Habían pasado varias horas. En el silencio de aquella habitación de hospital, Sofía se había visto casi obligada a hacer balance de su vida: lo que le había salido bien, lo que le había salido mal, lo que todavía podía pasar y cómo había cambiado. Una reflexión que, por lo general, la mayoría de las personas no pueden hacer.
Tener el valor de parar, interrogarse y conocerse a fondo a sí mismas.
Hacía semanas que pensaba en aquellos cinco días. Era como si los reviviera continuamente. Se despertaba e intentaba recordar todos los detalles: el viaje, la llegada, el encuentro, el descubrimiento de la casa, las habitaciones, el salón, el aperitivo, la cena, el beso. Lo que vino después del beso. No daba crédito. Nunca se habría imaginado que pudiera vivir con tanta pasión una relación con un desconocido, una persona a la que no había visto antes. Vivirla con tanta intimidad, sin ponerse límites ni fronteras en nada de lo que había hecho, ni a su cuerpo, ni al de Tancredi. Vivirla sin ninguna inhibición, sin vergüenza, sin pudor. Nueva. Sí. Una Sofía nueva, descarada, libre, atrevida como nunca en su vida lo había sido, ni con nadie antes de Andrea ni con su marido. Era como si hubiera abierto una puerta y de repente se hubiera encontrado frente a una mujer con su mismo nombre, su mismo apellido, incluso con su mismo rostro y su mismo cuerpo, pero diferente en todo lo demás: el maquillaje, el pelo, la voz, el tono, la manera de hablar. ¿Dónde había estado durante todos aquellos años? ¿Por qué que nunca la había visto?
Salió de la habitación. Cerró la puerta despacio. Empezó a recorrer el pasillo. A través de la gran vidriera se veían varios rascacielos. Las nubes, a lo lejos, parecían estar suspendidas en medio de aquellos edificios. Siguió caminando. Sólo oía el sonido de sus tacones a lo largo del pasillo. No había nadie, ni una voz. Puertas cerradas, ninguna señal, ningún adorno, ninguna planta. Era un pasillo perfectamente limpio, frío.
Al llegar al final, vio una puerta cerrada con un cristal opaco. Allí dentro había alguien que se movía. Debían de ser las enfermeras de planta, las que arreglaban las habitaciones por la mañana, las que llevaban y recogían los carros de la comida. Estaban allí, listas para prestar su ayuda ante cualquier urgencia.
Sofía pasó de largo. Llegó hasta los ascensores. Leyó los letreros de las diferentes plantas. Cuando por fin la encontró, entró en el ascensor y pulsó un botón. Lo necesitaba. Al llegar a la planta que buscaba, salió y empezó a andar. Poco después, delante de aquella puerta, se detuvo. La abrió con lentitud, intentando no molestar a nadie. La capilla estaba casi vacía. Sólo había una anciana, al fondo a la derecha. Estaba de rodillas y movía un rosario entre las manos. Hacía ocho años que Sofía no ponía los pies en un lugar sagrado para rezar. La última vez había sido cuando operaron a Andrea a vida o muerte.
La mujer mayor salió de la capilla. Se sonrieron mutuamente, así, como por una especie de solidaridad, porque creían en la fe o en la esperanza, porque, en cualquier caso, estaban allí. Sofía se quedó sola, pero no tuvo el valor de arrodillarse. Se sentó en la última fila y agachó la cabeza, clavó la mirada en el suelo. La capilla era moderna. Tenía grandes ventanas rectangulares con mosaicos de diversos tonos de violeta. En el centro del vitral principal, había un Jesús estilizado. Un poco más abajo, se veía un gran crucifijo de hierro satinado con un Cristo cuyo cuerpo era de color carne, pero cuyo rostro apenas estaba dibujado. «Y, sin embargo, todo esto —pensó Sofía— tiene el mismo valor que en otras miles de iglesias repartidas por el mundo. El Señor que encuentras aquí es el mismo que el de la parroquia de al lado de casa. Pero, esté donde esté, ¿tendrá tiempo para ti? ¿Tendrá ganas de escucharte? ¿De hacerte caso?».
Sofía levantó la cabeza y observó al Jesús estilizado y, a continuación, al Cristo de la cruz moderna. Le pareció que la miraban con buenos ojos. Entonces, casi se avergonzó, porque sabía que Él ya estaba al corriente de lo que ella quería pedirle. Pero era como si quisiera oírselo decir con claridad, para no equivocarse. Así que Sofía lo dijo en su corazón, en voz alta a pesar de continuar en silencio. «Me gustaría ser feliz». Y fue como si, de repente, el Cristo estilizado se hubiera acercado a ella y como si el Cristo moderno también hubiera bajado de la cruz y ambos hubieran ido corriendo a su encuentro. Estaban allí, de pie, delante de ella, para oír, para entender mejor. ¿Qué significa esa petición? «¿Me gustaría ser feliz?». Pero ¿qué quiere decir exactamente? Era como si la miraran a los ojos, como si hurgaran en su corazón, como si estuvieran allí para excavar, para buscar, para encontrar el verdadero significado de aquellas palabras.
Sofía bajó la cabeza y, en aquel instante, se sintió más sucia que nunca. Se avergonzó de lo que había pedido. Quería lavarse las manos, quería que su felicidad se la diera Dios directamente o, mejor, la muerte. Sí, porque si la operación no salía bien, ella sería libre. Sin tener que decir nada, sin dar explicaciones, sin ninguna responsabilidad. Y, sobre todo, sin tener que escoger.
Si Andrea moría, ella no tendría que sentirse culpable por ser feliz.
Entonces se imaginó ante un tribunal, sentada en el banquillo de los acusados. El juez invitó a la sala a guardar silencio. «¿Han llegado a un veredicto?».
«Sí, Su Señoría». El jurado tenía la sentencia en la mano. La miró durante unos segundos y, a continuación, la leyó: «Inocente culpable».
Sofía cogió el ascensor y volvió a la habitación 539. Se quedó allí, en silencio, sentada en el sofá, con la cabeza entre las manos. Oía pasar los segundos en el gran reloj que había colgado encima de la puerta. Cada uno de los sonidos de las manecillas la acercaba a un final.
Más abajo, mucho más abajo, en el frío de una sala de operaciones, el cirujano y sus ayudantes se movían alrededor de la mesa. Era como una partida en un tablero de juego. Pero sólo había un hombre que pudiera perder.
Habían transcurrido más de diez horas. Sofía sostenía un vaso en la mano. Lo acababa de llenar para beber cuando llamaron a la puerta de la habitación. Interrumpió el gesto a medio camino y dejó el vaso sobre la mesa que había a su lado.
—Adelante…
El pomo descendió lentamente y en el umbral apareció una enfermera. Era una mujer que no había visto antes. Se quedó un momento inmóvil, como si no supiera qué decir, como buscando las palabras adecuadas. Entonces el profesor se le adelantó.
—Ha ido todo muy bien.
Unas cuantas horas más tarde, entró la cama, transportada por otros enfermeros, que llevaba a Andrea dormido. Lo dejaron en su sitio y le colocaron bien el gotero. Después, el anestesista le dio unos golpecitos para comprobar que estaba efectivamente despierto, y Andrea reaccionó.
Todos salieron de la habitación de inmediato. Sofía se acercó a la cama. Andrea abrió los ojos poco a poco y la vio. Movió la mano hacia ella sobre las sábanas. Era como si la buscara, como si necesitara oír que todo era verdad. Entonces Sofía le cogió la mano y se la apretó con fuerza. Andrea cerró los ojos, sonrió más tranquilo y en aquel momento Sofía quiso morirse por lo que se había atrevido a pedirle al destino.