19

Tancredi se fue a su camarote. Ocupaba toda la proa: incluía un gran salón, un estudio, un baño y un dormitorio con dos grandes ventanas laterales. Eran de plexiglás, de cuarenta y cinco centímetros de grosor, y se sumergían unos cuatro metros por debajo de la superficie del agua. Contaban con un sistema de cierre que las cubría, pero también podían dejarse al descubierto y ver cómo discurría el mar bajo el dormitorio. En ocasiones, cuando el agua estaba especialmente transparente, se podía ver incluso el fondo marino más profundo.

Tancredi entró en el estudio. La luz de la puesta de sol iluminaba toda la sala y la envolvía en una cálida atmósfera. Se sentó a la mesa, cogió el expediente y lo abrió; seguidamente sacó todo el material del maletín: fotos, hojas y otros documentos. En aquella ocasión Gregorio Savini había hecho un trabajo impecable; había ido avanzando en el tiempo, desde los primeros años de la vida de Sofía hasta los últimos días, cuando Tancredi la había visto por primera vez. Nunca había recibido una documentación tan detallada, ni siquiera en casos en los que se trataba de afrontar grandes negocios en los que se jugaba cifras astronómicas. Tancredi no podía creerse lo que veía. No había nada que su hombre de confianza no hubiera tenido en cuenta; aquello eran veintinueve años de vida pasados por el tamiz, un informe de más de cien páginas llenas de apuntes.

Gregorio Savini había entendido que en aquella ocasión la presa era distinta. Para Tancredi no se trataba de la cacería habitual y, sobre todo, no estaba seguro de que fuera a obtener resultados. Decidió no pensar en aquello. Se metió de lleno en la vida de aquella mujer. Hojeó una carpeta tras otra. Se sintió emocionado, curioso, preocupado. En seguida encontró su partida de nacimiento: 18 de julio. Sonrió al pensar que tendría al menos un mes para poder decidir su regalo. Después se quedó sin palabras. Vio sus primeras fotos, incluso de antes de nacer: la ecografía de un ser apenas esbozado, algún rasgo de la cara, la naricita, una mano. Aquella era la primera imagen de Sofía. A continuación la vio en pañales, en la cuna, en el cochecito, mientras se sujetaba en el enrejado de una terraza. Detrás se veía el mar. ¿Dónde debía de estar? Comprobó el número de la foto: nueve. Buscó la referencia en los apuntes. Nueve: Mondello, primeras vacaciones en Palermo. Siguió examinando las páginas. Se dio cuenta de que sus padres eran sicilianos, más concretamente de Ispica, un pueblo cerca de Módica. Se habían trasladado a Roma siendo muy jóvenes, y después se habían establecido de nuevo en Sicilia. Todavía vivían y no se habían separado. Siguió pasando hojas. Aquella chiquilla crecía página tras página: los primeros dientes, las primeras celebraciones, los primeros pasos, la primera bicicleta, la primera motocicleta. Y los estudios. Incluso estaban sus redacciones.

Gregorio Savini había hecho un trabajo excelente. Tancredi empezó a leerlas. Se dio cuenta de cómo su caligrafía iba cambiando una tras otra: de redonda e infantil pasaba a ser más lineal y precisa, al igual que sus frases, sus pensamientos. Después, llegaron los exámenes, la selectividad, y aquella chiquilla de repente se convirtió en una mujer. Y allí estaban el primer amor importante y el primer beso. Después analizó minuciosamente todas las páginas fotocopiadas de un viejo diario: sus dibujos, sus fotos, los corazones bosquejados, las frases escritas con rotulador, los nombres de amigas, de otros nuevos posibles amores y las frases robadas a algún famoso autor y que había hecho suyas.

Tancredi respiraba la vida de aquella mujer, sentía su perfume, estudiaba sus cambios, imaginaba sus pasos, su voz, se alimentaba de aquellos miles de detalles. Vio que había un sobre entre las hojas. Lo abrió. En su interior encontró un minicasete. Se levantó y lo introdujo en el reproductor. Era de su contestador. Escuchó su voz, sus respuestas a sus amigas, las invitaciones a fiestas. Leyó algunos mensajes de texto. Se sorprendió por cómo había cambiado aquella chica con los años. De Ispica se había ido a Roma y estudió allí durante un breve período; después se marchó a Florencia, donde vivió con una tía; y en todo aquel tiempo nunca la había abandonado la pasión que la unía a su abuela siciliana: el piano.

Otro casete. Tancredi escuchó su primer concierto. Schubert. Sofía tenía apenas seis años y, sin embargo, ya le pareció una pianista excelente; eso sí, de acuerdo con lo poco que él entendía de música. Siguió escuchándola tocar; puso una cinta tras otra mientras leía sus redacciones del instituto, llenas de sus ideas, de sus pensamientos —unas veces confusos y complejos, y otras más simples e ingenuos—. Ojeó las fotos: un año después de otro, y aquella chica parecía brotar ante sus ojos, con el pelo oscuro, después más claro, después más corto, con ropa de niña, después de adolescente, de joven y, al final, de mujer. Las fiestas de Navidad, las de Pascua, en la playa, por Nochevieja, en la montaña. A continuación, volvió a coger sus diarios: la primera huida, el primer viaje al extranjero. Casi se sintió molesto al ver que todos aquellos años que había viajado por Italia, por el mundo, que sus fiestas, sus días de escuela, sus tardes aburridas y divertidas, de sonrisas o de llanto, los había vivido sin él. Y de repente notó los celos de aquel tiempo ya pasado, que ya nunca podría ser suyo.

Entonces llegó a su primera vez. Intentó entender —por las frases de su diario, por las cartas, por las fotos hechas poco antes y justo después— cómo debía de haber sido. ¿Le había gustado el sexo? ¿Había tenido miedo? ¿Le había hecho daño? ¿Había reído, llorado, gozado? ¿Cómo había hecho el amor con ella aquel chico? ¿Con dulzura, con pasión o de un modo distraído, apresurado, atropellado? Leyó varias veces aquel episodio y se imaginó la historia. Él: Giovanni, su primer novio, de su mismo pueblo, de Ispica. Sofía lo veía en la playa todos los veranos, lo había visto crecer ante sus ojos: los primeros vellos, el cambio de la voz, la barba. Siguió leyendo el informe de aquella época. Lo había conocido en un bar. Era mayor que ella, pero a Sofía aquello no le importaba y le dio a entender que le gustaba. Sin embargo, él la consideraba una chiquilla simpática, divertida, incluso bonita, pero no una mujer. Así que ella decidió esperar. Un día tras otro, una semana tras otra, no tenía prisa. Lo estuvo preparando a lo largo de varios veranos, estaba todo documentado en aquellos diarios: sus movimientos, las veces que lo acompañaba a algún sitio, sus bromas, las llamadas… Poco a poco se había ido convirtiendo en su amiga del alma y Sofía había empezado a jugar con él. Le hacía regalos, le daba sorpresas, pasaba por su casa con algo de comer, le dejaba notitas en su «motorino», que era como llamaban a las motocicletas en aquel pueblo. Un año tras otro, Sofía se había ido mostrando cada vez más atrevida: una broma maliciosa, una alusión, el olor del posible sexo. Hasta que consiguió llegar a resultarle deseable y, al final, convertirse en una verdadera obsesión. En aquel momento se produjo el cambio: pasó de las bromas y el no darle tregua a desaparecer de repente. Unos cuantos días después, Giovanni ya estaba como loco, así que fue a buscarla a su casa y les preguntó por ella a sus padres. Pero Sofía los había preparado: «Me voy a estudiar a casa de Lucia porque hay un chico que no me deja en paz. ¡Aunque insista, no le digáis dónde estoy!».

Sus padres se lo tomaron al pie de la letra, de modo que, cuando Giovanni llamó a la puerta, fingieron que ellos también estaban preocupados. Le dijeron que Sofía llamaba de vez en cuando para tranquilizarlos, pero que no tenían ni idea de dónde estaba y que ella tampoco quería decírselo. Giovanni parecía estar fuera de sí. Los padres de Sofía incluso se inquietaron, vieron a aquel chico muy nervioso, demasiado. Pensaron en lo peor, en una de las tantas historias de amor loco que acaban con un acto violento.

—¡Hay tantas hoy en día! Oh, Madre de Dios… Precisamente nuestra hija va a acabar así…

Y, sin embargo, cuando la joven volvió al pueblo todo salió de la mejor manera posible: Giovanni dejó a su novia, empezó a salir con Sofía y nació una bonita y apasionada historia. Aquel verano lo pasó con él, exactamente como ella había previsto. Fue un verano de libertad, de besos y descubrimientos, de paseos en motorino y de noches en las playas de los alrededores de Módica. Fue el verano de su primera vez. Después regresó a Roma para estudiar en el conservatorio. Como es natural, perdió todo el interés por Giovanni. Lo suyo había sido un simple capricho: había querido conseguirlo sólo porque no podía tenerlo, pero, una vez logrado, sencillamente se cansó de él.

Tancredi observó las fotografías de aquella época. La cara de Sofía, su mirada. Había entendido algo de aquella joven: era ambiciosa, resuelta, una mujer capaz, decidida y osada. Bonita y consciente de serlo. En otra imagen, llevaba un vestido veraniego de algodón con un tirante caído: el seno turgente y libre, sin sujetador. El viento le alborotaba el pelo y ella se pasaba la mano por la frente para intentar sujetarlo; tenía una expresión como de fastidio. Se habría dado cuenta de que le estaban haciendo una foto y en aquel momento no le había gustado. No se encontraba perfecta. Tancredi se acercó la fotografía para verla mejor. Sin embargo, sí lo estaba. Incluso más que perfecta. Guapísima, sencilla, provocativa. Aquel vestido agitado por el viento se le pegaba al cuerpo. Bajo su vientre plano hacía algún pliegue y después se le ceñía más: en las caderas le marcaba las bragas y hacía resaltar los finos bordes. Tancredi entrecerró los ojos. Se apreciaba el pequeñísimo ribete de blonda. Debían de ser sexis. Un poco más abajo, el vestido, ligeramente ondulado, descendía con suavidad hacia su sexo. Advirtió el sabor salvaje de aquella foto que no conseguía esconder nada y se excitó con aquel pensamiento. Estaba sentada en una motocicleta. Miró sus piernas largas y bronceadas, en parte descubiertas y apenas cerradas.

Tancredi sintió que lo invadía una oleada de pasión, notó un calor creciente en su interior. Quería a aquella mujer en aquel momento, en seguida, deseaba tenerla como la había tenido aquel chico con veinte años, poseerla en aquella moto, en aquella playa, sobre la mesa de su despacho. Pero ¿de dónde nacía aquella repentina, absurda pasión por una mujer a la que había visto sólo dos veces? Le habría gustado descubrir qué recuerdo, qué inconsciente parecido le estaba provocando todo aquello, con quién, cuándo, cómo. Era un torbellino.

«La quiero. Tengo que conseguirla». Y casi sintió rabia, un hambre sexual. Creyó enloquecer. Su vida, en la que estaba acostumbrado a dar órdenes, se estaba derrumbando, se iba al traste y lo miraba en silencio. «¿Cómo es posible? —seguía gritando en su interior—. ¿Cómo es posible? ¿Qué te pasa, Tancredi?», repetía ya más despacio y sabiendo que no encontraría la respuesta. Estaba como bloqueado. Su despacho, la mesa, aquellas hojas, aquellas fotos, todo lo que había a su alrededor sabía a ella. Bebió un poco de ron con hielo y limón. Se lo había servido él mismo, no quería oír ni ver a nadie. Luego siguió leyendo, hojeando los informes, mirando otras fotografías. Y en un segundo volvió a estar sumido en la vida de aquella chica. El conservatorio, su vida en Florencia, un examen tras otro, y después de nuevo en Roma. Sofía empezó a tocar en las orquestas más importantes de Europa. Debutó en Viena con diecinueve años y ya no se detuvo: París, Londres, Bruselas, Zúrich, por todo el mundo. Conciertos con los directores de orquesta más importantes. Ya no hablaban de ella periódicos o fotos, sino filmaciones. Uno tras otro, Tancredi vio conciertos maravillosos. Por primera vez en su vida escuchaba a Chopin, Schubert y Mozart con un sentimiento distinto. Desde su camarote, una detrás de otra, se elevaban las piezas clásicas perfectamente interpretadas por una gran pianista: Sofía Valentini. No podía apartar los ojos de ella; como arrebatado, la observaba inclinada sobre las teclas de aquel piano. Una televisión austríaca, otra polaca, otra francesa, otra alemana y, al final, una escocesa; todas destacaban su calidad, su perfección, su control, la precisión de su interpretación. Tancredi se dedicó a seguir sus manos durante horas, fue poniendo un DVD tras otro, vivió sus éxitos alrededor del mundo y cada vez le parecía más bonita, tanto en Argentina como en Brasil, tanto en Canadá como en Japón. Estaba fascinado por lo extraordinaria que era aquella mujer, pero sobre todo lo sorprendía lo que sentía por ella. Primero la había deseado mucho físicamente. En aquel momento casi se avergonzaba de ello. Era como si el haber deseado sólo su cuerpo fuera un pecado. Sí, un pecado. Empezó a escuchar aquella palabra como un eco lejano que retumbaba en su cerebro y lo mantenía despierto y lúcido en aquella noche cerrada, en aquel yate en medio del mar, en la costa de México.

Se arrellanó en el sillón, cogió el mando a distancia y paró la grabación. ¿Dónde estaría Sofía? ¿Qué estaría haciendo? ¿Qué hora sería en Roma? ¿Sería de noche? ¿Estaría durmiendo? Miró el último informe que le quedaba. Le faltaban los últimos ocho años. En cambio, era más breve que los demás. Se bebió él último sorbo de ron. ¿Qué habría pasado durante aquel período? ¿Por qué habría tan pocas páginas? ¿A quién habría conocido? ¿Con quién viviría? ¿Tendría hijos? ¿Por qué habría dejado de tocar? ¿Estaría casada? Y sobre todo, ¿sería feliz? Durante un instante Tancredi se mostró sorprendido. Le habría gustado quemarlo todo, no saber nada más de aquella mujer, olvidarla, no haberla conocido nunca. Pero sabía que haber entrado en aquella iglesia sería sólo el principio. Ya no podía volver atrás. Era demasiado tarde. Se sirvió un poco más de ron, tomó un largo sorbo y abrió la última carpeta. Empezó a leer. Vio otras fotos, otras filmaciones y, al final, lo entendió.

Estaba amaneciendo. Las gaviotas volaban bajo, sobre el agua. Sus cantos resonaban a lo lejos sobre el mar en calma. Los primeros rayos del sol iluminaron el yate. En el camarote de proa resonaban las notas de Schubert, su último concierto. Tancredi seguía allí, mirándola, bonita e impetuosa ante aquel piano. Ya sabía por qué un talento de aquellas proporciones había renunciado a la música. Y también sabía por qué la había conocido. Era como él. Un alma a la deriva.