36

Todo debía parecer verdad. No habría resultado natural si no lo hubiera hecho así. Y, sobre todo por su manera de ser y su carácter, no habría sido creíble. «¡Si tienen que ser las Goldberg, pues adelante!», se dijo Sofía. La obra más compleja, más difícil, más todo. Se decía que, más que inventarla, Bach sólo la había transcrito, porque en realidad la había compuesto Dios. Sofía era consciente de que Andrea estaba a pocos metros de ella, en la otra habitación, y de que la escucharía ensayar cada día. Se vería obligado a escuchar ocho horas de estudio. No quería transmitir la idea de que sólo cubría el expediente; en verdad estaba muy emocionada, porque, por primera vez después de muchos años, había llegado el momento de la prueba, de enfrentarse a ello.

Miró el teclado y la partitura abierta por la primera página, Aria, y sintió una especie de vértigo. Pero no se dejó tentar. No iba a leer las Variaciones desde la primera hasta la última página. Empezaría a estudiar una sola variación, la N.º 26. Nunca jamás habría conseguido preparar las Variaciones si no las hubiera incluido en su repertorio a la edad de dieciséis años y las hubiera interpretado en público en más de una ocasión cuando sólo tenía diecinueve.

Se miró las manos, las entrelazó y empezó con el ritmo adecuado, es decir, frenético. Cruces de izquierda y articulación virtuosa de escalas con la derecha. Hasta ahí todo bien. Y sí, la izquierda respondía, subía desde la tercera octava con prohibitivos y nimios adelantamientos a causa de un dedeo demasiadas veces estudiado y puesto a punto. La cabeza se le llenó de placer, ni siquiera se veía las manos, ella era aquella variación, era Bach, era el piano, era cada una de las teclas, era la mensajera de Dios. Tocaba la última nota con el meñique de la mano izquierda y, en seguida, otra vez desde el principio con la derecha. Última nota. Y vuelta a empezar. Sin parar.

Andrea, en la otra habitación, con los ojos brillantes, apartó la mirada de la pared y bajó la cabeza.

Hacia la hora de comer, Sofía se tomó un descanso y fue al conservatorio para estudiar cuatro horas en el Steinway. Después, por la tarde, había quedado con Ekaterina Zacharova. Le explicó su viaje y se pusieron de acuerdo para que la sustituyera.

—Te envidio, será una experiencia preciosa. —La abrazó. Parecía sincera.

—Tendrás que ocupar mi lugar a partir de hoy, tengo que estar completamente a la altura de esos cinco conciertos.

—Lo haré encantada, Sofía.

Se despidieron. Ekaterina se quedó mirándola, quieta en medio de la plaza, un poco envidiosa por la espléndida oportunidad que se le había presentado.

La mañana anterior a su partida, empezó a preparar las maletas. Tal y como la asistente del abogado Guarneri le había sugerido, cogió los vestidos que llevaba en las filmaciones que había visto en el despacho. Se los probó, todavía le quedaban bien. Tal vez ya no tocara como entonces, pero por lo menos no había engordado. Por la noche abrieron uno de los vinos blancos que había comprado, un Pinot Blanco Penon Nals Margreid, y comieron en silencio unos espaguetis con marisco seguidos de un excelente dentón al horno. Después, con tierna naturalidad, acabaron en la cama.

—Mmm, ¿sabes que lo que has hecho para cenar estaba riquísimo?

—¿De verdad te ha gustado o me estás tomando el pelo?

Sofía buscó la mirada de Andrea.

—En serio, te lo juro. La verdad es que estoy preocupado. ¡Nunca habías cocinado tan bien!

Ella le dio un empujón.

—Idiota. He hecho platos mucho mejores que los de esta noche, pero eres como todos los hombres…

—¿Qué quieres decir?

—Que cuando no lo tenéis todo bajo control, empezáis a daros cuenta de lo que podríais perder…

Andrea la miró con más atención.

—¿Por qué…? ¿Voy a perderte?

—Si hablas mal de cómo cocino, te la estás jugando.

—Siempre has sido la mejor cocinera de todas las que he conocido.

—No digas mentiras… —Sofía bajó de la cama y cruzó la habitación. Bajo la luz pálida de la luna su cuerpo se veía esbelto, sus senos llenos y redondos, las nalgas estrechas, fuertes, musculosas.

—Me estoy volviendo a excitar…

—Tenemos que dormir. Mañana salgo temprano…

Entró en el baño.

Andrea oyó correr el agua.

—Ya te echo de menos.

Sofía levantó la voz desde el lavabo.

—He dicho que nada de mentiras.

—¡Pero es verdad! —Sofía volvió al dormitorio y se tendió a su lado. Andrea extendió la mano y le acarició las piernas—. ¿Has cogido ropa bonita?

—Sí… Los vestidos para los conciertos y también ropa más sencilla.

Él siguió acariciándola, cada vez más arriba.

—¿El pasaporte?

—Está en la mesa del recibidor.

Subió un poco más y ella estiró las piernas. Oyó su suspiro, pero, con una sonrisa, continuó hablando:

—¿Has cogido algún jersey? A lo mejor hace frío.

—Sólo uno… Hará calor…

Andrea notaba cómo respondía al contacto de sus dedos.

—¿Me llamarás?

—No va a ser fácil. Me han dicho que me darán un móvil porque allí las líneas fijas no van muy bien. Además, nos moveremos a menudo, por lo que he entendido…

—Ah… —Andrea seguía acariciándola. Ella suspiró y cerró los ojos—. Ponte encima de mí… —En un instante, Sofía se colocó encima. Andrea la cogió con fuerza por las caderas—. Te echaré de menos, cariño.

—Yo a ti también…

Empezó a moverse cada vez más de prisa encima de él, empujó con fuerza el vientre hacia abajo. Estaba muy excitada. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y alcanzó el clímax al mismo tiempo que él y dando pequeños gritos. Permanecieron quietos, en aquella cama deshecha de amor, para recuperar poco a poco las fuerzas.

Entonces Andrea habló:

—Cariño, durante estos días, cuando te he oído tocar de nuevo, me he emocionado. Ha sido precioso. Es una lástima que hayas perdido todo este tiempo.

—Tal vez todo lo que nos está pasando se deba a mi renuncia.

—Ya lo verás, tocarás muy bien. Serán cinco conciertos espectaculares. Ya no podrás detenerte.

Sofía lo miró en la penumbra de la habitación.

—Cariño, hablaremos de ello cuando vuelva.

—Sí. Tienes razón.

Un rato después, Andrea se durmió. Sofía preparó las últimas cosas, metió algo más de ropa en la maleta y volvió a la cama.

«Será tu nueva vida».

«¿Qué ocurrirá a lo largo de estos cinco días?». Miró el reloj. Mañana a aquella hora estaría con él. Y empezó a sentir una extraña excitación. Fue como regresar a la infancia, a cuando se acercaba el momento de ir de vacaciones a la playa. Se reencontraría con sus amigos y, sobre todo, con un chico que le gustaba mucho y que sólo veía en verano. Notó que estaba emocionada, como a menudo le sucedía la noche antes de un concierto. No era sólo miedo o curiosidad. Sus conciertos eran un desafío, algo que tenía que llevar hasta el final de la mejor manera. Pero aquella vez se trataba de un reto distinto, con una compensación sin precedentes: cinco millones de euros. Ya estaban en su cuenta. Luego pensó en el porqué de aquel dinero. Entonces se sintió más segura, más relajada. Sólo cinco días con un hombre desconocido. ¿Qué podría perder? Pero aquella última pregunta no tenía respuesta. Así que al final ella también se durmió.