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El taxi se detuvo. Sofía pagó y bajó.

Se encontró sola en medio de la calle, parada delante de su edificio, con las maletas a sus pies. Cogió el ascensor y, poco después, se vio frente a la puerta. Metió las llaves en la cerradura y abrió. Andrea llegó al salón a gran velocidad e hizo que empezara a sonar la música del equipo que había allí.

—¡Ya estás aquí! ¡Bienvenida!

Sofía miró a su alrededor. Varias serpentinas colgaban desordenadas de la lámpara, había flores silvestres sobre la mesa, en el centro del salón. En un cartel rosa, Andrea había dibujado a Mickey y Minnie mirándose tímidos y enamorados. Encima había un corazón con sus nombres, «Andrea y Sofía». Vio unos pastelitos sobre la mesa y, al lado, una botella de excelente Bellavista Franciacorta.

Sofía miró todos aquellos preparativos, aquel intento de ser afectuoso. Se acercó a Andrea y lo besó en los labios.

—Te he echado de menos.

Y luego, sin poder evitarlo, rompió a llorar.

—¿Por qué lloras, cariño? No hagas eso. —Sofía se arrodilló y puso la cabeza sobre sus piernas. Andrea le acarició el pelo. Después miró las serpentinas que colgaban de cualquier manera de la lámpara, las flores silvestres en una esquina, a Mickey y Minnie con sus nombres dentro de aquel corazón. Sofía seguía llorando. Estaba contento de haberla sorprendido. La emoción siempre juega malas pasadas, sobre todo a quien, como ella, es sensible. Entonces sonrió y volvió a acariciarla—. Yo también te he echado de menos.

Los días siguientes no fueron fáciles.

—¡Pero qué morena has venido! ¿Te lo has pasado bien? ¿Qué tal el maestro alemán? ¿Era bueno?

Las respuestas eran sólo mentiras, pero no podía traicionarse. En el avión de regreso había encontrado una nota de prensa sobre todos sus conciertos. La leyó rápidamente y lo memorizó todo con facilidad. Eran una serie de apuntes sobre cómo podrían haber ido aquellos cinco días en Abu Dabi: lo que había comido, qué tiempo había hecho y también las particularidades de los mercados, las palabras más utilizadas por la gente en aquel idioma —hola, buenos días, buenas noches—, los hoteles más importantes, una exposición que podría haber visitado. Sofía no hizo nada más que repetir cuanto había leído en aquel informe.

Entonces llegó el momento más complicado.

—Eh, has comido mientras estabas fuera… Ven aquí… —Sofía se acercó a la cama—. Un poco llenita todavía me gustas más.

Él le acarició despacio las piernas, fue subiendo lentamente. Sofía cerró los ojos. Tenía que ser natural, creíble, desearlo. En cierto modo, se dejó llevar, pero hacer el amor le resultó muy difícil. No pensar en aquellos cinco días fue casi imposible. Y, durante un instante, se sintió culpable. Le pareció estar engañando a Tancredi.

Poco a poco las cosas volvieron a ponerse en su lugar.

Habían enviado la petición al Shepherd Center de Atlanta antes de que se fuera.

Apenas dos semanas después de su regreso, llegó la respuesta. Habían dado todos los pasos necesarios, siguieron el procedimiento y el hospital contestó positivamente. Al cabo de veinte días se realizaría la operación.

Sofía volvió a la escuela de música para matar el tiempo. Le pidió a Olja que le devolviera la carta que no había enviado y luego le contó algunas cosas de sus conciertos.

—En el último bis toqué la Giga de la Tocata en mi menor de Bach.

—¿Y…?

Sofía sonrió.

—Todo bien.

Olja la abrazó con satisfacción.

—Lo sabía. Eres una pianista excelente. Yo no quería que fueras la mejor, quería que fueras única. Y lo he logrado.

Y diciendo aquello, se alejó por el pasillo.

Sofía la observó mientras bajaba la escalera un poco vacilante pero feliz. Luego, en nada, llegó el día de partir.