20

—Y bien, ¿cómo estamos hoy?

—Mejor que ayer y peor que mañana.

Andrea le dedicó una sonrisa a Stefano. Se había convertido en su manera de darse los buenos días. Se veían tres veces por semana. Desde que se conocieran, su relación había cambiado mucho.

Después del accidente, las cosas no habían sido demasiado fáciles.

—Cariño… Ha venido el psicoterapeuta.

Sofía permaneció en la puerta mientras lo dejaba entrar. Andrea giró la cabeza con lentitud. En la penumbra, distinguió a un chico de su edad, quizá algo mayor. Era alto y delgado; llevaba el pelo corto, sonreía y, sobre todo, se mantenía de pie sobre sus piernas. Andrea lo miró durante un instante; después volvió de nuevo la cabeza hacia la ventana. La persiana estaba bajada. La luz apenas se filtraba a través de ella. Fuera debía de hacer sol. Se oían voces de niños, como un eco lejano.

—Venga, pásala, aquí arriba…

Se percibían su esfuerzo, su carrera, el sonido de aquellos pases en el campo de fútbol soleado. Se lo imaginó seco, blanco, polvoriento. Estaban jugando un partido. Vio las piernas de los chicos, alguno que otro con los calcetines caídos, unos llenos de pelo y otros imberbes, unos bronceados y otros algo mayores. Pero todos tenían una cosa en común: corrían. Con destreza o con dificultad, con una gran visión de juego o sin una gran condición física, pero todos corrían detrás de la pelota. Cosa que él ya no podría volver a hacer. Permaneció en silencio mirando hacia la ventana. Sintió que se moría por dentro, le faltaba el aire. Intentó mover las piernas. Con testarudez, como si sólo se tratara de una pesadilla, como si lo que había pasado tan sólo se lo hubiera imaginado. «Venga —pensó—, venga, lo conseguiré, sólo es un horrible sueño. Sólo es cuestión de voluntad. Empuja, empuja, como cuando jugabas a rugby en el Acqua Cetosa, cuando venía la pelota y al final la apretabas entre los brazos y era tuya. Entonces corrías, agachabas la cabeza y tus piernas volaban sobre el césped verde. Nadie conseguía alcanzarte, nadie lograba placarte. Aquellas piernas volaban, vaya si volaban…».

Andrea volvió a intentarlo. Empujó, apretó los dientes, e incluso rompió a sudar, concentrado como un loco en aquel esfuerzo. Las pequeñas gotas de transpiración le resbalaban por la frente, por las mejillas, bajo el cuello. Daba la sensación de que estaba llorando. Pero no era así. Por el rabillo del ojo, miraba el otro extremo de la cama. Esperaba ver un mínimo movimiento, un indicio, una pequeña arruga repentina en las sábanas, un signo de vida de sus piernas. Nada.

Una mano se apoyó justo en el punto al que miraba. Era la de aquel chico.

—¿Puedo sentarme? Me llamo Stefano.

No esperó respuesta. Cogió una silla y la acercó a la cama. Andrea seguía con el rostro vuelto hacia la ventana. Había oído que la puerta se cerraba. Sabía que se había quedado a solas con él en la habitación. Sofía lo había preparado para aquella visita.

—El hospital nos va a enviar a una persona. Me gustaría que intentaras hablar con él. Puede echarte una mano.

Apenas habían transcurrido tres meses desde el accidente. Había estado tendido en una cama; después había podido sentarse en una silla de ruedas y empezar a dar vueltas por los pasillos hasta encontrar al cirujano que lo había operado.

—¡Buenos días, doctor Riccio! —aquella mañana Andrea estaba contento—. ¿Cuándo podré levantarme?

El doctor lo miró con una sonrisa. Después le acarició la cabeza como si fuera el padre que hacía ya diez años que no tenía.

—Aún falta mucho, Andrea. Pero te veo en forma…

Y tras decir aquello, le dio la espalda y se fue con un joven ayudante que le preguntaba sobre el historial de un paciente. Se puso a hojear aquellas páginas, pero actuaba como si todavía sintiera la mirada de Andrea clavada en él, aquellos ojos insistentes, interrogantes. Al final el doctor se dio la vuelta y lo miró. Fue un segundo, pero Andrea detectó en sus ojos la tristeza de aquella mentira y lo comprendió. No se levantaría nunca más de aquella silla de ruedas.

—Ya hace tres años que trabajo en esto… —Andrea se dio cuenta de que el chico llevaba un rato hablando. No había oído nada de lo que le había dicho. En aquel momento le habría gustado estar en otra parte, en una isla; o mejor, en el agua, en el mar, tenía calor—. Y creo que ya sé lo que me empujó a escoger esta profesión. —Hizo una pausa, como si buscara su atención, despertar un poco de curiosidad, un atisbo de respuesta. Vio que no iba a obtenerla, así que continuó—: Una película. —Permaneció en silencio, como si aquella frase pudiera hacerle reaccionar. Sin embargo Andrea continuaba mirando hacia la ventana. Stefano retomó la historia—: Fue una película lo que me hizo decidirme por esta vida. Tal vez si aquella noche no me hubiera quedado en casa y no hubiera puesto la tele hoy no estaría aquí. Eso es… —Se rio—. Fue culpa de aquella película.

Intentaba ser gracioso. Pero Andrea no le prestaba atención. «¡¿Y yo?! ¿Qué película he visto yo, qué he hecho, qué posibilidad de elegir he tenido? Nadie me ha preguntado: ¿acaso te gustaría vivir así? ¿No podrían haberme dejado en el borde de aquella calle? ¿No podrían haber dejado que me estrellara contra aquel coche y ya está? ¿O que me quedara completamente incapacitado, sin entendimiento ni voluntad? ¿Así hoy no sentiría, no sabría, ni siquiera entendería estas estúpidas palabras?». Una lágrima brotó de sus ojos. Pero Andrea pensó que podría confundirse fácilmente con el sudor y que aunque la hubieran descubierto le daba igual. Ya no le importaba nada de nada.

Aquel chico siguió hablando. Andrea ya no lo escuchaba; había cerrado los ojos, inundados por las lágrimas, y se encontraba en otra parte. Allí fuera, al sol, llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, estaba acalorado y corría; sí, corría en medio de aquellos chicos, con la pelota pegada al pie, y driblaba a uno y luego a otro. Lanzaba la pelota hacia delante y corría por la banda sin detenerse —rápido, más rápido que nadie—, sobre sus piernas, sobre sus bonitas piernas.

Cuando se despertó, no había nadie en la habitación. La silla volvía a estar en su sitio, la luz que entraba por la ventana era más tenue. Del campo de fútbol ya no llegaba ningún sonido: el partido había terminado. La puerta se abrió despacio y Sofía entró en la habitación con una bandeja. En ella llevaba una tetera con té caliente y un zumo de tomate condimentado, galletas dulces, patatas fritas y aceitunas. Andrea hizo palanca con los brazos y levantó la cadera para incorporarse. Sofía le arregló la almohada detrás de la espalda, y entonces lo soltó como si formara parte de una de las charlas que tenían todos los días:

—Stefano se ha ido. ¿Qué te ha parecido?

Andrea la miró con una sonrisa sarcástica en el rostro.

—Es la última persona del mundo a la que me habría gustado conocer. Detesto su fariseísmo y su presunción de inteligencia. Me ha tratado como si hubiera chocado con la cabeza y no con la espina dorsal, como si fuera un idiota de seis años que tiene miedo de lo que lo rodea… Si todavía tuviera piernas, le daría de patadas en el culo hasta mandarlo al hospital.

Después la miró durante un largo rato. Lo había dicho adrede, buscaba pelea; estaba lleno de rabia y reaccionaba así porque quería alejarla de él.

Sofía lo entendió y se sorprendió al ver que casi parecía otra la que respondía por ella:

—Tú todavía tienes piernas y ellos no han perdido la esperanza; dicen que algún día podrás moverte. Y además el hospital no está tan lejos. Quizá puedas llevarlo a patadas hasta allí en serio.

Ella también intentaba ser graciosa. En realidad ya no sabía qué hacer.

—Pero ¿quiénes son ellos? ¿Quién no ha perdido la esperanza? ¿Los médicos? Esos no pueden hacer otra cosa que vivir de esperanzas, no tienen otra cosa que darles a sus pacientes, aparte de analgésicos, medicamentos antipánico, antiestrés y antidepresivos. Adormecen al mundo para follarse a las enfermeras sin que los vean, a las suyas o a las de los otros… Odio a los médicos. Y al psicoterapeuta de los cojones mejor ni te cuento.

Cogió el zumo de tomate con tal violencia que golpeó la tetera y todo el té caliente se derramó sobre la sábana y sobre sus piernas.

—Pero ¿qué haces?

—¿Que qué hago? ¡Qué mierda de pregunta! Me tiro el té por encima… ¡Total, no siento nada! ¿Me he quemado? ¡No sabes cuánto lo siento, pero no noto nada!

Y con aquellas palabras, cogió la taza y la arrojó con fuerza contra la ventana. A continuación, cogió el vaso y lo lanzó contra la pared; después hizo lo mismo con las patatas fritas y con el cuenco de las aceitunas. Acabó estampando la bandeja contra la lámpara de encima de la mesa. Empezó a tirar todo lo que tenía al alcance de la mano: el libro de la mesilla, el cajón. Luego se tendió en la cama y se agarró a las cortinas con las dos manos. Los ganchos de la pared aguantaron su peso durante un instante, pero en seguida se soltaron con toda la barra. Andrea se desequilibró y se cayó de la cama. Resbaló en el suelo, sobre el té y el tomate, entre las aceitunas, las patatas fritas y los trozos de cristal. Arrastró tras él el peso muerto de sus piernas, atrapadas entre las sábanas.

Sofía, que se había quedado petrificada, en seguida estuvo a su lado.

—Cariño, no hagas eso, te lo ruego, cariño, te lo ruego…

—Maldita vida, maldita sea. —Y empezó a darle puñetazos al suelo. Intentó levantarse apoyando las manos abiertas, pero se hirió las palmas, se cortó. Su sangre se mezcló con el tomate, el té y las galletas hechas migas hasta formar un emplasto dulzón—. Por qué… Por qué… —Andrea empezó a llorar. Sofía lo abrazó, lo estrechó con fuerza y se echó a llorar ella también—. ¿Por qué no me han dejado morir? ¿Por qué me han castigado de esta manera? Debería haber muerto, debería haber muerto, no debería estar aquí. Mírame…

Sofía se separó un poco de él. Lo mantuvo entre los brazos.

—Te miro y eres tan guapo como siempre…

—No es verdad, doy asco.

—Cariño, te lo ruego, no hables así. ¿Y de mi vida? ¿Qué habría sido de mi vida?, ¿no lo has pensado?

Andrea permaneció en silencio.

—También habría sido mejor para ti que ya no estuviera.

Sofía volvió a abrazarlo y lo estrechó todavía con más fuerza.

—No es verdad, ¿por qué dices eso?

Tenía el rostro escondido entre su pelo. Inhalaba el olor de su perfume mientras lloraba.

—Porque es así.

Sofía le acarició el cabello.

—Te quiero, es lo único que cuenta.

—Entonces, júrame una cosa.

Sofía se apartó.

—Te lo juro, cariño.

Andrea por fin sonrió.

—Pero si todavía no sabes qué es…

Sofía también sonrió.

—Cualquier cosa… Pero tenemos que mejorar. Así no podemos seguir.

Andrea realizó una profunda inspiración.

—El día que ya no estés enamorada, el día que te guste otro… —Sofía intentó hablar. Pero él le puso en seguida un dedo en la boca—. Deja que termine… —Sofía cerró los ojos un instante; después volvió a abrirlos y asintió. Andrea continuó—: Aunque no hubiera nadie más y sólo fuera porque te has cansado de mí…, tienes que dejarme sin mayor problema.

—Pero…

—No, lo dejaremos como cualquier pareja. Júramelo.

—Te lo juro.

—Pase lo que pase. Si tú ya no tienes ganas de estar conmigo, lo dejaremos y punto. ¿De acuerdo?

—Te lo he jurado.

Andrea la miró a los ojos. Sofía le mantuvo la mirada. Y vio a un hombre distinto al que siempre había conocido. Lo vio frágil, inseguro, necesitado de afecto, de reconstruir todos los puntos de referencia que había tenido hasta entonces.

—Haz que me sienta un hombre como los demás.

Entonces a Sofía se le llenaron los ojos de lágrimas y salió corriendo de la habitación. Poco después volvió. Se había lavado la cara y se había limpiado el rímel que había empezado a emborronársele en los ojos.

—Perdóname.

—No importa, yo también he llorado. —Se echaron a reír. Sofía se sorbió la nariz. Andrea había conseguido levantarse del suelo y subirse a la cama—. No he podido limpiar el suelo…

Sofía le sonrió.

—Eso tampoco lo hacías antes…

Y salió.

—No es verdad… —le gritó Andrea desde la habitación—. Alguna vez hice la cama.

—Una vez, por equivocación. O porque vete tú a saber lo que habrías hecho entre aquellas sábanas.

—Mira que eres mala.

Sofía lo miró levantando una ceja.

—Mucho peor.

Empezó a barrer el suelo y recogió los cristales, las aceitunas y las patatas fritas. Entonces Andrea la cogió por la falda y la atrajo hacia él.

—Perdóname.

—Ya lo he hecho.

Lo abrazó con fuerza.

—Perdóname más.

—También lo he hecho.

—Perdóname con amor.

Sofía lo miró, sonrió y le dio un beso.

—Ya está.

—Ahora soy feliz.

En aquel momento, Sofía se dio cuenta de que tenía toda la falda manchada de sangre.

—¡Pero, cariño, mírate las manos! Están llenas de trozos de cristal…

—Me he sacado alguno.

—¿Y no quedará ninguno más…? —Sofía se levantó; poco después, volvió del baño con un bote de alcohol y las bolitas de algodón que usaba para desmaquillarse—. Bueno… Hay que desinfectar las heridas. —Le pasó un algodón empapado de alcohol por las manos—. ¿Qué tal? ¿Pica?

Andrea sonrió.

—No mucho.

—Pues entonces pongo un poco más. —Y le roció las manos directamente con el alcohol.

—¡Ahora sí!

Sofía no le hizo caso y siguió desinfectándoselas. Después, sin mirarlo a los ojos, le dijo:

—Tienes que hacerme un favor…

—Lo que quieras.

Sofía lo miró.

—Me gustaría que Stefano viniera todos los días.

Andrea levantó una ceja. Después sonrió.

—¿Tanto te gusta?

—Qué idiota. —Se puso seria—. Tenemos que hacer todo lo que podamos. Necesitamos ayuda, tenemos que esforzarnos si queremos seguir adelante, cariño. —Andrea pensó que era bonito que utilizara el plural. Sofía se dio cuenta—. De no ser así, no lo conseguiremos. A cualquiera le resultaría imposible.

Andrea permaneció un rato en silencio.

—De acuerdo. Pero entonces tú tienes que volver a tocar.

—Eso es imposible.

—Tú lo has dicho, tenemos que esforzarnos.

—Sí, lo sé, pero eso es distinto…

Sofía le explicó que se trataba de una promesa. Y entre los dos establecieron unas cuantas reglas: la primera fue que ella enseñaría música en su antigua escuela de la piazza dell’Oro y que él vería a Stefano tres veces por semana.

El psicoterapeuta volvió al día siguiente. Aquella vez Andrea le habló. Juntos vieron la película que, en cierto modo, había guiado a Stefano hasta su trabajo: A propósito de Henry, con Harrison Ford. Cuando terminó, Stefano apagó el televisor y sacó el DVD del lector.

—¿La conocías?

—No.

—Bueno, pues digamos que yo debería ser para ti lo que Bradley es para Harrison Ford.

—Pero él era su fisioterapeuta…

Stefano sonrió. Miró a Sofía.

—Para eso he sido más generoso: te he traído a una mujer… —Entonces entró Marisa, una señora de unos sesenta años con unos brazos que podrían ser los de un camionero—. Pensabas que sería una de esas enfermeras tiernas y dulces, ¿eh…?

Marisa les sonrió a los dos.

—Cuando quiero lo soy… Pero no en este caso… Venga, tú, fuera de aquí.

Echó a Stefano de la habitación y luego le hizo una hora de fisioterapia a Andrea. Fue muy dura y realizó movimientos difíciles para reactivarle la circulación. Más tarde, cuando Marisa se hubo marchado, Andrea se sintió mucho mejor. Stefano volvió a entrar en su habitación y notó un nuevo brillo en su rostro.

—Eso es, así me gusta. La primera curación ocurre aquí —Stefano le señaló la cabeza—, y al mismo tiempo aquí… —Le señaló el corazón—. Por suerte… —le señaló entre las piernas—, ¡Marisa me ha dicho que aquí todo funciona todavía muy bien!

Andrea se ruborizó. Sin quererlo, mientras Marisa lo masajeaba, había tenido una erección.

—No te preocupes… —le había dicho—, estoy acostumbrada y es bueno que suceda, ¡es en casa donde a veces me gustaría tener una varita mágica!

Y se rio de buen grado hasta hacer desaparecer la turbación de Andrea.

Habían pasado más de siete años desde entonces y, poco a poco, Stefano y Andrea se habían ido haciendo amigos. Aquella mañana, Marisa ya había acabado de hacer los ejercicios con Andrea.

—Ya está… ¡Como nuevo!

Andrea se echó a reír.

—Ojalá. De todos modos tengo treinta y tres años, ya no soy un chaval.

Marisa se asomó por la puerta del baño. Se estaba secando las manos después de habérselas lavado.

—Estás mejor que muchos otros que conozco. Los músculos de tus piernas todavía tienen tonicidad, responden al electro-estimulador que usamos siempre. En cierto sentido… —dijo Marisa—, incluso son más fuertes que antes. Hoy en día toda esta gimnasia pasiva se ha convertido en el deporte favorito de un montón de gente.

Andrea la miró mientras se ponía el abrigo. «Ya —pensó—, y en cambio mi sueño sería correr arriba y abajo por un bosque en medio de la naturaleza».

—Bueno, os dejo, chicos… —Entonces los miró con una expresión maliciosa—. Portaos bien… —Y salió.

Stefano la miró, divertido.

—Qué pasada de mujer. Seguro que de joven era guapa. A mí me parece muy divertida y, además, la idea de la masajista siempre me ha excitado…

—A mí también.

Andrea sonrió al recordar todas las veces que se había excitado con el contacto de las manos de Marisa y cómo ella lo había tranquilizado en todas aquellas ocasiones; pensó en cómo aquella mujer conseguía mantener perfectamente separados los estímulos naturales y físicos del cuerpo de la malicia y los deseos de un hombre.

Stefano se sentó frente a él.

—Y bien, ¿cómo va? No contestes en seguida. Piénsatelo bien. —Andrea sonrió—. Mientras tanto voy a coger algo de beber.

—Haz como si estuvieras en tu casa.

Stefano levantó la voz desde la cocina.

—¡Pero si estoy en mi casa! —Después regresó con dos cervezas, le pasó una y se sentó de nuevo en su sitio. Tomó un largo sorbo de su lata—. Ah… Qué rica. Helada, como a mí me gusta.

Andrea también le dio un buen sorbo a la suya.

—Entonces ¿qué me cuentas? —Stefano lo miraba tranquilamente, con curiosidad—. Es un buen momento, me parece… ¿No?

—Sí, depende del punto de vista.

Stefano asintió.

—Eso también es verdad.

—Depende del punto de vista, de cómo cada uno vea las cosas; el viejo dicho del vaso medio lleno o medio vacío…

—Sí… —Los dos bebieron otro sorbo de cerveza. Se estaba a gusto, los rodeaba una bonita atmósfera, tranquila, sin tensiones, como sucede entre amigos, y ellos lo eran, de alguna manera. Nunca habían tenido secretos el uno para el otro. Aquello era lo que Stefano había intentado hacer con Andrea, que viera que la vida de todas las personas está llena de dificultades, de caídas y de éxitos, de satisfacciones e intolerancias, de compromisos y de felicidad, de oscilaciones para mantener el equilibrio—. ¿Te acuerdas de lo que te dije cuando nos conocimos?

—Me dijiste tantas cosas…

—Eso también es verdad. Cuando te hablé del columpio.

—Ah, sí… ¿Cómo era? —Intentó recordar—: La vida es como un columpio que oscila entre un campo al sol…

—Y una tormenta. —Stefano sonrió—. Bien. Veo que algo ha quedado grabado entre estas sucias sábanas.

—¡Pero si las acabamos de cambiar!

Stefano se echó a reír; después, de repente, cambió de tono.

—Y con Sofía, ¿cómo va?

Andrea terminó de beberse la cerveza y la dejó sobre la mesilla que tenía al lado.

—Bien… Es decir, me parece que bien.

—La verdad es que hoy resulta muy complicado sacar adelante una relación. El mundo está lleno de tentaciones, es tan fácil ser infiel…

Andrea extendió los brazos.

—Digamos que mi mayor tentación ha sido Marisa… Pero no te preocupes, he sabido aguantar.

Stefano sonrió.

—Pero con eso… —señaló el ordenador— podrías hacer todo lo que quisieras, podrías empezar a chatear con alguien, enamorarte y luego hacer que viniera aquí.

—¿Aquí?

—¡Siempre estás solo!

—Bueno, en realidad siempre estoy con algún amigo; de vez en cuando también viene mi madre y, demasiado a menudo, estás tú. Al menos tres veces por semana.

El psicoterapeuta se rio.

—Sabes que no diría nada… La nuestra es una relación profesional.

—De todos modos, hay un pequeño detalle que se llama Sofía; quizá no te acuerdes bien, pero es mi mujer y vive en esta casa. De hecho, la cerveza que te acabas de trincar se la debes precisamente a ella, que es quien hace la compra.

Stefano se puso serio.

—Ya, Sofía…

—¿Qué pasa? ¿Tienes que decirme algo que no sepa?

Andrea se puso tenso de repente.

Su amigo lo tranquilizó.

—No, no, en absoluto. Estoy contento de que ella y Lavinia se hayan hecho tan amigas. ¿Y nunca habéis pensado en tener un hijo?

—Pareces mi madre. Cada vez que viene me dice lo mismo. Le gustaría tener un nieto. A mí me parece que en realidad lo que quiere es tener una distracción en su vida. Al envejecer la gente se vuelve más egoísta… Acuérdate de lo que te digo.

—¡Ah, lo sé por mí mismo! Yo no quiero perder el tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Que quiero ser egoísta desde ya.

—¡Estupendo! Eso sí que está bien. ¿Y tú quieres tener un niño con Lavinia?

—Yo te lo he preguntado primero.

—Por el momento no lo hemos pensado, ¿y tú?

—Nosotros lo hemos intentado. Parecíamos una máquina de reproducción. El día que tocaba, Lavinia volvía a casa a propósito para que lo hiciéramos de aquella manera y a aquella hora exacta… ¡Era terrible!

—Pero ¿era ella quien lo quería?

—No, fui yo quien le pidió un hijo a Lavinia, al igual que fui yo quien le pidió que se casara conmigo.

—Bien hecho. Piensa que en mi caso fue Sofía…

Habían pasado tres años desde el accidente.

—Cariño…, ¿se puede?

Andrea estaba leyendo Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Puso el punto de libro, cerró la novela y la dejó sobre la mesilla.

—Pues claro, entra. ¿Cómo voy a decirte que no? —Sofía entró. Iba maquillada, lucía un vestido negro de seda y llevaba el pelo recogido, aunque dos mechones le caían por delante del rostro, como tirabuzones, y le enmarcaban la sonrisa. Andrea se hizo el tonto—. Debe de haber un error… ¿Dónde está mi novia? ¡Creo que hay que dar dos a cambio para conseguir una tan guapa como ella!

—¡Idiota!

Sofía se le echó encima y lo besó. Poco a poco, Andrea se fue abandonando entre sus brazos, entre aquellos labios suaves. Ella lo besaba con pasión. Cuando se separaron, la miró con curiosidad.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Nada, ¿por qué?

—O sea, vas toda maquillada, superelegante, me besas de este modo, ¿y me dices que no ha pasado nada? Normalmente, en casos como este, ella lo mata y después huye con otro…

Sofía sacudió la cabeza y se fue a la cocina.

—Nada de todo eso…

Después reapareció empujando un carrito con unos cuantos platos tapados y cubiertos de plata.

—No tenía ni idea de que nos hubiera tocado la lotería; más que nada, porque yo no he jugado. ¿Te ha tocado a ti?

Sofía no le hizo caso.

—Bueno, he traído todo lo que te gusta. Espero que no hayas cambiado de preferencias últimamente.

En efecto, hacía mucho tiempo que no iban a sus restaurantes favoritos.

Tagliolini con trufa blanca y mantequilla, conejo a la cazadora, melocotones y, para terminar, helado de pistacho cubierto de pistachos de Bronte. Todo ello acompañado de… —inclinó hacia él una botella de vino— un excelente Barolo Brunate. ¿Cómo lo he hecho?

—No podrías haberlo hecho mejor… Pero, en serio, dímelo: ¿es mi última cena? Porque si es así no comeré tan de prisa como suelo hacerlo.

Sofía se puso las manos en las caderas.

—Pero ¿por qué tiene que ser todo tan complicado contigo? ¿No habíamos dicho que teníamos que ser una pareja como las demás? ¿Sabes que de vez en cuando los hombres y las mujeres se dan alguna sorpresa, se dan besos amorosos, se hacen carantoñas, son felices?

—¿O fingen que lo son?

—No sé fingir. ¿No eres feliz conmigo?

Su tono cambió. Dejó caer los brazos hasta los costados. Estaba a punto de romper a llorar.

Andrea se dio cuenta.

—Muchísimo, cariño; es que no creo que me lo merezca.

—Tienes razón. Cuando te empeñas en fastidiarme, no te lo mereces en absoluto. Venga, a la mesa.

Y se fue a la cocina.

Andrea aprovechó para acercarse la silla de ruedas y sentarse en ella. Se impulsó rápidamente hacia el armario y se puso una camisa blanca de lino. Intentó ir lo más de prisa posible. Ya estaba listo cuando ella volvió. Le sonrió con embarazo, porque sólo se había podido cambiar hasta la mitad, pero ella hizo como si nada. Puso la mesa y, un poco más tarde, empezaron a cenar.

—Mmm. Qué rico. Te has convertido en una excelente cocinera.

—Ojalá supiera cocinar así. No volvería a enseñar música nunca más… A veces sufro al ver que mis alumnos se muestran indecisos al tocar unos pasajes tan bellos…

Andrea se limpió la boca.

—¿Y qué harías?

—Abriría una escuela de cocina en algún lugar del mundo, organizaría servicios de catering para los eventos más importantes y mundanos… —Andrea no tuvo tiempo de sentirse excluido—, y te llevaría a ti como chef…

—Ah, bueno.

—Pensabas que ibas a librarte de mí, ¿eh? —Sofía le sonrió—. ¡Imposible!

Continuaron cenando en silencio. Todo estaba muy bueno. Sofía debía de haberse dado mucha prisa en llevar la comida a casa, porque los tagliolini no estaban pasados y el segundo todavía estaba caliente. Andrea tomaba sorbos de vino. Lo saboreaba apreciando su retrogusto afrutado, perfecto. Cerró los ojos. Durante un instante, le pareció hallarse en una condición mágica. Estaba experimentando una sensación nueva desde que tuviera el accidente. Se sentía satisfecho, contento, en cierto modo realizado. Aquello era: era feliz y no sabía explicarse el porqué.

«¿Así que la felicidad es sólo un estado mental? ¿Somos nosotros quienes nos creamos los problemas o llevamos mal los que tenemos? Entonces ¿el hecho de que yo ya no pueda andar tampoco es tan importante?».

Abrió los ojos; los tenía brillantes, se había conmovido. Cuando la vio, se quedó sorprendido.

Sofía estaba arrodillada ante él.

—Toma…

—¿Qué es?

—Es para ti. —Andrea cogió el pequeño paquete y lo giró entre las manos—. Ábrelo… —Mientras le quitaba el papel, Sofía siguió hablando—: Puede que sea una chiquilla testaruda y caprichosa; a veces pongo mala cara por tonterías y cometo errores… —Sonrió al verlo preocupado, debía de estar preguntándose qué habría hecho que él no supiera—, pero nunca nada tan grave como para que hayas perdido la confianza en mí… A veces soy desordenada, distraída, me olvido de dónde pongo las cosas o, peor aún, de lo que me acabas de contar. Pero te quiero y eso es lo más importante… Creo. —Justo en aquel momento Andrea acabó de desenvolver el paquete. Dejó el papel en la mesa. En la mano sólo tenía una cajita de piel de color azul oscuro—. Ábrela… —Andrea lo hizo con lentitud. Era un anillo de oro blanco, un aro ancho, sólido, con un sol grabado y un pequeño diamante en el centro. Entonces Sofía lo cogió de las manos y se lo puso—. Tú has sido, eres y serás mi luz… Andrea, ¿quieres casarte conmigo?

Él la miró. Sofía estaba allí, conmovida, con lágrimas en los ojos, a sus pies. Y, durante un instante, Andrea buscó las palabras, una broma que gastar, o, simplemente, formular aquella pregunta: «¿Por qué quieres casarte conmigo, Sofía? Sabes que no puedo andar, ¿verdad? ¿Se trata de un gesto de compasión? —Y siguió—: Pero ¿no era cosa de hombres lo de pedir la mano, la sorpresa, el anillo y todo lo demás? —Y al final—: Tengo miedo, Sofía, ¿qué significa todo esto?». Pero entonces comprendió que en aquel momento tenía que renunciar a cualquier razonamiento, a la necesidad de hacerse el gracioso, y apreciar la sencillez con la que Sofía le mostraba su corazón. Así que le dedicó una gran sonrisa y simplemente dijo:

—Sí.

Se abrazaron, felices. Sofía lo llenó de besos.

—Tenía miedo de que me dijeras que no.

—¿Por qué? No estás tan mal, ¿sabes?

—Pero ya sabes que soy un timo, ¿verdad?

—Sí…, lo sé. Pero el amor está hecho así: cuanto más sales perdiendo, más feliz eres.

Se casaron dos meses más tarde en una pequeña iglesia del lago de Nemi. Fue una boda preciosa, con todos sus amigos más queridos de los tiempos de escuela. Asistieron los jugadores de rugby amigos de Andrea y todos los músicos que habían acompañado a Sofía en sus conciertos: un famoso director de orquesta chino, una violinista sueca, un trompetista americano y otro alemán y uno de los mejores xilofonistas del mundo. Se organizaron para tocar en la iglesia y la ceremonia fue una especie de jam session que pocos teatros se habrían podido permitir. Los padres de Sofía se trasladaron desde Ispica, y también fue la madre de Andrea, que vivía en Formello.

La madre de Sofía, Grazia, quiso llegar a Roma una semana antes. Quería estar segura de que su hija era consciente del paso que iba a dar, así que, por primera vez después de muchos años, fue ella quien buscó el diálogo y la invitó a comer. Se encontraron en el Pain Quotidien, un excelente local de la via Tomacelli. Habrían parecido dos turistas extranjeras de no ser por el acento siciliano que Grazia había conservado, fuerte y claro.

—¿Estás segura de lo que haces, Sofía? El Señor te habrá perdonado por aquel capricho. No tienes que casarte con él a la fuerza. Después será más difícil dar marcha atrás.

Sofía comía, tranquila, un excelente plato de espaguetis a la gricia.

—Mmm. ¿Has visto qué buenos están, mamá?

—¡No cambies de tema!

—Pero ¿quién cambia de tema? ¡Están realmente ricos!

La madre se quedó en silencio. Después volvió a hablar:

—¿Sabes cuántas veces me habría gustado dejar a tu padre? No cometas el mismo error.

—Perdona, mamá. —Sofía se limpió la boca y dejó la servilleta en la mesa—. ¿Por qué no lo dejaste?

—Por ti y por tu hermano. Y quizá también porque no tuve valor.

—Bueno, si lo hiciste por nosotros, te lo agradezco. Pero tampoco creo que hubiéramos sufrido tanto. Muchos de los padres de nuestros amigos estaban separados.

—Y lo cierto es que muchos de ellos no consiguieron rehacer sus vidas.

—Qué exagerada eres, mamá. No siempre va todo relacionado… Ninguno de vosotros dos, por ejemplo, ha tocado nunca un instrumento.

—Sí, y de hecho tú has dejado de tocar.

—Ahora eres cruel.

—Lo has hecho por él, ¿no? ¿Y ahora? ¿Te casas también por culpa del accidente?

Sofía permaneció en silencio. Un rato después, habló:

—Mamá, si tú hubieras dejado a papá, yo lo habría sentido por vosotros, porque un matrimonio roto es una historia que termina y hace sufrir. Pero si lo hubierais hecho, mi amor por vosotros no habría cambiado. Pero me gustaría sentir tu amor por mí en este momento. Yo estoy feliz de casarme con Andrea. Soy feliz con él y, aparte de la música, estoy satisfecha con mi vida.

Su madre reflexionó un poco sobre aquellas palabras.

—Muy bien. He encontrado la solución. Cásate con él…

—Oh…

—Pero vuelve a tocar.

—No puedo, mamá, ya lo sabes. Hice una promesa.

—Pero no tiene sentido. ¡Si ahora te casas con él es como si la promesa se anulara!

—Tienes un extraño concepto de la fe, mamá.

—Sí… En este momento de mi vida, la fe me parece inútil.

—¿Por qué?

—La Iglesia, la fe, sólo te sirven cuando necesitas pedir algo.

Sofía se quedó callada. Su madre era muy dura. No habría servido de nada intentar hacerla razonar. Tenía que aceptarla tal como era.

—Cómete la pasta, mamá; está rica, en serio.

Al final su madre se decidió: ensartó dos o tres espaguetis en el tenedor y se los llevó a la boca. Los masticó y por último se los tragó.

—Es cierto. Es excelente. Sé feliz, hija mía.

—Lo soy, mamá.

Siguieron comiendo en silencio y no volvieron a tocar aquel tema.

Durante la boda, su madre se emocionó y lloró. Después, en el convite, no dejó de buscar la aprobación de la gente:

—¿A que es guapa mi hija?

Todos le tomaban el pelo:

—Claro, Grazia, ¿acaso no lo sabías?

—¡Tendría que haberme casado yo con ella!

—Aunque Andrea también es un chico guapo… —le respondió Anna, la madre del novio.

—Claro, claro… —admitió Grazia.

—Forman una pareja preciosa.

La boda salió perfecta. Andrea, que se había licenciado en Arquitectura con matrícula de honor, se divirtió organizando toda la escenografía de la iglesia y del convite. Escogió plantas magníficas y ornamentos blancos como la casa de campo que encontró en el lago, a pocos pasos de la pequeña iglesia. Quiso que la fiesta fuera una especie de jornada campestre entre amigos. Al final de la celebración, los novios entregaron a los asistentes un archivo en el que habían grabado toda la música que habían tocado los amigos de Sofía —todos ellos grandes artistas internacionales— para que recordaran la banda sonora de aquella boda.

Al día siguiente, los padres de Sofía regresaron a Sicilia y los novios se fueron de luna de miel. Escogieron un crucero por el norte. Fue un viaje precioso, en el que estuvieron en contacto con la naturaleza en un gran barco que los llevó hasta el extremo del Sognefjord, el fiordo más largo de Noruega, y acabó su trayecto en Oslo. Allí pasaron dos días estupendos. También fueron a ver un concierto que daba una joven pianista japonesa, que tocó las Variaciones Diabelli, de Beethoven.

Sofía, al salir, le preguntó a su marido:

—¿Te ha gustado?

—Muchísimo, pero tú tocas mejor…

—Lo dices porque soy tu esposa.

—Ah, claro… ¡Se me había olvidado!

Y, riendo, regresaron al hotel.

—¿Y bien? ¿Se puede saber a qué esperas para tener ese hijo?

La voz de Stefano lo llevó de nuevo al presente.

—¡Pero si tú mismo has dicho que todo lo deciden ellas! —Justo en aquel momento, se oyó la llave en la cerradura—. Ya está aquí. No hablemos más del tema. Sofi, ¿eres tú? Ha venido Stefano.

—Hola, chicos. —Sofía apareció en la puerta—. ¿Qué estáis tramando? —Los miró a los dos con aire inquisitivo—. Ponéis cara de pillos.

Andrea pensó que la mejor defensa era un buen ataque.

—Nada especial, estamos organizando una velada sólo para hombres.

—Ah, bueno. Me parece bien, os doy permiso.

Dicho aquello, Sofía se fue a la cocina a dejar la compra. La voz de Stefano la cogió desprevenida:

—Vosotras también salisteis ayer por la noche con los del gimnasio, ¿no? —A Sofía se le cayeron unos cuantos tomates al suelo; se agachó a recogerlos justo a tiempo: Stefano estaba en la puerta de la cocina—. ¿Cómo fue la noche? ¿Os lo pasasteis bien?

Sofía respondió mientras seguía agachada.

—Sí, bastante, pero ya sabes cómo son estas cosas…

Sofía no tenía ni la más remota idea de lo que estaba diciendo, así que agradeció que los tomates le permitieran responder sin tener que mostrar el rostro. Al mismo tiempo, maldijo a su amiga por no haberla avisado. «Se le debe de haber fundido el cerebro», pensó. Se levantó mientras se arreglaba la falda. Stefano, por desgracia, todavía estaba allí.

—¿Y dónde fuisteis a cenar?

—A Prati. —Abrió el grifo del agua con la esperanza de que no hubiera más preguntas. Notó que él la estaba observando, así que continuó—: No me acuerdo bien; me llevó alguien, los del gimnasio siempre van allí.

—Ah, sí… Sería la pizzería Giacomelli, se come bien y no es muy cara. Lavinia me dijo que el otro día estuvieron allí…

—Sí, creo que sí. —Sofía abrió la bolsa de ensalada y empezó a lavarla. Stefano no parecía tener intención de irse—. ¿Me pasas los tomates que hay en la mesa, por favor?

—Claro.

Sofía los cogió sin volverse. Entonces pensó que su tono frío podía ser una señal evidente de culpabilidad, de modo que se dio la vuelta con una sonrisa, como si se le acabara de ocurrir justo en aquel momento:

—Eh… ¿Te apetece quedarte a cenar? Haré una tortilla de patata y calabacín…

Stefano la miró en silencio. Sofía creyó que le iba a dar algo. Se había dado cuenta. Se había dado cuenta de todo. Pero, al final, él sonrió.

—No, gracias. Otro día estaré encantado. Pero le he prometido a Lavinia que esta noche saldríamos a cenar y después iríamos al cine. ¿Sabes? Es nuestro aniversario. Dice que siempre se me olvida.

—¡Bueno, menos mal que esta vez no ha sido así!

—Sí, porque vosotras, las mujeres, le dais mucha importancia a estas cosas, ¿no?

Sofía cerró los ojos un segundo. Le parecía que cada palabra de Stefano subrayaba su complicidad. Siguió lavando los tomates como si no pasara nada.

—Oh, sí, pero también se la dais vosotros, los hombres, cuando queréis…

—Sí… Tienes razón. —Stefano se quedó todavía un instante, en silencio—. Bueno, que lo paséis bien. Nos vemos el miércoles.

Y salió de la cocina.

A Sofía le entró un ataque de rabia. Apoyó las manos en el fregadero, echó dentro la ensalada y después tiró los tomates con fuerza. Oyó que Stefano le decía algo a Andrea en el salón; se despidieron y a continuación oyó que la puerta de casa se cerraba. Se secó las manos en el paño de cocina que colgaba del asa del horno, cogió el móvil del bolso y corrió a encerrarse en el baño. Marcó de prisa el número de Lavinia y esperó, nerviosa, a que ella respondiera.

—¡Hola, Sofi!

Ni siquiera la saludó.

—¿Cómo se te ocurre decir que fuiste a cenar conmigo? No, mejor dicho, ¿cómo coño se te ocurre, si sabes que Stefano siempre está aquí, en casa…?

—¡Pero de ti puedo fiarme!

—¡Pero yo de ti no! ¿Sabes qué ha hecho tu marido? Me ha preguntado cómo fue la cena de anoche y adónde fuimos.

—¿Y tú que le has contestado?

—¡Me habría gustado decirle la verdad!

—Podías decírsela.

—Pero ¿estás loca?

Desde el otro lado, su amiga resopló:

—Entonces, ¿qué le has dicho?

—Que estuvimos en Prati.

—¡Perfecto! Con los del gimnasio solemos ir a Giacomelli. Al fin y al cabo, la pizza es buena y no es caro. Así que ha colado.

Sofía sacudió la cabeza. No se lo podía creer.

—¡Estás completamente loca! Tú estás casada. Hoy celebráis vuestro aniversario. ¿Cuántos años?

—Seis. No hemos aguantado, ni siquiera hemos llegado a la crisis de los siete años.

—Lavinia… —Entonces se dio cuenta de que estaba gritando y comenzó a hablar en voz más baja—, ¿ayer saliste con el del gimnasio?

—Sí, estuve en su casa. Fue una cena perfecta, preciosa, divertida… Y después follamos… Mejor dicho, me parece que hicimos el amor.

—Ah, bueno, ayer hiciste el amor con un semi-desconocido y hoy celebras felizmente tu aniversario de boda con tu marido.

—¿Y qué problema hay?

—O sea, ¿no te sientes culpable? ¿No sientes nada? —El sentimiento de culpa pertenece a nuestra cultura, nos lo ha inculcado la Iglesia.

—¿Te lo ha dicho él?

—¿Quién?

—El chico.

—Primero, tiene más de treinta años, y segundo, se llama Fabio. Y tercero, eso lo he leído. Yo también puedo tener mis propias ideas sin que nadie me las sugiera, ¿no crees?

Sofía comprendió que era mejor dejarlo estar. Ya hablarían otro día, mejor en persona. Llevaba en el baño demasiado rato, como si fuera ella la que tuviera un amante.

—Dejémoslo estar, Lavi, ya hablaremos en otro momento.

—Claro.

Entonces a Sofía le vino algo a la cabeza.

—No sé si Stefano sospecha algo…

—Creo que algo se imagina. De todos modos me parece que se lo voy a decir.

Sofía se quedó desconcertada.

—¡Pero espera al menos hasta que hablemos en persona!

Oyó que Lavinia se reía desde el otro lado del teléfono.

—Vale, de acuerdo. Pero que sea pronto, la semana que viene. En otro caso, no te prometo nada. Y oye, ¿has hablado con el hombre del deseo? ¿Ese que hace que le seas infiel a Andrea con el pensamiento?

Sofía se sintió descolocada durante un segundo; después entendió que su amiga se estaba refiriendo a Tancredi.

—No, por lo que a mí respecta puedes estar tranquila.

—Oh, yo duermo como un tronco. ¡Pero házmelo saber cuando salgas con él!

—No antes de que tú tengas un hijo mayor de edad que crea que su madre es una santa.

—Sí, sí… Nunca digas nunca.

Estuvieron bromeando un poco más y después colgaron. Sofía apagó el móvil y lo dejó en el borde del lavabo. Abrió el grifo, metió las manos en el agua y se lavó la cara. Se la mojó varias veces. «Pero ¿qué está pasando? ¿Cómo puede una mujer abandonar todo lo que tiene? Lavinia parecía tan segura de su relación… —Luego se hizo las mismas preguntas a sí misma—: ¿Seguro que yo soy tan inocente? ¿Estoy convencida de que nunca me encontraré en esa situación? No, yo no. O, al menos, no lo haré de esa manera». Y sólo el hecho de volver a pensar en ello, de haber encontrado una vía de escape por si acaso, hizo que se sintiera culpable.

Fue al salón. Sólo quería que Andrea no hubiera escuchado su conversación con Stefano. Él sabía perfectamente que la noche anterior no había salido.

—¿Qué me dices de una tortilla de patata y calabacín y de una ensalada con tomate?

Andrea estuvo de acuerdo.

—¿Puedes poner cebolla en la tortilla?

—Claro.

—Y un poco de maíz en la ensalada. ¡Pon también aceitunas!

Sofía ya estaba en la cocina.

—¡De acuerdo, aceitunas también!

Poco más tarde, ya estaban a la mesa. Sofía le abrió una cerveza. Andrea le sirvió agua con un poco de gas. Comieron en silencio, haciéndose alguna que otra broma.

—¿Cómo te ha ido hoy?

—Muy bien.

—Hace calor, ¿verdad…? ¿O soy yo que tengo calor?

—Oh, yo estoy bien. Quizá sea porque te has estado moviendo en la cocina.

—¿Quieres postre?

—No, sólo fruta, gracias.

Se acostaron temprano. A lo lejos, los coches pasaban por la carretera de circunvalación. Andrea dejó de leer y apagó la luz. Ella estaba vuelta del otro lado. Al cabo de un rato, Andrea dejó caer un «Buenas noches» sólo para ver si su esposa ya dormía.

—También para ti, cariño. Que duermas bien.

Sofía estaba todavía despierta. Permanecieron en silencio en la oscuridad. Por las rendijas de la persiana entraba un poco de la luz de la luna. Un momento después, los ojos de Andrea se acostumbraron a la oscuridad de la habitación. Ya veía el armario, la mesa, el sillón, su silla de ruedas. Pero, en la oscuridad, era como si aquel silencio pesara; una rara espera se cernía sobre ellos, era como si, para poder dormirse, hiciera falta una frase conclusiva. Y de hecho, de repente, llegaron aquellas palabras:

—No me hagas nunca una cosa así.

Sofía se mordió los labios. Así pues, Andrea lo había oído todo, incluso cómo ella le había mentido a Stefano. Por tanto, la consideraba capaz de mentir. ¿Qué podía contestarle? ¿Debía fingir que se había dormido? No resultaría creíble. No, tenía que encontrar una respuesta que dejara las cosas claras, que borrara cualquier duda, cualquier sombra. Iba a decir la verdad, la única cosa que no le producía reparos.

—Cuando ya no te quiera, si eso llegara a suceder, te dejaré. No esperaré a que llegue otro hombre para tener el valor de hacerlo. —Entonces se volvió hacia él—. Ahora no empieces a pensar cosas raras. No hace falta que te pongas celoso y no me compares nunca con ella. Me sentiría ofendida. Ya sabes lo importante que es para mí mi dignidad. El solo hecho de esconderte algo y de mentir me daría asco.

Después, Sofía volvió a darse la vuelta hacia el otro lado. Permanecieron un rato en silencio. Ella pensó que había sido dura, pero que había sido necesario. El silencio continuaba.

Entonces habló Andrea:

—¿Sabes? Estoy solo muy a menudo, y entro en Internet, en los blogs, y leo miles de historias de esas, de gente que ha sufrido un desengaño, que ha sido infiel… Me pregunto, si existe un Dios, ¿cómo se siente? Él, que conoce todos nuestros problemas, nuestros deseos, que ve nuestras continuas miserias.

—Si existe, seguro que se aburre. Tú tampoco deberías pensarlo. Hay cosas más bonitas y hay gente mejor.

—Sí. Pero se esconden muy bien. —Dejaron de hablar. Era como si los dos se sintieran afligidos. Todo aquello no les concernía directamente y, sin embargo, les había afectado. Andrea volvió la mirada hacia el otro lado—. No hay nada que hacer. La vida es sucia.

Y se quedó mirando el techo, con la mente vacía, hasta que se durmió.