37

—Ha llegado el taxi. —Andrea corrió la cortina.

—Adiós, cariño. —Sofía se agachó sobre él, le dio un beso y luego le sonrió. Cogió la maleta, el neceser de mano y salió sin volverse. Al verla llegar, el taxista bajó del coche y colocó el equipaje en el maletero.

Sofía levantó la cara. Andrea estaba detrás de la ventana y movió la mano para saludarla. Ella le dedicó otra sonrisa y entró en el taxi. Un instante después, doblaron la esquina y desaparecieron, confundidos entre el tráfico. El taxista la miró por el retrovisor.

—¿Adónde vamos?

—Al aeropuerto de Fiumicino, por favor.

Sofía se recogió el pelo mientras circulaban. Lentamente, se hizo dos trenzas y las ató con unas gomas. Aquello le sirvió para engañar al tiempo hasta el aeropuerto. Después, pagó y bajó del vehículo. Encontró sin problemas el mostrador de la compañía aérea. Entregó el pasaporte y cargó las maletas en la cinta. Pasó el control de seguridad y se puso a dar vueltas por las tiendas esperando a que llegara la hora de su vuelo. Entró en una librería. Eran pocas horas hasta llegar a Abu Dabi, pero no sabía cuánto más tendría que volar después. Un libro le permitiría afrontar el viaje con más tranquilidad, la distraería. «¿Por qué no lo habré pensado antes? Tengo la casa llena de libros, muchos de ellos pendientes y que me gustaría leer». Así que entró en la librería, dio una vuelta, miró algunos títulos y al final se decidió por un viejo clásico: Ana Karenina. Le habían hablado muchas veces de él, pero no se lo había leído nunca. Quién sabe lo que encontraría en aquel libro, tal vez una señal, algo relacionado con lo que iba a vivir. Pagó y salió. Se guardó el libro en el bolso y siguió mirando escaparates. Se distrajo contemplando unos bonitos bolsos. «Si viajara más a menudo, me compraría esa maleta con ruedas de Prada. Es preciosa y parece amplia además de cómoda. —La cerró—. Pero ¿cuándo tendré la oportunidad de volver a viajar?».

Se detuvo frente a una tienda de bañadores y pareos. En el escaparate había una foto de una playa blanquísima. «¡Es verdad! No he traído ningún pareo. Total, voy a estar sola con él. Si acaso le diré que me deje una camisa. —Entonces se echó a reír ella sola—. Bueno, me parece que lo del pareo debería ser la última de mis preocupaciones». Pero, durante un momento, volvió a sentirse como una joven de diecisiete años que sale de casa por primera vez, que tiene mil temores, mil incertidumbres, que cree que no lo ha metido todo en la maleta y que seguro que se ha olvidado de algo fundamental para sus vacaciones. «¿Vacaciones? —Sofía acabó delante de un gran espejo. Se miró—. Tú no estás de vacaciones. No te vas de viaje para disfrutar de unas vacaciones. Te vas con él para hacer lo que él quiera, lo que desee, todo lo que pueda querer de ti por cinco millones de euros. Cinco días. Cinco días podrían durar muchísimo, podrían parecer infinitos; podrías no soportarlo, detestarlo. ¿Sofía? Pero ¿por qué te engañas? Es un hombre guapísimo, te gusta, te fascina, te excita. Lo que quieres es justificarte. Y no sólo eso: incluso te paga demasiado por acostarte con él. Pero ¿crees que todo esto él no lo sabe? Una persona que lo sabe todo de ti, tus secretos, tu cuenta corriente, que tiene tus fotos del pasado, de todos tus conciertos, ¿cómo quieres que no sepa eso también?».

Justo en aquel momento, oyó la llamada para su vuelo. Se dirigió rápidamente hacia la puerta de embarque, le mostró el billete y el pasaporte a la azafata y esta la hizo pasar. Una vez a bordo, buscó su asiento y se acomodó en la gran butaca que tenía reservada en primera clase. Un asistente de vuelo se acercó para ofrecerle periódicos y una copa de champán.

—Gracias.

En cierto modo, aquellas «particulares» vacaciones acababan de empezar. El avión se separó del finger, se alejó por la pista, se situó en espera de su turno y luego hizo una pequeña curva y avanzó con lentitud. Los motores empezaron a rugir, cogió velocidad y, un momento después, estaba en el aire. Sofía vio el mar; las olas rompían en la playa, algunas se encrespaban en la costa. Poco después estaba entre las nubes. Cogió el libro del bolso, empezó a leer y se relajó. Las palabras discurrían veloces y le servían para distraerse. Le gustaba aquella escritura clásica.

Un rato más tarde, metió el billete en medio del libro y lo puso en el reposabrazos de la butaca. Cerró los ojos y se durmió. De repente, un ruido la despertó. Se agarró con fuerza a los reposabrazos. Miró a su alrededor. Todos estaban serenos y tranquilos. Exhaló un suspiro: nada, no pasaba nada raro, simplemente estaban aterrizando.

Bajó del avión, esperó las maletas y buscó la salida.

«¿Y ahora? ¿Cómo encontraré a quien me esté esperando? Y, sobre todo, ¿habrá alguien esperándome? A lo mejor me ha gastado una broma. ¡Y si me quedo cinco días aquí, en el aeropuerto! ¡Sería una broma de cinco millones de euros!».

—¿Señora Valentini?

—Sí.

Un hombre muy elegante, con traje oscuro y corbata azul, le sonrió mientras extendía los brazos para alcanzar sus maletas.

—La estábamos esperando. Por favor, permítame.

—Sí, gracias.

El hombre le indicó el camino.

—Por aquí. ¿Ha ido bien el viaje?

—Sí, muy bien.

—¿Desea algo, quiere un café?

—Si puede ser, un poco de agua…

—En el coche podrá tomar lo que quiera.

Una vez fuera del aeropuerto, un vehículo se acercó a la acera. Su acompañante le abrió la puerta.

—Por favor.

Sofía subió al coche y él cerró la portezuela. El hombre colocó el equipaje en el maletero y se sentó en el asiento del conductor que el chófer acababa de dejar libre. Una vez al volante, se puso el cinturón de seguridad y colocó la palanca del cambio automático en la posición D. El gran Mercedes S 5000 comenzó a circular en silencio.

—En la nevera que hay frente a usted encontrará todo lo que le apetezca. En el armario pequeño de abajo hay botellas de agua a temperatura ambiente y vasos.

Sofía abrió la nevera y cogió una botella de agua mineral. El Mercedes giró en una curva y se detuvo frente a una verja. Después de dejarla atrás, siguió su sigiloso camino hasta llegar delante de los hangares. En el centro de la pista había un jet G200 Gulfstream de lujo. El conductor bajó y le abrió la puerta.

—Por favor. Hemos llegado. —Sofía descendió del coche y se quedó desconcertada por el calor que hacía en aquel lugar. Al fondo de la pista brillaban algunos reflejos lejanos, parecían horizontes desenfocados sobre un gran desierto—. Es el calor, señora. —El hombre le sonrió y la acompañó cargando con sus maletas. Se detuvo delante de la pequeña escalera—. Por favor.

Justo en aquel momento una azafata apareció en la puerta del avión.

—Buenas tardes. —Sofía empezó a subir la escalerilla. La azafata le sonrió mientras la saludaba con una pequeña inclinación—. ¿Dónde quiere sentarse?

—Ah, aquí está bien.

Era un avión más grande que el del viaje a Verona, pero igual de elegante. El gusto de la decoración se apreciaba hasta en los más mínimos detalles. La tripulación era distinta. El comandante se presentó.

—Hola. Cuando quiera nos vamos.

Sofía sonrió y se encogió de hombros.

—Por mí ya nos podemos ir.

—Pues entonces despegamos. Usted es nuestra única pasajera.

Desde tierra, el conductor del coche la llamó:

—Si tiene que coger algo de su equipaje, ellos saben dónde está. Buen viaje.

Después quitaron la escalerilla y la puerta se cerró. Sofía se sentó en una gran butaca en medio del avión. Estaba junto a la ventanilla y al lado tenía un mueble bajo donde podía dejar el bolso. Se abrochó el cinturón. El avión se movió despacio; poco a poco, aceleró y levantó el vuelo. Ningún ruido. Nada. Era extremadamente silencioso.

Sofía vio que el Mercedes oscuro cruzaba la verja; después, una larga carretera en medio del desierto y palmeras cada vez más pequeñas. Al cabo de unos segundos, estaban ya en el cielo. El avión giró hacia la izquierda y se encaminó hacia el sol. Sofía notó que la potencia de los motores aumentaba; luego, nada. El aparato volaba atravesando brevísimos estratos de nubes y sólo ellas le daban una idea de lo rápido que iba.

La azafata se le acercó.

—Si quiere puede desabrocharse el cinturón. No encontraremos turbulencias.

—¿Cuánto falta para llegar, según usted?

—Bueno… Tenemos el viento a favor. El viaje será largo, pero haremos todo lo posible para que ni se dé cuenta.

Le habría gustado decirle: «Sí, pero ¿adónde vamos?». Sin embargo, ya sabía que como respuesta sólo habría encontrado una sonrisa. Decidió preguntarle sólo lo que la azafata podía decirle.

—¿Hay baño?

—Oh, claro. Tenemos dos. Puede usar el que está al fondo, a su espalda. —Sofía se levantó, la azafata la dejó pasar—. No lo dude, si necesita cualquier cosa, llámeme.

—De acuerdo, gracias.

Sofía abrió la puerta del baño. Tenía azulejos de mármol negro atravesados por vetas ligeramente más claras, un gran espejo, una ducha y una bañera de hidromasaje. El lavabo era de estilo japonés. En el otro lado había toallas blancas de lino. Cerró la puerta, se puso delante del espejo, se lavó las manos y se peinó. En aquel momento descubrió a su espalda un gran albornoz blanco, suave, esponjoso. Se acercó. Llevaba una «S» bordada. Debajo había unas zapatillas; se las probó. Naturalmente, eran de su número.

Poco después salió del baño y volvió a sentarse. En su mesa habían dejado un portafolios en el que podía leerse: «Sofía».

La azafata se le acercó.

—Me han dicho que se lo dé y que usted ya estaba informada al respecto.

—Sí…

Lo cierto era que no sabía de qué se trataba. La azafata se alejó. Sofía abrió la cremallera. Dentro encontró un móvil y una hoja escrita a ordenador:

«Este teléfono es para usted. Podrá usarlo durante estos días para lo que quiera. Su número aparecerá como procedente de Abu Dabi. Los números que se han grabado en la tarjeta son a los que usted llama con más frecuencia».

Sofía miró la lista. Efectivamente, seguido de la palabra «casa», aparecía su número; «casa papas», «Andrea», «Olja», «Lavinia», «Stefano». Tenían todos sus contactos, los habían transcrito allí, sobre aquel papel. No faltaba ninguno. Aquellos hombres eran peligrosos, podían llegar a los rincones más remotos de su vida, podían saberlo todo, comprarlo todo. Excepto una cosa. Y aquello la tranquilizó.

Retomó la lectura del libro. Más tarde, le sirvieron una comida ligera: salmón al vapor acompañado de patatas en juliana y seguido de una ensalada fresquísima. Para terminar, unos pastelillos franceses, todo ello acompañado de un excelente vino blanco, un Riesling Sommerberg Alsace Grand Cru. Se estaba tomando un café cuando el avión aterrizó. Se guardó el móvil en el bolso y se despidió de la azafata:

—Hasta la vista.

La esperaba una limusina oscura en la que cargaron su equipaje. El chófer la saludó con una sonrisa. Era un chico de piel oscura, debía de ser del lugar. Abrió la puerta, la hizo subir y después volvió a cerrarla. Se puso al volante de aquel precioso Bentley Mulsanne y arrancó.

Los asientos eran de piel y, naturalmente, no faltaba la nevera en el centro. Pero Sofía no tomó nada. Contempló el paisaje por la ventanilla. La vegetación de alrededor era densa; en los bordes de la carretera había plantas de hojas anchas. De vez en cuando, entre todo aquel verdor, aparecían grandes flores de colores. A lo largo del camino se cruzaron con hombres y mujeres envueltos en tejidos de distintos tonos: azul, beis, marrón, azul marino. Los saludaban levantando la mano con parsimonia y seguían su camino hacia quién sabía qué meta.

El coche tomó una última curva y a continuación enfiló una recta. Al fondo se veía el mar. A medida que el automóvil avanzaba, el escenario se iba ampliando. Se veía un mar azul, inmenso, sin fronteras, delante de una playa estrecha y larga, blanquísima. Cuando el coche llegó al final de la recta, giró a la derecha, recorrió unos centenares de metros y se detuvo delante de un embarcadero. La única embarcación atracada era una gran lancha. El chófer la acompañó. El ruido de las tablas de madera resonó bajo sus pies, acompañado tan sólo por el lento batir del mar.

El hombre que había a bordo de la lancha se asomó desde la cabina.

—Hola, señora. Venga. La pasarela es segura. —Le sonrió. Hablaba el italiano con dificultad, pero se le entendía. Sofía subió cogiéndose a la barandilla—. Por favor, siéntese donde quiera. El mar está un poco agitado, pero no se preocupe…

Sofía se sentó en un gran sofá situado al final de la popa; desde allí podía verlo todo. En un instante, izaron los cabos. El ruido de los motores aumentó, la lancha se apartó del muelle, empezó a planear casi en seguida y, al cabo de muy poco tiempo, alcanzó las sesenta millas por hora. Entonces el mar parecía más plano y la lancha volaba sobre aquella superficie azul. A veces seguía el compás de alguna ola y se balanceaba ligeramente. Sofía tenía el cabello al viento e intentaba sujetarlo, pero su pelo, rebelde, se le ponía delante de la cara y se la cubría. Entonces la vio. La isla. Grandes palmeras de anchas hojas verdes sobresalían en el centro de aquella franja de tierra que se iba acercando; otras, más pequeñas, se dirigían hacia el mar y allí, en la playa blanca, se doblaban con una reverencia, saludando de aquel modo la inminente llegada de los invitados. Ya faltaba poco. Al lado derecho se veían unas cuantas rocas, como si se hubiera cortado parte de la isla. Allí, el mar era más oscuro y la vegetación más densa. La lancha redujo la velocidad y giró dibujando una gran curva; se plegó cortando el agua y se dirigió hacia el único embarcadero que había, escondido hasta aquel momento detrás de una duna de arena bastante alta. Él estaba allí, de pie, y le sonreía mientras sostenía en la mano una rosa roja con un tallo muy largo.

Apenas atracó la lancha, la ayudó a bajar y, seguidamente, le dio la rosa.

—Bienvenida.

—Gracias… —Ella se ruborizó como una tonta.

Él, de manera inteligente, hizo como si no se hubiera dado cuenta.

—Ven, quiero enseñarte la isla.

Subieron en un coche eléctrico descapotable conducido por una chica mulata.

—Buenas tardes…

Se sentaron juntos detrás. Tancredi le sonrió.

—Cameron, por favor, muéstrale la isla a nuestra invitada.

—Por supuesto, señor.

El coche se movió, recorrió unos cuantos metros por un camino estrecho que bordeaba la playa y luego se adentró en la vegetación. Avanzaron entre grandes matorrales verdes muy tupidos, después llegaron a un claro y costearon un pequeño lago.

—Es de agua dulce y te puedes bañar en él, allí hay una cascada natural… —Desde una altura de cinco metros, caía muchísima agua. Rompía entre las rocas y se pulverizaba en el aire de manera que daba vida a un arcoíris. El vehículo volvió a internarse en la selva y salió unos momentos después—. Bien, esta es la playa, es la más resguardada. Y allí abajo, en la costa, está la barrera de coral. —Una larga lengua blanca se extendía por lo menos durante tres kilómetros, varias palmeras ligeramente curvadas llegaban hasta el borde del mar. El coche pasó por delante de una pequeña pérgola muy elegante. Debajo había dos grandes tumbonas cubiertas con tela de yute—. Aquí se puede tomar el sol… Sin demasiada gente alrededor. —Un poco más lejos, una marquesina de gruesas cañas de bambú protegía una gran cocina. Había varias neveras, una encimera y una serie de fogones de hierro. Una pared alta recubierta de plantas exuberantes aislaba la playa de las miradas indiscretas de los que trabajaban en la cocina—. Aquí, si alguien tiene hambre o quiere beber algo…

Sofía sonrió.

—Me recuerda mucho a El lago azul.

—Sí, pero ellos llegaban allí siendo unos niños y además por casualidad. Mira, la playa termina ahí. Ahora daremos la vuelta… —Cameron tomó una curva con suavidad y se detuvo poco después. Entonces se le apareció. Estaba perfectamente integrada en todo aquel verdor y la roca—. Bueno, y esta es la casa. Está justo en la punta. Aquí la isla se estrecha, así que se asoma hacia los dos lados. No es muy grande. Ven…

Entraron en un salón que tenía el suelo de madera clara. Las grandes vidrieras que lo presidían dejaban entrar el calor del sol del ocaso, que iluminaba los sofás de color castaño. En el suelo había una alfombra blanca, grande, muy suave. Detrás, una única vidriera a través de la que se veían la punta de la última playa, el mar y aquella esfera roja que se estaba zambullendo. A la derecha había un muro alto, de estuco veneciano blanco y crema, y varios cuadros iluminados por una ligera luz, fría y escondida en los propios marcos: un Gauguin y un Hockney, dos obras maestras del arte contemporáneo.

—Ven… —repitió Tancredi. Entraron en una cocina hecha íntegramente de acero inoxidable. Un cocinero de piel negra y tres ayudantes, todos ellos vestidos de blanco, la saludaron simplemente con una sonrisa—. Y aquí está el comedor.

Era una sala luminosa, casi suspendida en el vacío, con lamas blancas intercaladas con un cristal muy grueso en el suelo. Allí debajo empezaba la escollera; las corrientes del mar, en aquella parte de la isla, eran más fuertes. Las olas rompían bajo la habitación y subían hacia el cielo convertidas en grandes gotas blancas. Pero no se oía nada, la casa estaba perfectamente insonorizada.

Siguieron caminando.

—Aquí está mi despacho… —Abrió la puerta y entraron en otra habitación. Sofía se quedó asombrada por el sofisticado equipo estéreo y por el gran televisor de plasma—. Pero la verdad es que no me gusta hacer nada cuando estoy aquí… —A un lado había unos sofás de piel clara. Debajo, se veían la escollera y el mar. Prosiguió con la visita—: Ahora estamos yendo hacia la parte de atrás, donde están los dormitorios. Este es el tuyo. —Abrió otra puerta. El suelo era de una madera muy clara, casi blanca. Había una gran alfombra lila, una puerta que daba a la playa y un gran armario a la izquierda. Su maleta y el neceser estaban sobre el banco de al lado—. Y este es tu baño.

Sofía vio que una parte del techo estaba abierta y que entraba la luz del cielo, en el que flotaban unas nubes rosadas. Había una gran ducha, una bañera con hidromasaje completo y, a su lado, un asiento alargado sobre el que descansaba un suave almohadón claro recubierto de un rizo esponjoso. En una esquina había un antiguo sillón de madera con perlas y conchas incrustadas. Las toallas colgaban de la pared. Las había de todas las tonalidades de lila. Sin embargo, la pared era de un índigo muy claro. También había un gran espejo rodeado de un marco de plata. Cerca del lavabo, unas flores lilas perfumaban la enorme estancia. Todas las toallas, e incluso el albornoz, llevaban bordada la letra «S».

Tancredi le sonrió.

—Mi habitación es idéntica, sólo que puede que los colores sean más masculinos, pero si quieres nos la cambiamos…

—No, no, esta está muy bien.

—Entonces te dejo. Voy a controlar algunas cosas. Descansa, date una ducha, llama por teléfono, haz lo que quieras… Deberían haberte dado un móvil.

—Sí.

—Perfecto, son las seis. Oficialmente, estás en un sitio con el huso horario de Abu Dabi. Así es todo más fácil. Si te apetece, cuando estés lista puedo ofrecerte un aperitivo.

Sofía sonrió.

—¿No habrá demasiada gente?

—No. No corres ese riesgo. Como mucho, te encontrarás conmigo…