23

El avión aterrizó un poco más tarde. A la salida del aeropuerto, los esperaba un coche idéntico al de Roma. Tancredi se hizo el gracioso y abrió el cajón de madera, el de en medio de los dos asientos delanteros del vehículo.

—Bueno, ¿puedo ofrecerte algo? ¿Una cerveza, un bíter blanco o rojo, un poco de vino, champán…?

Sofía le siguió el juego.

—Me parece que esta escena ya la he vivido. —Se puso el índice sobre los labios, como si fuera una niña pequeña—. ¿O no? —Aquel gesto excitó muchísimo a Tancredi—. Es como estar en aquella película en la que cada día se repetía la misma historia…

—Ya sé cuál dices, la de Bill Murray, esa en la que siempre vive la misma jornada y así consigue conquistar a las mujeres, porque aprende a conocer sus gustos. La primera vez puede que te equivoques, pero si al final lo sabes todo sobre la persona que te interesa, está claro que resulta más fácil…

—Sí…

—Pero así no tendría ninguna gracia, ¿no?

—No, creo que no.

Tancredi hizo como si nada. Al cabo de un momento, se lo pensó mejor:

—Algunas películas hacen que la vida parezca mucho más fácil de lo que es. Por eso llegan las decepciones después.

—O tal vez nos sintamos decepcionados por haber pedido demasiado. —Permanecieron un rato en silencio. Entonces Sofía se volvió hacia él—. Pero esta noche es tan bonita como una película.

—Me alegra que te estés divirtiendo. Aquí es, hemos llegado.

El Bentley se detuvo delante del Due Torri Hotel Baglioni. Gregorio Savini se bajó del coche y le abrió la puerta para que bajara. Sofía se quedó impresionada por la belleza del hotel, en pleno centro de Verona. Entonces se puso tensa. ¿Para qué se habían parado en un hotel? ¿Qué iban a hacer allí? Intentó calmarse. Tal vez formara parte de la sorpresa.

—¿Está aquí el secreto?

Tancredi sacudió la cabeza.

—No, aquí descansaremos un poco…

—Pero si no estoy cansada.

—Si quieres, charlamos un poco o nos damos una ducha.

—¿Es aquí donde traes a tus mujeres? —le preguntó Sofía, molesta.

La llegada del director, que apareció en aquel instante, salvó a Tancredi.

—Doctor Ferri Mariani. ¡Por fin! Estoy encantado de que nos visite, es un placer conocerlo.

—¿Lo ves?, es la primera vez… —susurró Tancredi.

El director llamó a unos mozos.

—¿Llevan maletas, algún equipaje?

—No, estamos de paso, nos vamos casi en seguida.

El director se sorprendió.

—Cuando me llamó el año pasado para informarse sobre el hotel, me sentí muy honrado y, cuando después lo compró, fui muy consciente de mis responsabilidades… ¿Quiere verlo?

—No, volveré pronto. Hoy estamos de vacaciones.

—Muy bien, como usted desee. Entonces les acompaño. —El director pasó a la recepción y a continuación tomaron el ascensor—. Por aquí, señora. Esta es su suite… —Abrió la puerta con una tarjeta magnética e invitó a Sofía a entrar—. Por favor… Aquí está el dormitorio, por si quiere descansar; aquí está el salón, aquí el baño y esta es la vidriera que da a la terraza. Desde aquí se pueden ver los campos y las viñas de nuestro buen Valpolicella, allí se ve la Arena donde… —Advirtió la mirada de Tancredi y comprendió que estaba hablando demasiado—. Bueno, en definitiva, es una suite muy famosa. Para cualquier cosa, llámenos, estaremos encantados de serle útiles.

Una vez sola, Sofía se sentó en la cama, se dejó caer hacia atrás y se quedó tendida mirando hacia el techo. «No me lo puedo creer. Este hotel es precioso y Tancredi lo ha comprado. Sólo esta habitación es más grande que toda mi casa». Dio unas cuantas vueltas por el salón: había un televisor de plasma de al menos cuarenta pulgadas colgado de la pared como un cuadro; también había un lector de CD Bang & Olufsen sobre la mesa; contaba con dos grandes altavoces y una superficie plana y vertical para los CD que se abría con tan sólo rozarla. Luego fue al baño. Era de un mármol perfectamente trabajado y la ducha tenía un enorme grifo cuadrado. Probó el agua, que se podía regular con unos botones. Brotaba como una especie de lluvia tropical, o con un chorro más lento —como el agua que baja de los canalones—, o con un chorro único, más fuerte, como una cascada.

Oyó que el teléfono sonaba. También se podía contestar desde el baño.

—¿Sí?

—¿Estás en la cama? ¿Duermes?

«Ya está, lo sabía», pensó Sofía.

—No. Y además, si estoy durmiendo, ¿cómo voy a contestar?

—Bueno, quizá porque te hubiera despertado… ¿Puedes salir a la terraza?

—Claro. —Sofía colgó y se dirigió hacia la vidriera. Salió afuera. El balcón lindaba con la otra habitación. Miró a su alrededor. Tancredi estaba al fondo de la baranda, así que se dirigió hacia allí.

—Mira… —Le señaló las colinas lejanas y el sol todavía alto sobre los viñedos—. Cuando el director me habló de esto, me convenció. ¿A que parece una mujer tendida sobre un manto verde? Aquellos son sus senos y lo de abajo unas piernas largas. Y esos viñedos, ¿no te parecen la tela de su vestido, y el sol de ahí al fondo su sonrisa?

Sofía entrecerró los ojos. Las colinas sí que recordaban el cuerpo de una mujer.

—Es verdad.

—A veces no sabemos apreciar lo que nos rodea. Siempre tenemos demasiada prisa…

—¿Qué quieres decir?

Sacudió la cabeza.

—¿Lo ves? Tú buscas otra cosa en mis palabras, tal vez una insinuación. Sin embargo, yo simplemente quería decir lo que he dicho. La belleza está a nuestro alrededor. A veces estamos ciegos. —Sofía sonrió y al fin se relajó. Tancredi se dio cuenta—. Eso es, ahora parece que me he explicado bien, lo veo. Es una lástima perderse las cosas bonitas de esta vida. ¿Nos vemos abajo a las seis? —Miró el reloj—. Dentro de cuarenta minutos, ¿de acuerdo?

—Sí.

Sofía volvió a entrar en su habitación, se quitó los zapatos y se tendió en la cama. Cruzó las piernas y se puso las manos en la barriga. Cerró los ojos y empezó a pensar. Poco a poco fue repasando todo lo que había ocurrido con Tancredi: el encuentro en la iglesia, la charla en la escalera, después el nuevo tropiezo en el bar y, al final, aquel día, Lavinia, las entradas para los U2, Ekaterina Zacharova, el avión y, entonces, Verona. No podía creérselo, se sentía como arrastrada, arrancada de sus puntos de referencia. Y se había dejado llevar. ¿Dónde acabaría?

Se echó a reír. Qué exagerada, ¿dónde podía acabar? En ningún sitio. Iba a vivir aquel día y más tarde lo recordaría. Se lo contaría a Lavinia después de echarle una buena bronca. Como se conocía, cogió el móvil, programó el despertador a las seis menos diez y lo apagó. De todos modos, estaba en clase con sus chicos, ¿no? Tampoco podía tenerlo encendido. Y con aquel pensamiento, se durmió.

El cielo rosado del atardecer. Unas gaviotas vuelan bajas, cada vez más, y rozan el agua. Una de ellas coge algo con el pico; durante un segundo, se la ve a contraluz, brilla en el azul del mar. Luego toma altura, va subiendo, cada vez más arriba, y se pierde entre las nubes con su pescado. Sofía está tendida en la arena, apoyada sobre los codos, las piernas ligeramente dobladas. No lleva nada, está desnuda y bronceada. Divisa unos rizos claros entre las piernas y ninguna marca de bañador. Se toca el pecho, se acaricia el pezón, se vuelve a poner un poco de crema.

—Eh, pero ¿qué estás tramando tú sola? ¿No me esperas? —Su voz. Cálida, sensual, maliciosa, escondiendo una carcajada. Sofía mira a la derecha, a la izquierda, a su espalda—. Estoy aquí…

Entonces por fin lo ve. Está en el agua, delante de ella. Sofía cierra un poco las piernas mientras él sale del mar. Sonríe mientras camina. El agua le llega al pecho, después desciende más abajo, hasta el vientre, hasta la cadera… Él tampoco lleva bañador. Sigue caminando. Ahora el agua sólo lo cubre hasta la altura de los muslos y Sofía, al verlo, se sonroja. Pero no se vuelve, sino que mira su deseo. También Tancredi sonríe, sin vergüenza, sin pudor, mirándola entre las piernas ya entreabiertas. Entonces se oye el grito fuerte de una gaviota, aún más fuerte, cada vez más. Parece como si el mar se retirara. Las nubes desaparecen, el cielo se despeja.

De pronto Sofía abrió los ojos. El despertador. «¿Ya? ¡Cómo ha volado el tiempo! Para mí que es la tensión de toda esta historia. —Se sentía todavía caliente y excitada—. Menos mal que ha sonado el despertador. —Quién sabe lo que habría ocurrido después, se habría tendido a su lado, ¿y luego? Se sonrojó—. Menos mal que me he despertado. ¿Con qué cara lo habría mirado si hubiera soñado hasta el final?». Se echó a reír, fue al baño, se lavó la cara con agua fría, se maquilló con lo poco que llevaba y se peinó. Después se miró al espejo. «Pero ¿qué te está pasando? ¡Normalmente nunca te acuerdas de los sueños!». Luego salió de la habitación. Llamó el ascensor y, cuando llegó al vestíbulo, miró a su alrededor.

El director salió a su encuentro:

—El doctor Ferri Mariani la está esperando fuera.

Sofía le dio las gracias y se dirigió a la salida.

—¡Aquí estoy! —Tancredi estaba fuera, pedaleando sobre una bicicleta—. Aquella es la tuya. —Le señaló con la barbilla una bicicleta que estaba aparcada delante del hotel, ligeramente apoyada en el caballete—. Pero sabrás montar, ¿verdad? ¿No te irás a caer? ¡A ver quién aguanta luego a tus alumnos si, en vez de tener un día a Zacharova, la tienen durante un mes!

Sofía rio divertida.

—¡Pues claro! ¡Todavía estoy en forma! —Y diciendo aquello, levantó el caballete, subió a la bicicleta y empezó a pedalear—. Mira… también sé ir sin manos. —Las quitó y recorrió unos metros. En seguida, viendo que se ladeaba, cogió de nuevo el manillar—. Y bien, ¿adónde vamos?

—Por aquí…

—¿Seguro?

—¡El director me ha hecho un plano!

Y de aquel modo se pusieron a pedalear el uno junto al otro, tranquilos, serenos, sin prisa.

—¿Has descansado un poco?

—Sí…

Sofía pensó en su sueño, en la imagen de Tancredi saliendo del agua excitado. Ladeó la cabeza de manera que el pelo le cayera delante de la cara y se escondió al notar que se sonrojaba.

—Aquí es, hemos llegado. Esta es la famosa casa de Julieta. —Dejaron las bicicletas a un lado—. ¿Habías estado antes en Verona?

—Sólo una vez. —Sofía se acordó de que había tocado en la Arena en un concierto muy importante acompañada por grandes músicos extranjeros—. Pero no había estado en la casa de Julieta.

—Bueno, pues ese es el balcón y esa es la estatua. Ya sabes qué hay que hacer, ¿no?

—Sí.

Acarició el seno derecho de Julieta y cerró los ojos.

—¿Qué deseo has pedido?

—No se puede decir: si no, no se cumpliría.

—Pero si se cumple, ¿me lo dirás?

—Sí…

Después Tancredi también tocó el pecho de la escultura. Se volvió y la miró.

—Yo también te lo diré… Si se cumple. —Y lo dijo sin insinuar nada, al menos eso le pareció a Sofía. Después volvieron a coger las bicis—. Es tarde, dentro de poco vendrá el coche a buscarnos al hotel, ¡debemos darnos prisa! ¿Te atreves a echar una carrera?

—¡Por supuesto!

Sofía comenzó a pedalear con fuerza.

—¡No vale!

—¿Cómo que no? —Se levantó del sillín para hacer más fuerza con las piernas y se dirigió a toda velocidad hacia la piazza delle Erbe; aceleraba cada vez más, y casi voló a lo largo del corso Sant’Anastasia y hasta llegar al hotel—. ¡Primera! —Frenó casi clavando la rueda delantera; tuvo que poner en seguida los pies en el suelo para no caerse—. ¿Has visto? He ganado.

Un poco después llegó Tancredi.

—Me parece que te entrenas los domingos…

—Qué tonto… No había vuelto a montar desde que era pequeña… —Entonces se pasó una mano por la espalda—. Creo que debería darme una ducha. ¡Estoy completamente sudada!

—De acuerdo, cuando estés lista te espero abajo.

Sofía cogió el ascensor y, al llegar a la planta, entró en la habitación.

Mientras se desnudaba, se puso a sonreír. Se lo estaba pasando bien. Hacía tanto tiempo que no disfrutaba de un día así… Ligero. Sí, aquella era la palabra adecuada. Estaba bien con Tancredi; aquel hombre hacía que siempre se sintiera cómoda. Aquello era algo muy importante para ella. Se metió en la ducha con un único pensamiento: «¿Le encontraré algún defecto? Y, sobre todo, algo aún más grave, ¿lo tendrá?». Abrió el chorro de agua, se lavó rápidamente, se secó aún más de prisa y, al cabo de pocos minutos, estuvo lista.

Tancredi estaba sentado en el bar, esperándola. La miró avanzar hacia él. Le sonrió. Sofía se detuvo, él se le acercó y la cogió por el brazo.

—¿No quieres decirme adónde vamos?

—Dentro de poco lo sabrás.

—Me da la sensación de estar en una película.

—Ella era Julia Roberts. Pero tú eres más hermosa.

Una vez fuera del hotel, Savini bajó del coche y le abrió la puerta a Sofía para que se sentara en la parte de atrás. Tancredi subió por la puerta opuesta y se sentó a su lado. El coche arrancó, silencioso, y se internó en el tráfico de Verona. Sofía le dedicó una sonrisa a Tancredi y luego le señaló el botón que servía para separarlos del chófer.

—¿Puedo?

—Claro.

Hizo subir el cristal. Ya estaban solos.

—¿Sabes? Creo que eres un tipo realmente extraño.

—Yo pienso lo mismo de ti.

—No, en serio, no estoy bromeando.

—Yo tampoco.

—Es como si te escondieras. En realidad podría ser todo mucho más sencillo, pero es como si no quisieras aceptar la normalidad.

—Interesante análisis. ¿Y por qué, según tú?

—Tal vez porque tengas miedo.

—O sea, que al final el miedica soy yo…

—Quizá… O puede que sea que en el fondo no te importe nada de nada.

—También este otro análisis resulta interesante. ¿Y cuál crees que es el correcto? ¿O es que hay otro?

—El tercero podría ser este: tú crees que todo es tuyo, no sólo las cosas, sino también las personas. Durante un instante les concedes el mundo, haces que se diviertan, haces que se sientan el centro del universo. Luego, según mi opinión, cuando te aburres las echas.

—¿Tan malo piensas que soy?

—Quizá.

—¿No podría haber una lectura distinta?

Sofía sonrió.

—Sí, podría ser. Tal vez.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Mucho. Pero no te daré esa satisfacción: yo no me llevaré un disgusto. De todos modos, después de esta noche todo habrá acabado.

Tancredi miró hacia fuera por la ventanilla.

—¿Tan segura estás?

Sofía permaneció un momento en silencio.

—Sí. Lo he decidido.

—Pero ¿no podría ser todo más sencillo, como decías tú?

—¿Qué quieres decir?

—Nunca he encontrado a la persona adecuada.

—Demasiado sencillo.

El Bentley circulaba entre el tráfico de Verona, por el Lungadige; luego giró a la izquierda y, al final, adelantó unos cuantos coches y se dirigió rápidamente hacia la Arena por la derecha.

—Entonces ¿después de esta noche no volveremos a vernos?

—Exacto.

—¿Y no podrías pensártelo mejor?

—No.

—A veces contestamos con demasiada seguridad sólo porque no estamos seguros del todo…

Sofía le sonrió.

—Es verdad. Pero no en este caso.

Tancredi se volvió hacia ella.

—De acuerdo, pero ahora no estropeemos la sorpresa. Hemos llegado.

El automóvil se detuvo frente a una gran cancela. El guardia de seguridad comprobó el pase que llevaban en el salpicadero del coche. Todo estaba en regla. Le hizo un gesto al compañero que estaba en el interior del patio. La verja se abrió y el coche entró en el aparcamiento. Uno de los empleados de la Arena fue en seguida a recibirlos. Tancredi y Sofía bajaron del coche.

—Gracias.

—De nada, señor, ¿puede mostrarme las entradas? —El asistente echó un vistazo rápido—. Sus asientos están al fondo a la derecha. Que se diviertan.

Tancredi cogió a Sofía del brazo. Ella intentó vislumbrar las entradas que llevaba entre las manos para ver si podía descubrir qué espectáculo había elegido para ella. Tancredi se dio cuenta y se las metió en el bolsillo.

—¿Nos sentamos? —Tomaron asiento el uno junto al otro. El escenario estaba en penumbra. Un foco de luz cortaba la oscuridad, pero no dejaba adivinar lo que iba a ocurrir. Tancredi la miró con una sonrisa—. Venga, ya falta poco… Aguanta. —Sofía empezó a mirar a su alrededor. Buscaba desesperadamente una pista: un cartel, una entrada que alguien tuviera en la mano, un programa, una gorra, una camiseta, pero nada. No había nada. Estudió a la gente que tenía cerca. Había personas mayores, pero también jóvenes, chicos, chicas, extranjeros, italianos, personas de color, un japonés. No había ningún elemento que pudiera ayudarla a descubrirlo. Nada. Tancredi se dio cuenta de su inquietud—: ¿Quieres cambiarte de sitio? ¿No te gusta donde estamos?

Le estaba tomando el pelo. Había pedido las mejores localidades para ella.

—No, gracias, este sitio es perfecto…

—Ah, es que como veía que mirabas a tu alrededor… —Justo en aquel momento, se apagaron las luces. Tancredi le sonrió en la oscuridad y empezó a hablarle con una voz cálida—: Tiene treinta y un años, ha ganado nueve Grammys… Gusta… Sí, o sea, bastante, pero a ti mucho. Su nombre empieza por N…

Una voz norteamericana gritó:

—¡Buenas noches, Italia!

Se encendieron algunas luces al fondo, fuegos artificiales azules, blancos y rojos destellaban desde detrás del escenario.

—¡Buenas noches, Verona!

Y en seguida empezó a cantar apareciendo por detrás.

In your message you said

Sofía estaba boquiabierta.

—Norah Jones…

—Sí, lo has adivinado…

Sofía se puso de pie y empezó a bailar, divertida, junto con todas las demás personas que tenía a su alrededor. Seguía el ritmo con los ojos cerrados, con las manos en alto, moviéndose al compás de la música de Chasing Pirales.

Norah Jones cantaba con voz cálida, el coro, a su espalda, se movía perfectamente al compás.

—¿Te gusta?

—¡Muchísimo! Es una sorpresa estupenda.

Tancredi estaba contento de verla tan entusiasmada. Sofía se movía siguiendo el ritmo y bailaba como una quinceañera cualquiera. Y así continuó durante varios temas… Thinking About You, luego Be Here To Love Me, y al final December. Uno tras otro, Norah Jones interpretó las últimas canciones hasta que la Arena se llenó de pequeñas luces, de móviles, de encendedores con la llama al viento y de gente que gritaba:

—¡Otra! ¡Otra!

Un momento después, Norah Jones reapareció en el escenario y cantó Don’t Know Why aún mejor que todos los temas que había interpretado hasta aquel momento, como si no notara el cansancio de todo el concierto. Luego entonó Come Away With Me como si acabara de empezar a cantar. Al final, cerró con una bellísima sonrisa y un grito: «¡Gracias, Verona! A kiss to ¡Romeo y Julieta!».

Lentamente, se fueron encendiendo las luces y la gente empezó a dirigirse hacia la salida.

Tancredi condujo a Sofía hasta el coche.

—Me ha gustado muchísimo… ¡Demasiado! ¡Ha sido una pasada!

—Ya…

—Pero tú… ¿cómo podías saberlo?

—Lo leí en el periódico.

—No, que Norah Jones es mi cantante favorita.

Tancredi albergaba la esperanza de que no le hiciera aquella pregunta.

—Ah, perdona, me lo dijo tu amiga Lavinia.

—Ah, claro…

Subieron al coche. Sofía se había quedado taciturna. Tancredi se dio cuenta.

—¿Qué te pasa? ¿Algo va mal?

—No, no, estaba pensando en que me perdí uno de sus pocos conciertos en Italia, en Lucca. Creo que fue en 2007.

—De alguna manera, lo hemos arreglado…

—Sí.

Llegaron en seguida al aeropuerto. Bajaron del coche y subieron al avión.

El comandante salió a su encuentro.

—¿Todo bien? ¿Podemos irnos? Es la hora que tenemos asignada para despegar…

—Sí, gracias, comandante.

Se sentaron y se abrocharon los cinturones de seguridad. El avión empezó a circular en seguida. Se dirigió al centro de la pista, aumentó las revoluciones de los motores y después se separó del suelo. Un poco más tarde, pasaron por encima de la Arena. Sofía se asomó a la ventanilla.

—Hace poco estábamos justo ahí… Y ha sido un concierto precioso. Gracias.

—De nada. A mí también me ha gustado mucho. Me estás haciendo descubrir muchas cosas.

—¿Como cuáles?

—La música clásica, Ekaterina Zacharova, Norah Jones. Un mundo nuevo. Creo que cada vez que una persona conoce a otra se abren nuevos caminos… Quién sabe qué pasará ahora.

Sofía sonrió.

—Quién sabe… Por ahora, algo muy sencillo. Debería ir al baño…

—Está al fondo.

Se levantó de la butaca y se dirigió hacia la cabina que le había indicado. La abrió, atravesó un dormitorio matrimonial muy elegante —de madera clara y piel de Alcántara— y entró en el baño. Se peinó. Miró el móvil. Ningún mensaje. Andrea no la había buscado. Sabía que estaba con Lavinia y no quería molestarla. Cuando salió de la cabina, vio que Tancredi estaba sentado a una mesa. Estaba puesta y había una vela en el centro. El joven la estaba encendiendo.

—¿Comemos algo?, ¿te apetece? Me habría gustado llevarte a cenar a un precioso restaurante de las colinas veronesas que me han aconsejado, pero no habríamos llegado a tiempo a Roma… Tal vez en otra ocasión. —Sofía lo miró y negó con la cabeza. Después se sentó frente a él—. ¿No, no quieres comer o…?

—No a lo de tal vez en otra ocasión.

—De acuerdo, como quieras. Toma, he preparado el menú Sofía. —Le pasó la carta. Era cierto, incluso llevaba su nombre impreso. Ella sonrió y la abrió. Todo le gustaba. Eran platos típicos de las regiones más diversas: pasta siciliana a la Norma, trofie genovesas al pesto, macarrones a la arrabbiata, chuleta a la milanesa y lubina a la palermitana. También había guarnición, fruta y postres—. No he podido poner más porque aquí la cocina es pequeña. No te digo que la próxima vez me organizaré mejor porque ya sé que sacudirás la cabeza…

—Exacto.

Llegó la azafata y Sofía pidió exclusivamente comida siciliana.

—¿Te gustaría escoger el vino? Tenemos varios en el botellero. ¿O prefieres champán?

Sofía miró la carta.

—Escógelo tú.

—Está bien. ¿Me trae un Cometa de Planeta?

La azafata desapareció.

—Toda la comida que has escogido es siciliana. Por lo general, me gusta acompañar lo que como con vino de la misma región…

Cenaron mientras volaban, a la luz de la vela, con un excelente vino blanco frío. Rieron, se contaron cada uno un poco de su pasado. Tancredi, claro está, ya conocía todos los pormenores, pero fue muy hábil a la hora de hacerle creer que lo oía todo por primera vez.

—Y así empezaste a tocar… Tu primer concierto con sólo ocho años… Increíble.

Y escuchaba atento todos los detalles mientras recorría con la mente las fotos de aquella época, las frases del diario, un artículo, una grabación, algo que de alguna manera enriqueciera todavía más aquella sencilla narración.

Poco después aterrizaron.

—Bueno… Hemos llegado.

—Gracias… —Saludó a la azafata, al segundo piloto y luego al comandante—: Realmente, ha sido una velada magnífica…

Tancredi la acompañó hasta su coche, en el aparcamiento.

—Ya hemos llegado.

—Ya hemos vuelto a la realidad.

—¿Has estado a gusto?

—Bastante. —Tancredi se quedó sorprendido por aquella respuesta. No estaba acostumbrado a los «bastante». Sofía lo miró a los ojos—. No sé cómo te las has ingeniado para averiguar todas esas cosas sobre mí. Al principio me molestó, ahora ya no me importa. Pero ha habido un error.

—¿Cuál?

—Norah Jones. Me has dicho que te lo había dicho Lavinia, pero ella no sabía que me gustara Norah Jones. —Después sonrió—. Te pedí que me dijeras la verdad. Ahora te informaré de algo más importante: odio a los mentirosos. —Tancredi no supo que decirle. Se había equivocado. Sofía entró en su coche—. Durante un instante, pensé que eras el hombre perfecto… —Entonces le sonrió—. Ahora estoy mucho más tranquila.

Cerró la puerta y se fue.

Tancredi se quedó mirándola. Entonces cogió el móvil del bolsillo.

Sofía conducía de prisa hacia casa. En seguida encontró sitio para aparcar el coche y miró la hora. Medianoche. Todo era creíble. Se acordó de la belleza del ascensor del hotel de Verona, de la suite, la terraza, el concierto, el avión, la cena a la vuelta… Todo aquello estaba fuera de su alcance, y también de su imaginación. Después sacó el teléfono del bolso. Dos mensajes. El primero era de Lavinia.

«¿Me perdonas? ¿Ha sido bonito? ¡Mi concierto ha sido fantástico! ¿Nos llamamos mañana? Te quiero».

Lo borró. No era más que una chiquilla. Después miró el segundo mensaje. «Perdóname, no quería mentirte. El concierto de los U2 ha sido perfecto, el último bis ha sido Where the Streets Have No Name. No te molestaré más. Este es mi número. Búscame si quieres. Buenas noches. Tancredi».

Se quedó con el teléfono en la mano delante de la puerta de su casa. Estaba indecisa sobre si borrarlo o no. Mantenía el pulgar quieto sobre la tecla. Miró el mensaje, tomó una decisión y entró en casa.

La voz de Andrea llegó desde el dormitorio.

—Cariño, ¿te lo has pasado bien?

—Sí, mucho… —contestó desde el salón.

—¿Vienes aquí?

Sofía respiró hondo, se sentía culpable. Luego pensó: «En realidad no he hecho nada, ha sido todo culpa suya y de Lavinia». Así que fue a la habitación. Andrea estaba leyendo un libro: Pastoral americana, de Philip Roth. Lo dejó sobre sus piernas y sonrió.

—Siguen siendo buenos, ¿eh? Los vi una vez en el estadio Flaminio, en 1993. Todavía no nos conocíamos…

—Sí, muy buenos. —Le besó en los labios—. ¿Quieres beber algo?

—Sí, un poco de agua. Ah, aclárame una curiosidad.

Sofía estaba de espaldas, cerró los ojos. No iba a ser fácil. Entonces se volvió y sonrió.

—Claro, dime.

—¿Han hecho algún bis al final del concierto?

—Sí… Where the Streets Have No Name.

Y en aquel momento se sintió realmente culpable.