22

Bajó del coche sonriendo; extendió los brazos y levantó las manos, como para disculparse.

—Espera, no te enfades. —Tancredi la miró intentando convencerla—. Sólo te robaré un minuto…

Sofía no podía creérselo. Debía de estar soñando. Tancredi se acercó a ella mientras la joven bajaba la escalera. Estaba bastante enfadada.

—¿Cómo te atreves a entrar en mi vida sin permiso?

—Pero si no he entrado en ella: sólo le he echado un vistazo y he visto que trabajas demasiado. —Para Sofía era una situación completamente absurda. Creyó que lo mejor sería irse a su casa. Tancredi siguió observándola e imaginó lo que estaba pensando—. De acuerdo, hagamos una cosa: esta tarde pasamos un rato juntos y unimos la utilidad con el placer. —Se dio cuenta de que Sofía se estaba poniendo nerviosa, así que continuó—: El placer podría ser que te tomaras unas breves vacaciones, pero, sobre todo, que haces una buena acción, dado que Ekaterina Zacharova, como sabes, no lo está pasando demasiado bien. Lo útil sería que nos conoceríamos.

—¿Y por qué será útil?

—Porque así después podrás decidir si quieres volver a verme. En caso de que la respuesta sea no, desapareceré.

—Ya lo habías prometido, y sin embargo aquí estás.

—No. Pasaba por casualidad por la zona cuando te he visto en la escalinata y, de repente, me he dado cuenta de que tenías la tarde libre… A propósito, ¿no te parece extraño que siempre nos encontremos delante de una iglesia?

—No me parece extraño, todo esto me parece absurdo… —Tancredi estaba de pie frente a ella. Llevaba una americana azul, una camisa blanca y unos pantalones de algodón grises. Iba muy elegante. Sofía no conseguía explicarse aquella situación. Había vuelto a ocurrir y le molestaba aquella intrusión en su vida. Aun así, era cierto que la constancia de Tancredi había conseguido avivar su curiosidad—. No te rindes nunca, ¿eh?

—Casi nunca. A veces sí, sólo cuando me doy cuenta de que podría resultar maleducado. Si me dices que no te busque más, esta vez lo haré.

—¿Mantendrás tu palabra de verdad?

Tancredi cruzó los dedos sobre la boca.

—Lo juro.

Sofía se echó a reír.

—¡No había visto un gesto así desde que dejé los escoltas! ¡Hace casi veinte años!

—¿Lo ves?, me necesitabas a mí para volver a ser una escolta, y sobre todo para hacerte reír.

Ella levantó una ceja.

—¿No volveremos a vernos después de hoy?

—Si tú no quieres, no, ya te lo he dicho.

—¿Y si me secuestras?

Tancredi suspiró.

—¿Gregorio? —Se abrió la ventanilla delantera. Savini se asomó—. ¿A que no voy a secuestrarla?

—En absoluto, señora, puede fiarse de él.

Sofía miró a Tancredi y él extendió los brazos como diciendo: «Lo has visto, ¿cómo no te vas a fiar?». Entonces ella también sonrió. Había que reconocer que la situación era bastante divertida, no había nada de malo en charlar un rato con él. Darían una vuelta y luego no volverían a verse. Decidió aceptar la invitación.

—De acuerdo.

Tancredi abrió la puerta del coche y la hizo subir; después la cerró y rodeó el vehículo hasta alcanzar la otra portezuela. Subió él también y el elegante Bentley Mulsanne arrancó sigilosamente. Tancredi la miró. Sofía parecía encontrarse a sus anchas.

—Estoy muy contento de haber sido capaz de convencerte. Habría sido un error no darnos esta oportunidad de conocernos un poco mejor.

Sofía levantó las cejas.

—¿Un error para quién?

—Para los dos, tal vez…

El automóvil circulaba de prisa. Tancredi pulsó un botón y una gruesa mampara de cristal se interpuso entre ellos y el chófer. Cuando se cerró del todo, Tancredi la miró: era más bonita de lo que recordaba, de como aparecía en todas aquellas grabaciones y en las fotos. Mientras observaba su boca, sus ojos que miraban hacia delante, sus manos inmóviles sobre las piernas, recordó las redacciones que había leído, sus poesías, las frases que había subrayado en aquellos libros, las que había escrito en sus diarios. Se acordó de cómo la había visto de jovencita en las fotos del pueblo, en aquella motocicleta…

Sofía se volvió hacia él.

—Has conseguido lo que querías, ¿estás contento?

—Mucho. ¿Tú no?

—Yo no lo he buscado.

—Tienes razón.

—Si te hubieran dado a ti una sorpresa así, ¿cómo te la habrías tomado?

Tancredi sonrió.

—Buena pregunta. ¿Me dejas que lo medite un momento?

—Claro.

Sofía, en cambio, pensó en su vida, en sus alumnos con Ekaterina Zacharova, en ella en aquel coche con un desconocido. Y luego en su marido. ¿Qué habría dicho Andrea de todo aquello? Y de repente se acordó de una frase de Lavinia:

«"El sentimiento de culpa pertenece a nuestra cultura, nos lo ha inculcado la Iglesia…" ¿Y entonces? ¿Yo me siento culpable? —Y en aquel instante se dio cuenta—: No. Me siento libre».

—Quizá me hubiera dado miedo.

Las palabras de Tancredi la sacaron de sus pensamientos.

—¿En qué sentido?

—El mundo está lleno de locos… Pero si después hubiera visto a Savini, me habría tranquilizado. Mejor dicho, me habría gustado una sorpresa así. ¿Quieres darme una tú también?

—No sería capaz. No soy tan testaruda como tú, nunca habría podido encontrar a Ekaterina. Y además, cuando me dicen que no, con una vez tengo bastante.

—Es que yo finjo que no oigo.

—Esta vez lo has jurado.

—Es verdad… —Repitió el signo de los escoltas y Sofía volvió a reírse.

—De todos modos, hacia las ocho y media tengo que estar de nuevo en la iglesia. Tengo un compromiso esta noche.

—¿Seguro?

—Claro. No te estoy mintiendo.

Tancredi permaneció en silencio durante unos segundos.

—Entonces haremos una cosa: si el compromiso de esta noche se cancela, te quedas conmigo.

—Es imposible que se cancele.

—Apostémonos algo.

—¿Y yo qué gano?

—Lo que quieras. ¿Quieres bajar del coche? ¿Tienes miedo?

—No tengo miedo.

—Pero tal vez te lo hayas pensado mejor y no te apetezca estar conmigo.

—No me lo he pensado mejor.

Sofía miró hacia delante y se le ocurrió una idea:

—Si mi compromiso no se cancela, tú me dejas durante todo un día a mis anchas con este señor de aquí delante para que me haga de chófer y me lleve a donde quiera.

—¿Incluido el coche?

—¡Claro!

—De acuerdo, y si el compromiso que tienes se cancela te quedas conmigo hasta medianoche…

—Perfecto.

Tancredi le tendió la mano.

—La apuesta está hecha. —Sofía se la estrechó. Sintió un escalofrío. Él la miró a los ojos—. Y las apuestas se pagan.

—Yo siempre las pago.

Le sonrió.

—Mejor así.

Era guapo y se mostraba muy seguro de sí mismo. A veces le daba miedo, otras la hacía reír. Sofía retiró la mano.

—Lo siento. Has perdido…

Tancredi se rio.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Porque una amiga mía ha comprado entradas…

—Para un concierto.

Sofía se quedó atónita. ¿Cómo podía saberlo? A lo mejor sólo se lo había imaginado, quizá lo hubiera dicho por ver si acertaba.

—Sí, y como sabe que es algo que me gusta muchísimo…

—No te haría nunca una cosa así, ¿es eso? Pero puede que surja un imprevisto, algo que tú no hayas tenido en cuenta. Tal vez te haya escrito un mensaje para avisarte de que por desgracia no puede ir…

Sofía lo miró con fijeza. No podía creérselo, no era posible. Lo decía por decir, se estaba marcando un farol. No conocía a Lavinia. No podía haber organizado todo aquello. Abrió el bolso y buscó en los bolsillos, debajo del monedero, de la agenda, de las llaves, hasta que encontró el móvil. Lo abrió y vio el sobre que parpadeaba. Sí, pero podría ser cualquiera: Andrea, algún amigo, el aviso de que tenía una llamada perdida de un momento en el que no había cobertura. Entonces Sofía leyó el mensaje y se quedó de piedra. Era de Lavinia: «No te enfades. Voy a ver a los U2 con Fabio, no puedo decirte nada, pero creo que tu programa te gustará más, te quiero».

Tancredi la miró con una sonrisa.

—Mi padre siempre me decía: «Por estar demasiado seguros, se pierden las apuestas más fáciles».

Sofía se había quedado sin palabras. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué hacía aquello? ¿Había conocido también a Lavinia? ¿Había sido él quien le había dado las entradas? ¿Cómo sabía lo de los U2? Creyó que se volvía loca.

—Déjame bajar.

Tancredi se puso serio.

—Pero no es justo. Has perdido la apuesta. Las deudas hay que pagarlas.

El coche seguía su marcha.

—¡He dicho que me dejes bajar!

Sofía empezó a darle puñetazos al cristal que la separaba del chófer. Savini se dio cuenta. Miró a Tancredi por el espejo retrovisor y él le hizo un gesto de asentimiento. El coche se paró junto a la acera. Sofía se bajó corriendo de la parte de atrás y Tancredi salió inmediatamente detrás de ella.

—Espera, venga, no te enfades… —Intentó detenerla. Ella se liberó en seguida y se volvió para encararse a él:

—No me toques o me pongo a gritar.

—Tienes razón, perdona, pero hablemos un momento… —Sofía se puso a caminar de nuevo a toda prisa. Tancredi iba a su lado—. Sólo quería verte.

—No me gustas. No sabes pedir las cosas.

—¡Es que si te las pido siempre me dices que no!

—Y eso quiere decir que no y basta, hazte a la idea.

Tancredi continuó intentando hacer las paces.

—Perdona, pero eres injusta. ¡Podría haberte pedido mucho más! ¡Yo ya sabía que iba a ganar! En cierto modo he sido honesto…

—Tienes un concepto de la honestidad un poco extraño.

—Bueno, pues digamos que no me he aprovechado. Sólo te he pedido un poco más de tiempo… Venga, no te pongas así.

Le puso de nuevo la mano en el brazo. Ella se paró de repente y lo miró, molesta. Tancredi levantó rápidamente los brazos, como diciendo: «Tienes razón. ¿Lo ves?, no te toco». Sofía exhaló un suspiro.

—¿Cómo has conocido a Lavinia?

—Ha sido una casualidad, soy amigo de Fabio. —No era verdad, pero aquello la tranquilizó. Permanecieron un segundo en silencio—. Tienes razón, me he equivocado. Hagamos una cosa: aunque hayas perdido la apuesta, te presto al chófer para que me perdones…

Aquella última frase la hizo reír. Después volvió a ponerse seria.

—No me líes más. —Se volvió de espaldas y regresó al coche caminando de prisa. Tancredi la alcanzó y le abrió la puerta. Sofía lo miró a los ojos—. Te lo repito por última vez: no vuelvas a engañarme nunca más. —Tancredi realizó un movimiento con la mano—. Y no jures como los escoltas.

Sofía subió al coche. Una vez Tancredi también hubo entrado, Gregorio Savini arrancó. De vez en cuando echaba un vistazo por el retrovisor para ver cómo iban las cosas. Era extraña aquella chica, parecía distinta de todas las demás. Tenía más carácter y era independiente. Por lo poco que había leído y comprendido de la documentación, era una muchacha profunda y sensible. Savini volvió a mirar por el espejo. Las cosas se habían arreglado, estaban riendo de nuevo. ¿Habría conseguido Tancredi salirse con la suya? Y, cuando la consiguiera, ¿se cansaría en seguida de ella? Sí. Sería como con las demás: la dejaría una mañana temprano con un regalo, una nota, unas flores, con una de las muchas frases que ya había utilizado para hacerse olvidar sin rencores.

¿Y si fuera ella la apropiada? ¿Existe una mujer adecuada para cada hombre? ¿Era ella la mujer que le estaba destinada a Tancredi? Savini sonrió. Tancredi enamorado, eso sí que habría estado bien.

—Bueno, ¿puedo ofrecerte algo? —El joven abrió un pequeño mueble de madera clara situado en el centro del coche, empotrado entre los dos asientos delanteros. Una luz iluminó diversas clases de bebidas: cerveza, cerveza sin alcohol, Crodino, bíter blanco y rojo, Campari, una botella de medio litro de vino blanco, un tinto, un botellín de champán.

Sofía no mostró ninguna admiración.

—Un Crodino, gracias.

Tancredi lo cogió, le quitó el tapón y lo sirvió en un vaso.

—Aquí tienes, ¿quieres también unas aceitunas, patatas fritas, cacahuetes?

—No, gracias…

Esperó a que él también cogiera algo. Tancredi abrió una cerveza, se la sirvió en un vaso y lo levantó hacia ella.

—Por nuestra primera salida…

Sofía lo miró. Le habría gustado añadir: «… y también la última», pero le pareció demasiado descortés, así que brindó y empezó a beber. Mientras tanto, lo observaba. Qué raro: lo había conocido en pantalones cortos y camiseta, mojado y sin nada con lo que cubrirse, pero se lo volvía a encontrar vestido con elegancia, con un espléndido coche y encima con chófer. «Cómo engañan las apariencias —se dijo espiándolo desde detrás del vaso—. Es guapo, es misterioso, seguramente rico y tal vez deshonesto. Quién sabe cómo habrá conseguido su riqueza. ¡Imagínate que me arrestaran en su compañía! ¡Qué pensarían Andrea, mis padres, mis amigas, Olja!».

—Bueno, ¿a qué te dedicas tú en la vida?

—¿Quieres decir que en qué trabajo?

—Bueno, sí, aparte del hecho de que tienes mucho tiempo libre…

—Sí… —Le sonrió, había sido una estocada certera—. ¿A ti qué te parece que hago?

Sofía se lo imaginó todo sudado, con una máscara en la cara, en una gran hacienda en Bolivia, dando vueltas por las cubas y controlando las fases de elaboración de la pasta de coca.

—Pues, no sé. Tal vez te dediques al comercio… —Bebió un poco de Crodino—. Espero que a algo legal…

—También me dedico a eso. Bastante legal. —Sofía lo miró con preocupación—. Quiero decir que tengo empresas en el extranjero e intento explotar al máximo las posibilidades de la importación-exportación. Te pondré un ejemplo: si la madera que se corta en Canadá llega directamente a Italia, pagas una cantidad; pero si la compras desde otros países europeos y después la importas a Italia, te ahorras un cincuenta por ciento…

—Ah… —Pero aquello no la había ayudado a entender en qué trabajaba con exactitud, así que decidió ser más directa—: No me gustaría meterme en ningún lío precisamente hoy, cuando, como dices tú, es nuestra primera salida…

—No. De momento no van a arrestarme… He mirado el horóscopo. —Tancredi podría haberle hablado de los centenares de acciones que formaban parte de su patrimonio, de sus inversiones y de su infinita riqueza, pero lo consideró inútil por completo. Sabía perfectamente que a ella no le interesaba todo aquello—. ¿Tú enseñas música?

—Sí, pero eso ya te lo dijo Simona, tu espía de seis años. Tienes muchas mujeres informadoras.

—Pues sí. —Tancredi sonrió. Sofía se preguntó qué le habría contado Lavinia en realidad, si le habría hablado de sus éxitos internacionales, de su particular historia. De por qué había dejado de tocar…— No me ha contado nada más… —Había adivinado sus pensamientos y no quería ponerla en un aprieto—. Excepto una cosa…

—¿El qué?

—Es una sorpresa.

—Me gustaría saberlo…

—Pero si te lo cuento estropearemos la sorpresa. Así que mira… —consultó el reloj—, lo sabrás, como máximo, dentro de cinco o seis horas. ¿Puedes aguantar?

Sofía pensó que no debía de tratarse de nada importante. Sí, podría aguantar, así que lo dejó correr. Le contó lo que había pensado de él la primera vez que lo vio.

—Pero ¿te das cuenta? Pensé: y ahora este qué quiere, con sus pantalones cortos y completamente mojado; como mínimo, me roba el bolso, o peor aún, el coche, que justo aquel día me había prestado Lavinia.

—¡Sí hombre!

—¡Sí! Y cuando te encontré en el bar, al principio pensé de verdad que se trataba de una casualidad. Lo cierto es que a veces soy realmente ingenua… —Entonces puso mala cara—. Pero otras veces no, ¿eh…? No si me lo propongo.

—Ah, claro… No lo dudo.

—¿No me crees?

—¡Cómo no! ¿Quieres volver a apostar? Da la casualidad de que tengo alguna fecha libre para la próxima semana…

—¡Mejor que no! A saber en qué otro lío me meto… Tú ya sabías que Lavinia iba a ir al concierto con Fabio. Has jugado sucio.

—Nunca he dicho lo contrario, no habría puesto en peligro a mi chófer tan fácilmente. —Siguieron riendo y bromeando—. Y qué era aquella música del coro…

—Bach, La Pasión según San Mateo.

—Era extraordinaria, aunque no la había oído nunca.

—Parece que Bach en esa obra, mientras escribía sobre la crucifixión, se puso a llorar y mojó la partitura con sus lágrimas… —Tancredi estaba embobado mirándole la boca, los labios, las expresiones divertidas—. Pero ¿me estás escuchando?

—Pues claro, Bach…

—Pero si eso lo he dicho hace media hora…

Se rio a gusto y, por primera vez desde hacía muchos años, se dio cuenta de que no estaba pensando en nada, absolutamente en nada, y se sintió ligera y alegre. No obstante, de repente dejó de sonreír. Sin quererlo, se puso a mirarse desde fuera: era uno de los muchos peatones que había en la acera; veía pasar aquel coche con chófer que llevaba detrás a un hombre y a una mujer que se reían. Se reían. Y aquella mujer era ella. Entonces se acordó de lo que le había dicho Andrea poco antes de que se casaran:

—¿Sabes de qué tengo miedo?

Ella estaba colocando unas camisas en el armario.

—¿Tú? Pero si no has tenido miedo de nada en tu vida…

—Espera, espera, tiene que ver contigo… —dijo él desde el dormitorio. Entonces Sofía dejó lo que estaba haciendo y apareció en la puerta, dispuesta a escucharlo.

—¿De qué?

—De que un día quieras que alguien te corteje…

—¡Para eso estarás tú, espero!

—No, de que te corteje alguien a quien no conoces. Y de cortejar. Eso es lo que me da miedo: tus ganas de que te admiren, tus ganas de gustar y de conquistar; esas frases dichas a medias cuando empiezas a conocerte, los sobreentendidos, las alusiones, el intercambio de ocurrencias que a veces se produce entre un hombre y una mujer para decidir quién tendrá el poder…

—¿El poder? ¿De qué?

—Del amor.

Reflexionó en silencio sobre aquellas palabras. Pensó que se trataba de un miedo normal antes de dar el gran paso y decidió no darle demasiada importancia. Pero entonces, después de cinco años, sus palabras le habían vuelto de pronto a la memoria. ¿Tenía razón Andrea? Tancredi la trasladó hasta el presente con una broma y ella se rio, porque sabía que aquel era el momento de reírse. Y porque la hacía reír, porque aquel hombre era gracioso y guapo y misterioso y rico y fascinante. Y la estaba cortejando. Y ella se sentía admirada, le gustaba gustarle y, de algún modo, quería conquistarlo. Terminó de tomarse el Crodino. Cinco años atrás no habría contestado a aquellas preguntas, pero en aquel momento lo hizo. «Es sólo un pasatiempo, Andrea, no te preocupes. En este caso no tenemos que decidir quién tendrá el poder del amor. Es una simple huida. Ya te lo he dicho: después de hoy no volveré a verlo nunca más, tanto si él lo jura como si no. Lo juro yo, y ya sabes cómo soy». Entonces Sofía escapó y volvió con Tancredi, a aquel juego.

—¿Adónde vamos? ¿Me lo vas decir o no?

—No puedo, forma parte de la sorpresa…

—Ah…

Entonces, de pronto, otra pregunta de Andrea resonó en su mente:

—¿Estás segura de que sabes cómo eres? ¿No podrías haber cambiado a lo largo de todo este tiempo? —Ella hizo como si nada. Andrea continuó—: ¿Qué pasa, no me contestas? No lo sabes, ¿verdad?

Cerró los ojos durante un instante. Estaba cansada. Cansada de tener que rendir cuentas.

—Hemos llegado.

Tancredi le sonreía y la salvó de aquella ráfaga de preguntas que iban a quedar sin respuesta. Se levantó una barrera y el coche entró en una gran explanada. Entonces ella leyó el cartel:

—Pero si es un aeropuerto…

Gregorio Savini mantuvo la puerta del coche abierta.

—Por favor, por aquí.

La hizo bajar.

Tancredi abrió los brazos.

—Y eso es un avión. En la apuesta no hemos dicho que no pudiéramos desplazarnos…

Sofía se había quedado sin palabras, caminaba entre ellos como alelada.

—Pero yo no llevo nada…

—No necesitas nada…

Al cabo de un momento se encontró sentada en un gran sillón de piel. La puerta se cerró frente a ella.

—Oye, que yo tengo que estar en casa a medianoche…

—Eres peor que Cenicienta. Lo estarás.

Sofía se echó a reír; después una azafata bonita y elegante le preguntó si quería algo.

—Nada, gracias…

Un capitán de pelo entrecano y voz un poco ronca la saludó:

—Buenas tardes.

Después se dirigió a la cabina, donde estaba el segundo piloto. El capitán se sentó a su lado. Los vio pulsar unos cuantos botones, bajar varias palancas. El segundo también la saludó con una sonrisa:

—Cuando despeguemos, si quiere, puede venir a la cabina.

—No, no… Gracias —rehusó con educación.

Un momento después, se encontró con una copa en la mano.

—¿Brindamos?

Sofía levantó la copa.

—¿Por qué?

Tancredi lo pensó durante un instante. Luego, no lo dudó:

—Por la música. Que se enseñe, que se escuche, que forme parte de nuestra vida, que siempre sean las notas más bellas… Por la música de nuestro interior.

Sofía se sintió feliz de brindar con él; sonrió y luego bebió. El champán estaba muy frío, lleno de burbujas, ligero, seco, perfecto. Casi no había tenido tiempo de dejar la copa cuando la azafata volvió a llenársela. A continuación desapareció como por arte de magia. Las luces se atenuaron. Desde la gran ventanilla Sofía divisaba la ciudad. Ya estaban a bastante altura, algunas nubéculas se teñían de rosa, parecían ovillos de lana que las alas cortaran por la mitad. A lo lejos se veía el mar. Sobre aquel azul aparecían manchas blancas de espuma de forma espontánea; debían de ser las olas. Entonces se le acercó el auxiliar de vuelo:

—¿Quiere venir, señora? Al capitán le gustaría que se reuniera con él.

Sofía miró a Tancredi como para pedir permiso o simplemente preguntarle: «¿Qué hago?».

—Ve si te apetece… —Tancredi se rio—. Sólo te quiere a ti. De mí ya está harto.

Así que, escoltada por el asistente de vuelo, se dirigió a la cabina. El comandante la saludó:

—Por favor, siéntese.

—Pero a ver si voy a tocar algo y armo un lío.

El comandante soltó una carcajada.

—Al menos así animaría un poco la tarde… —En seguida la tranquilizó—: No se preocupe, no puede suceder nada.

Sofía se sentó a su lado. Miró hacia delante. No había nada, sólo el horizonte a lo lejos y, cuando entraban en una nube, todo se precipitaba a una velocidad increíble. Apenas tenía tiempo de verla cuando ya había pasado. Más allá. Aquello era volar: estar más allá. Como si no hubiera distancias, en un instante estar en otra parte y pertenecer al mundo. Aquella extraña sensación fue la que tuvo Sofía mientras estuvo sentada al lado del comandante.

—Gracias. Es precioso.

—No hay de qué —contestó él. Y ella siguió mirando aquel infinito, delante de sus ojos. Más abajo veía pasar el mar, ciudades, bosques, carreteras, lagos, otros bosques más oscuros. Y poco a poco fue anocheciendo.

—Perdóneme, tendría que recuperar mi puesto —le dijo el segundo mientras sonreía con embarazo.

—Pues claro… Perdóneme usted. —Se levantó y salió de la cabina.

Gregorio Savini observó a la chica mientras regresaba a su asiento y la puerta se cerraba a su espalda. Se sonrieron. Él siguió hojeando el periódico. Sofía se sentó. Cuando la vio llegar, Tancredi se levantó.

—Y bien, ¿cómo ha ido? ¿Has tenido miedo?

—Para nada. Es increíble. Ha habido un momento en el que ha girado a la derecha, así que vamos hacia allí…

Señaló la dirección intentando, curiosa, adivinar adónde iban.

Tancredi asintió.

—Sí…

Entonces le movió un poco el brazo.

—Pero un poco más hacia allá.

—Ah. —Sofía fingió que lo había entendido—. ¿Sabes? Es la primera vez que estoy contenta de haber perdido una apuesta.

Tancredi le sonrió.

—Es la primera vez que yo estoy contento de ir a Verona.