Tancredi se encontraba en su despacho de Nueva York. Se estaba tomando un café mientras miraba las fotos de una carpeta. Se habían tomado en la isla. Había un centenar. Aparecía Sofía mientras se daba un baño, mientras se cambiaba, mientras paseaba bajo la puesta de sol y también su beso. El primer día, un fotógrafo había inmortalizado a escondidas diversos momentos, incluso con infrarrojos. En cambio, una vez en el dormitorio, fue él quien activó una cámara de vídeo. Pulsó un mando a distancia y encendió un gran televisor de plasma, después un lector de DVD y empezó a ver la filmación.
Ahí estaba. No llevaba nada encima. Era preciosa. Era excitante. La escuchó suspirar. La echaba de menos. Muchísimo. ¿La echaba de menos porque no era suya? La echaba de menos porque era ella. El interfono lo avisó de que tenía una visita. Lo apagó todo y, a continuación, cerró la carpeta.
—Hágalo pasar. —Davide abrió la puerta. Estaba visiblemente enfadado. Se detuvo delante de su mesa. Tancredi lo miró sorprendido—. Hola, amigo, ¿qué haces aquí? No sabía que estabas en Nueva York.
—He venido por ti. Querías un ático en Manhattan y lo estoy buscando.
—¿Y cómo va la búsqueda?
—Mal. Pero he encontrado esto. —Tiró una carta sobre la mesa. Tancredi la miró con curiosidad. Davide la señaló—. Léela.
La abrió.
Era la letra de Sara. «Cariño mío, no puedo seguir viviendo así. Desde aquella noche en la piscina, me he dado cuenta de que ya nada podrá ser como antes…».
Tancredi la leyó hasta el final. No ponía su nombre en ningún sitio. Davide continuaba mirándolo.
—Es Sara. ¿No reconoces su letra?
—Sí. Parece la suya.
—Me imagino de quién está hablando, aunque no diga su nombre. Va dirigida a ti. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Qué tenía que decirte?
—¿Te la follaste?
—¿A ti qué te parece?
—Podías conseguir a miles de mujeres. ¿Por qué precisamente ella? ¿Para tu colección?
Tancredi bebió un poco de café. El interfono sonó. Tancredi respondió:
—¿Sí? ¿Quién es?
—¿Me necesitas? —Era Savini.
—No, gracias. Todo va bien. —Cerró el interfono. A continuación exhaló un suspiro y se recostó en el sillón—. ¿Quieres sentarte?
—Prefiero seguir de pie. Te he hecho una pregunta. ¿Te la follaste?
—¿Ella qué te ha dicho?
—Me ha dicho que sí.
Tancredi se rio.
—¿Qué es lo que te hace gracia?
—Siempre ha odiado nuestra amistad. Creo que le molestaba, estaba celosa de nosotros, como si yo fuera tu amante.
—Ella te quería.
—Nunca ha amado a nadie. Me quería porque no podía tenerme.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque soy amigo tuyo. Aunque hubiera sentido algo por ella, sentía algo más por ti. Y ella lo sabía. —Tancredi lo miró—. Lo siento, no me la follé. Y no porque no me gustara…
Davide lo miró en silencio durante un rato. Tancredi le sostuvo la mirada con tranquilidad. Estaba sereno, no había habido absolutamente nada. Davide exhaló un largo suspiro.
—Ahora entiendo algunas cosas.
Hizo intención de marcharse.
—Salúdala de mi parte.
—No sé dónde está. Se ha ido.
—No te olvides la carta.
—Fue ella quien me dijo que te la diera. Es para ti.
Davide salió de la habitación. Tancredi se quedó solo. De repente sonó el teléfono. Era su hermano. No tenía ganas de contestar, ya lo llamaría más tarde.
Se sirvió un poco más de café, cogió la carta de la mesa, la rompió y la tiró a la papelera. Después abrió la carpeta y se puso a ojear de nuevo las fotos. Sofía riendo. Sofía corriendo por la playa. Sofía montando en bicicleta. Sofía saliendo del agua con un bañador claro. Se le transparentaban los pezones, se veía su cuerpo, sus fuertes piernas. En una foto reía mientras se apartaba hacia atrás el pelo mojado. En otra aparecía sola, sentada en una tumbona, mirando al mar. Estaba como absorta, la rodeaba un halo de tristeza. Se había quitado sus grandes gafas de sol negras y miraba a lo lejos como si buscara, en algún lugar del horizonte, quién sabe qué respuesta. Observó aquella foto con más detenimiento. Sus ojos, su expresión. Era especialmente fuerte, intensa. ¿Qué le estaría pasando por la cabeza en aquel momento? ¿Estaría tomando una decisión? ¿Haciendo una elección? Dejó la foto.
Se acordó de aquella tarde. Habían charlado animadamente, como si se conocieran desde siempre. Aquella noche él se había abierto por primera vez, se lo había contado todo sobre Claudine. Sofía se había quedado en silencio y después había intentado ayudarlo. Habló durante mucho rato, intentó alejar de él aquel sentimiento de culpabilidad. Pero no era fácil. Se acordó de una frase que había dicho: «Es extraño que no dejara nada. Cuando se está tan mal, se tiene la necesidad de escribir, de explicárselo por lo menos a uno mismo».
Claudine había querido contárselo a él. Había sido a él a quien había acudido, a su hermano. Pero su hermano no tuvo tiempo para ella. Y Tancredi no conseguía aceptarlo. No era capaz de perdonarse. Había muerto por su culpa. Él fue el último que la vio, el último que habría podido hacer que cambiara de idea.
Permaneció en silencio. Lo que le había dicho Sofía era cierto: él no quería amar. Pero había una verdad todavía mayor que aquella: él no podía amar. No podía ser de nadie porque pertenecía a aquella culpa. Bebió un poco de café. El dolor lo había acompañado durante años, no se despegaba de él, nunca lo abandonaba. Giró lentamente el sillón y se encontró frente a la vidriera que daba a la Séptima Avenida. En la calle principal, a sus pies, el tráfico de la hora punta era lento. Una larga fila de taxis avanzaba a paso de tortuga por la derecha. Las aceras estaban atestadas de personas que caminaban de prisa. Allí abajo, en pocos metros cuadrados, se creaban todas las tendencias de la Gran Manzana. Y, sin embargo, nada cambiaba. En cierto modo, todo seguía siempre igual. Se acordó de otro fragmento de la conversación que había mantenido con Sofía:
«—Y tras la muerte de Claudine, ¿no sucedió nada raro?
»—No. Todo siguió como antes, todo igual».
Sin embargo, aquello no había sido exactamente así. Había estado reflexionando acerca de toda la época que siguió a la muerte de Claudine. ¿Cómo podía no haberse dado cuenta? En efecto, sí que hubo algo raro, había tenido lugar un pequeño cambio, tal vez insignificante, pero tenía que comprobarlo. Salió del despacho y se reunió con Savini.
—¿Qué noticias tienes?
—Ya han llegado, se han alojado en la 539, en la quinta planta. Dentro de un rato le harán los análisis y los controles. Creo que la operación será mañana por la mañana a las nueve.
—De acuerdo. —Tancredi le pasó una hoja a Savini—. Quiero saberlo todo de esta persona lo antes posible: cuenta corriente, últimas compras, dónde vive, a qué se dedica… —Savini leyó el nombre. No le resultó desconocido. Pero decidió hacer lo que le había pedido Tancredi sin hacer preguntas—. Y después haz que preparen el avión.
—¿Nos vamos a Atlanta?
—No, cuando descubras dónde está esa persona, iremos a hablar con ella.