—¿Sabes cuántas cosas bonitas hay en la vida?
—Muchísimas, pero no por ello tienes que hacerlas todas.
Lavinia la miró en silencio.
Sofía le sonrió y continuó:
—No puedes aceptar mi punto de vista, ¿eh? —Buscó algo que pudiera ayudarla, un ejemplo que de algún modo le hiciera comprender—: Eso es. Mírame a mí con la música. Mi pasión era tocar el piano, y todavía lo es, pero ya no lo hago. A veces, cuando estoy sola, cuando el último alumno ya se ha marchado, ¿crees que no me entran ganas de poner las manos en el teclado? —Hizo una pausa—. Pero me aguanto, a pesar de que estoy muy enamorada de Bach, de Mozart, de Chopin, de Rach… Pero ninguno de ellos hará que engañe a la persona que va en primer lugar.
Aquella vez pareció que Lavinia lo había entendido.
—¿Andrea?
Sofía le sonrió y sacudió la cabeza.
—No, yo misma. Mi promesa. Y el dolor, el echarla tanto de menos, no hace que la ame menos… Al contrario: creo que mi amor por la música ha crecido todavía más. Todos los días rezo por poder volver a tocar…
Lavinia respiró profundamente, muy profundamente.
—Sofía, me rindo. No te entiendo. Si hay una cosa que me gusta mucho, si como dices tú la quiero, ¿cómo no voy a vivirla? No tiene sentido, es como renunciar a vivir. —Su amiga hizo un gesto de negación con la cabeza, derrotada. Nada. No había conseguido convencerla. «Cada uno tiene su sensibilidad. Tal vez yo tampoco sea capaz de entender del todo el placer que ella experimenta con esa historia, sus ansias de libertad, que son tan grandes que incluso la hacen renunciar a su compromiso de mujer casada…». En aquel momento fue Lavinia quien sonrió—. Piensas que no te entiendo, ¿verdad? Es posible… —Se encogió de hombros—. Pero también he pensado otra cosa: puede que no te guste tanto tocar; de no ser así, en ningún caso, nunca, por nada del mundo, por ninguna promesa, habrías renunciado a ello. Yo ahora me siento tan viva como hacía años que no lo estaba. En cambio, cuando regreso a casa, me siento muerta, me parece estar engañando a mi corazón. Así es. Si estás enamorada, estás enamorada y punto, no hace falta darle tantas vueltas. Y ahora te diré algo que podría incluso parecer absurdo: soy tan feliz con esto que incluso me gustaría contárselo a Stefano, ¡te lo juro! Y no sabes cuántas veces he estado a así de poquito de hacerlo…
—Pero no lo has hecho. ¿Te has preguntado por qué?
—Sí, lo he pensado a menudo. Tal vez porque él se lo tomaría mal, no lo entendería… A veces dejo el teléfono sobre la mesa, y me levanto y me voy. Pero se lo dejo a propósito delante de las narices porque me gustaría que leyera los mensajes y viera lo que estoy viviendo.
—¡Pero, Lavinia, entonces habla con él! ¡Hazlo tú, sé valiente! ¿Por qué quieres dejarlo todo en manos de un teléfono móvil…? —Sofía se acordó de lo que le había dicho Andrea: Stefano ya había leído aquellos mensajes. Lo sabía todo. Se le había roto el corazón con aquellas palabras, con aquellas descripciones, con aquellas ganas hambrientas de jóvenes amantes distraídos a los que todo les daba igual—. ¿Y si ya los hubiera leído?
—Sí, ¿y hace como si nada? ¿No me habla de ello? ¿No se enfada como un loco? Entonces es que no me quiere.
—¿Y si lo hiciera precisamente porque te quiere muchísimo? Tal vez no te lo diga porque tenga miedo de perderte…
—A mí todos estos razonamientos me parecen demasiado complicados. Quiero a una persona, descubro que me engaña, monto una bronca y punto.
—Todos queremos de manera distinta. Quizá su amor sea más grande que nuestra capacidad de imaginarlo. Tal vez piense que sólo es una aventura y que se acabará…
Lavinia lo pensó un momento.
—Entonces es una buena complicación.
—Sí. —Aquello fue lo único sobre lo que las dos estuvieron completamente de acuerdo. Sofía se levantó del banco. Lavinia la detuvo—. Pero, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías?
—¿Por qué me lo preguntas? Me haces gracia: siempre quieres saber qué haría yo y luego haces lo contrario.
Lavinia le sonrió.
—Está bien, haz un último esfuerzo. Venga, por favor…
—Sabes que nunca podría estar en tu lugar, ¿verdad?
—¡Sí, qué pesada! Imagínate que te despiertas y, debido a un extraño encantamiento, estás dentro de mi cuerpo, de mi mente y de mi corazón. Puedes tomar cualquier decisión por mí, ¿te va bien así?
—Sí, bueno… Pues lo primero que haría sería darme de bofetones.
Sofía se liberó de su mano.
—¡Eso no vale!
—De acuerdo… —Sofía empezó a correr poco a poco—. ¿Estás lista? Voy a darte la solución: déjalo.
Lavinia sonrió. Entonces, evidentemente, se le planteó una duda:
—Sí, pero ¿a cuál de los dos?
—Bueno, yo te he dado una solución. Ahora me estás pidiendo un milagro.
Un poco más tarde, al entrar en casa, encontró a Andrea en el salón.
Estaba revisando unos papeles que tenía esparcidos y desordenados sobre la mesa. Sonrió al verla.
—Hola, cariño…
Tenía el rostro lleno de felicidad, con una nueva luz, una alegría que no le había visto antes.
—Hola. —Sofía se le acercó, un poco intrigada, y lo besó mientras él recogía las hojas y se empujaba hacia delante con la silla de ruedas para llegar hasta los que estaban más lejos—. Espera, que te ayudo.
—No, no, ya puedo yo. Los pondré bien, quiero que veas una cosa…
Se movía con agilidad sobre aquellas ruedas; aquellos brazos fuertes, entrenados desde hacía años, lo llevaban de un lado a otro de la mesa. Una vez recogió todas las hojas, miró los números de las páginas y las fue ordenando. Después, cuando se aseguró de que había acabado, las golpeó dos veces sobre la mesa para que quedaran perfectamente alineadas.
—Ya está. Toma, mira.
Sofía se sentó en un sillón y empezó a leer.
Andrea acercó la silla y se colocó frente a ella, en silencio, con los brazos quietos sobre las piernas, la cara sonriente, en religiosa espera. Sofía leyó la primera página y después la segunda, hojeó las otras y finalmente lo miró sorprendida.
—No me lo puedo creer. Parece que han encontrado una solución.
Andrea asintió con un gesto. Tenía los ojos henchidos de lágrimas, pero consiguió aguantar. Le dio un fuerte impulso a las ruedas y se puso al lado del sillón de su esposa.
—Mira… —le señaló la segunda hoja—. Una operación quirúrgica que prevé la introducción de células estaminales dentro de la médula ósea, en la base de la espina dorsal, que devuelven la vida a los nervios y a los tejidos paralizados… ¿Lo ves? Aquí lo explica.
Sofía siguió leyendo. Entonces se detuvo:
—Sí, pero han hecho muy pocas intervenciones de este tipo.
—Y todas han salido perfectamente.
El entusiasmo de Andrea era increíble, como una nueva esperanza, la oportunidad de una segunda vida. Miró a Sofía con una expresión frágil, casi infantil, como diciendo: «Te lo ruego, déjame soñar, no pongas reparos. Tal vez no lo hagamos nunca, pero déjame soñar, al menos eso».
Y Sofía, al verlo así, sintió que se le encogía el corazón. Continuó leyendo hasta que se le nubló la vista. Veía las líneas desenfocadas y el labio inferior empezó a temblarle. Las primeras lágrimas comenzaron a caer, silenciosas, una tras otra, como un río crecido que hubiera estado demasiado tiempo contenido en la presa. Andrea se dio cuenta, así que le pasó el brazo por detrás de la espalda y la estrechó contra sí. Sofía escondió la cabeza en el hombro de su marido y empezó a sollozar. Él sonrió y apoyó la cabeza sobre la de ella.
—Si te pones así, no te cuento nada más… Cariño, no llores. ¡No sabes el tiempo que hace que quería hablarte de ello y tú me haces esto!
Se echó a reír al tiempo que se separaba de ella y le secaba todas aquellas lágrimas con los dedos. Luego, se los llevó a la boca.
—Mmm… Qué buenas… ¡Un poco saladas!
—¡Qué tonto!
Sofía reía y se sorbía de vez en cuando la nariz; después lloraba y volvía a reír; al final hizo un extraño gesto con los dos labios, como si la culpa sólo fuera suya.
Andrea cogió las páginas y empezó a explicarle lo que había averiguado:
—He buscado en Internet. Había oído hablar de una empresa privada, la Berson, que apoya a un gran profesor japonés que opera en el Shepherd Center de Atlanta. Es un gran investigador y sus estudios lo han llevado a intentar emplear las células estaminales en todos los campos. En la práctica son células que, «bajo petición», pueden aplicarse como si fueran mecanismos reparadores. Al final llegó a este producto: el GRNOPC1. —Le enseñó, al final de una hoja, una verdadera demostración técnica del tipo de implante que Mishuna Torkama había llevado a cabo en sus primeras intervenciones—. Te someten al bombardeo de millones de células inyectadas en el punto de la lesión… —Señaló algunos pasajes de la página siguiente—. Aquí, ¿lo ves?, estas células están programadas para transformarse en «oligodendrocitos», que son los responsables de la transmisión de las señales entre las neuronas. Lo que harían sería que mi espina dorsal volviera a ser «nerviosa». En resumen, sería un milagro… —Se quedaron callados. Después le señaló otra hoja—: Pero los milagros también tienen un precio. Actualmente se habla de cinco millones de euros. —Andrea sonrió—. Para poder permitírmelo, tendría que diseñar unos cuantos edificios para los mayores magnates de la Tierra. Y me los tendrían que pagar a precio de oro. Incluso si me esforzara al máximo, durante los próximos años sólo podría cubrir una décima parte de esa cantidad.
Cinco millones de euros. Sofía se quedó callada. Después habló. Había dejado de llorar y su voz sonaba extrañamente firme:
—O bien yo podría volver a tocar. —Andrea la miró con ternura. ¿Después de ocho años podría volver a ser la pianista que había sido? De todos modos, para alcanzar una cifra como aquella tendría que dar muchísimos conciertos. Pero no dijo nada. Le dio la sensación de que Sofía estaba decidida—. Por esa operación podría volver a empezar.
Ella se levantó y preparó la comida. Cenaron en silencio, viendo la televisión y casi sin charlar. Después Sofía lo ayudó a meterse en la cama.
—¿Tú no vienes?
—No, no tengo sueño. Me quedaré un rato leyendo en el salón.
Se dieron un beso y ella salió del dormitorio y entornó la puerta. Se sentó en el sillón y volvió a coger aquellas hojas. Las leyó de nuevo, más atentamente, sin emoción, intentando entender bien en qué consistía la operación. Volvía atrás de vez en cuando para releer algo, acudió a Internet para traducir algún término técnico y también para comprobar la veracidad de toda aquella información. En YouTube encontró grabaciones de las operaciones, reportajes aparecidos en los telediarios. Todo era verdad. Desde 1999, aquella sociedad privada, la Berson, trabajaba con células estaminales. Al final lo comprendió todo a la perfección. El objetivo era formar una nueva «mielina», una vaina que permitiera que las neuronas afectadas volvieran a comunicarse. Era arriesgado, pero el Shepherd Center de Atlanta estaba especializado en tratamientos relacionados con la espina dorsal. Era un peligro, pero, al mismo tiempo, una esperanza.
Se levantó del sillón, fue al baño, se desmaquilló, se lavó la cara y los dientes y después se puso el camisón. Apagó las luces y entró de puntillas en el dormitorio. Andrea dormía. Sentía su respiración lenta y tranquila. ¿Estaba soñando? Tal vez con aquella operación. Se deslizó lentamente bajo las sábanas. Poco a poco, se fue acostumbrando a la oscuridad. Empezó a razonar: se planteaba hipótesis, consideraba algunos aspectos, descartaba, evaluaba las consecuencias. Era posible, podía hacerse, no iba a ser un error. Cuando por fin fue capaz de ver todos los detalles con extrema claridad, se quedó dormida.