18

El gran yate se hallaba mar adentro, frente a la costa de Isla Mujeres, en México. Tancredi se había levantado temprano, al amanecer, y había salido con la lancha acompañado por Esteban, un excelente pescador que vivía en el barco y se ocupaba de abastecer la bodega.

A Tancredi le encantaba pescar. Siempre lo había hecho, desde muy joven; era lo único que en cierto modo había compartido con su padre. Su hermano Gianfilippo, en cambio, se aburría un poco, por no hablar de Claudine, que sentía verdadero odio por aquella actividad. Una vez, siendo niños, fueron a las Maldivas; Claudine vio que Vittorio y Tancredi salían en el barco una mañana. Tierna y sensible como era, los atacó.

—Ya hay demasiada gente que se divierte estropeando el mundo, ¿tenéis que poneros también vosotros a hacer de asesinos de peces?

Su padre intentó consolarla con su habitual sabiduría y tranquilidad y, sobre todo, con pragmatismo.

—Cariño, nosotros lo practicamos como deporte, otros lo hacen para ganar dinero. De todos modos, es una ley de la naturaleza. ¿Sabes qué era el plato que tanto te gustó ayer por la noche? —Claudine se quedó esperando la respuesta—. Era un bogavante, un crustáceo. Lo pescaron y tú te lo comiste. Y te gustó, ¿no? ¿Qué diferencia hay entre eso y lo que vamos a hacer nosotros?

Claudine salió corriendo porque se sintió terriblemente culpable. Su madre estaba relajada tomando el sol delante de su bungaló, cuando la vio entrar llorando y cerrar la puerta a su espalda. Le costó toda la mañana convencerla de que no era culpable en absoluto de la muerte de aquel bogavante. Al final lo consiguió, pero tuvo que renunciar a un buen masaje, que, además, era el principal motivo por el que iba al Conrad Rangali Resort de las Maldivas.

Naturalmente, Vittorio y Emma discutieron:

—Así asustas a tu hija…

—Cariño, es sólo para que entienda cómo funciona la vida…

—Sí, pero ¿qué prisa hay?

—De acuerdo; sin embargo, tenemos que ayudarla a ser menos emotiva, ¿no te parece?

—¡Sí, pero ahora, por tu culpa, va por ahí sintiéndose como una asesina de bogavantes! Y pensar que era una de las pocas carnes que todavía le gustaban…

Gianfilippo y Tancredi le tomaban el pelo y se reían muchísimo de su hermana.

Aquellas vacaciones de Navidad en las Maldivas habían sido desde siempre uno de los recuerdos más bonitos y queridos de Tancredi. Puede que fuera la única vez que sintió que su familia estaba unida. Por la mañana iba a pescar con su padre, y por la noche cenaban todos juntos en aquella mesa del porche que parecía flotar bajo las estrellas.

Tancredi, de vez en cuando, se divertía lanzando un pedazo de pan al mar. Casi no había tocado el agua cuando desaparecía inmediatamente, devorado al vuelo por uno de los muchos peces que había. Entonces tiraba otro en seguida y todos se lanzaban hacia él en manada. El niño los miraba, embobado por los reflejos de la luna sobre las escamas; parecían destellos, lamas plateadas debajo del agua. En el silencio, bajo aquel porche, se oían sólo las salpicaduras de los peces.

Solía pensar a menudo en aquellas cenas familiares en la isla. Eran los únicos momentos en los que se había sentido feliz.

—¡Ahí está, ahí está, ha picado, ha picado!

Esteban le hizo notar que el carrete de su caña había empezado a girar a una velocidad increíble. Tancredi se había distraído por completo, inmerso en sus recuerdos.

—Déjelo correr, déjelo correr… No hay tiempo. —Esteban le previno para que no detuviera la bobina y la dejara rodar hasta que el gran pez que debía de haber picado se cansara. Entonces agarró un cubo, lo metió en el mar, lo levantó con la cuerda que llevaba atada al asa y echó un poco de agua sobre el carrete que todavía giraba—. Así no se calentará tanto —le explicó Esteban.

Tancredi asintió, él también conocía aquellos trucos.

Cerró los ojos para evitar las salpicaduras de agua del carrete. Hacía calor y aquello lo refrescó. Luego metió una mano en el cubo, se mojó los hombros, el pecho y, por último, el vientre. Estaba bronceado y había adelgazado. Hacía ya una semana que estaba en la costa de México a bordo de su yate Ferri 3. Había llegado el gran día. Miró el reloj. Estaría allí a primera hora de la tarde. Le había dicho que lo esperara hacia las tres, y así iba a ser, estaba seguro de ello.

—¡Ahora! —Esteban vio que el carrete se había detenido; el pez debía de estar agotado, así que era el momento de recoger—. Tire, tire… —Tancredi lo intentó, pero al notar demasiada resistencia, volvió a soltar a su presa y dejó rodar la bobina. El sedal corrió de nuevo en libertad para que el pez se cansara todavía unos minutos más. Esteban observaba cómo se iba desenrollando el carrete y luego miraba el mar—. Muy bien, así… —Después se dirigió a Tancredi—: Debe de ser un buen ejemplar…

—¡Sí!

Esteban estaba satisfecho. Al cabo de un rato levantó la ceja. Estaba preocupado: hacía más de una hora que duraba la lucha. Observó a Tancredi. Tenía un buen físico, era delgado, musculoso y estaba en forma; pero ¿sería capaz de aguantar un desgaste físico como aquel? Esteban había visto a hombres de mucha más envergadura que él que habían terminado extenuados.

—Puedo hacerlo.

—¿Eh?

Tancredi se volvió hacia el pescador.

—Te digo que puedo hacerlo. No te preocupes, no lo perderé, estate tranquilo. Aunque me cueste otra hora, nos lo comeremos para cenar.

—Sí, sí, claro, estoy seguro —mintió Esteban. Como única respuesta, Tancredi sonrió.

—No, no estás seguro. —Conocía bien la psicología de las personas que lo rodeaban—. Si al final lo pierdo, esta noche seré yo quien te sirva para cenar una de esas enormes langostas que llevamos a bordo. Pero si lo subo al barco, me lo cocinarás como tú sabes.

Esteban esbozó una sonrisa que admitía que lo había descubierto. Pero de inmediato se sintió incómodo por la apuesta. Lo pondría nervioso sentarse a la mesa y que lo sirviera Tancredi Ferri Mariani en persona. El boss, como él lo llamaba, no era precisamente de los que dejaban una apuesta sin pagar, aunque fuera tan peculiar como aquella. Pero lo que más lo preocupaba era su relación con el comandante y el resto de la tripulación. ¿Qué iban a decir de él? Esteban exhaló un suspiro. Ya estaba hecho. Echó un vistazo y vio que la caña estaba demasiado plegada.

—Así no, así no, signore. ¿No está tirando demasiado?

—Déjame hacer. Estoy jugando con él. Lo cansaré un poco más… y luego volveré a darle cuerda. Eso es, así. —Tancredi liberó la bobina. El carrete empezó a girar a toda velocidad—. Lo ves… —Se metió la caña en la trabilla del cinturón. Tenía los brazos libres, así que los estiró para distender un poco los músculos—. Tráeme una cerveza, Esteban, por favor… Me parece que todavía estaremos aquí un buen rato.

—En seguida, signore.

Y de hecho, así fue. Tancredi necesitó tres horas y media de tira y afloja —recuperando parte del sedal y después dejando rodar la bobina—, pero al final logró subir un pez espada de setenta kilos al barco.

—¡Vaya, bonito ejemplar!

—Enhorabuena, signore.

Esteban estaba realmente sorprendido, además de perplejo por cómo lo había logrado, con la espalda doblada de aquella manera y con aquel sol.

El jefe estaba agotado. El pez espada era muy fuerte y golpeaba el entarimado de la barca con su gran aleta, así que Esteban, antes de que pudiera dar un salto y volver al agua —y poner en peligro el resultado de su apuesta—, lo atravesó rápidamente con un machete de arriba abajo.

—¡Un verdadero diavolo, signore! En serio, lo felicito.

Tancredi se abrió otra cerveza.

—Creías que no lo conseguiría, ¿verdad, Esteban?

Aquella vez el pescador fue sincero.

—No, signore. Es un pez muy grande para la mayoría de los hombres, sólo está al alcance de los grandes pescadores.

Tancredi lo miró, agradecido por el cumplido, y se bebió la cerveza de un trago. Luego cogió el cubo con la cuerda, lo tiró al agua, lo rellenó y se lo echó por la cabeza. Estaba destrozado. Miró el reloj. Mediodía, todavía faltaban tres horas.

—Venga, volvamos al barco.

Los marineros izaron el pez espada a cubierta con ayuda de un pequeño cabrestante.

—¡Muy bien, Esteban! —lo aplaudieron, felicitándolo y jaleándolo—. ¡Menudo pez!

Pero el pescador se mostró aún más orgulloso de responder:

—No, no digáis «muy bien Esteban…». ¡Muy bien el signore! Yo no habría podido prendere un pez como este…

Todos se rieron de aquella expresión y se sintieron todavía más sorprendidos y entusiasmados por la captura.

Un poco más tarde, Esteban le sirvió el pez espada a Tancredi en la mesa principal de popa, bajo la sombra del puente.

—Aquí está, signore. Lo he hecho a la parrilla, como a usted le gusta, y rociándolo con un poco de limón y vino blanco mientras se hacía.

—Bravo, Esteban. Siéntate conmigo. Come tú también un trozo.

—No puedo, signore. La tripulación…

—Venga, acompáñame.

—En otra ocasión, signore.

Tancredi decidió no insistir. Se preguntó qué habría pasado si hubiera perdido la apuesta. Las deudas de juego hay que pagarlas, en esos casos no hay ni amos ni criados. Se comió el pez espada con gusto. Le pareció que tenía un sabor especial, tal vez porque contenía toda la fatiga de las tres horas y media que había necesitado para sacarlo del mar. Tancredi arqueó la espalda, le dolía de veras. Tenía los músculos hinchados y doloridos. Hacía mucho tiempo que no realizaba un esfuerzo de aquella envergadura. Se tomó una copa de Ruinart Blanc de Blancs de 1995. El champán estaba helado y buenísimo, resultaba perfecto para el pescado. Probó un poco de la ensalada de tomate y lechuga que le habían puesto al lado, en un plato. Se preguntó cómo lo harían para que estuviera tan fresca, pues estaban lejos de la costa. Durante un instante se planteó la posibilidad de que quizá hubiera un huerto a bordo. Pero en seguida sonrió por haber pensado una estupidez así. No habría estado mal. Hablaría de ello con Ludovica, su estilista personal. Si era posible, ella encontraría el modo de hacerlo.

Notaba los músculos demasiado contraídos. Pero Ludovica ya había pensado en ello. Tancredi bajó a la segunda planta. Las chicas de su Spa personal sonrieron y lo acompañaron a una cabina. Le preguntaron qué necesitaba.

—Un masaje completo, sobre todo en la espalda. Tengo los músculos del trapecio muy agarrotados.

Poco después llegó una masajista que hizo que se tendiera en una camilla. Tancredi la miró sólo un segundo. Era muy guapa, tenía el pelo castaño y la piel oscura. La mujer le sonrió con amabilidad, pero él cerró los ojos. «¿Qué me pasa? ¿Me he vuelto indiferente a la belleza… si no es la de Sofía? —Sonrió para sus adentros—. A lo mejor es culpa del pez —se dijo—, me ha dejado exhausto». Y mientras sentía que las manos de la chica empezaban a destensarle el trapecio, se durmió. Al despertarse, miró en seguida el reloj. ¡Faltaban diez minutos para las tres! Estaba a punto de llegar. Se levantó de la camilla y notó que la chica había hecho un excelente trabajo. Se dio una ducha de agua caliente y se quitó todo el aceite con jabón. Luego se puso un albornoz que había en la cabina. Llevaba sus iniciales bordadas en gris acero y azul marino, exactamente los mismos colores del barco. La verdad era que aquella estilista personal tenía buen gusto.

Subió al puente y pidió un café. Se lo tomó allí, mientras escrutaba el cielo en dirección a la costa. Miró el reloj. Las tres y veinte. Nada, todavía nada. Qué raro, llegaba con retraso. Dejó la taza sobre la mesa y pasó los minutos siguientes sentado en un gran sillón blanco de piel. Hojeó unos cuantos periódicos; eran del día, pero no había nada que él no supiera ya o que pudiera sorprenderlo. Volvió a mirar la hora. Las cuatro menos veinte. Parecía que el tiempo no pasara nunca.

Decidió mantenerse ocupado. Bajó al puente inferior y observó la instrumentación. Había un poco de viento y daba la sensación de que iba en aumento. Tancredi sonrió. «Bueno, eso quiere decir que más tarde tendré que darme otro masaje. Tal vez esta vez no me quede dormido…».

Un instante después, estaba en el mar. Tiró la barra al océano, el kite se hinchó en seguida, las cuerdas se tensaron y, al cabo de pocos segundos, la cometa se elevó hacia el cielo y casi lo arrancó del agua. Tancredi echó a volar con los pies bien sujetos en los estribos. Aterrizó unos metros más allá e, inmediatamente, nada más tocar el agua, la tabla que mantenía bien firme bajo él empezó a planear. Rápidamente, se alejó del yate. Siguió navegando en mar abierto. El yate se hacía cada vez más pequeño y el agua más profunda y oscura. Pensó en el pez espada que había cogido, en todos los peces que nadaban debajo de él, en posibles venganzas. Pero sólo durante un instante. Era maravilloso cómo volaba aquella pequeña tabla. Tal vez incluso pudiera darle esquinazo a un tiburón no muy grande… Pero era mejor no tentar a la suerte. Aunque no tenía miedo. Siempre se había tomado la vida como un continuo desafío. En cierto modo, sólo gracias a aquello había podido afrontar y superar la historia de Claudine. Pero ¿la había superado de verdad? Tancredi siguió corriendo sobre las olas, llevado por el viento, perdiéndose entre preguntas imposibles. Luego cambió de rumbo y se dirigió hacia el oeste. Cuando el sol estaba ya a punto de ponerse, tomó el camino de regreso.

El yate se veía cada vez más grande. Mientras se acercaba a toda velocidad con el kitesurf, el helicóptero apareció detrás del barco. Por fin. Miró el reloj. Las siete y media. Tancredi dejó que el kite fuera perdiendo velocidad poco a poco, así que la parte de arriba se fue deshinchando y cayó al agua un poco más allá. Él alcanzó la escalerilla con la tabla. Le entregó todo el equipo a un marinero que había salido a su encuentro, se dio una rápida ducha caliente en el exterior, se secó, se puso una sudadera y se apresuró hacia el puente superior, donde el helicóptero estaba aterrizando. Las palas redujeron la velocidad, la puerta de la cabina se abrió y Gregorio Savini bajó del aparato de un salto. Mantuvo la cabeza agachada y sujetó contra su cuerpo todo lo que pudiera salir volando. Entonces corrió hacia Tancredi, que lo esperaba a varios metros de distancia.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Cómo es que llegas con tanto retraso?

Savini se disculpó.

—No ha sido fácil.

Tancredi miró la carpeta que Gregorio Savini llevaba bajo el brazo.

—¿Está ahí?

—Y también aquí —dijo él levantando un maletín que llevaba en la otra mano—. Esta chica ha tenido una vida peculiar.

—Sí —asintió Tancredi—. Me imagino que sí.

Por fin podría conocer la verdadera historia de Sofía.