27

—Hace más de dos años que no los veo. Los echo de menos.

Sofía terminó de preparar la maleta.

Andrea la miraba sereno, con amor.

—Claro. Estoy contento de que vayas. Me gusta que hayas conseguido encontrar una sustituta.

—Sí… —Ekaterina Zacharova tenía tres días disponibles. Para Sofía había sido un alivio. Se había cogido también el fin de semana y no regresaría hasta el domingo por la noche—. Adiós, cariño. Te llamaré más tarde.

Le dio un beso suave en los labios.

Él la detuvo antes de que se separara del todo.

—Otro. Ya sabes que nunca tengo suficiente.

Volvieron a besarse. Andrea retuvo los labios de su esposa. Era como si no quisiera dejar que se fuera, como si la mantuviera consigo con tan sólo respirarla. Después se separaron.

—Te llamaré cuando llegue.

El taxi estaba ya debajo de casa, no encontró tráfico de camino al aeropuerto y el vuelo salió a su hora. No les había dicho nada a sus padres. Les había llamado varios días antes y les había hecho las preguntas de siempre:

—¿Qué tal? ¿Todo bien? ¿Papá está descansando? ¿Qué haréis el miércoles?

—Estaremos en casa.

Claro, ¿qué otra cosa iban a hacer? Sus padres no salían casi nunca y, desde que habían regresado a vivir a Ispica, sus breves pero frecuentes visitas a Roma se habían ido espaciando cada vez más hasta desaparecer del todo.

El avión aterrizó puntualmente. Había pocos taxis a la salida del aeropuerto de Catania. Sofía esperó con paciencia. Al fin llegó uno. Mientras se dirigía hacia casa, contempló por la ventanilla el paisaje que de pequeña la había acompañado durante sus vacaciones: las montañas, la vegetación, los cactus. Era una tierra de colores intensos. La roca de las montañas contrastaba con el mar tan cercano. Pagó el taxi y se dirigió al portal. Lo abrió con sus llaves pero, una vez frente a la puerta de la casa, prefirió llamar al timbre.

—¿Quién es? —se oyó desde detrás de la puerta—. Vince, ¿acaso esperabas a alguien?

—No… ¿Por qué?

Sofía sonrió al escuchar las voces de sus padres en aquel extraño y curioso diálogo. A continuación oyó que alguien se movía detrás de la puerta y deslizaba despacio la tapa de la mirilla para ver quién era.

La joven sonrió y saludó con la mano.

—Soy yo… Sofía.

Las cerraduras hicieron mucho ruido al abrirse.

Era Grazia, su madre.

—¡Qué bonita sorpresa! ¡Sofía! ¡Pero si no me habías dicho nada! ¡Qué bien que estés aquí!

Se abrazaron y, en seguida, llegó Vincenzo, su padre, desde el salón.

—¡Esta sí que es buena!

También se abrazaron. Después la hicieron pasar y cerraron la puerta.

—No me lo puedo creer. Íbamos a llamarte más tarde, ¡imagínate que no te hubiéramos encontrado y Andrea nos hubiera dicho que estabas aquí! ¡Adiós sorpresa!

—Pero Andrea no os lo habría dicho…

—¿Ah, sí? ¿Os habíais puesto de acuerdo?

Sofía los miró con ternura. Habían envejecido, ya eran unos ancianos y lo único que les habría dado un poco de vida habría sido un nieto.

—¿Dónde está Maurizio?

—Ah, tu hermano siempre está por ahí; él y sus ordenadores… Ha recibido un buen encargo del Ayuntamiento de Noto. Se ve que no tienen ni idea, porque lo llaman un día sí y el otro también, ¡siempre hay algún problema! —Le sonrió.

Su padre le cogió la bolsa de la mano.

—Ven, te acompaño a tu habitación.

—Gracias, papá, pero ya puedo yo.

—Que no se diga que una mujer lleva la maleta. —Llevó el trolley, que no pesaba demasiado, hasta la habitación de Sofía, y lo puso encima de la silla—. Si necesitas cualquier cosa, llama.

—Espera, espera… —Su madre llegó antes de que cerrara la puerta—. Te he traído toallas. —Y las dejó sobre la cama—. Arregla tus cosas. Nosotros te esperamos allí. —Dicho aquello, salió de la habitación y cerró la puerta para dejarla sola.

Sofía miró a su alrededor. Allí estaba todo lo que había formado parte de su adolescencia: los peluches, los pósteres, las fotos. En la mesa, metidas debajo del cristal, había unas cuantas postales, preciosas imágenes de lugares lejanos que le habían enviado sus amigos durante las vacaciones.

Sofía se desnudó, fue al baño y se dio una buena ducha. Se secó y se puso un chándal de felpa muy cómodo. Después se reunió con su madre en la cocina, donde la mujer estaba hojeando una revista. Cuando la vio entrar, la cerró y puso las dos manos encima de ella.

—Qué contenta estoy de verte.

—Yo también, mamá. —Sofía se sentó frente a ella.

Su madre la observó con aire curioso.

—¿A qué debemos esta sorpresa? ¿Va todo bien? ¿Andrea?

—Todo bien, mamá. Tenía ganas de veros.

—Hace mucho que no estamos juntos.

—Sí, por lo menos un año.

—Dos, hija mía, ya han pasado dos años.

—¿En serio? Cómo pasa el tiempo.

Entonces su madre miró hacia la otra habitación. Se oía la televisión encendida en el salón. Decidió que necesitaban un poco de tranquilidad, así que se levantó y cerró la puerta de la cocina. Volvió a sentarse frente a ella, sonriendo.

—Así estaremos más tranquilas, entre mujeres. —Le frotó las manos con las suyas para manifestar su felicidad. De repente se puso seria—. ¿De verdad que no hay ningún problema, hija mía? —Sofía negó con la cabeza—. ¿Me lo dirías?

—Creo que sí.

Conocía muy bien a su hija. Podía estar segura de que decía la verdad. Se tranquilizó y se sintió aún más contenta de tenerla allí.

—Pues entonces estoy realmente feliz, en serio.

Sofía sonrió.

—Y tú, mamá, ¿cómo estás?

—Bien. Tengo algunos dolores, pero es normal. Tu madre tiene sesenta y cinco años, te acuerdas, ¿no?

—¿Y todavía discutes tanto con papá?

—Bastante. —Entonces se quedó en silencio—. ¿Sabes?, una vez estuve a punto de dejarlo.

Sofía permaneció callada. No, aquello nunca se lo había contado y no se lo esperaba. Grazia prosiguió:

—Ni siquiera sé si tiene sentido contártelo.

—Como tú quieras, mamá.

—Cuando haces eso me pones nerviosa.

—Eres tú la que ha dicho que quizá no tenga sentido…

—Pero es una manera de hablar. Bueno, te lo contaré de todos modos. —Ordenó sus ideas y después empezó—: Era un hombre guapo, alto, de ojos oscuros, con un perfume magnético… —Sofía se sobresaltó. Pero ¿qué le estaba contando su madre? Grazia advirtió su estupor—. Magnético, que te gusta mucho, que te atrae. Eres mujer, ya me entiendes. —Sofía seguía sin poder creerse lo que estaba oyendo. «Mi madre tiene sesenta y cinco años, mi padre setenta y seis, ¿y ella me habla de un hombre de perfume magnético? La vida siempre consigue sorprenderte». Entonces Grazia le sonrió—. Y tú lo conociste.

Aquello todavía dejó más asombrada a Sofía.

—¿Yo lo conocí?

—Sí, y estoy segura de que también te gustó.

—Pues yo no me acuerdo, mamá. ¿Estás segura? Pero ¿en Roma o aquí?

—Fue aquí, en Sicilia, era verano. ¡Tenías cuatro años!

Sofía exhaló un suspiro.

—Ah… ¡O sea, que fue hace más de veinte años! ¡Cómo me iba a acordar!

—Estábamos en el parque y él se acercó mientras yo estaba contigo y con tu hermano y te cogió en brazos. Y tú, que normalmente pataleabas, que no te gustaba que te cogieran los desconocidos, te quedaste tan tranquila entre sus brazos y te echaste a reír; le hacías muecas. Me acuerdo como si fuera hoy. —Su madre suspiró y retrocedió en el tiempo hasta recordar algún que otro episodio: una llamada telefónica, unas palabras, tal vez un momento de secreta intimidad. Después regresó con su hija—: ¿Te acuerdas? Se llamaba Alfredo, te regaló una muñeca con una camiseta roja.

Sofía se acordaba de ella. Le había puesto el nombre de Fiore, como una amiguita que tenía de pequeña en la escuela y a la que después ya no volvió a ver. Aquella muñeca, en cambio, todavía la conservaba, estaba en su habitación.

—Estaba loca por él —continuó Grazia—. Era la pasión, el sueño, la fuga… Cuando pasaba un día sin verlo me ponía nerviosa, me enfadada, lloraba. Era todo lo que vuestro padre no me había dado.

Se detuvo sin añadir nada más, dejándole tiempo para digerir aquel secreto, aquella confesión después de tanto tiempo.

—¿Por qué no dejaste a papá?

Grazia calló. Le habría gustado decir: «Por ti, por tu hermano Maurizio, porque estaba casada, porque era sólo una aventura». Pero entonces dijo la verdad:

—Lo hice. Una mañana que vosotros estabais con la tía y tu padre estaba en Roma, preparé la maleta. Tenía treinta y nueve años, necesitaba pocas cosas; tenía amor y aquello bastaba, así que me reuní con él en el parque. Habíamos quedado en un bosque que había detrás de la plaza, donde nos habíamos visto muchas veces. —Y fue como si Grazia estuviera de nuevo allí, esperándolo.

—Cariño… —Fue corriendo a su encuentro y dejó caer la maleta a sus pies. Lo abrazó con fuerza y empezó a besarlo en la boca sin freno, sin pudor, y en seguida se encendieron sus pasiones. Ella llevaba una falda ligera y las piernas, que sabían a crema recién aplicada, bronceadas. Se sentaron en el primer banco que encontraron sin pensar en nada. Las manos ávidas de Alfredo se deslizaron bajo la falda, acariciaron aquellas piernas, las estrecharon con fuerza.

Ella intentó desabrocharle el cinturón y, después de varios intentos, lo consiguió. Como por arte de magia, todo se hizo más fácil. Quedaron como atrapados, mordidos por la pasión: el deseo, respiraciones robadas, aquellos suspiros bajo el canto de las cigarras lejanas, cada vez más fuertes, incluso un grito y una mano que le tapa la boca. Y al final aquella mirada. Se echaron a reír a causa de aquel momento perfecto. Permanecieron quietos así, contentos y satisfechos sobre aquel banco, ligeramente sudados de amor, el uno sobre el otro.

Sólo entonces pareció reparar él en la maleta.

Ella se percató de su mirada.

—Me voy contigo…

Él se apartó, le sonrió y la sujetó por los brazos.

—No puede ser.

—¿Por qué? No me apetece esperar a que vuelvas dentro de diez días.

Él exhaló un suspiro, la soltó y dejó caer los brazos. Pero la miró a los ojos.

—Estoy casado.

Ella permaneció en silencio. ¿Por qué nunca le había dicho nada? Pero entonces pensó que no era tan importante. Al final esbozó una sonrisa.

—Yo también. ¿Y qué más da?

En aquel momento, Alfredo se separó de ella e hizo que se sentara a su lado. Después se puso los pantalones en su sitio, se subió la cremallera y se abrochó el cinturón. Sólo entonces volvió a mirarla.

—Sí, pero yo la quiero.

Grazia se sintió morir. Las lágrimas asomaron en seguida a sus ojos. Se levantó de golpe y buscó sus bragas por el banco, pero no las encontró. Al final las vio. Se habían caído al suelo, estaban llenas de polvo. Las recogió, las sacudió y se las metió en el bolso. Después se acercó a la maleta, la cogió y empezó a caminar. Las lágrimas le rodaban por el rostro y no tenía fuerzas para volverse. Sin embargo, habría querido oírlo gritar su nombre; a cada paso abrigaba aquella esperanza. «¡Grazia! —le habría gustado oír—. No es verdad. ¡Te quiero a ti!». O bien: «Grazia, también te quiero a ti…». Habría sido peor, pero al menos habría sido algo. Sin embargo Alfredo no dijo nada. Y cuando al final ella logró darse la vuelta, en aquel banco ya no había nadie.

—¿Por qué me lo has contado?

Grazia exhaló un largo suspiro y se colocó un mechón rebelde detrás de la oreja.

—No lo sé. —No obstante, en aquel momento su mirada parecía más serena, como si al confesar su infidelidad se hubiera quitado un peso de encima—. Necesitaba contárselo a alguien.

Sofía se levantó, se dirigió a la nevera y se sirvió un vaso de agua.

—¿Quieres algo, mamá?

—No, gracias. No bebas de prisa, que está fría. —Sofía no escuchó su consejo. Después, cuando estaba a punto de salir, su madre la detuvo—. No he vuelto a saber de él ni lo he buscado.

Ella sonrió.

—Has hecho bien. Estaba casado.

Y se fue a su habitación. Se puso a leer para intentar distraerse.

Más tarde, oyó que su hermano llegaba a casa. Entonces salió de la habitación y corrió a su encuentro.

—¡No me lo puedo creer! ¡Sofía!

Se abrazaron con afecto y se besaron.

—Maurizio, ¿sabes que estás pero que muy bien?

—Pero si se me han quedado los ojos bizcos de pasar tantas horas delante de esos ordenadores.

El padre se interesó.

—Ese es el problema de este país…

—¿El qué?

—¡Que nadie sabe cómo funcionan!

Grazia pasó a su lado justo en aquel momento.

—¡Esa es la suerte que tienes! Venga, a la mesa.

Fue una cena muy sabrosa, compuesta sólo por especialidades sicilianas: pasta a la Norma, sardinas rellenas, unas rebanadas de harina frita llamadas panelle y una cassata recién hecha comprada en la pastelería de la esquina.

—¡Vais a hacer que engorde!

Su padre estaba muy sonriente.

—¡No, no, así te acordarás de lo buena que es nuestra cocina y vendrás más a menudo!

Su hermano también se mostró de acuerdo:

—Sí, vuelve pronto… que nunca comemos tan bien, te lo aseguro.

Grazia no dijo nada. Miraba a su hija en silencio. Sofía se dio cuenta y su madre le sonrió. La joven bajó la mirada y siguió comiendo. Tal vez su madre quería que digiriera su historia. Cuando la cena acabó, todos ayudaron a quitar la mesa. Después, Maurizio salió porque tenía una partida de billar. Grazia se puso a hablar por teléfono con una amiga. Entonces fue Sofía la que cerró la puerta del salón por indicación de su padre.

—Mejor, si no, nos pondrá la cabeza como un bombo… ¿Sabes que puede hablar una hora seguida sin que la que está al otro lado tenga oportunidad de intervenir? ¿Ha hecho lo mismo también contigo?

—¿Cuándo?

—Hoy, esta tarde. He visto que os habéis encerrado en la cocina.

—Sí… ¡Pero me he defendido!

—Muy bien, hija mía.

—¿Y a ti cómo te va, papá?

—Ya sabes… —exhaló un pequeño suspiro—. Echo un poco de menos el trabajo… —Empezó a explicarle su vida de jubilado: con quién se encontraba en la plaza, quiénes, por desgracia, ya no estaban, quiénes se habían convertido en abuelos. Sofía escuchaba sus palabras e intentaba parecer atenta, pero en realidad estaba pensando en algo muy distinto: revivía lo que le había contado su madre y sufría al ver que su padre ignoraba aquel engaño. Pensaba en lo distinta que podría haber sido su vida si el otro hombre le hubiera dicho a su madre: «Sí, ven conmigo.»— ¿Me estás escuchando?

—Claro, papá… —Entonces Sofía le prestó más atención.

—Si no fuera por tu madre… Es ella la que acaba obligándome a participar en las fiestas del pueblo. —«Al menos tiene algún mérito», pensó Sofía—. El próximo lunes, por ejemplo, se celebra la cena en la plaza. Me gusta ir con tu madre, nos lo pasamos bien a pesar de que hay que hacer una donación y nunca puedes dar demasiado poco.

—Bueno, sí, claro… —Siguió escuchándolo, pero acabó distrayéndose de nuevo. Pensó en Stefano, en que su vida era parecida a la de su padre. Pasan los años, llegan nuevas generaciones, pero algunas cosas, lamentablemente, permanecen inalterables—. Me voy a dormir, papá…

Le dio las buenas noches también a su madre, se encerró en su habitación, llamó a Andrea y luego se quedó dormida sin pensar demasiado. No soñó, o al menos, si lo hizo, al día siguiente no recordó nada.

Los días siguientes fueron de completo relax: algún paseo hasta la playa, un salto al mercado para comprar los indispensables cazzilli —unas croquetas de patata a las que no había sido capaz de renunciar desde pequeña y por culpa de las cuales a menudo tenía que ponerse a dieta.

La tarde antes de irse, se encontró con aquel chico.

—¡Sofía Valentini! —Se volvió, sorprendida por aquel grito—. ¡No me lo puedo creer! ¿Qué haces aquí? ¡Es demasiado bonito para ser verdad! ¡Y eres demasiado bonita para ser real! Pero ¿eres tú, verdad?

Sofía se echó a reír.

—Sí, sí, soy yo… Y no te ofendas, pero la verdad es que no me acuerdo de quién eres.

El chico se llevó las manos a la cabeza.

—No puede ser, ¿cómo es posible? —Pero no le dio tiempo a responder—. ¡Soy Salvatore Catuzzo!

—Venga, ¿me estás tomando el pelo? ¡Salvatore!

Entonces Sofía lo abrazó y se dieron un beso.

—¡Cuánto tiempo!

—Una vida.

Sofía lo miró con más atención. Había sido su sueño desde muy joven, había estado locamente enamorada de él y además fue su primer beso. Se acordaba de todo perfectamente: un día de invierno, durante las vacaciones, hacia las cinco de la tarde, Salvatore la llevó al acantilado del elefante. En el mar aquel día había temporal y además hacía frío. Soplaba un mistral fuerte y cortante. Pero él se empeñó. Llegaron hasta allí en bicicleta.

—¡Nos pondremos aquí!

—Pero es peligroso, hay muy mala mar.

—¡Y qué, Sofía! Mira que eres exagerada. —Así que ascendieron hasta la cima del acantilado. Las olas eran tan fuertes que los salpicaban algunas gotas—. Sofía, tú me gustas.

—Y tú a mí.

A la muchacha aquellas palabras no le parecieron nada del otro mundo. En las películas, antes de los besos, las declaraciones siempre eran bonitas, y después se decían palabras de ensueño. Pero Salvatore le gustaba mucho, así que cerró los ojos, como le habían aconsejado sus amigas y, cuando notó aquellos labios en los suyos, abrió la boca, siempre siguiendo las indicaciones de las más expertas. Pero en el momento en que Salvatore le metió la lengua en la boca, casi se muere. Nunca se había imaginado que pudiera ser tan larga. Por otra parte, aquello no se lo habían explicado sus amigas. Luego, mientras se resistía a aquel extraño enroscamiento, llegó una gran ola que los empapó.

—Chica, qué pasada, ¿te acuerdas?

—Sí, ¿quién podría olvidarlo?

Aquel beso fue único en todo y por todo, pero el Salvatore de entonces ya no tenía nada que ver con el que recordaba: había engordado, tenía una barriga bastante prominente y estaba completamente calvo.

—Salvo, ven, tenemos que volver a casa.

En la calle, un poco más allá, una chica rubia y con el mismo tipo que él —y que llevaba a un niño y a una niña de la mano— lo miraba con curiosidad mientras esperaba una respuesta.

—¡Ya voy! Y de ella, ¿te acuerdas?

Sofía la observó con más atención.

—No…

—¡Ya está bien, no te acuerdas de nada! ¡Es Gabriella Filoni! Me casé con ella, ahora tenemos dos hijos.

—Ah, sí, ahora ya sé quién es. Qué bien, me alegro muchísimo por vosotros.

Permanecieron un instante en silencio.

—Bueno, me voy corriendo, que Gabriella me espera. ¿Te quedarás mucho?

—No, me marcho mañana. Me ha gustado verte.

—A mí también.

Y de aquel modo se alejó, se reunió con Gabriella, agarró al niño de la mano y luego lo cogió en brazos. Empezó a hablar con su esposa mientras se dirigían al coche. Gabriella se volvió y la miró de nuevo. Lo más seguro era que estuvieran hablando de ella. «No te preocupes, no volveré a besarlo, puedes estar tranquila». Sofía se echó a reír y volvió a casa.

Al día siguiente, cuando estaba a punto de irse, su padre se le acercó.

—¿Seguro que no quieres que te lleve? Me gustaría mucho.

—Papá, es demasiado tarde, y luego tienes que volver solo hasta aquí. Ya he llamado a un taxi.

—Como quieras, pero prométeme que volverás pronto.

—Te lo prometo.

Y tras decirse aquello, se besaron.

Sofía se despidió de Maurizio, que estaba arreglando el ordenador de casa.

—Y este tampoco funciona, hermanita, es una epidemia.

Le dijo a su madre que la acompañara hasta la calle, ya que había insistido mucho en ello. Cruzaron el portal y no había ni rastro del taxi. Permanecieron en silencio. Sofía albergaba la esperanza de que el vehículo llegara pronto. Al final, Grazia habló:

—¿Estás molesta porque te lo haya contado?

—No lo sé. Tal vez. Habría preferido no saberlo.

—Quizá el que te lo haya contado ahora tenga un motivo.

Su hija la miró.

—No lo creo, mamá. El único motivo que veo es que has querido hacerlo. No has sido feliz y no ha servido para nada.

—Las cosas suceden.

—Pero nosotros también podemos hacer que no sucedan. Ayer estaba viendo la televisión con papá y, por primera vez en mi vida, no sabía qué decirle, sólo quería irme…

—Lo siento. Pero si no hubiera ido al parque aquella mañana habría vivido toda la vida con aquella duda. En cambio ahora me siento serena.

El taxi llegó y salvó a Sofía de aquella situación embarazosa.

—Adiós, mamá. —La besó—. Nos llamamos.

—Sí. Vive tu vida al máximo. Las cuentas tienes que rendirlas tú sola, y al final.

Sofía habría querido decirle muchas cosas, pero prefirió callar. El taxi se marchó.

Grazia entró en casa y fue a arreglar la habitación de Sofía. Debajo de la mesa, dentro de la papelera, encontró la muñeca Fiore con su camiseta roja.