—Buenos días, ¿has dormido bien? Te he dejado descansar…
Sofía se sentó frente a él y le sonrió desde detrás de las gafas de sol.
—Muy bien, gracias. Aunque tengo un poco de hambre…
Tancredi le mostró lo que había en la mesa.
—He hecho que prepararan para ti unos excelentes cruasanes franceses, huevos revueltos, zumo de naranja, café de tueste oscuro y leche fresca… Macedonia de fruta, piña, melocotón, mango, kiwi.
—Mmm… No lo resisto más. —Empezó a comer—. Está riquísimo. —Lo dijo con la boca llena.
Tancredi se echó a reír.
—Ya te dije que no miento. —Después le sirvió café y añadió un poco de leche—. ¿Lo quieres más claro?
—No, no, así está bien. Y sin azúcar, por favor.
Tancredi sonrió.
—Lo sé. Sólo azúcar de caña.
—Ah, claro, lo olvidaba. —Siguió comiendo. Devoró la piña y el mango, probó los huevos y los acompañó con unos pequeños triángulos de pan tostado que un camarero había dejado sobre la mesa—. Todavía está caliente.
—Gracias.
Al lado había una mantequilla francesa ligeramente salada. Sofía untó un poco en aquel pan todavía caliente y a continuación le dio un gran bocado.
Tancredi la observaba, divertido, admirándola mientras comía.
—Mmm… Está delicioso. Es como un sueño…
—Tú eres un sueño. Y es un espectáculo ver comer a una mujer con tanto apetito.
—Mmm, es verdad… —Se lamió incluso los dedos, metiéndoselos en la boca; jugaba adrede a comportarse como una niña mimada y, al mismo tiempo, sensual.
Tancredi se recostó en la silla.
—Se dice que por la manera de comer de una mujer puede saberse cómo se comporta en la cama…
Sofía se rio.
—Después de anoche, ¿hay algo que todavía no te haya quedado claro?
Tancredi la miró intensamente.
—Llevo toda la mañana pensándolo. Hay cosas que me han parecido un poco complicadas, me gustaría repetir algunas partes. Tengo dudas sobre si lo habré soñado…
Sofía hizo intención de servirse un poco más de café, pero Tancredi fue más rápido: cogió la jarra y se lo puso.
—Gracias… Bueno, podría ser, eres un gran soñador.
—Cuando es posible, ¿por qué no?
—¿Y si el sueño se convierte en pesadilla?
—Me despierto.
—¿Siempre consigues controlarlo todo? ¿Dominar tus sentimientos?
—Creo que sí. A lo mejor es que nunca he corrido ese riesgo.
Se quedaron en silencio. Entonces Sofía se quitó las gafas.
—Y no me estás mintiendo.
—Ya te lo he dicho. —Sus ojos parecían tan tranquilos como el mar plano y azul que estaba delante de ellos—: no digo mentiras.
—Sí, es verdad. Te creo, sobre todo porque no necesitas mentir. —Comió un poco de piña—. Es que eres tan independiente en todo que eres de las pocas personas del mundo que puede permitirse el lujo de no decir mentiras.
—No sé si me estás tomando el pelo.
—En absoluto. Es lo que pienso, y ¿sabes lo que se me está ocurriendo?
—¿Qué?
—Que debe de ser terrible estar contigo.
—¿Por qué? —Lo preguntó con un tono divertido—. ¿No estuviste bien ayer? ¿Hice algo mal? ¡Dímelo! Intentaré mejorar en los próximos días.
—Que son cuatro…
—En los próximos cuatro días.
—Eres tan rico…
—¿Y bien? ¿Es ese el problema?
Sofía se encogió de hombros.
—No sabría qué regalarte. ¡A mí me encanta hacer regalos! Lo tienes todo.
Tancredi la abrazó.
—No es cierto. Me has hecho el regalo más bonito. Estás aquí.
Entonces la besó.
Los siguientes cuatro días fueron completos, divertidos, curiosos, inesperados. No se pelearon en ningún momento. Hicieron el amor continuamente. Hablaron a menudo. De cosas sin importancia, de episodios divertidos que habían vivido, de amigos, de viajes, de las primeras historias de amor. Se conocieron un poco más. Fueron a pescar acompañados de uno de los mejores pescadores de la isla. Sofía tuvo tanta suerte que pescó casi en seguida un pez con un volantín.
—Tengo miedo, tira un montón…
—¡No lo pierdas, no lo pierdas!
Consiguieron subirlo a la barca. Era un gran mahi-mahi.
—Cuidado, no te acerques.
El pescador lo metió inmediatamente en la cesta. Por la noche el cocinero hizo preparar una sopa en una gran olla colocada en la playa con el mahi-mahi y otros pescados. Añadió cangrejos y mejillones. Lo hirvió todo y lo aderezó con aceite, pimienta y azafrán. Sofía, al probarlo, cerró los ojos.
—No doy crédito, está fantástica.
—El pez que has cogido es lo que la hace tan sabrosa.
—¡Entonces es que soy realmente buena!
Siguieron comiendo mientras bebían un excelente Montrachet 2005 de Romanée Conti. De segundo tomaron langosta al vapor con unas salsas suaves y un filete de cola de rape con salsa de naranja. Y al final, una vez todos hubieron abandonado la isla, estuvieron charlando en la torre mientras bebían un Château d’Yquem.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—¿Qué se siente al poder tenerlo todo?
—¿Cómo sabes que lo tengo todo? Quizá me gustara tenerte a ti para siempre y, sin embargo, es algo que no tiene precio.
—¿Es una pregunta?
—No. Porque ya conozco la respuesta.
Sofía lo miró.
—¿Qué pasó?
—¿Qué quieres decir?
—Normalmente me imagino a la gente como tú en su cuarto matrimonio, que también se está acabando, con otra mujer, mucho más joven que las anteriores, lista para ocupar el lugar de la última, y así sucesivamente. Tienen ochenta años y los ves en los periódicos a punto de casarse con veinteañeras. En cambio en ti hay algo que desentona, no pareces uno de esos.
—¿He echado por tierra tus teorías?
—Has despertado mi curiosidad.
—¿Te cuento un cuento?
—No, simplemente dime la verdad. Si me la puedes contar.
—Digamos que he llegado a una conclusión: puede que esté mejor solo.
—No lo creo. Esta vez te estás mintiendo incluso a ti mismo. Imagínate lo bonito que sería compartir todo lo que tienes con una mujer… Divertirte con ella, quizá tener hijos y divertirte también con ellos. Hacer las cosas más sencillas. Tú tienes a tu alrededor un montón de gente que lo hace todo por ti, pero no piensas en lo bonito que debe de ser saber hacer algo y, un día, poder explicárselo a tu hijo. Sí, por ejemplo, enseñarle a pescar…
—¿Es una propuesta?
—Ya sabes que estoy casada.
Se quedaron un rato en silencio. Entonces él le hizo la pregunta más difícil:
—¿Y tú eres feliz?
Y ella encontró la única respuesta posible:
—Por ahora no me lo planteo.
A la mañana siguiente, salieron a bucear en aguas poco profundas. Se lo pasaron bien pescando estrellas de mar y grandes moluscos y jugando con un caballito de mar. Sofía lo siguió, intrigada por su extraño modo de nadar. Encogía y estiraba la cola.
—¡Nunca lo había visto!
Hicieron esquí acuático. Después, dieron una vuelta en bicicleta y, por la tarde, tomaron el té con unas excelentes galletas inglesas de mantequilla.
—¡Me parece que estoy cogiendo unos cuantos kilos!
—Aun así, sigues siendo preciosa.
—¡¿Cómo que aun así?! ¡Entonces es verdad! Qué desastre.
—Está bien, me sacrificaré. ¿Quieres perder alguno ahora?
Hicieron el amor en la torre, bajo la puesta de sol, allí donde no podían ser vistos por nadie. Más tarde, por la noche, después de un baño bajo la luna, lo hicieron en la playa, cuando ya no quedaba nadie que pudiera interrumpirlos.
Y llegó el último día.
Todo había ido muy bien: los comentarios en la página web, las fotos de los conciertos, las llamadas a casa. Andrea no sospechaba nada. Habían hablado poco por teléfono, sólo una llamada diaria hacia las siete de la tarde. Pero era normal, estaba muy ocupada. Salieron en velero y dieron la vuelta a la isla. La casa, vista desde el mar, era preciosa.
Un poco más tarde regresaron a tierra, atracaron el barco, se bajaron en el embarcadero y caminaron en silencio hasta llegar a una mesa que Tancredi había hecho preparar dentro de la selva, cerca del lago. Comieron allí, saboreando unos excelentes tagliolirti con bogavante acompañados de un buen Sancerre Edmond. Sofía se saltó el segundo y tomó un postre, una mousse. El cocinero se había superado a sí mismo.
—Es realmente de ensueño. No es posible. —Probó un poco más. Se quedó con los ojos cerrados, con la cuchara en la boca, girándola como si fuera una piruleta—. ¡Yo creo que le añade alguna droga especial!
Tancredi se rio.
—Coge otra.
—¡No puedo!
—Total…
—Total, ¿qué?
—Total, lo hecho, hecho está. ¡Ni siquiera mis cuidados han podido limitar los daños!
Sofía resopló y se puso las manos en las caderas.
—¡Muy bien! Tienes razón. ¿Puedo comerme otra? —En un instante, devoró también la segunda—. ¡Ya se ha acabado, no vale! ¿Y no puedo llevarme al cocinero conmigo?
—Sí, podrías. Pero siempre te recordaría estos cinco días, y a ti no te gustaría.
Se quedaron callados.
Apareció el cocinero.
—Bien, señores, ¿puedo servirles algo más?
Sofía se levantó.
—No, gracias. Estaba todo perfecto.
En aquella ocasión fue Sofía quien cogió a Tancredi de la mano. Se encaminaron hacia la casa. Hicieron el amor en silencio. Con ternura. Tancredi la miraba, ella tenía los ojos cerrados. Cuando los abrió y lo miró, se volvieron ávidos, salvajes, como si hubiera desesperación en aquel acto, como si todo aquel sexo no fuera suficiente. Se mordieron. Como si aquellas marcas pudieran retener algo que ya, poco a poco, se estaba consumiendo.
Un poco más tarde, un helicóptero pasó sobre la isla mientras ellos, sudados, tendidos sobre aquella cama, el uno junto al otro, miraban el mar. Tancredi le acariciaba el final de la espalda, jugaba con aquellos dos pequeños hoyos que señalaban la última frontera. Después inspiró profundamente y le susurró en voz baja al oído, como una súplica:
—No te vayas.
Ella no contestó. Lo estrechó con fuerza. Después se levantó y fue al baño. Abrió el grifo de la bañera, dejó correr el agua para llenarla y puso unas sales perfumadas que la tiñeron de azul celeste. Cuando estuvo llena, se sumergió en ella por completo. Se tendió. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en una grande y mullida almohada que le hacía de respaldo y se deslizó un poco más hacia abajo en aquella agua caliente y perfumada. Pensó en sus palabras. «No te vayas». Exhaló un largo suspiro. No. El trato no había sido aquel.
—¿Puedo?
Sofía abrió los ojos. Tancredi estaba de pie, en la puerta del baño, con dos copas de champán.
Ella le sonrió con amabilidad.
—Por favor. Como si estuvieras en tu casa.
Él se metió en la bañera frente a ella y le pasó la copa.
—Perdóname. No tendría que habértelo pedido. —Entonces levantó la copa—. Por nuestra felicidad, allí donde esté.
Sofía esbozó una sonrisa y brindó con él. Se bebió la mitad de la copa y la dejó en el borde de la bañera. Lo miró y se deslizó hacia el otro lado. Acabó detrás de él y lo envolvió con las piernas. Le puso los brazos alrededor del cuello, los cruzó sobre su pecho.
—Chisss. Déjate llevar.
Tancredi lo hizo. Dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el hombro de Sofía, y cerró los ojos. Entonces incluso él se sorprendió por lo que ocurrió. Se lo contó.