Una semana después, al entrar en casa avanzada la tarde, Sofía, los oyó hablar:
—Pero ¿te das cuenta? ¿Qué significará?
—Quizá quería que lo supieras.
—¿Se puede? —Apareció en la puerta sonriendo, como si no pasara nada, aunque en el fondo de su corazón ya sabía lo que había ocurrido.
—Sí, hola, cariño, claro que se puede… Aunque Stefano ya se iba.
—Ah, te acompaño a la puerta.
—No te preocupes. —Le sonrió—. Ya conozco el camino.
—Lo sé… Pero quiero acompañarte de todos modos.
—Como quieras. Adiós, Andrea, nos vemos el martes.
Stefano y Sofía salieron de la habitación y recorrieron el pasillo en silencio. A ella se le hizo larguísimo; caminaba delante del psicoterapeuta y sentía en su espalda el peso de su mirada, sus preguntas, su curiosidad morbosa. No podía seguir así, aquel silencio era demasiado fuerte.
—¿Quieres tomar algo antes de irte?
Esperó un segundo antes de mirarlo a los ojos. Pensó que iba a encontrarse ante una mirada severa, dura, ante un hombre que quería escarbar en ella, conocer los más mínimos detalles. Porque una cosa estaba clara: ella lo sabía. En cambio, se vio frente a un hombre frágil. Stefano la miraba como vencido, buscando en ella alguna esperanza, un atisbo, la posibilidad de seguir viviendo su amor por Lavinia. Habían llegado a la puerta. Y él se despidió con una voz baja e insegura:
—No, gracias, no quiero nada.
A Sofía le habría gustado decirle: «Entonces nos vemos pronto. Podríamos quedar para cenar aquí, en casa, o para ver una película…».
Pero no pudo. Esbozó una sonrisa y con un simple «Adiós» cerró la puerta. Entonces se reunió con Andrea.
Tenía los brazos cruzados. Cuando la vio, sacudió la cabeza.
—No hacía falta.
—Os he oído antes…
Le dio un beso y después se sentó a los pies de la cama. Andrea la miró disgustado.
—Me has obligado a mentir.
—¿Yo? ¿Y yo qué tengo que ver?
—Habría preferido no saberlo. Se está mejor sin saber nada.
—Pero eso es como no vivir. La vida es sucia, Andrea, tú mismo lo dijiste.
—Sí, pero no así. ¿Por qué? Así es demasiado. Al final yo también me lo he imaginado, he visto a Lavinia con ese otro… En el coche.
—¿En el coche? —Sofía fingió que vivía en las nubes.
—Sí, tu amiga lo hizo en el coche. Eso también es absurdo. En el coche se hace a los dieciocho años, a los veinte… Parece que lo hace adrede, que se siente como una jovencita que quiere ser transgresora…
Sofía no podía creérselo. ¿Cómo se habían enterado?
—Pero ¿estás seguro?
—Stefano ha leído todos los mensajes de su móvil, tu amiga ni siquiera se molesta en borrarlos, ¿lo entiendes? Hay descripciones íntimas y detalladas con contestaciones y comentarios sobre los encuentros, que se han dado incluso en el ascensor de su casa… Además de en el coche. —Sofía no daba crédito a lo que estaban oyendo sus oídos. Andrea continuó—: El iPhone parece inventado a propósito para esos mensajes tórridos. ¿Crees que me lo estoy inventando? Me los ha enseñado, los ha impreso todos. Parecen un chat erótico. «Cuando me la metiste así, cuando me cogiste de aquel modo». Los leía y no quería volver a levantar la cabeza, te lo juro, me quería morir, que me tragara la tierra, desaparecer… Ha sido terrible intentar encontrar algo que decirle.
—¿Y qué le has dicho?
—Nada. No he sabido qué decirle. Me he quedado callado como un idiota. Además él seguía diciéndome: «¿Te das cuenta? Lavinia, digo Lavinia, mi mujer, diez años juntos, casados desde hace seis, y ahora estos mensajes con un tipo más joven que yo. ¿Lo entiendes?». Estaba fuera de sí, se aferraba a la cosa más estúpida, a que el tipo fuera más joven que él… y luego ha continuado. Me decía: «¿Te lo puedes imaginar?». ¿Qué podía decirle? ¿No es que me lo imagine, es que yo ya lo sabía…? —Andrea miró a Sofía y después sacudió la cabeza—. No es justo, coño. Me siento sucio, me siento culpable, me gustaría no haber sabido nada de esta historia, nada.
Sofía le hizo una caricia.
—Cariño, no es culpa tuya. Si aquel día no me hubiera preguntado si me había divertido y tú no hubieras adivinado que Lavinia me estaba utilizando como tapadera, no te habrías enterado de nada… Es Stefano quien nos ha metido en esta situación.
—Ah, pobre, ahora encima es culpa suya…
—Él ha querido saber del mismo modo que ella se lo ha hecho descubrir.
Andrea permaneció en silencio. Se sentía abatido, defraudado. Entonces habló:
—¿Por qué todo empieza y acaba con tanta facilidad? ¿Por qué no hay ganas de construir, de seguir adelante, de renunciar, de ser fuertes? ¿Por qué no se prefiere lo bonito, el amor limpio, el amor honesto…? ¿Por qué…? —Cerró los ojos. Las lágrimas empezaron a caer lentamente por sus mejillas. De repente abrió los ojos, recuperó la lucidez—. ¿Tú también eres así? ¿Yo también tengo que hurgar en tu vida? ¿Debo ser mezquino, debo renunciar a mi dignidad para saber si has estado en un coche o en un sórdido hotel con otro?
Sofía se puso tensa. No sentía ninguna compasión, ningún dolor. Se levantó de la cama.
—Ya te lo he dicho. —Su voz era firme y dura—. Cuando ya no te ame, te dejaré. No me hagas culpable de lo que no lo soy.
—Y tú no te quedes nunca conmigo por compasión.
—¿Tú crees que estás hablando de amor? No hay ni una pizca de amor en lo que estás diciendo. Siempre haces que me sienta culpable por algo. Y, sin embargo, han pasado ocho años y hemos sido felices. Somos felices. ¿Por qué no quieres ver que nuestro amor también ha resistido esa prueba?
—Ven aquí…
—No.
Volvió a ser la chica caprichosa y testaruda de siempre.
—Te he dicho que vengas.
—Y yo te he dicho que no.
Andrea sonrió.
—Ven aquí, por favor. —Se quedaron un rato callados. Andrea volvió a intentarlo—: Venga…
Sólo entonces consiguió que ella se moviera. Se acercó a él pero sin dejar de poner mala cara, con los brazos abandonados a los lados y la cabeza baja, herida por aquella comparación, por aquel tiempo desperdiciado así porque sí. Andrea le cogió la mano, la atrajo hacia él y la besó.
—Tienes razón, perdóname.
—No vuelvas a decirlo nunca más.
—Te quiero.
—Eso sí, eso dímelo siempre.