Sofía Valentini tenía memoria fotográfica. Se acordaba con exactitud de imágenes, frases, escenas de películas, momentos de su vida y también de calles. Muchos de sus recuerdos estaban relacionados con algo que la había hecho reír o llorar, con algo extraño o particularmente emocionante. Sus amigas, Lavinia, el propio Andrea, se metían con ella a causa de aquella memoria que la «mantenía siempre tan ligada al pasado» y que, en cierto modo, no le permitía seguir adelante.
—Pero, venga, ¡olvídate de algo!
Ella se reía, bromeaba, pero en el fondo sabía que era cierto. No le costaba nada deshacerse de un jersey, de un vestido o de cualquier otro objeto, pero no conseguía olvidar.
Por aquel motivo, a pesar de que aquel día no había conducido prestando una particular atención, consiguió volver allí con gran facilidad.
Llamaron suavemente a la puerta. El abogado Guarneri se quitó las gafas y dejó el contrato que estaba leyendo sobre la mesa.
—Adelante.
Se abrió la puerta y se asomó Silvia, la secretaria, algo temerosa.
—Perdone…
—Le dije que no quería que me molestaran bajo ningún concepto…
—Sí, lo sé, pero…
El abogado Guarneri la escuchaba con expresión molesta.
—Pero… ¿qué?
—Es que está aquí la señora Valentini. Ha venido por sorpresa. Y he pensado que tal vez fuera oportuno molestarlo…
El abogado Guarneri se levantó de golpe del sillón.
—Hágala pasar a la sala de reuniones. Voy en seguida.
Silvia cerró la puerta. Después exhaló un suspiro. Su trabajo también consistía en saber elegir. Y en aquella ocasión, entonces ya estaba segura de ello, había acertado.
—Por favor, señora, venga conmigo. —Acompañó a Sofía a la sala de reuniones—. Dentro de un instante, el abogado estará con usted. ¿Quiere algo de beber?
—Un café, gracias.
Poco después, Silvia regresó con una bandeja. La dejó sobre la gran mesa, le sonrió y cerró la puerta tras de sí. Sofía notó el aroma del café. Añadió un poco de azúcar, lo mezcló y empezó a beber con lentitud, porque estaba muy caliente.
El abogado Guarneri cogió un bloc, se paró frente al espejo, se arregló la corbata y vio que iba algo despeinado. Se pasó la palma de la mano derecha por encima del cabello y lo estiró hasta colocárselo detrás de las orejas. Entonces sonrió. «¿Qué estás haciendo, Mario? ¿Acaso quieres estar fascinante, gustarle? Ya sabes que no te concierne, ¿no? Las mujeres como ella ni siquiera te ven. Aunque no tengas aún cincuenta años y te ganes bien la vida, aunque, como dicen muchas, seas un hombre guapo. —Entonces suspiró—. Lo que más me molesta es haber perdido la apuesta. Él dijo que vendría hoy, y así ha sido. No hay nada que hacer. Es un psicólogo excepcional, sobre todo con las mujeres». Cerró la puerta a su espalda y se encaminó hacia la sala de reuniones, consciente de que tendría que representar su papel de abogado y nada más.
—Buenos días, es un placer volver a verla.
Guarneri la saludó besándole la mano. Luego se sentó frente a ella. En seguida notó en Sofía un gran cambio respecto a su primer encuentro. Iba maquillada, llevaba un traje de chaqueta beis muy elegante, medias finas de color miel y unos impecables zapatos de charol de color marrón oscuro y tacón alto. Ya en la anterior ocasión le había parecido una mujer muy interesante, pero entonces se dio cuenta de que era todavía más bella de lo que recordaba. Se fijó en su camisa de seda de color crema; era transparente y dejaba entrever un sujetador de encaje claro.
Sofía advirtió aquella mirada y la buscó con la suya, serena, como diciendo: «¿Va todo bien?». El abogado se ruborizó y en seguida trató de recuperar su imagen profesional. Abrió el bloc y sacó una pluma del bolsillo; la dejó sobre la hoja y juntó las manos.
—¡Bueno! ¿A qué debo esta visita? ¿Y cómo es que viene sin su profesora?
Sofía sonrió.
—También sé tocar sola.
—Sí, sí, por supuesto. —Guarneri vio que aquello no iba a resultarle fácil—. ¿Se ha replanteado nuestra propuesta? Tal vez podamos acordar otras fechas. El festival en Rusia ya ha empezado…
Sofía lo miró con suficiencia.
—¿Me toma por estúpida?
—No es mi intención, en absoluto.
Se quedaron callados.
—Mi precio es de cinco millones de euros, no negociables.
El abogado Guarneri se quedó sin palabras. Nunca se habría imaginado que pediría una cantidad similar. Tragó saliva.
—No estoy autorizado a tomar ninguna decisión de ese tipo. Tengo que… Bueno, sí, tengo que hablar con él…
Sofía se levantó.
—No hay problema. Pero hágalo pronto. —Miró el reloj—. Son las diez. Me gustaría tener una respuesta antes de mediodía.
—No sé si será posible. Quizá no esté en la misma franja horaria.
Sofía esbozó una sonrisa.
—Estará localizable en cualquier parte del mundo. Despiértelo. Será una buena noticia. Le interesa mucho el trato. Simplemente dígale que me lo he pensado mejor y que él tenía razón. Siempre hay un precio.
Sofía se dispuso a marcharse.
—Pero ¿cómo nos pondremos en contacto con usted?
—Él tiene mi número. La verdad, no creo que haya nada de mí que ustedes no sepan. Adiós.
Y salió de aquella sala.
Aquella mañana, Sofía fue al centro. Se regaló una libertad que no experimentaba desde hacía mucho tiempo y, por primera vez, tuvo una sensación extraña. Se sintió como una extranjera, una turista. Le pareció que habían cambiado muchas cosas: los letreros de las tiendas, las dependientas, la gente, los clientes que entraban y salían de Hermés, Bulgari, Louis Vuitton. Se acordó de una película que había visto con Andrea una noche, antes del accidente, y que la había impresionado mucho: Eyes Wide Shut. No fue la película en sí lo que la impactó, aunque Stanley Kubrick era excepcional. Lo que la atrajo fue el punto de vista desde el que se explicaba la historia. Había bastado con que aquel día el protagonista, Tom Cruise, saliera de su casa una hora más tarde de lo habitual para que todo lo que siempre le había parecido de una manera le resultara distinto. Todo tenía otra luz y, tal vez, en ciertos aspectos, fuera la verdadera luz. Exacto, aquella era la misma sensación que ella tenía en aquel momento. Todo había cambiado de repente y, sin embargo, todo era igual. Era como si sus preocupaciones hubieran desaparecido, se encontraba a gusto, iba bien maquillada, llevaba la ropa adecuada. Se sentía libre. Entraba en las tiendas, preguntaba un precio, se probaba un vestido sin sentirse ni observada ni juzgada. Sin que le preocupara. Se sentía segura. Se preguntó por qué tenía aquella sensación. Pero no encontró la respuesta. Sólo sabía que se encontraba bien. Se paró delante de un escaparate, se miró en el espejo, se vio distinta. Aquella impresión que había tenido hacía algún tiempo, la de haber envejecido, había desaparecido. Se gustaba. Entonces sonrió con malicia y lo entendió. Se sintió excitada, como arrastrada por una extraña pasión. Se había liberado del sentimiento de culpa. Tenía permiso para ser infiel. La mirada de un hombre se cruzó con la suya en el espejo y él le lanzó un piropo con una simple sonrisa. Después no volvió a mirarla, se perdió entre la multitud, como si supiera que aquella mujer ya estaba comprometida. Tenía una cita de cinco millones de euros. Y, en aquel momento, sonó su móvil.