El coche pasó de largo ante la iglesia de la Gran Madre y, poco después, se detuvo delante del parque de Valentino.
Gregorio Savini se volvió hacia él.
—Ahí está, es ella.
Señaló a una mujer vestida con unos pantalones de rayas anchos. Era alta, tenía el pelo castaño con ligeros toques más claros y llevaba unos pendientes enormes. Sonreía mientras trataba de ayudar a un niño pequeño en un triciclo.
—Vamos, Nicolò. Si haces eso frenas, tienes que empujar hacia delante…
El niño volvió a intentarlo, pero cada vez que metía los pies en los pedales, se le resbalaban hacia abajo y terminaban en el suelo. La madre le ponía las manos sobre los hombros para hacerlo avanzar.
—¡No sabe, no sabe! —junto a ellos apareció una bonita niña de pelo claro que, insolente, se puso las manos en las caderas.
—Greta, no digas eso. A ti tampoco te salía cuando eras pequeña. ¡Dale tiempo a tu hermano!
—¡Pero si es un negado, mamá!
—No digas eso.
—¡Pero lo es!
Nicolò se concentró, puso los dos pies en los pedales y empezó a hacer fuerza para hacerlos girar de prisa mientras su madre trataba de caminar a su lado.
—Despacio… Ve despacio.
Pero Nicolò aceleró. Pedaleaba con decisión y al final se lanzó por una recta. Madre e hija empezaron a correr detrás de él. Greta reía, divertida. Al final Nicolò se equivocó de dirección y acabó en el césped. La rueda de atrás se atascó en las raíces de un árbol y el triciclo se volcó. Nicolò cayó de bruces, con las manos hacia delante y la barbilla en el suelo.
—¡Nicolò! —gritó la madre mientras acudía en su ayuda y el niño se echaba a llorar. En aquel momento también llegó Greta.
—¡Ya te lo dije, es un negado!
La madre ayudó a Nicolò a levantarse y comprobó que no se había hecho nada. Sólo tenía un pequeño rasguño en la rodilla derecha.
—Cariño, no ha sido nada…
El niño sorbía por la nariz. La madre le echó el pelo oscuro hacia atrás y le acarició la mejilla mientras él, con el puño cerrado, se frotaba el ojo derecho. Ya había dejado de llorar.
Tancredi subió la ventanilla y luego le hizo una señal a Gregorio Savini, que empezó a leerle las hojas.
—Olimpia Diamante. Tiene dos hijos: Greta de seis años y Nicolò de cuatro. Su marido le es infiel desde hace un año y medio. Ella lo descubrió hace siete meses. Tuvieron una gran discusión, ella lo obligó a irse, él hizo de todo para quedarse y, al final, lo consiguió. Le prometió que no volvería a ver a la otra mujer, pero tres días más tarde ya estaba de nuevo con ella. La chica tiene veinticuatro años, trabaja en su despacho como secretaria, se llama Samantha con hache y está prometida con un tipo de Nápoles, Gennaro Paesanielli, que trabajaba de gorila en un local de la periferia. Tuvo que trasladarse a Turín tras una pelea en la que resultó herido un tipo famoso con antecedentes penales. A la chica la conoció aquí, y ya hace dos años que mantienen una relación muy turbulenta. —Gregorio Savini levantó la mirada de las hojas que estaba leyendo—. Su marido es Francesco D’Onofrio. Iba a tu escuela, al Collegio Sacra Famiglia.
Tancredi siguió mirando a la chica por la ventanilla.
—Sí, me acuerdo de él. Prosigue.
Savini hizo lo que le pedía:
—La semana pasada, Olimpia descubrió que la relación entre Samantha y su marido continuaba. Tuvieron otra violenta discusión durante la cual ella se cortó con la esquirla de un vaso roto. Le tuvieron que dar varios puntos en la mano izquierda… —Tancredi la observó con más atención. Entonces se percató de la venda que le sobresalía de la chaqueta. Olimpia había levantado el triciclo y estaba ayudando a Nicolò a montar en él de nuevo. Savini continuó leyendo—: Olimpia fue al despacho de Levrini, que se ocupa de separaciones y divorcios, y habló con el abogado Alessandro Vinelli. Él le explicó todo el procedimiento y los pasos que debía dar, pero la verdad es que ella todavía no ha tomado una decisión. —Savini cerró la carpeta—. Luego hay otros detalles sobre los diversos gastos de la casa, los sitios donde han ido de vacaciones, los otros inmuebles que poseen, y también sobre las vacaciones y los hoteles a los que él ha llevado a Samantha durante el último año. —Cogió un sobre—. Aquí hay algunas fotos de él con su amante.
Tancredi lo abrió y miró aquellas fotografías. Samantha era una chica guapa, siempre vestida de manera llamativa, con zapatos de tacón alto, camisetas muy cortas, tops con estampados de tigre o de colores, escotes provocativos y el pelo recogido con pinzas ordinarias. También había algunas imágenes de ellos besándose en un parque, en el coche, entrando en un hotel, fotos que los retrataban a través de una ventana mientras se desnudaban y otras más atrevidas. Tancredi volvió a meter las instantáneas en el sobre y se las pasó. Savini permaneció en silencio.
Tancredi siguió mirando a Olimpia. Se estaba riendo con sus hijos. Los tres habían subido en un tiovivo y ella empujaba con fuerza el círculo central intentando que se moviera. Cuando empezaron a girar, aumentó la velocidad. Se divertía con los niños, echaba la cabeza hacia atrás y tal vez se mareaba un poco, pero en el fondo se notaba que no era feliz. Era como si su risa y su mirada estuvieran veladas por la tristeza. Y, sin embargo, hubo una época en que no era así en absoluto.
—No me mires, me da vergüenza.
Olimpia se cubría los senos con los brazos cruzados y estaba medio escondida detrás de la puerta. Tancredi hacía correr el agua en la bañera, intentaba regularla porque salía demasiado caliente.
Se volvió hacia ella y le sonrió.
—Pero ¿por qué te da vergüenza? ¡Después de todo lo que hemos hecho!
Olimpia lo golpeó en la espalda.
—¡Idiota! ¿Qué tiene que ver? Eso es distinto.
Tancredi fingió que le había hecho daño.
—¡Ay, cómo me duele!
—Sí, y yo me lo creo… Pero ¿cuánto falta? —Metió la mano en el agua—. Está perfecta, venga, vamos a meternos…
Olimpia poco a poco se sumergió en la bañera. Tancredi cerró el grifo y se quedó quieto delante de ella, completamente desnudo. Olimpia sacó una pierna del agua con malicia; tenía un poco de espuma en la rodilla. Empezó a acariciarle el muslo a Tancredi con el pie y, lentamente, fue subiéndolo. Entonces sonrió.
—Mmm, te hago efecto.
—Muchísimo. —Tancredi estaba excitado. El pie de Olimpia no quería pararse. Siguió moviéndose despacio hasta que llegó a rozarlo. Tancredi entró en la bañera con lentitud y, todavía excitado, se puso de rodillas entre las piernas de Olimpia y se las abrió.
—Ay, más despacio…
Tancredi sonrió.
—Sí, y yo me lo creo…
—Tienes que creértelo, has hecho que me dé un golpe con el grifo.
Empezaron a reírse mientras él buscaba un punto de apoyo para deslizarse suavemente sobre ella. Al final lo consiguió y, con dulzura, comenzó a empujar con los glúteos hasta que estuvo dentro de ella.
—Eso es, así.
Olimpia lo sujetaba con fuerza; agarrada a sus hombros, mojada, apoyaba el rostro en su cuello y se mordía el labio mientras él la tomaba con suavidad.
—¿A qué hora vuelven tus padres? —preguntó Tancredi.
—Han dicho que más tarde.
—Pero ¿estás segura?
—Sí… Venga… No pares. —Tancredi no lo pensó más. Siguieron amándose dentro de la bañera, meciéndose apasionados en el agua caliente. Entonces se oyó un claxon—. ¡Oh, Dios mío! —Olimpia se puso rígida. Se inclinó hacia delante mientras él seguía moviéndose encima de ella—. Quieto. —Se concentró para oír cualquier posible ruido. De repente se levantó una persiana—. Es nuestro garaje. Son mis padres. Ya han vuelto.
—¿Qué?
—Sí, muévete.
Salieron de la bañera volando. Tancredi se resbaló al pisar el suelo.
—¡Venga, muévete!, ¿qué haces ahí?
—Me he caído. —Se levantó dolorido. El deseo de hacía un momento se había apagado del todo. Al cabo de un segundo ya estaban en la habitación de Olimpia. Se vistieron de prisa y corriendo. Tancredi, todavía mojado, intentó ponerse los calcetines sin mucho éxito; se puso los bóxer, después los pantalones y la camisa y al final los zapatos. Hizo una bola con los calcetines y se los metió en el bolsillo.
—Pero venga, ¡cómo tardas! Muévete, que ya están subiendo.
Así que se sentaron en el salón y pusieron la tele. Justo en el momento en que entraban los padres.
—¿Olimpia? ¿Estás en casa? ¿Eres tú?
—Sí, mamá, estamos en el salón.
Tancredi se levantó cuando llegaron los padres.
—Buenas noches…
—Ah, hola, Tancredi.
—Hola.
Giorgio, el padre de Olimpia, le sonrió.
—Pero ¿no estás viendo el partido?
Tancredi se excusó.
—Sí, estaba cambiando de canal. Pero ahora tengo que irme a casa, porque tengo que ir a una fiesta más tarde.
—Ah, sí, es verdad. Esta noche es la fiesta del decimoctavo cumpleaños de tu amiga Guendalina. —El padre de Olimpia miró el reloj—. Tendréis que daros prisa.
—Sí, sí; de hecho, ya me iba. Hasta pronto, señora. Buenas noches.
Tancredi ya estaba a punto de salir del salón, pero, al meter la mano en el bolsillo para sacar las llaves del coche, se le cayó un calcetín. Antes de que el padre pudiera recogerlo, Olimpia lo atrapó al vuelo.
—Tu pañuelo… Te acompaño.
Y se fueron hacia la cocina.
Giorgio miró a su mujer.
—Pero ¿eso era un pañuelo?
—Sí, fingiremos que sí; como que nos creemos que estaban viendo la tele.
Tancredi y Olimpia se dieron un beso en la puerta.
—Qué vergüenza, tu padre ha estado a punto de recoger el calcetín.
—Eh… Como siempre, te he salvado… ¡Si no fuera por mí!
Lo empujó afuera.
Tancredi se volvió hacia ella.
—Pero ¿crees que se han dado cuenta?
—Qué va… Se lo tragan todo.
Tancredi sonrió.
—De acuerdo, nos vemos dentro de un rato. Y vacía la bañera.
—Sí, hasta luego. No llegues muy tarde.
—No. —Entonces se volvió una última vez y le sonrió—. Pero luego seguimos donde lo hemos dejado, ¡eh! Me estaba gustando. En casa de Guendalina habrá bañera, ¿no?
—¡Márchate! —Y cerró la puerta.
Tancredi condujo su Porsche a toda prisa hasta su casa. Se desnudó, se metió debajo de la ducha y se secó en un momento. Se puso un traje oscuro y una camisa blanca, calcetines negros —que le provocaron una sonrisa al ponérselos— y luego se anudó unos Church’s último modelo. Bajó corriendo, saltando los escalones de la casa de dos en dos, hasta que la encontró.
—Hola… —Claudine estaba quieta, de pie en la penumbra, apoyada contra la pared—. Estás aquí… Pensaba que estabas durmiendo.
—Te he oído llegar.
—Ah, perdona, te he despertado.
—No dormía.
—Mejor así, hermanita.
Le dio un beso en la mejilla. A continuación, antes de que saliera corriendo, ella lo detuvo.
—Tengo que hablar contigo.
—Hermanita, llego supertarde. ¿Podemos hablar mañana?
—No. —Se quedó callada y bajó la cabeza—. Ahora.
Entonces Tancredi le habló de una manera más tranquila, la escuchó, le arrancó una sonrisa y al final la convenció para que hablaran a la mañana siguiente. Luego salió corriendo de inmediato, subió al Porsche, arrancó, dio la vuelta a la plazoleta y, derrapando sobre la grava, se fue de la villa a toda velocidad.
Tancredi exhaló un largo suspiro y cerró el informe.
Aquella noche se lo pasaron bien en la fiesta. Encontraron un baño e hicieron el amor. Aunque no en la bañera, sino en el suelo, sobre una alfombra. Fue precioso. Miró de nuevo a Olimpia, su sonrisa, sus hijos. Se había casado con Francesco D’Onofrio, el mismo chico que él le había presentado a Claudine una tarde de verano, en la piscina. Pero a ella no le gustó. La vida es como un gran rompecabezas incompleto.
Entonces se acordó de una noche de hacía tiempo. Había hecho un puzle dificilísimo con su padre, Vittorio. Reproducía la Mona Lisa. Tardaron más de tres horas en hacerlo y, cuando casi estaba terminado, se dieron cuenta de que faltaba la última pieza, precisamente la que tenía que completar aquella célebre y misteriosa sonrisa. La estuvieron buscando por todas partes. Pero habían abierto la caja en aquella habitación y no se habían movido de allí. Entonces Tancredi vio que Buck, su golden retriever, movía la cola en una esquina del salón. Así que se le acercó.
—¡Mira quién la tenía! —La pieza que faltaba estaba allí, en la boca del animal. Se la quitó con facilidad y, a pesar de que estaba un poco mojada y masticada, pudo colocarla y completar así aquella sonrisa.
Sin embargo, hay piezas que no se sabe dónde han ido a parar y que nunca se encontrarán.
Después de aquella noche, no volvió a ver a Olimpia, no contestó a sus llamadas. Había querido verla aquel día, veinte años después. No era feliz. Exactamente como él desde entonces.
—Arranca, Gregorio. —El coche se movió lentamente y en seguida se mezcló con el tráfico de Turín.
Tancredi miraba en silencio por la ventanilla mientras perseguía quién sabe qué otro recuerdo. Savini lo miró por el espejo retrovisor. Decidió que era el momento de decírselo:
—Puede que haya encontrado una solución.