Miraba hacia arriba, hacia los grandes techos del conservatorio y las vigas envejecidas, mientras escuchaba la música. Observaba las pequeñas ventanas. Siempre hacía lo mismo cuando ella la reñía.
—¿Te he pedido algo alguna vez? Creo que siempre he sabido estar a tu lado sin preguntarte nunca por qué, en silencio, sin pedirte explicaciones. No puedes decirme que no es cierto.
Olja la había retenido al finalizar las clases, después de que se fuera el último alumno. Se quedaron hablando en aquellos bancos de madera en los que Sofía se había sentado por primera vez a la edad de seis años. Estuvieron bromeando sobre aquella época.
—¿Te acuerdas? Siempre querías hacer más, querías ser la primera.
—Era la primera.
Olja sonrió.
—Una vez conseguiste asustarme. Querías tocar el Preludio en sol menor de Rachmaninov y no lo conseguías. Llorabas, dabas puñetazos y te arañabas… Y sólo tenías once años. Aquella vez me diste miedo, ¿sabes? ¿Lo recuerdas?
—Claro que lo recuerdo. Pero tenía diez años. Era todo teatro.
—¿En serio?
—Es que era demasiado difícil para mí, especialmente los cruces de la mano izquierda… Imagínate con diez años.
—Ah, eso es cierto. Quién sabe por qué te habías atascado. Me acuerdo de que cuando viste que aquella chica que era mayor que tú…
—Ekaterina…
—Sí, cuando viste que ella lo interpretaba todo seguido… Te esforzaste todavía más.
—Y dos semanas después yo también lo conseguí.
Olja le dedicó una sonrisa.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
Sofía le cogió la mano y se la acarició.
—Sí.
—Sabes que te quiero… —Olja quería continuar, pero no encontraba las palabras para formularle aquella pregunta. Al final pensó que lo mejor sería intentarlo—. ¿Puedes acompañarme a un sitio el lunes por la mañana? Sólo te pido que me des una hora de tu tiempo. Nada más.
Sofía permaneció en silencio. Se preguntó qué podía significar lo que le había pedido, qué había detrás de aquellas palabras y, sobre todo, quién. «No —sonrió para sí—, no puede ser. Lo prometió, es más, lo juró. ¿Y si hubiera llegado hasta Olja? Ese tipo no se detiene ante nada. Tancredi es de los que juran, de los que dan su palabra a sabiendas de que no la mantendrán. Pero ¿por qué me obstino en pensar que él tiene que estar siempre detrás de todo lo que ocurre en mi vida? ¿Será porque en realidad me gustaría que fuera así?».
—Estate tranquila, no debes preocuparte… —Olja había entrado en sus pensamientos con su acostumbrada educación, de puntillas, como una zarina rusa habituada a la elegancia y el respeto. Había notado inmediatamente que Sofía se había puesto a la defensiva.
La joven enrojeció. No era en aquello en lo que estaba pensando. Entonces miró a Olja. Su maestra sonreía con ternura, aguardaba esperanzada su respuesta. «¿Qué podrá ser?», se preguntó Sofía.
—¿Se trata de trabajo? ¿Tiene que ver con la música?
—Sí, pero de una manera especial. Es difícil de explicar. Creo que lo más sencillo es que vayamos juntas a la cita.
Seguir con las preguntas habría sido descortés. Sofía asintió. Olja no le estaba pidiendo más que una hora de su tiempo. Entonces volvió a verse en aquella sala, sentada al piano con ella al lado, muchos años atrás.
—Cuando toques, mantén los codos más pegados al cuerpo. ¡La postura, Sofía! ¡Espalda derecha! —Las manos de su profesora repetían algunos pasajes y después los probaba ella. Sus deditos de niña se afanaban en intentar seguirla. Con el tiempo, sus manos se hicieron más largas, más afiladas, más seguras; sin embargo, las de su profesora envejecían, se hacían más nudosas, menos vivaces. Cuánta paciencia había tenido Olja con ella, cuánto amor le había dedicado. Y su sueño de preparar a una gran pianista, sus renuncias, la espera de todos aquellos años, el cansancio, todo se había desvanecido de repente.
Sofía la miró, observó aquel rostro cansado y marcado por el tiempo, y en sus ojos vislumbró un atisbo de felicidad, una esperanza encendida. No podía decirle que no.
—Claro, Olja, te acompañaré encantada.
Aquella mañana, de pie delante de la iglesia, Olja mantenía las manos entrelazadas sobre la barriga, sujetaba con fuerza un pequeño bolso de piel y miraba continuamente a su alrededor esperando a que llegara Sofía. Ahí estaba. Reconoció su coche, que avanzaba a una velocidad bastante baja. Olja no pudo resistirse y miró el reloj. Las diez y cuarto. Iban bien de tiempo, la cita era a las once. El Golf se detuvo delante de ella. Sofía se estiró hacia la parte del pasajero para abrirle la puerta. El cierre estaba un poco estropeado. Olja subió al coche. Sofía arrancó.
—¿Cuánto hace que me esperas?
—Oh, no mucho. —No era cierto. Había llegado a las diez menos veinte, preocupada por si iba tarde.
—Toma… —Sofía la ayudó a ponerse el cinturón. Olja consiguió abrochárselo.
—¿Sabes el camino?
—Claro, he mirado la dirección en Internet, me la he impreso. —Sofía sacó una hoja del bolso—. Es esta. Está en el Eur. Llegaremos allí en media hora.
—Bien. —Olja se tranquilizó. Se arrellanó cómodamente en el asiento y se quedó así, con las manos apoyadas en el bolso que tenía sobre las piernas. Mientras conducía, sin que Olja se diera cuenta, Sofía se fijó en cómo iba vestida su profesora. Se había puesto elegante, pero quizá un poco seria. Había escogido un vestido gris demasiado oscuro. Debajo llevaba una camisa blanca abrochada hasta arriba, con un cuello pequeño y redondo y unos botones planos y nacarados. Llevaba un collar que Sofía le había visto lucir en las grandes ocasiones. No se había dado cuenta hasta entonces de que el colgante contenía un icono ruso en miniatura. Sofía sonrió: ciertamente aquel atuendo no era el símbolo de la modernidad.
—¿Has desayunado? ¿Te apetece un café?
—No, no, gracias. Estoy bien. —Olja no tenía muchas ganas de hablar. Se notaba que estaba tensa. Sofía se percató de su estado de ánimo, así que encendió la radio y la sintonizó en una emisora de música ligera.
—¿Has oído qué voz? Es una de las pocas cantantes italianas, junto con Laura Pausini, que ha triunfado en el extranjero…
Olja se volvió hacia ella y le sonrió.
—Es buenísima. Tiene una voz preciosa. —Siguieron escuchando la canción—. ¿Cómo se llama?
—Elisa. Este tema es muy bonito, se llama Luce.
—¿Es triste?
—Cuando una música y una voz son bonitas, no pueden ser tristes. La música sabe expresarlo todo. Sobre todo la música clásica. Pero a ti no hace falta que te lo diga.
Olja la observó con atención.
—¿La echas de menos?
Sofía continuó mirando la carretera con fijeza.
—Muchísimo.
La anciana le puso una mano en el brazo y la acarició. Después sonrió.
—Lo comprendo.
Un poco más tarde, llegaron a su destino. Aparcaron el coche y entraron en un gran edificio. A la derecha había una mesa de cristal. Se sostenía sobre dos antiguas columnas de mármol. Tras ella se encontraba un joven portero con el pelo corto y el uniforme impecable.
—Buenos días.
—Buenos días. Tenemos una cita con el abogado Guarneri.
El portero miró en la agenda.
—Disculpe, ¿cómo se llama?
—Olga Vassilieva.
—Sí, por supuesto. La están esperando. Quinta planta.
Sofía llamó el ascensor y, mientras tanto, echó una mirada a su alrededor. Había cuadros importantes en las paredes y una escultura de madera de Brancusi. Observó una placa de latón colgada de la pared. Debía de tratarse de un bufete de abogados. Además del de Guarneri, figuraban otros nombres de profesionales junto con los de dos empresas. Se llamaban Atlantide y Nautilus. Entonces llegó el ascensor y subieron al quinto piso, donde se encontraron con una secretaria que las estaba esperando.
—Buenos días. Por aquí, por favor, síganme.
Tendría algo más de treinta años e iba vestida con un traje de chaqueta azul oscuro y muy sobrio. Sofía observó el lugar. Era un despacho muy bonito y elegante; las paredes eran de color beis y estaban engalanadas con cuadros cuyos marcos eran de un tono un poco más claro. Al pasar vio varias salas perfectamente decoradas; algunas de ellas estaban vacías.
La chica se detuvo delante de una puerta y la abrió.
—Por favor, siéntense. ¿Quieren que les traiga algo? ¿Un café, un poco de agua, un zumo?
—Yo nada, gracias —contestó Sofía mientras entraba.
—¿Y usted?
—Tampoco, nada.
—¿Está segura? ¿Ni un poco de agua?
—Está bien, un vaso de agua, gracias.
La chica sonrió, le llevó en seguida un poco de agua y luego cerró la puerta a su espalda. Sofía y Olja se sentaron en un elegante sofá de piel oscura. En el suelo había una alfombra nueva, de color nata; el pavimento era de cemento y resina marrón claro. En el medio de la estancia había una mesita baja de cristal con varias revistas importantes encima. Sofía hojeó una de ellas. Entre sus páginas aparecían diversos paisajes inmortalizados en un momento lumínico especial, fotografías espectaculares de los rincones más sugerentes del mundo.
Un rato después, la chica volvió.
—Por favor, si quieren seguirme, el señor Guarneri estará encantado de recibirlas.
Se detuvo frente a una puerta cerrada y llamó.
—Adelante.
Dejó pasar a Sofía y a Olja y se alejó.
—Oh, buenos días, qué placer verla. —El abogado se acercó a Olja y realizó un perfecto besamanos—. Y usted debe de ser la famosa Sofía Valentini. Yo soy el abogado Mario Guarneri. —Se presentó al tiempo que le estrechaba la mano.
—Famosa… Quizá me está confundiendo.
El abogado sonrió.
—Es famosa, es famosa, se lo aseguro. Pero ¿puedo presentarles a mi querido amigo, el doctor Arkadij Voronov?
Un señor de aspecto distinguido y con una barba blanca muy cuidada se levantó de un sofá y se acercó a las dos mujeres. Llevaba unas gafas pequeñas con una montura ligera. Unos cuantos mechones de cabello blanco que tenía sobre las orejas le caían de un modo un tanto desordenado por detrás de la cabeza. Tenía un aspecto simpático, la cara redonda y una bonita sonrisa. Primero le estrechó la mano a Olja y la saludó en perfecto ruso; luego se presentó a Sofía en un italiano seguro pero con un marcado acento:
—Estoy muy contento de conocerla…
El abogado Guarneri invitó a sus huéspedes a sentarse.
—Pongámonos aquí, estaremos más cómodos.
Tomaron asiento en unos sofás para que la reunión fuera más informal.
—Bueno, aquí estamos. —El abogado Guarneri tomó en seguida la palabra—. Por fin la hemos encontrado. —Sofía escuchaba con curiosidad, pero el abogado no le dio tiempo a intervenir—: El doctor Voronov es el director del Instituto de Cultura y Lengua Rusa y el encargado de organizar un evento en el que colaborarán Italia y su país. Ha decidido confiar la apertura del festival a una artista, a una mujer especial que lo ha impresionado por su gran capacidad… —El abogado Guarneri esbozó una sonrisa y luego cogió dos mandos a distancia de la mesa. Con el primero encendió un televisor de plasma y con el otro puso en marcha un lector de DVD. En la pantalla apareció el primer plano de dos manos sobre las teclas de un piano; con las primeras notas, el encuadre televisivo se fue ampliando—. La mujer que nos gustaría que abriera nuestro festival… es usted —dijo el abogado cuando en el centro del televisor se vio a Sofía.
Interpretaba con una sonrisa la sonata Op. 109 de Beethoven, el delicadísimo final, con todos aquellos picados, aquellos trinados que obsesionaban al viejo músico y que conducían a la solución extrema de sus últimas sonatas. Era una interpretación excelente, como si, al acabar, la pianista ya se hubiera imaginado las obras que Beethoven iba a crear a partir de entonces.
Sofía miraba la grabación con la boca abierta. Se acordaba perfectamente de aquella noche. Fue en París, en la Salle Pleyel, durante la apertura de la temporada de conciertos. Tenía veinte años y el vestido que llevaba se lo había regalado Armani para aquella gran gala. Habían pasado diez años. Diez. Salía con Andrea desde hacía poco. Diez años antes, antes de que ocurriera, antes de que tuviera el accidente, antes de que todo terminara… No había vuelto a mirarse desde entonces. No había vuelto a ver ninguna foto de ella al piano ni ninguna filmación en la que apareciera tocando. La embargó la emoción y le costó aguantarse las lágrimas. Sentía los ojos de todos los presentes clavados en ella. Inspiró profundamente, tenía que encontrar el modo de salir de aquella situación. Se guardó las lágrimas, rompió el nudo que tenía en la garganta y al final consiguió hablar:
—¿Me han hecho venir hasta aquí para ver esta película? Podrían haberse ahorrado el esfuerzo. Yo también la tengo.
El abogado Guarneri le sonrió.
—No la hemos llamado sólo por eso. El doctor Voronov me pidió que la buscara y es lo que he hecho. Tiene que hacerle una propuesta importante desde todos los puntos de vista, sobre todo desde el de las relaciones entre Italia y Rusia.
—¿Cómo me han encontrado?
El abogado Guarneri estaba preparado para aquella pregunta.
—Todo el mundo sabe que fue alumna de la señora Olga Vassilieva en el conservatorio. —Guarneri se volvió hacia Olja y le dedicó una sonrisa—. Fue suficiente con preguntarle a ella.
Olja le devolvió el gesto amable. Después, miró a Sofía buscando su complicidad, pero la encontró fría y silenciosa. Entonces, bajó la cabeza, disgustada. Quería volver a Rusia. Volver allí con Sofía y oírla tocar de nuevo habría sido la mejor de las maneras. Tal vez todo aquello todavía pudiera suceder; en realidad todavía no le habían hecho ninguna propuesta a su alumna. El doctor Voronov tomó la palabra al fin:
—Se trata de un acontecimiento muy importante, destinado a reforzar las relaciones entre dos grandes países. Será un gran intercambio cultural y musical entre muchas personas. —Se quedó mirándola en silencio con una sonrisa, esperando que aquellas palabras hicieran alguna mella en ella. Sofía permanecía inmóvil, muda. Había perdido su dureza, estaba más serena. Había decidido escuchar hasta el final, pero no se esperaba en absoluto una propuesta como aquella. El doctor Voronov se sentó más erguido en su sillón—. Le ofrecemos doscientos cincuenta mil euros para que abra el festival y lo cierre tres días más tarde. Se alojará en uno de los mejores hoteles de San Petersburgo, el Grand Hotel Europa. Tendrá un coche con chófer a su disposición y un fondo sin límite para cualquier cosa que quiera hacer… —Entonces se volvió hacia Olja—. Naturalmente, irá acompañada de su profesora y de cualquier otra persona que quiera llevarse con usted. El gobierno y todos nosotros le estaríamos muy agradecidos si aceptara nuestra invitación.
Sofía permaneció impasible. Entonces sonrió al doctor Voronov.
—Lo siento, pero no puedo aceptarlo.
Olja quería morirse. El doctor Voronov se dejó caer contra el respaldo del sillón.
El abogado Guarneri intentó encontrar una solución a toda prisa.
—No tiene que darnos la respuesta en seguida. Será dentro de veinte días, tiene mucho tiempo para pensárselo. Váyase a casa, háblelo con su marido… Tal vez él la deje ir sin problemas.
Y de repente, aquella frase hizo que no le quedara ninguna duda. Se levantó de golpe.
—Lo siento. Tengo que irme.
Guarneri y el doctor Voronov se levantaron a la vez. Olja hizo lo mismo, con desgana. El ruso se despidió:
—Lástima. Lo siento.
El abogado las acompañó hasta la puerta. Entonces se acercó a Sofía y le dijo en voz baja para que no lo oyeran los demás:
—Piénselo bien. La noche es buena consejera, le dejo mi tarjeta. —Sofía la cogió y la dejó caer en su bolso. Entonces Guarneri sonrió—. Si sólo se trata de un problema de precio, estoy seguro de que encontraremos la solución. Estoy aquí para eso.
En aquel momento, Sofía cambió totalmente de actitud. Pasó a ser dura y cortante como nunca lo había sido. Se acercó a Guarneri y le dijo en voz baja, casi susurrando:
—Dígale a su amo que juró que me dejaría en paz. No tocaré nunca para él. —Entonces se volvió otra vez, correcta y sonriente—. ¿Vienes, Olja, o te quedas?
—No, voy contigo.
La mujer se despidió de los presentes y salió con Sofía.
Al cabo de un rato, ambas estaban ya en el coche. Reinaba un profundo silencio entre ellas. Olja apretaba con fuerza las asas de su bolso, las enroscaba, las torturaba intentando calmar así su nerviosismo. Sofía conducía de prisa, cambiando de marcha continuamente para intentar desahogarse también ella de aquella manera. Todo era demasiado raro: un viaje lejos de Italia, el abogado que sabía que ella tenía un marido que no podía moverse, un coche con chófer para pasear por San Petersburgo y, además, todo aquel dinero. Era él. Estaba segura.
—Lo siento, Sofía…
Sólo entonces se acordó de Olja y, poco a poco, fue reduciendo la velocidad. Un poco después le sonrió con serenidad.
—No es culpa tuya, tú no tienes nada que ver.
—Es que yo quería volver a Rusia, y así habríamos ido juntas. Habrías obtenido el reconocimiento que siempre te has merecido y que nunca has tenido. Habríamos vuelto a empezar desde allí, habrías vuelto a tocar y habrías conquistado el mundo, estoy segura. —Sofía la miraba con ternura. Olja parecía otra. Estaba llena de pasión—. Te habría ayudado a lo largo de estos veinte días, hasta marcharnos. ¡Estoy convencida de que incluso habrías conseguido tocar el Rach 3!
Sofía se echó a reír.
—¡Tú confías demasiado en mí! ¡Sería difícil empezar precisamente con Rachmaninov!
Olja insistió.
—No es cuestión de entrenamiento. Es un problema de aquí… —Se tocó la cabeza— y de aquí —dijo poniéndose una mano en el corazón—. Lo habrías conseguido. —Sofía la miró con ternura. Olja se volvió de nuevo hacia ella—. Y además te daban un montón de dinero. ¡Sería como dar cinco mil clases en tres días!
Aquella vez Sofía soltó una carcajada.
—Olja, era un hombre quien me quería, no Rusia.
La maestra se volvió turbada hacia ella.
—Pero ¿qué dices?
Sofía asintió.
—Es así, créeme.
Olja sacudió la cabeza.
—¿Un hombre te paga todo ese dinero a cambio de tu música?
—No, quiere mi alma.
—Entonces no hay precio. Debería saberlo.
Sofía esbozó una sonrisa, extendió la mano y cogió la de su profesora. Se la apretó con fuerza.
—Un día regresaremos a Rusia… pero sólo como turistas.
Olja la miró asintiendo.
—Como tú quieras.
—Ya lo verás, nos divertiremos mucho más.
—Cuando tú tocas, yo me divierto siempre. Ese momento, para mí, es como dar la vuelta al mundo.
La anciana volvió a poner las manos en el bolso y miró por la ventanilla. No se dijeron nada más hasta que llegaron a la iglesia.
Gregorio Savini entró en el despacho de Guarneri. El abogado estaba sentado en su sillón, detrás del escritorio, decepcionado por el fracaso.
—No ha funcionado, ¿verdad?
—No.
El doctor Voronov estiró los brazos.
—Habría sido un concierto precioso. No creía que tocara tan bien. Y además le han ofrecido una cantidad de locura.
Savini se metió las manos en los bolsillos.
—Tendría que haber sido al menos el doble.
Entonces entró Tancredi.
—Con ella no se trata de dinero. Es una cuestión de principios.
Guarneri lo miró fijamente a los ojos.
—Entonces me parece que la cosa va a ser más complicada de lo previsto. Sabía que usted estaba detrás de todo esto.
Tancredi se quedó sorprendido.
—¿Qué se lo ha hecho pensar?
—Me ha dicho: «Dígale a su amo que juró que me dejaría en paz». —Entonces sonrió mirando a Tancredi—. Hemos conseguido cerrar importantes tratos con gente mucho más complicada y desconfiada.
Tancredi, divertido, se dejó caer sobre el sofá.
—Muy bien. La partida se vuelve más interesante. Sólo tenemos que encontrar algo a lo que no pueda decir que no.
Gregorio Savini lo miró con preocupación.
—Pero ¿hay algo?
Tancredi se sirvió un poco de agua.
—Si hay algo, lo encontraréis. Si no lo hay, haréis que exista. Para eso se os paga.