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Silvia, la secretaria, la acompañó hasta una habitación del último piso. La hizo entrar en una sala de espera muy elegante que no tenía nada que envidiar a los salones de las mejores revistas de decoración.

—¿Puedo traerle algo?

—No, gracias, muy amable.

—Muy bien. —Le sonrió al salir.

La secretaria no dijo ni hizo nada que la hiciera sentirse incómoda o fuera de lugar, se comportó como si aquella fuera la primera vez que se veían. Y, sin embargo, Sofía estaba nerviosa. Tal vez porque ya no existía la posibilidad de dar marcha atrás, de pensarlo mejor. En su cabeza se agolparon Lavinia, y el sentido de culpabilidad, y la Iglesia, pero no tuvo tiempo de pensar en nada más, porque justo en aquel momento se abrió la puerta.

—Buenos días. ¿Cómo está?

El abogado Guarneri le tendió la mano.

—Bien, gracias.

—Le presento a Marina Recordato, mi asistente personal. La acompañará en las pequeñas cosas que tendremos que hacer para que todo vaya bien…

—Buenos días.

Marina Recordato era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de pelo corto, con gafas y vestida con un traje de chaqueta gris a rayas. Tenía buen tipo, notó Sofía, y una manera refinada y elegante de moverse. Se preguntó de cuántos otros «asuntos» de aquel estilo se habría encargado, pero decidió que era mejor no pensar en ello.

—Por favor, sentémonos.

Sofía se sentó de nuevo en el sofá, el abogado en un sillón de piel delante de ella y su asistente al lado de Sofía. El abogado abrió una carpeta.

—Bien, se irá dentro de diez días. Este es el contrato entre la Abu Dhabi Cultural Foundation y usted. Serán cinco conciertos muy importantes en Abu Dabi, la primera gran ocasión en la que la cultura irá por delante de la riqueza… —La miró sonriendo—. ¿Entiende la relevancia que tendrá su participación? —Sofía no tenía ganas de bromear. Guarneri se dio cuenta—. Bien, prosigamos. Tiene que firmar aquí abajo y quedarse una copia. Nosotros nos quedaremos tres. En realidad no estará en los Emiratos Árabes. Se le entregará un teléfono móvil con el que tendrá la posibilidad de llamar y recibir llamadas sin ningún problema. Dentro de tres días, daremos la noticia de este gran evento. Se creará una página web que se irá actualizando continuamente. Después de su primer concierto, se publicarán comentarios del público, que habrá disfrutado de la exhibición. Estos son los cinco conciertos que dará…

Le pasó el dossier de prensa, que contenía un programa de mano impecablemente impreso. Cuando leyó las piezas que habría tenido que tocar, se quedó estupefacta: aquello era una verdadera provocación, pero, al mismo tiempo, por así decirlo, un meditado e inteligente mensaje codificado. ¡No se trataba de otra cosa que del legendario programa que Glenn Gould interpretó en 1957 en la Sala Grande del Conservatorio de Moscú! Era imposible no reconocerlo. En aquella época, Gould era un chico de veinticinco años, casi desconocido, que un par de años antes se había distinguido por una grabación especialmente brillante de las Variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach. La noche de su primer concierto en Moscú la sala estaba casi vacía, pero la interpretación fue tan extraordinaria que en los días que siguieron se corrió la voz por toda la ciudad. Su segundo concierto, que tuvo lugar el 12 de mayo, sólo cinco días después del primero, fue un verdadero éxito. El conservatorio fue tomado al asalto, hubo centenares de personas que no consiguieron encontrar entradas y la policía tuvo que intervenir para aplacar los ánimos de los que se habían quedado fuera. Entre el público estaban Boris Pasternak y Maria Yudina, la famosa pianista a la que Stalin adoraba. Sofía recordó una anécdota según la cual Stalin había oído a Yudina interpretar a Beethoven en la radio. En seguida quiso tener su disco. Cuando le dijeron que no era posible porque no existía ninguna grabación de la pianista, contestó: «La quiero mañana». Y, en efecto, al día siguiente la grabación estaba lista.

El programa incluía fragmentos de Berg, Webern y Krenek y se cerraba con Bach —tres contrapuntos de El arte de la fuga y seis piezas de las Variaciones Goldberg—. La interpretación de Gould fue inolvidable, original y apasionante. De aquel concierto se realizó una grabación que Sofía poseía. Era la versión restaurada de la Glenn Gould Edition de Sony. Sofía se preguntó cómo se les podría haber ocurrido aquella idea y, sobre todo, de quién había sido. ¿Guarneri? ¿Savini? ¿Tancredi? Entonces se acordó de un artículo del Corriere della Sera que hablaba de aquel concierto en Moscú y pensó que, en el fondo, no era tan secreto…

—Si quiere cambiar algo del programa, no hay problema. —Guarneri había advertido su silencio.

—No, es un programa bonito —respondió ella.

El abogado la observó con intensidad, como si esperara un comentario, pero Sofía le sostuvo la mirada sin decir nada.

—Muy bien, entonces se lo podrá llevar a casa como recuerdo de esta experiencia.

Le pasó cinco programas impresos en un papel blanco muy elegante que llevaba un piano grabado en filigrana de oro en el centro. Lo abrió. En él aparecían todas las obras que Sofía habría tenido que interpretar aquella noche con una orquesta y bajo la dirección de un famoso maestro alemán. Se quedó sorprendida.

—Y cuando este director se dé cuenta de que el mundo habla de su concierto en Abu Dabi mientras él está en cualquier otro sitio, ¿qué ocurrirá?

Guarneri le dedicó una sonrisa.

—El director se ha mostrado muy contento de poder tomarse unas vacaciones de cinco días. Estaba muy estresado. Es muy aficionado al juego, quizá demasiado, teniendo en cuenta sus finanzas. Tenía una gran deuda, muy elevada, que hemos estado encantados de cancelar. Quiere que sepa que está orgulloso de dirigirla, a pesar de que no la conoce personalmente.

—¿Y si un día dijera algo?

—Será su palabra contra la de los periódicos y la de una red de personas que habrán asistido a su concierto. —Entonces volvió a sonreír—. Nosotros intentamos resolver problemas, no crearlos… Aquí tiene los billetes de avión. —Su asistente los sacó de la carpeta y los dejó sobre la mesa—. Viajará en primera clase. Saldrá de Fiumicino el 20 de junio a las diez y media y regresará a Roma el 26, también en primera clase.

Sofía miró los billetes.

—Pero ¿de verdad son para Abu Dabi?

—Claro, usted irá a Abu Dabi y volverá también desde allí. En el aeropuerto la esperará un avión privado que la llevará a su destino real.

—¿Y cuál es?

—Eso es lo único que no sé. No me han dado la posibilidad de saberlo; tal vez temieran que cediera ante su insistencia.

Por primera vez desde que se conocían, Guarneri le pareció simpático.

—Bien, ya ha visto los billetes y también el contrato que tiene que firmar; esta debería ser su cuenta corriente…

La asistente le pasó un documento bancario en el que aparecía impreso el Iban.

Sofía sacó del bolso su agenda, la abrió y comprobó los datos.

—Sí.

—Bien. —La asistente volvió a meter la hoja en la carpeta. Guarneri continuó—: Pasado mañana tendrá los cinco millones de euros en la cuenta. ¿Todo bien? ¿Tiene alguna duda, alguna pregunta?

Sofía lo pensó un momento.

—No, me parece que está todo muy claro.

—Un coche pasará a recogerla delante de su casa a las ocho del día 20 de junio. ¿Esta es su dirección?

La asistente le mostró otro papel.

—Sí. Vivo ahí. Pero prefiero ir por mi cuenta. Cogeré un taxi, ¿es posible?

Guarneri parecía estar preparado para aquella eventualidad.

—Ningún problema. Tiene pasaporte, acuérdese de llevarlo…

—Sí, claro, sólo tengo que mirar que…

—Está en regla, caduca dentro de dos años. Dígame si lo que pone en esta hoja es exacto… —Se la pasó. Sofía leyó con rapidez. Estaban sus medidas: número de pie, su talla de ropa, sujetador y bragas. Luego encontró una especie de informe médico: posibles alergias, todas las revisiones que le habían hecho en los últimos años y cualquier otro detalle médico que tuviera que ver con ella. Estaba todo—. ¿Hay algo que nos hayamos olvidado? ¿Algo que ignoremos, algo que no sepamos, que se nos haya ocultado o, simplemente, que no hayamos tenido en cuenta pero que pudiera ser importante? Si es así, sería mejor que nos lo dijera. No nos gustaría que surgiera ningún tipo de problema…

—Creo que ustedes lo saben absolutamente todo de mí.

Guarneri no parpadeó. Entonces le pasó una pluma. Sofía firmó todos los contratos sin leerlos. Luego, se los devolvió.

—Bien, ¿puedo irme ya?

Guarneri repasó las hojas.

—Una última cosa. Tendría que acompañar a mi asistente, necesitamos unas cuantas fotos suyas.

Sofía no entendió a qué se refería exactamente, pero pensó que no le convenía complicar las cosas.

—Claro…

Guarneri se levantó y le estrechó la mano. Se inclinó para besársela apenas.

—Adiós, señora. No sé si volveremos a vernos, pero en cualquier caso ha sido un placer conocerla y habría sido un placer todavía mayor escucharla tocar de verdad.

Sofía sonrió.

—Gracias.

Le habría gustado responderle: «Tal vez haya modo y ocasión». Pero vio que a los dos les quedaba claro que no volverían a verse nunca más.

Salió siguiendo a la mujer. Recorrieron un trecho del pasillo, llegaron delante del ascensor y ella lo llamó. Esperaron en silencio, con cierta incomodidad. Cuando llegó el ascensor, Marina Recordato la dejó pasar primero.

—Por favor.

Luego entró y pulsó el botón que llevaba a la segunda planta. Sofía se preguntó qué sabría la asistente de aquella historia. Quizá poco o nada. Por lo general, las personas poderosas saben cómo mantener sus secretos escondidos.

El ascensor se detuvo y Marina Recordato salió.

—Por favor, por aquí.

Caminó de prisa por el pasillo, giró al fondo a la derecha y entró en una gran sala. Allí había varias personas trabajando delante del ordenador. Algunos eran muy jóvenes y llevaban sudaderas y rastas en el pelo; había otros más mayores, con poco pelo y gafas de montura de color; también había varias chicas con aspecto alternativo y otras elegantes y modernas, al estilo neoyorquino.

Un tipo, que parecía ser el jefe de aquella especie de colectivo digital, acudió en seguida al encuentro de Marina Recordato.

—Aquí están, las estaba esperando. Por favor, vengan por aquí.

Marina y Sofía lo siguieron.

—Ah, sí, yo soy Steve. —Sonrió y le dio la mano a Sofía para presentarse.

—Encantada.

—Igualmente… Bien, por aquí. —Abrió una puerta e hizo que las dos mujeres se sentaran en una pequeña habitación. Enfrente, había un cristal y detrás, un panel con un chico que no tendría ni veinte años. Tenía todo el pelo rizado y llevaba una sudadera oscura y dos o tres piercings.

—¡Hola! —Levantó la mano para saludar de un modo un tanto rapero, como diciendo: «Estoy aquí y estoy listo».

—¡Muy bien! Por favor —Steve se dirigió a Sofía—, siéntate aquí.

Había pasado a tutearla sin más preámbulos. El tipo del otro lado del cristal apretó el botón del interfono. Su voz, ligeramente distorsionada, llegó a la sala.

—Intenta quedarte lo más quieta posible. Muy bien, así. Sonríe… —Sofía sonrió. Se oyeron una serie de ruidos metálicos—. Muy bien, perfecta —continuó la voz desde el otro lado—. Gírate un poco hacia tu izquierda… —Sofía se dio cuenta de que el taburete daba vueltas y siguió las indicaciones—. Bien, así, sonríe… Perfecta. Ahora haz como si tuvieras un piano delante y estuvieras tocando… —Sofía extendió las manos y simuló tocar unos acordes—. Muy bien, pero tienes que simularlo, no que tocar. Aunque me imagino que debes de hacerlo bastante bien. —Sofía se volvió hacia Marina. Ella también sonrió. Entonces sí que sabían algo de toda su historia, al menos que sabía tocar—. Muy bien, perfecto. ¿Queréis ver si han quedado bien?

Dentro de la salita, en unas pantallas bastante grandes, proyectaron varias imágenes. Dentro de unos cuantos teatros, se veía a mujeres que tocaban, sentadas al piano, con centenares de personas delante. Sobre sus cuerpos habían montado la cara de Sofía. Todas aquellas imágenes resultaban perfectamente verosímiles. Aumentadas, reducidas, vistas de lado… Todas aquellas mujeres siempre eran Sofía. Se acercó con curiosidad. Habían montado las fotos que acababan de hacerle en aquellas imágenes y, además, habían elegido todos los detalles con extrema precisión: los vestidos, los anillos, los collares: todo lo que llevaba en la época en que daba conciertos, elementos recuperados de viejas filmaciones para crear la nueva versión virtual de Sofía.

Miró la última imagen con más atención.

—Por desgracia, esta pulsera la perdí hace tres años. No podría llevarla.

El chico del otro lado del cristal hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Entró directamente en la imagen y, poco a poco, hizo desaparecer la pulsera bajo sus ojos, igual que había sucedido en la realidad. Sofía examinó las otras imágenes. Todo el material estaba relacionado con diversos momentos de su vida: sus primeros éxitos, los viajes al extranjero, los últimos años durante los que tocó. Se preguntó cuántas cosas más tenían, además de aquellas fotos, pero no tuvo tiempo de continuar pensando.

—Pues ya podemos irnos…

—Sí, sí, claro. Adiós.

Sofía saludó a Steve y al chico del panel, cuyo nombre no conocía.

—Yo soy Martino… —dijo precisamente en aquel momento.

—Sofía, adiós. —Y luego salió de la habitación.

Marina Recordato la acompañó a la salida.

—Tenga, este es su contrato… —Le pasó una carpeta rígida—. Dentro también encontrará mi número de teléfono personal por si tuviera algún problema, dudas, temores o necesitara alguna aclaración. Puede llamarme a cualquier hora. Sería muy útil si pudiera meter en la maleta los vestidos que se puso en aquellos conciertos, los que ha visto en las pantallas. Haría que las filmaciones en las que trabajaremos y que se colgarán en la red fueran más creíbles. Si no los tiene, háganoslo saber. Buscaremos la manera de hacernos con otros idénticos en poco tiempo.

—No se preocupe. Los llevaré.

—Estupendo. Pasado mañana le haremos llegar a su casa por DHL los billetes de ida y vuelta para el viaje. ¿A qué hora prefiere que se los entreguen?

—Me va bien entre las nueve y las doce, gracias.

—Perfecto… —Después se despidieron y Sofía salió del edificio.

Dio algunos pasos e inspiró profundamente. Le parecía como si hubiera escapado de un extraño sueño, o mejor, de una realidad virtual. Y, sin embargo, no era así. Todo aquello era verdad. Sólo había un pequeño detalle: en casa tendría que contar todo lo que no iba a suceder nunca.