Tancredi lloraba en silencio entre sus brazos, de regreso de aquellos recuerdos, mientras Sofía no sabía qué decir. Lo estrechaba con fuerza intentando consolarlo de algún modo.
—No fue culpa tuya, tú no podías hacer nada.
—Podría haberme quedado. Podría haberla escuchado.
—¿Por qué no lo hiciste? ¿No querías saberlo?
—Tenía prisa.
—Pero ¿adónde tenías que ir?
Se quedó callado, se avergonzaba de no haber sabido renunciar a sus intereses; no había sabido escuchar el último grito desesperado de su hermana.
—Una mujer. Había quedado con una chica.
Tancredi realizó una profunda inspiración. Había conseguido decirlo. Sofía le acarició el pelo.
—A todos nos gustaría volver atrás, todos tenemos al menos una cosa que arreglar. Pero no se puede. Hay que vivir con los remordimientos. Sólo se puede intentar olvidarlos o superarlos. Hacer algo que te permita sentirte mejor. Pero no podemos renunciar a la vida por algo que tal vez hubiera ocurrido de todos modos. —Y, sin querer, pensó en lo que a ella le gustaría arreglar, en su promesa, en la música que se había negado. Con lentitud, se situó frente a él y le cogió la cara con las manos. Tancredi la tenía inclinada hacia abajo, de la misma forma que Claudine aquella noche—. Mírame, Tancredi. —Entonces, poco a poco, él levantó el rostro y se encontró con sus ojos, y también con su sonrisa—. No tienes la culpa. Había algo en la vida de tu hermana que no iba bien…
—Pero ella quería contármelo y yo no le di la oportunidad.
—¿Y no dejó ninguna carta? Tal vez en aquella época escribiera un diario en el que explicara el porqué.
—Busqué por todas partes.
—Es extraño que no dejara nada. Cuando se está tan mal, se tiene la necesidad de escribir, de explicárselo por lo menos a uno mismo. ¿No había algún lugar que a ella le gustara mucho?
Tancredi permaneció en silencio. Había buscado por todas partes, le habría gustado más que nada saber lo que quería decirle su hermana.
—Nada. No dejó nada.
—Y tras la muerte de Claudine, ¿no sucedió nada raro?
—No. Todo siguió como antes, todo igual.
Y justamente aquello, al menos para él, fue lo más doloroso. Sus vidas siguieron como si no hubiera ocurrido nada. Fue como si les pareciera normal que Claudine se suicidara un día, como si de alguna manera todos lo esperaran. Y todos sabían que la culpa sería sólo suya.
Pero todo aquello, naturalmente, no consiguió decirlo.
Se quedaron así, delante de aquel mar, delante de aquella noche, delante de aquellas estrellas suspendidas sobre ellos, sin ninguna respuesta. Entonces Sofía lo besó dulcemente. Se separó de él y echó la cabeza a un lado. El cabello suelto le caía sobre el hombro. Lo miró con ternura.
—Tancredi, no fue culpa tuya. Es hora de volver a amar.
—¿Es un deseo?
Ella sonrió.
—Es un consejo.
Más tarde, cenaron en la torre, allí donde el mar era más profundo. Sofía se presentó con el vestido rojo de Armani. Llevaba el pelo recogido, un sutil collar de perlas y unos pendientes a juego. El mar estaba ligeramente agitado, un viento rebelde pero cálido mecía su vestido, su cabello. Era guapa, pensó Tancredi. Muy guapa. Guapísima. Tal vez incluso más porque aquella era su última noche.
Comieron en silencio. De vez en cuando se oía el ruido de los cubiertos, cuando los dejaban sobre los platos con delicadeza, el sonido del cristal al servir el Chablis, el rumor de las servilletas cuando las cogían para limpiarse la boca. De vez en cuando, una ola más fuerte que las demás chocaba contra la pared, subía hasta arriba, hasta el borde, y mojaba una parte del ventanal, pero no a ellos. Cuando terminaron de cenar, el cocinero se presentó para saber si necesitaban algo más de él.
—No, gracias.
—¿Ha ido todo bien?
—Ha sido perfecto, como siempre.
Entonces se despidió. Un rato después, vieron las barcas que abandonaban la isla. Estaban solos.
—Ahora me gustaría pedirte una cosa… —La cogió de la mano.
—Dime.
—Ven conmigo. —Se dirigieron al salón. Tancredi abrió la puerta. Sofía se quedó asombrada. Lo habían llevado en el helicóptero por la tarde. En el centro, frente a las grandes vidrieras, iluminado desde arriba por una luz, había un piano negro de cola Steinway—. Me gustaría que tocaras. —Fuera, el mar estaba todavía más agitado, las olas rompían contra un lado de la casa. Pero no se oía nada. Sofía se quedó callada. En el silencio de la noche, tan sólo se veían aquellas gotas de agua que estallaban contra los cristales. Después inspiró profundamente, se volvió hacia Tancredi. Él estaba tranquilo—. Sólo si quieres.
Entonces ella le sonrió.
—Claro. Lo haré.
Sofía se bajó los tirantes y dejó caer el vestido al suelo. Después se desvistió del todo y caminó completamente desnuda. Se sentó en la banqueta, levantó la tapa y retiró el paño protector. A continuación se quedó quieta. En silencio. Fuera, el mar seguía agitado. Unas olas enormes golpeaban la gran vidriera y se rompían ante el silencio de aquella habitación. A la espera. Era como si quisieran entrar, como si también ellas quisieran escuchar la música que estaba a punto de sonar. Pero no era posible. Así que resbalaban hacia abajo, de nuevo hacia el mar y, detrás de los cristales mojados, aparecía la luna.
Sofía se dispuso a empezar. Desde niña la envidiaban por su extraordinaria capacidad de interpretar sin titubeos, en clave de bajo y en clave de violín, todo el fragmento que estuviera estudiando sin mirar el teclado ni un momento. Y, sin embargo, sintió un escalofrío. Visualizó inmediatamente las páginas de Aprés une lecture de Dante, de Franz Liszt, una de las piezas más difíciles del repertorio pianístico de todos los tiempos. Atacó las seis octavas en sentido descendente, majestuosas, definitivas. Y después llenó aquella sala de una lluvia de notas arrancadas del piano con una pasión estremecedora: escalas cromáticas, selvas de semicorcheas, acordes directos y contrarios a una velocidad impensable, potentes acordes respondidos con cruces de izquierda imposibles.
La piel de aquel precioso cuerpo empezó a brillar a causa del esfuerzo espasmódico. La cara, los hombros, los pechos ya empapados de sudor y las manos, en cambio, perfectas, secas, imparables. Arriba, la mirada clavada en una partitura de notas negras que no existía, que sólo ella veía, compás a compás, y que habría desanimado a cualquier pianista por bueno, por excelente que fuera. Y de pronto fue como si Liszt, el gran virtuoso, se hubiera sentado a su lado, casi atónito por el potencial que él mismo, autor y aclamado intérprete de aquella prodigiosa música, no había sabido ver, intuir.
El sonido del Steinway traspasaba aquella sala y Tancredi no podía pensar en nada —él, que siempre era perfectamente dueño de sí mismo incluso en las situaciones más difíciles y arriesgadas—. Aquella música le iba penetrando en el alma, aquella criatura al piano se había transformado. Ya no la controlaba, ya no era la dulce Sofía de las noches de amor, de las conversaciones apasionadas, de las risas cómplices. Por primera vez sintió el amor. No el que hay entre dos personas, sino el amor absoluto.
Cuando Sofía tocó el último acorde, Tancredi vio que el control que pensaba que ejercía sobre la vida de ella y de los demás era una ilusión y se sintió extrañamente aliviado. Entonces la miró de una manera nueva por completo, más serena, lúcida al fin. Era Ella, ella con mayúscula, ella y nada más. Se puso de pie, se acercó al piano y, con simplicidad, le acarició la mejilla. Dentro de poco, serían ellos dos de nuevo, pero tal vez nunca volvieran a ser los mismos.
—Me he emocionado como nunca en mi vida.
Sofía lo abrazó. Estaba completamente desnuda, le sujetaba los brazos detrás de la espalda, a la altura de la cintura, y, sin embargo, parecía todo natural, no había ninguna malicia a pesar de los pechos iluminados por la luna y los pezones túrgidos. Los dos estaban emocionados. Permanecieron en silencio un largo rato, hasta que Tancredi le dijo:
—Vamos a bañarnos a la piscina.
Un rato después, estaban en el agua. Sofía se relajó, poco a poco fue desapareciendo la tensión de aquella interpretación, de aquella dificilísima prueba. Nadó hacia él y lo besó. El agua estaba caliente, sus piernas se entrelazaron. En seguida sintió que su excitación, al igual que la de Tancredi, aumentaba. Hicieron el amor dulcemente, como suspendidos en el agua.
Más tarde, en la habitación, continuaron con pasión, sin decir una palabra. No obstante, cada mirada estaba llena de deseo, de sexo, de ganas. Era como si estuvieran llenas de mil palabras.
Cuando Sofía se despertó, estaba sola. Preparó la maleta. Bajó a desayunar para despedirse, pero sólo encontró una preciosa rosa roja de tallo largo. Había una nota a su lado.
«Por ti. Sólo por ti».
Cuando acabó de desayunar, Cameron, la chica que la había recogido a su llegada, se presentó en la mesa.
—Cuando quiera la acompañaré a la playa.
—Gracias.
Un poco más tarde, el coche eléctrico se detuvo ante el embarcadero más grande. Una lancha la esperaba con el motor en marcha. Sofía se apeó y subió a bordo. Cargaron su maleta y su neceser. A continuación, la lancha partió, describió una curva y, poco a poco, se alejó de la playa siguiendo la costa en dirección a tierra.
Sofía se volvió y miró la isla. Tancredi estaba en la torre donde habían cenado la primera noche. Tenía las manos en los bolsillos y miraba hacia otro lado, hacia el sol.