocar. —Sofía bajó la cabeza. Movió los pies con embarazo. Después continuó escuchando—. Pero lo más importante es que tengo ganas de amar, y tengo ganas de amarte a ti. —Sofía siguió con su silencio—. Te esperaré en el bar de debajo de la iglesia, donde nos conocimos, donde no quisiste ir a tomar algo la primera vez que nos vimos. Te esperaré esta tarde… Estaré allí desde las siete. Y durante toda la noche nos estará esperando un avión que nos llevará a donde tú quieras. —Sofía exhaló un largo suspiro. Y él entendió que era como si le hubiera dicho: «¿No quieres decirme nada más?». Entonces simplemente añadió—: Te quiero.

Y cortó la llamada.

Sofía se volvió sobre sí misma y regresó a casa.

Andrea se sorprendió al verla.

—¡Hola! ¿Ya estás de vuelta, tan pronto?

—Me he olvidado una cosa. —Se fue a su habitación y abrió un cajón, cogió el pasaporte y se lo metió en el bolsillo.

Cuando regresó al salón, Andrea estaba allí, feliz como nunca lo había sido.

—Mira… —Levantó las manos separándolas del andador, inclinó el peso hacia delante y dio un paso, luego otro y al final un tercero. Doblaba las piernas y las estiraba de nuevo—. ¡Puedo hacerlo! ¡Puedo hacerlo!

Pero, de repente, estuvo a punto de caerse. En el último momento, agarró el andador con las dos manos, se balanceó hacia delante, se sujetó con fuerza y logró recuperar el control de las piernas y mantener de nuevo el equilibrio.

Sofía sonrió.

—Muy bien, estás haciendo grandes progresos. Te estás adelantando a las previsiones.

—Sí, es increíble. Soy muy feliz. En fisioterapia también me lo dicen… —Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de que Sofía lo miraba casi sin escucharlo, de que su rostro tenía una velada tristeza, pero, al mismo tiempo, una nueva luz. Y en aquel instante lo entendió—. ¿Vuelves a salir?

Sofía asintió con la cabeza. Luego lo miró, le sonrió, se acercó, le dio un beso en la mejilla y salió del salón. A Andrea le habría gustado preguntar: «Pero vas a volver, ¿no?».

No le dio tiempo, oyó que la puerta de casa se cerraba. Ella, que normalmente llamaba el ascensor, bajó por la escalera a toda prisa, como si quisiera escapar de aquella casa lo antes posible, como si todavía pudiera recapacitar y tal vez volverse atrás. No. Ya no.

Sofía salió corriendo a la calle e inspiró profundamente. Miró hacia arriba, hacia el cielo. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero era feliz. Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar de prisa. Tenía que apresurarse.