Al cabo de unos días llegaron los billetes por DHL. El momento se acercaba. Sofía intentó no pensar en ello. Cruzaba la ciudad y reparaba en cosas en las que nunca antes se había fijado: árboles, plantas, construcciones, monumentos, el color de las casas. Levantaba la mirada y descubría áticos preciosos. Los miraba maravillada y, sin embargo, siempre habían estado allí. Había pasado al lado de aquella belleza, de aquellos detalles, como si estuviera ciega. Se paró en una floristería y encargó varios ramos para casa. Eligió tulipanes, margaritas amarillas, ranúnculos de todos los colores y unos lirios de un intenso aroma.
—¿Me los pueden llevar hacia la hora de comer?
Después compró unas cuantas botellas de vino. Escogió tintos y blancos, unos magníficos Lacrima di Morro d’Alba Piergiovanni Giusti y Pinot Blanco Penon Nals Margreid que había visto destacados en una revista por su buena relación calidad-precio.
—Excelente elección —le dijo el dependiente de la bodega de al lado de su casa—. De verdad, es una excelente elección. Mucha gente paga centenares de euros por botellas de calidad inferior. Yo siempre lo digo: así no tiene ningún mérito acertar. Son nuevos ricos que escogen el vino para alardear cuando invitan a otros paletos que entienden todavía menos que ellos…
Sofía no supo qué responder, sólo asintió, y un par de veces añadió un mínimo:
—Sí, ya…
—En cambio, cuando se compran estos vinos se contribuye a que crezcan pequeñas bodegas de calidad, que se merecen mucho más que las otras.
—Sí, ya…
Entonces el hombre le entregó la bolsa. Sofía pagó y se despidieron. «Lo bonito de algunos dependientes —pensó Sofía— es que te cuentan su filosofía».
Entró en casa divertida, feliz de haber sabido elegir, al menos en materia de vinos. En aquel instante sonó el teléfono. Lo buscó desesperadamente dentro del bolso, apartando los pañuelos, las llaves, el monedero, la agenda. Al final lo encontró. Número privado. ¿Quién sería? Todos. Cualquiera. Él. Su corazón empezó a latir a lo loco. ¿Por qué iba a llamarla? ¿Qué podría haber pasado? Inspiró profundamente y contestó.
—¿Diga?
—¿Señora Valentini?
—Sí.
—¿Sofía Valentini?
—¿Sí?
—Perdone que la moleste, soy Luigi Gennari. —Sofía permaneció en silencio. «Luigi Gennari… Me suena el nombre, pero ¿quién es? No me acuerdo». La voz acudió en su ayuda—: Soy el director de su banco. —¡Ah, claro! Aquel tipo bajo, calvo y con bigotito que nunca se había dignado a mirarla. ¿Y por qué la llamaba en persona? Pues claro. En seguida lo entendió—. Perdone que la importune, pero creo que usted ya sabe… Sí, es decir, no creo que sea un error, quería decirle que…
—Sí, director. Han llegado a mi cuenta cinco millones de euros.
—Eso es, sí. Y queríamos saber si podríamos serle útiles de algún modo, si quiere invertirlos. Me encantaría volver a verla. He preparado varias posibilidades de inversión. O si quiere le envío a nuestro promotor financiero a su casa a la hora que usted prefiera… ¿Oiga?
Sofía sonrió. Todavía seguía allí. Aunque le habría gustado colgar. Se decidió por una táctica mejor.
—En los próximos días tendrían que llegar otros ingresos. Pero no me llame, ya me pondré en contacto con usted cuando tenga tiempo.
—Sí, sí, por supuesto. Discúlpeme.
—Está disculpado. —Y colgó. Bueno, por lo menos se había podido dar aquel gusto. En seguida se dirigió a un cajero del banco, introdujo su tarjeta, marcó el código sin que nadie la viera, en aquella ocasión con más cuidado, y fue hasta «Consultar saldo». No podía creerse lo que veían sus ojos. La cantidad estaba allí, en el centro de la pantalla: 5 019 843 euros. Sin querer, tapó todavía más la pantalla y miró a su alrededor. Entonces se rio de su excesivo celo. Pulsó algunas teclas y escogió la opción «Imprimir». Cuando el comprobante salió de la ranura, lo dobló varias veces y lo metió en un compartimento de su billetero. Un momento después, estaba de vuelta en casa.
—Mira… —Lo dejó sobre la mesa en la que Andrea estaba dibujando. Fue a parar justo encima del proyecto de una villa en Ladispoli. La cantidad que aparecía en aquel papel podría servir para comprar más de treinta casas como aquella. Andrea cogió el papelito entre dos dedos como si fuera un preciado objeto, un pergamino encontrado en quién sabe qué antiguas excavaciones, una noticia que iba a asombrar al mundo. En realidad era el anuncio de su nueva vida.
—No me lo puedo creer. Han llegado de verdad. Era justo que el mundo reconociera tu talento, tu don no tiene precio. Cariño, todo gracias a ti… —señaló sus piernas—. Podría producirse un milagro. Tu corazón guiará cada una de las notas que toques. Gracias. —Entonces Sofía se quedó callada, no fue capaz de decir nada, ni de sonreír. Sabía que llegaría aquel momento y se había imaginado mil veces aquella escena, pero no le había servido de nada. Empezó a llorar. Lágrimas silenciosas, una tras otra, caían por sus mejillas sin espera, cada vez más grandes, dolorosas, tímidas, pero conscientes de aquel gran enredo, de aquella mentira oculta—. Cariño, pero ¿por qué lloras? —Andrea se impulsó hacia delante, se acercó a ella, la cogió de las manos, intentó consolarla—. No hagas eso, me pones en una situación difícil. No sé qué decir, cómo comportarme… Cariño, te lo ruego.
Sofía seguía llorando. Se había sentido especialmente frágil durante los días anteriores. «¿Por qué?», se preguntó. Andrea extendió la mano para intentar detener aquellas lágrimas.
—Por favor… —Pero, cuanto más hablaba, más lloraba ella. «¿Cómo puede ser tan ingenuo?, pensó—, ¿cómo no se da cuenta? Es otro precio el que voy a pagar, Andrea. Claro que no es por mi música, por mis dotes o cualidades… Me he vendido. Vendido». —Oír pronunciar aquella palabra en su mente le resultó todavía más doloroso. Se le dibujó una mueca en la cara. Andrea lo advirtió—: No importa. No vayas.
Y Sofía, en aquel instante, habría querido detener aquella farsa, despertarse de aquel sueño de cartón piedra, abrazarlo, contárselo todo, sentirse de nuevo libre, suya, sólo suya y de nadie más, a ningún precio…
Pero vio que no podía ser, habría sido una estupidez. Había llegado hasta allí y tenía que seguir adelante.
—No, todo va bien, cariño. —Sonrió volviendo a meterse en su papel—. Estoy emocionada, igual que tú.
Y se abrazaron. Se quedaron así, en silencio, durante un largo rato. Entonces Andrea se apartó de ella, le hizo una caricia y le sonrió.
—Irá todo muy bien, ya lo verás. Hemos tenido suerte. Sólo lo siento por una cosa…
—¿Cuál? —El corazón de Sofía empezó a latir rápidamente. «¿Y ahora qué me dirá? ¿De qué se ha dado cuenta? ¿En qué me he equivocado? Ya está, lo sabía…».
Andrea le cogió la mano, le dio la vuelta y puso la palma hacia arriba. Después posó los labios sobre ella y la besó. Desde allí abajo, levantó tan sólo la mirada, llena de amor.
—Me habría gustado mucho ir contigo.