39

La luna empezaba a elevarse en el cielo. Les habían preparado una gran mesa en la playa, donde no soplaba el viento. A su alrededor, unas largas antorchas plantadas en la arena la alumbraban.

Sofía se quitó los zapatos y los dejó en el camino que los había llevado hasta allí. Tancredi se dio cuenta e hizo lo mismo. Caminaron con los pies descalzos sobre la arena.

—Está fría…

—Un poco.

Entonces él apartó la silla para dejar que su acompañante se sentara y a continuación se sentó frente a ella. Los camareros aparecieron de la nada portando unos platos que descubrieron delante de ellos.

—Las gambas son muy frescas, las han pescado esta tarde para nosotros.

Sofía las probó.

—Están riquísimas.

Sirvieron otros mariscos aderezados con naranja y, a continuación, platos calientes de pescados muy variados. De tanto en tanto, aparecía a su espalda, desde la oscuridad, un camarero que llenaba las copas con un excelente Chardonnay Marcassin frío. Al tartare de lubina lo siguieron unas langostas a la parrilla.

Sofía y Tancredi se divirtieron comiéndoselas, intentando romper las pinzas, escarbando en los rincones más difíciles, dentro de la cascara, para probar aquella carne tan tierna. Al final, con los postres, hubo un momento de duda a la hora de escoger.

—Me gustaría tomar este suflé de chocolate cubierto de cacao. —Sofía lo disfrutó como si fuera una niña. Estaba caliente, recién hecho, suave, y tenía un sabor impecable—. ¡Este cocinero es maravilloso!

Le sirvieron un Muffato della Sala de Antinori y dejaron a su lado un carrito antiguo de madera con muchos tipos de grapa, ron y güisquis añejos.

Después, el cocinero se acercó a saludarlos:

—¿Todo bien, señores?

—Excelente, hemos comido realmente bien.

—¿Podemos traerles un café? ¿Quieren algo más?

Tancredi miró a Sofía, que sonrió y negó con la cabeza.

—No, gracias.

—Muy bien, entonces hasta mañana.

Los camareros se reunieron con el cocinero y se alejaron juntos por la playa. Se perdieron en la oscuridad de la noche, pero volvieron a aparecer un poco más allá, cerca de un embarcadero iluminado. A aquel punto acudieron también otros sirvientes. Se oyó el ruido de varios motores que se ponían en marcha y, seguidamente, cuatro barcas se separaron del muelle. Sofía los miraba con curiosidad.

—Pero ¿adónde van, a pescar?

—No, se van a dormir.

—¿Adónde?

—A la isla de al lado.

—Pensaba que dormían aquí.

—No. No quiero a nadie en la isla. Excepto a ti, naturalmente.

—Ah… Creía que a mí también me ibas a echar.

—Tonta. —Le cogió una mano, le dio la vuelta y la miró—. Fueron estas manos en aquella iglesia… Es culpa suya.

—¿Por qué?

—Me hicieron soñar. —Y le besó la palma.

Sofía cerró los ojos y, por primera vez después de muchos años, se emocionó.

Más tarde, pasearon en silencio por la orilla. Las pequeñas olas iban y venían, arriba y abajo, la dulce respiración de aquel mar infinito.

Tancredi la cogió de la mano y ella se dejó guiar. Siguieron caminando así, juntos, como una pareja normal, y aun así ajenos a cualquier regla, indiferentes ante el momento, sin engañarse, mentirse, defraudarse… Perfectos por ser declaradamente imperfectos.

Sofía se dejó llevar y apoyó la cabeza sobre el hombro de Tancredi, él le rodeó la cadera con un brazo. Después se detuvieron y, en el silencio de aquella noche, bajo la luna ya alta, sus perfiles se dibujaron en el oscuro fondo azul hecho de pequeñas estrellas, de mar y tal vez de alguna tierra lejana, pero tanto, que no podía suponer un problema.

Sofía y Tancredi se miraron, se sonrieron sin ninguna timidez, sin ninguna preocupación. Como sólo un hombre y una mujer pueden hacer en ciertos momentos. Como si no existiera nada más. Como si lo que estaba a punto de ocurrir fuera la cosa más natural del mundo. Un beso. Un beso de varios sabores. Por un lado era buscado, sufrido, querido, deseado. Por el otro era disputado, evitado y, al final, incluso vendido. Sofía se abandonó así entre sus brazos, lo estrechó con fuerza. Sus labios, al principio, respondieron casi con pudor, con temor. Pero después, de repente, cobraron vida y se volvieron ávidos y, finalmente, desconcertados, asombrados por aquella pasión. Tancredi siguió besándola, apartándole el pelo del rostro, separándose a veces para mirarla a los ojos, para buscar una mirada que, tímida, escondida, intentaba evitarlo a toda costa. Hasta que se encontraron y volvieron a perderse en seguida, como si Sofía estuviera ante una desesperada, innegable verdad.

Entonces casi lo susurró.

—Cinco días. Cinco días y ya no seré tuya.

Él sonrió.

—Tal vez. Pero ahora sí lo eres. Y el primer día aún no ha acabado.

Sofía intentó rebelarse, pero él la estrechó entre sus brazos y volvió a besarla. Ella le mordió. Él continuó como si nada. Luego la cogió de la mano y ella lo siguió en silencio. Entraron en la casa. En los pasillos la luz era tenue. Tancredi la llevó a la única habitación donde no habían estado. Abrió la puerta. Dentro de la gran sala excavada en la roca había una piscina. Estaba hecha de cristal, y como suspendida sobre el mar más profundo de la isla.

—Está caliente. Podemos bañarnos.

Tancredi atenuó todavía más las luces. Los grandes arcos del techo apenas estaban ya iluminados. El suelo de madera estaba caliente. En una esquina había unos albornoces blancos y varias toallas. Allí al lado había dos tumbonas con esponjosos cojines encima, tan grandes como dos colchones.

Tancredi giró otro interruptor. Bajo la piscina transparente, el fondo se iluminó. En las paredes se veía el coral, en medio nadaban unos cuantos peces de colores, un poco más abajo flotaban varios pulpos. Las rocas seguían descendiendo y en el azul más profundo se veían lentas barracudas, meros que se asomaban desde algún escondrijo, un banco de peces ballesta que cambió inesperadamente de dirección: huyeron veloces ante la llegada de un pequeño tiburón. Era como estar dentro de un gran acuario, como estar metido en una jaula transparente en el fondo del océano.

Tancredi apagó las últimas luces. La luna, que atravesaba las grandes vidrieras, iluminaba la sala por momentos.

—¿Te apetece darte un baño?

—Pero ese tiburón…

Tancredi rio.

—Es un decorado, no hay ningún peligro. El único riesgo soy yo.

—Pues entonces no tengo miedo. —Sofía dejó caer el vestido al suelo. A continuación se quitó el sujetador y, al final, las bragas. Tancredi se quedó mirándola. Allí estaba, completamente desnuda delante de él, perfecta. Estaba de perfil, a contraluz se dibujaban los rizos de su pubis. Volvió la cabeza y lo miró. En la oscuridad divisó sus dientes blancos, una sonrisa—. No me mires.

Sofía bajó los escalones de la piscina; el agua estaba caliente. Después se zambulló hacia delante. Recorrió unos metros por debajo del agua y emergió más adelante. Estaba como suspendida encima de aquel azul infinito. Debajo, separados de ella por el gran cristal, pasaban infinitas variedades de peces. Sofía miró hacia el fondo. Era una sensación rarísima. Ella estaba inmersa en la oscuridad, como escondida, y allí abajo, iluminados por los focos, había mantas, peces de todas clases, grandes paredes de coral rojo.

Tancredi se desnudó y se zambulló también en la piscina. Poco después estaba junto a ella. Sofía le sonrió.

—Si pudiera contárselo a alguien, tampoco me creería.

—¿Te gusta?

—Es increíble. ¿Cómo se te ocurrió…?

—No lo sé, siempre lo había pensado pero creía que no podía hacerse. Un ingeniero me convenció de lo contrario.

—¿Y cómo?

—Me dijo: «Si lo ha soñado, entonces es que es posible».

—Es una bonita filosofía.

—Sí, pero no sirve para todo.

En sus palabras había una extraña tristeza, pero, antes de que Sofía pudiera preguntar nada, Tancredi se le acercó. Estaban en una esquina de la piscina, cerca del mar abierto. Bajo ellos había un largo asiento de cristal. Tancredi la cogió por las caderas, la atrajo hacia sí y volvió a besarla. Sus piernas se rozaron. Le acarició un seno. Sintió su pezón, pequeño pero turgente, y fue descendiendo lentamente. Sofía abrió las piernas para dejarlo bajar un poco más. Empezó a acariciarla lentamente, la sintió temblar, se excitaba cada vez más con el contacto de sus dedos. Entonces Sofía también comenzó a acariciarlo. Notó los músculos de sus brazos, el pecho fibroso, fuerte, el vientre plano, los abdominales. Bajó un poco más y lo encontró listo, excitado, duro. Continuó acariciándolo. En poco tiempo, sus besos se transformaron en suspiros cada vez más fuertes, apasionados. Tancredi se puso encima de ella, le separó las piernas y, poco a poco, dulcemente, la penetró. Ella le rodeó la cintura con las piernas y se apoyó con los codos en el borde de la piscina mientras él se sostenía sobre sus piernas y empujaba dentro de ella, cada vez más adentro, con fuerza pero sin prisa. Por primera vez desde que estaba con Andrea, había otro hombre. Y lo sentía moverse encima de ella, dentro de ella, le apretaba las piernas, le hundía los dedos en la espalda, más abajo, aún más abajo, sobre los glúteos, sobre aquellos músculos fuertes que se contraían y empujaban mientras le daban placer.

Sofía dejó caer la cabeza hacia atrás, sus pechos afloraban por encima del agua, iluminados por la luz de la luna. Tancredi le besaba los pezones mientras seguía presionando. Entonces le puso las manos bajo los muslos, se los apretó con fuerza mientras seguía besándole los senos, el cuello, la boca. Sofía gemía cada vez más, completamente abandonada, llevada por la pasión, sintiéndolo dentro de ella, cada vez más fuerte, con el mismo ritmo, incansable. Al final, no pudo más.

—Estoy a punto. —Al oír aquellas palabras, él terminó a la vez que ella.

Permanecieron así, como desfallecidos, mojados de todo, de mar, uno encima del otro, en silencio, sintiendo sus respiraciones jadeantes. A su alrededor y debajo de ellos, el océano. En aquella esquina de la gran piscina, dos cuerpos desnudos, uno encima del otro, todavía calientes de amor. Sofía levantó la cabeza y lo miró. Él le acarició la cara para apartarle el pelo mojado. La besó. Fue un beso lento, suave, hecho de amor. Cuando Sofía se separó de él, no pudo resistir más. Era la pregunta que tenía guardada dentro desde aquel día, cuando descubrió todo su dinero y su poder, unidos a su belleza:

—¿Por qué precisamente yo? Por cinco millones de euros podrías haber tenido a cualquiera, a mujeres mucho más bonitas que yo.

Tancredi sonrió.

—Quizá porque me dejé influir por aquel ingeniero. Porque lo soñé… El problema es que soñé con los ojos abiertos.

Más tarde, se dieron juntos una ducha con agua caliente, se secaron, se pusieron los albornoces y se tendieron sobre una de las grandes tumbonas matrimoniales de cojines esponjosos. Tancredi abrió un Cristal helado que sacó de una nevera oscura, empotrada en la roca, y llenó dos copas altas. Empezaron a tomárselo, riendo, bromeando, hablando de recuerdos de la escuela y de algún viaje al extranjero hecho durante la juventud. Con sus historias se sentían cercanos, no tan distantes como cabría esperar. Después, el pecho de Sofía demasiado descubierto. Una mirada maliciosa. Aquel último sorbo de champán. Las piernas tocándose. Tancredi le metió la mano debajo del albornoz.

—Estás excitada otra vez.

—Y lo tuyo no es broma.

Y entonces, sin pudor, como si se conocieran de siempre, empezaron a acariciarse mirándose a los ojos, contemplando el sexo del otro, curiosos, con intención provocativa. Tancredi le abrió las piernas y empezó a lamerla sin detenerse. Ella le metió las manos entre el pelo y le empujó la cabeza más abajo. Intentó detenerlo cuando estaba a punto de llegar al orgasmo.

Cuando terminó, él se puso delante de ella, todavía excitado. Sofía empezó a acariciarlo y, mirándolo, lo acercó a ella. Se lo introdujo en la boca, comenzó a lamerlo lentamente y, después, con más fuerza, hasta el fondo, casi engulléndolo. Tancredi se separó de ella y volvió a tomarla. Comenzó por penetrarla lentamente, pero poco a poco lo fue haciendo cada vez más de prisa. Sintió que estaba a punto de acabar de nuevo. Luego se puso de lado e hizo que Sofía se subiera sobre él sin quitarse de debajo. Ella siguió moviéndose encima de él, caliente, excitada, cada vez más, cada vez más de prisa hasta que, con algunos gritos, volvió a alcanzar el orgasmo al mismo tiempo que él. Se dejó caer encima de Tancredi, sudada, aún ardiente, aún excitada y sorprendida por cómo iba la noche.

—No me lo puedo creer. Pero ¿es la langosta o es que has metido algo en el champán?

Tancredi le sonrió.

—Cinco días. Sólo cinco días. No me pidas ni uno más.

Más tarde fueron a la habitación de Sofía. Hicieron de nuevo el amor, de un modo todavía más atrevido y salvaje, sin límites, sin vergüenza, de nuevo extrañamente hambrientos, conociéndose mejor, descubriendo novedades. Él la tomó por detrás y ella lo animó:

—Así, continúa, así, más adentro, hazme gozar también así.

Mientras se acariciaba ella misma, llegó al orgasmo con él.

Se durmieron casi al amanecer. Cuando Sofía se despertó, era mediodía y estaba sola. Fue al baño, sonrió ante el espejo y alzó una ceja recordando todos los momentos de la noche anterior. Después encendió el ordenador. Increíble. Su página estaba llena de comentarios. Todos eran de felicitación por el excelente concierto. Al final, incluso había alguna breve respuesta suya. Leyó varios comentarios que llevaban su firma y se sorprendió por la manera en que habían escogido las palabras. Los habían escrito exactamente como lo habría hecho ella. Ya no le sorprendía nada. Miró el estado del tiempo en el ordenador y vio que no podía esperar más. Había llegado el momento. Sacó el móvil del bolso y marcó el número. A la segunda llamada, Andrea respondió.

—¡Cariño! Pensaba que ya no ibas a llamarme. ¿Cómo fue ayer?

—Muy bien.

—¡Genial, estupendo! ¡Y con lo cansada que estarías después del viaje! Me he metido en Internet y he leído un montón de comentarios. Incluso has podido responder a algunos… antes de llamarme.

—Lo sé… Pero los he escrito mientras desayunaba en la cama. He pensado que todavía estarías durmiendo.

—¡Sí! ¿Hasta mediodía?

—Bueno, como yo no estoy, a lo mejor aprovechas.

—¡Pero qué dices! Y oye, he visto que también hiciste un bis al final.

Sofía no se había fijado en aquello. Corrió hasta el ordenador, encontró en la esquina el programa del concierto, lo abrió y lo leyó rápidamente. Justo al final, encontró la mención del bis: Bach, la Giga de la Tocata en mi menor.

—Sí… —recuperó el aliento—. Toqué la Giga.

—Bien, me alegro mucho por ti, ¿has visto como al final no estabas tan oxidada?

Estuvieron hablando durante unos minutos. Algunas noticias de casa, algún comentario sobre el trabajo de Andrea y después Sofía decidió terminar la conversación:

—Bueno, tengo que colgar, dentro de un rato empiezan los ensayos de la tarde.

—De acuerdo. Llámame cuando puedas.

—Sí, cariño, hasta luego.

Cerró el móvil y se quedó mirándolo. Increíble, no tenía ningún sentimiento de culpabilidad. «¿Cómo es posible? ¿Será porque lo considero una especie de misión? En fin —sonrió—, ¡tampoco parece que esté haciendo demasiados sacrificios!». Se sorprendió por aquella extraña ironía sobre sí misma y también por el hecho de haber querido terminar de hablar con Andrea tan pronto. Por lo general, hablaban durante mucho rato y ella siempre le contaba muchas cosas, lo hacía partícipe de todo lo que le pasaba. Claro, aquella vez tampoco podía contárselo todo. Y se encontró de nuevo riéndose de sí misma. No. La verdad era otra. Tenía ganas de desayunar. Y, sobre todo, después de aquella noche, de volver a verlo.