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Tancredi condujo su Porsche a toda prisa hasta su casa. Se desnudó, se metió debajo de la ducha y se secó en un momento. Se puso un traje oscuro y una camisa blanca, calcetines negros —que le provocaron una sonrisa al ponérselos— y luego se anudó unos Church’s último modelo. Bajó corriendo, saltando los escalones de la casa de dos en dos, hasta que la encontró.

—Hola… —Claudine estaba quieta, de pie en la penumbra, apoyada contra la pared—. Estás aquí… Pensaba que estabas durmiendo.

—Te he oído llegar.

—Ah, perdona, te he despertado.

—No dormía.

—Mejor así, hermanita.

Le dio un beso en la mejilla. A continuación, antes de que saliera corriendo, ella lo detuvo.

—Tengo que hablar contigo.

—Hermanita, llego supertarde. ¿Podemos hablar mañana?

—No. —Se quedó callada y bajó la cabeza—. Ahora.

Tancredi le puso la mano bajo la barbilla e intentó levantársela, pero ella se resistió. Al final lo consiguió y la miró a los ojos.

—¿Es algo importante? —Claudine asintió, estaba a punto de llorar. Tancredi suspiró—. Hermanita, me quedaría… Pero tengo una cita que no puedo posponer.

—Todo se puede posponer.

—¡Pues entonces esta conversación también!

Permanecieron en silencio. Él vio que no podía dejar las cosas de aquel modo. Entonces Tancredi le habló con un tono más tranquilo.

—Ya verás como, sea lo que sea, al final se arreglará, estoy seguro. Duerme y mañana quizá lo veas de otra manera.

A continuación le hizo unas cuantas bromas, como siempre había hecho desde que era pequeño, y le arrancó una sonrisa. Lo habían decidido. Hablarían a la mañana siguiente. Después, Tancredi salió corriendo antes de que ella pudiera volver a retenerlo. Subió al Porsche, arrancó, dio la vuelta a la plazoleta y, derrapando sobre la grava, se fue de la villa a toda velocidad.

Claudine fue hasta la puerta de la casa, lo vio embocar rápidamente el último tramo de recta, salir por la verja y desaparecer en la noche. Volvía a estar sola. Sola. Únicamente se oían las cigarras a lo lejos. Todo estaba oscuro. Miró a su alrededor. Se sintió más aliviada. Había tomado una decisión. Era cierto, era como decía Tancredi. No hay nada en la vida que no pueda resolverse.

Respiró profundamente. Volvió a su habitación, abrió el cajón y las cogió. Era la única solución. A continuación salió. Tancredi las encontraría y lo entendería. Poco después regresó a la casa. En aquel momento oyó el ruido. Lo había hecho justo a tiempo. No podía esperar más. Se quitó los zapatos y, con los pies descalzos, subió rápidamente las escaleras. Caminaba intentando no hacer ruido, mirando hacia atrás de vez en cuando. Quizá la hubiera oído. Tenía que darse prisa. Aquella noche no. No lo soportaría. No podría. Abrió la puerta de la buhardilla. Lo hizo lentamente, con los ojos cerrados, preocupada por si chirriaba. Pero no fue así. Caminó de puntillas hasta la pequeña ventana que daba al tejado. Movió muy despacio el baúl, se encaramó a él y, en un instante, estuvo fuera. Hacía fresco, estaba oscuro y no había luna. Buscó en lo alto del cielo alguna estrella, pero no vio ninguna. Un viento ligero movía las copas de los árboles más altos. Pero sólo oía el ruido que hacían. A su alrededor todo estaba oscuro. No se veía nada. «¿Así es como será?». Sólo estaba segura de una cosa: su problema quedaría resuelto. No podía más. Sonrió por última vez. Dio tres pasos veloces. Y saltó.