—No, así no. ¿No ves que te has saltado dos notas? Aquí hay un mi y aquí hay un do. —Colocó de nuevo la mano de su alumno.
—Sí… —Tomó una larga inspiración—. Es verdad.
«Sólo me faltaba que no fuera verdad. No entiendo por qué algunos padres quieren que a la fuerza alguien de la familia sepa tocar el piano. Este chaval seguro que lo dejará. ¿Para qué malgastan el dinero? Un chico, sobre todo a su edad, tiene que sentir pasión; si no es así, en cuanto tenga la oportunidad, lo dejará todo», pensó Sofía.
—¿Cuántos años tienes, Saverio?
—Nueve.
—¿Alguien de tu familia toca algún instrumento?
—Oh, la abuela tocaba muy bien el piano, pero ya no está; la tía, la hermana de mi madre, es muy buena, pero se han peleado; y a mamá le habría gustado mucho tocarlo, pero nunca aprendió…
—Eres hijo único, ¿verdad?
—Sí…
—¿Y te gusta tocar?
Saverio permaneció un momento en silencio; agachó la cabeza y después la levantó sonriéndole.
—Bastante…
Sofía pensó que equivalía a un sincero: «En absoluto, pero lo tengo que hacer de todos modos».
La joven miró el reloj sin que él se diera cuenta. Faltaban cinco minutos. Podía aguantar.
—Muy bien, Saverio, ¿y cuáles son las cosas que más te gusta hacer?
—Ah, bueno, me encanta ver la tele, jugar a la PlayStation y a la Wii, leer tebeos… Me gustan un montón «Bola de Dragón» y los «Gormiti». También me gusta ir al cine, jugar a la pelota… Ir a natación no tanto, porque es demasiado cansado y después hay que secarse. —Sofía escuchó aquella lista de diversiones que parecía que todavía no había acabado. En resumen, al niño le gustaban un montón de cosas, pero estaba claro que la música no era una de ellas. Aun así, su madre lo obligaba a pasar cuatro horas semanales al piano. Sólo porque ella no había aprendido a tocarlo y su hermana sí. ¿Y aquel pobre chiquillo tenía que compensar lo bien que lo hacía la tía? Bueno, tampoco era tan «pobre». Sus padres vivían en una preciosa villa en los Parioli y, según lo que él le había contado, el padre era cónsul y siempre estaba de viaje por el mundo—. Y también me gusta chatear con mis amigos y enviar mensajes.
Sofía observaba al muchacho mientras este seguía completando la lista. Naturalmente, ya tenía ordenador y móvil, a pesar de su edad. Demasiado joven. El piano tal vez le aportara algo. Miró el reloj. Muy bien, ya era suficiente.
—Bueno, Saverio, se acabó la hora. Nos vemos el martes.
El chico cogió la chaqueta y la mochila y salió. Sofía colocó las partituras. Había estado ensayando con Allegra, una niña de diez años a la que le gustaba mucho tocar el «Preludio» de la Suite inglesa en la menor, de Bach, y le había salido bastante bien. Ella la había aprendido cuando tenía siete años. Lo recordaba como si fuera ayer. Abrió la partitura, leyó los primeros compases y cerró los ojos. El sonido del piano le resonó en la cabeza; las notas le llegaban llenas, redondas; los piececitos de una niña apretaban el pedal del piano; más arriba sus jóvenes manos corrían por el teclado. Tenía la cabeza, llena de rizos, inclinada hacia delante. Aquella muchacha se mordía el labio superior porque se esforzaba al máximo, pero sonreía; para ella aquello era coser y cantar. Después llegó su primer concierto. Fue en una gran sala, con mil espectadores y una niña de ocho años completamente tranquila.
—Mi, la, la…
Una voz a su espalda la rescató de aquel recuerdo de veinte años atrás.
—¿Habías llegado a esta parte? ¿Te acuerdas? Siempre te equivocabas.
Sofía todavía tenía los ojos cerrados y sonrió. Había reconocido la voz. Era Olja.
—Me has salvado. Todavía no había llegado ahí.
Cerró la partitura.
—Quizá esta vez hubieras dado en el clavo. Es más fácil no volver a cometer los mismos errores.
—Siempre me equivocaba porque me habría gustado que Bach hubiera escrito el fragmento justo de aquella manera.
Olja sonrió.
—Hay cosas que no se pueden cambiar, hay que aceptarlas tal como son. Otras, en cambio, sí pueden cambiarse.
Sofía se puso la chaqueta. Después se volvió hacia ella.
—No creo que vuelva a tocar, Olja. No insistas más.
La anciana profesora cerró los ojos.
—No me refería a eso. Pero no importa.
—Nos vemos.
—Pásate cuando quieras, yo estoy aquí. Si no, nos vemos el miércoles. Te quiero.
Sofía sonrió y salió a la calle. Había acabado más pronto que de costumbre. Domitilla Marini, la chica de la última clase, la de las ocho a las nueve, no había ido. Lástima, era dinero de menos, pero aun así había sido una jornada larga. Dar un buen paseo antes de ir al aparcamiento para coger el coche y volver a casa no sería una mala idea. Se puso a caminar de prisa hacia el Tíber; recorrió un trecho de corso Vittorio Emanuele y cruzó el puente que llevaba a via della Conciliazione. Iba rápido, pero la acompañaba una extraña sensación, como si alguien la estuviera siguiendo. Se detuvo y fingió que miraba un escaparate. Entonces se dio la vuelta de repente. Miró a la derecha, a la izquierda, luego hacia el final de la calle. Se había equivocado. Había unas cuantas personas —chicos y chicas, alguna pareja de turistas—. Un comerciante fumaba un cigarrillo delante de su escaparate, otro saludaba a una señora después de acompañarla hasta la puerta de su tienda en la que debía de haber hecho alguna compra. Pero nadie hizo ningún movimiento inesperado ni se escondió, nadie pareció estar interesado en ella. Sofía se tranquilizó.
Se metió por una pequeña bocacalle que le permitía acortar el camino. Llegó a una placita y vio un bar con algunas mesas fuera. Miró el reloj. Era temprano. Decidió tomar algo y se sentó. Atisbó el interior del local para llamar la atención del camarero, pero no había nadie. Entonces se volvió y se lo encontró delante.
—¿Quiere una foto? —Frente a ella había un chiquillo de diez años que le sonreía. Llevaba una camiseta estampada que le tapaba el trasero, tenía el pelo oscuro y los ojos de color avellana. Debía de ser de Bangladesh—. Sólo quince euros…
—¿Sólo? —preguntó Sofía con una sonrisa—. Las cobras demasiado caras; y deberías hacérselas a las personas adecuadas. Yo no soy una turista.
El chaval, durante un instante, pareció disgustarse, pero en seguida sonrió y se sacó unas baratijas del bolsillo de los pantalones.
—¿Quieres un encendedor? ¿Una linterna? ¿Un corazón de la suerte? Hace que te enamores…
Sofía negó con la cabeza.
—No, gracias, no fumo y no necesito nada.
El niño, decepcionado, se quedó parado delante de ella con los brazos caídos a los lados.
—De acuerdo, hagamos una cosa… —Sofía abrió el monedero—: te doy un euro si vas a buscar al camarero y le dices que fuera hay una persona que quiere pedir.
—En seguida, señora…
El muchacho le quitó rápidamente la moneda de la mano y entró corriendo en el bar, feliz por haber conseguido algo. Sofía esbozó una sonrisa. Entonces miró más a lo lejos: al fondo de la placita se veía una parte del Tíber y, a continuación, Castel Sant’Angelo. Sus muros parecían estar pintados de naranja, debía de ser por la puesta de sol reflejada en el río. Las nubes, en lo alto, eran rosadas.
—Y bien, ¿qué quiere pedir?
—Quisiera un bíter, gracias. Y unas patatas fritas…
Se volvió, sorprendida por aquella voz. Le parecía que ya la había oído antes y, al verlo, ya no tuvo ninguna duda. Era él, el hombre de los pantalones cortos que había visto en la iglesia, el que la había parado en la escalinata cogiéndola por el brazo, el que se había imaginado bajo las sábanas. Al que pensaba que no iba a volver a ver nunca más. Evidentemente se había equivocado. Sin querer, se ruborizó.
—¿Usted?
—Sí, yo. —Tancredi sonrió.
—Está aquí.
—Y usted está aquí, por lo que parece.
Sofía intentó vencer la turbación y fingió indiferencia.
—Nunca me habría imaginado que este sitio fuera suyo…
—¿No se habría sentado?
—No, no quiero decir eso, es que…
Llegó el camarero y la salvó.
—¿Querían pedir?
—Sí.
Tancredi tomó el mando de la situación.
—Un bíter para la señora, y unas patatas fritas… —A continuación se dirigió a Sofía—: Por cierto, el bíter ¿blanco o rojo?
—Rojo…
—Bien, para ella un bíter rojo con patatas fritas. Para mí una cerveza, gracias.
—Muy bien.
El camarero volvió a meterse en el local. Sofía miró a Tancredi con curiosidad.
—Entonces este bar no es suyo…
Él sonrió.
—Nunca he afirmado nada parecido.
—De alguna manera, me lo ha hecho creer.
Entonces fue él quien la observó con curiosidad.
—De verdad que no… Pero ¿no nos hablábamos de tú?
Sofía volvió a ruborizarse.
—Sí, creo que sí…
—Nos reímos bastante en aquella escalinata…
—Sí…
—De todos modos, tú simplemente me has preguntado: «¿Estás aquí?». Y yo te he contestado que sí, pero no he dicho que el bar fuera mío. ¿Puedo? —Tancredi señaló la silla que había junto a ella. Sofía miró a su alrededor. Había poca gente y aquellas calles solían estar poco transitadas. Dentro del bar, algunos clientes tomaban un aperitivo. Pero aquel no era el problema, o mejor dicho, su verdadera preocupación. Volvió a mirarlo. Sonreía y ella lo estaba haciendo esperar demasiado—. Si quieres me siento en la mesa de al lado y hablamos levantando la voz…
Ella sonrió.
—No, no, siéntate aquí.
—Gracias, eres muy amable. —Tancredi lo dijo de una manera un poco irónica, pero en el fondo estaba contento por haber dado aquel primer paso. Hasta el momento todo iba de la mejor manera posible—. Yo me llamo Tancredi… —Extendió la mano hacia ella.
—Sofía. —Se la estrechó.
—Sofía… —Tancredi hizo como si sopesara el nombre—. ¿Sabes que habría apostado a que te llamabas así…?
—¿Sí?
—Sí, te lo aseguro. Ese nombre te queda muy bien… En serio.
Ella sonrió.
—Gracias. —Parecía que el cumplido le había gustado—. A mí me parece que habrías apostado porque ya sabías mi nombre de antemano…
Tancredi dejó de sonreír e intentó parecer lo más ingenuo posible.
—¿Yo? ¿Y cómo?
—Bueno, lo primero que se me ocurre es que pudiste volver a la iglesia donde nos conocimos y preguntárselo a alguien, o que quizá no volviste y lo preguntaste el mismo día. Tal vez a mi profesora, la que dirigía el coro.
—¿Aquella señora?
—Sí, la señora mayor, lo sabes perfectamente, la viste tocar el órgano en la iglesia…
—Ah, sí. No. No se lo pregunté a ella…
—Claro, porque sabías que me lo habría dicho en seguida. Se preocupa por mí.
Tancredi extendió los brazos.
—Pero ¿por qué te empeñas en que tengo que ser peligroso?
—Quizá no… Pero tal vez sí.
En aquel momento llegó el camarero.
—Aquí tienen: el bíter rojo para la señora y la cerveza para usted.
Tancredi sacó la cartera y pagó.
—Quédese con la vuelta.
—Gracias.
El camarero se alejó. Sofía miró a su acompañante.
—No me has preguntado si podías pagar lo mío.
—Me ha parecido más educado invitarte.
—¿Y si no hubiera querido?
—Ahora ya está; eso quiere decir que la próxima vez te toca a ti.
—¿Qué próxima vez?
—Podría ser que volviéramos a encontrarnos… La vida está llena de sorpresas. Míranos a nosotros: hemos estado años sin conocernos y en el transcurso de una semana nos hemos visto dos veces.
—Continúo pensando que no se trata de una casualidad…
Tancredi bebió un sorbo de su cerveza; después se secó la boca con una servilleta de papel.
—Perdona, Sofía, pero eso es algo presuntuoso por tu parte…
La joven tomó un poco de bíter y asintió tranquila:
—Sí, es posible.
—Si fuera como tú dices, querría decir que en cierto modo me siento atraído por ti.
—En cierto modo… Sí.
Tancredi no se esperaba aquella reacción.
—Bueno.
—Bueno, ¿qué? Perdona, ¿no fuiste tú quien me paró a la salida de la iglesia?
—Sí.
—¿No fuiste tú quien se sacó de la manga aquella teoría sobre que nuestras vidas podrían cambiar, sobre nosotros dos como personajes de un cuadro de Magritte? Y lo de que no éramos…
—Una pipa…
—Exacto. Dijiste que habríamos podido ser protagonistas de vete tú a saber qué otra escena. ¿Fuiste tú o estoy equivocada?
—Sí, fui yo, pero… Te acuerdas de todo.
—Más o menos. Digamos que es uno de mis recuerdos más originales de los últimos años.
—¿Lo intentan muchos?
—Zzz.
—¿Qué es eso?
—Alta tensión. Aparece cuando haces una pregunta equivocada, te sales de la vía y te pasa la corriente, ¿está claro?
Tancredi se encogió de hombros como diciendo: «Me rindo». Luego, bebió un poco más de cerveza. Le gustaba mucho aquella mujer, pero no iba a resultarle fácil conseguirla. No lograba averiguar cuáles eran sus puntos débiles, si es que los tenía. Parecía estar por encima de todo y de todos. Recordó una frase que decía su padre: «Todo el mundo tiene un punto débil, sólo se necesita tiempo y dinero para descubrirlo». Dejó la copa y cogió una patata frita. Se había quedado más tranquilo. Él no tenía prisa y, por lo que se refería al dinero, no representaba un problema.
De aquel modo, la partida sería todavía más divertida.
Sofía acabó de tomarse el bíter.
—¿Quieres algo más?
—No, gracias. Y tú, ¿qué quieres, Tancredi? —Ya no bromeaba. La miró con más detenimiento. Era guapísima; llevaba el pelo suelto y un vestido sin escote pero no demasiado cerrado, suelto en la cintura, de algodón ligero, con pequeños dibujos. Su boca era carnosa pero no sonreía. El joven no se esperaba aquella pregunta. Había sido demasiado directa. No era conveniente mentirle a alguien como ella—. ¿Y bien? ¿Qué quieres, Tancredi?
—Zzz. Yo también estoy rodeado de cables de alta tensión. Pregunta no programada. Respuesta no prevista. —Sofía lo miraba. Él le sostenía la mirada. La lucha duró un rato. Al final Tancredi decidió ser el primero en rendirse y sonrió—. De acuerdo… No nos peleemos.
—No nos estamos peleando.
—¿Y qué estamos haciendo?
—Estamos intentando hablar como dos adultos. Pero uno de los dos no quiere actuar como tal.
—Zzz.
Sofía no tenía ganas de seguirle el juego.
—Y me copia las ideas… Mejor dicho, me las roba.
—Está bien, me rindo. Hablemos como adultos, ¿de acuerdo?
—A ver.
—No entiendo por qué simplemente no puedes alegrarte de que la casualidad haya hecho que volvamos a encontrarnos.
—Ya te lo he dicho. No creo que sea una casualidad.
—¿Y por qué no? Es como creer en los cuentos de hadas…
—Eso es distinto. Creo que hay una época para los cuentos de hadas y tal vez la nuestra ya haya pasado. Además, los cuentos de hadas son bonitos porque son breves.
—¿Qué quieres decir?
—Si tras el «Vivieron felices y comieron perdices» la historia continuara, el final sería muy distinto.
—Ponme un ejemplo.
—Veríamos que Blancanieves no soporta a los siete enanitos y que Cenicienta manda a freír espárragos a sus dos hermanastras, seguramente acompañadas de aquel príncipe azul tan peripuesto. Sí, en resumen, no duraría mucho…
—Eres cínica.
—Realista.
—De acuerdo. —Tancredi suspiró—. Entonces no ha sido una casualidad. Digamos que ha sido el destino…
Sofía inclinó la cabeza a un lado e hizo una mueca que quería decir: «¿Sigues insistiendo en lo mismo?». Él decidió que era mejor jugar con las cartas al descubierto.
—Quería decir… un destino llamado Simona.
—¿Simona? ¿Qué Simona? ¿Tenemos una amiga en común?
Sofía repasó mentalmente la lista de sus amigas del trabajo y de la escuela, pero no encontraba a ninguna Simona.
Tancredi decidió ayudarla:
—Tiene el pelo rizado, es muy mona, su sonrisa es encantadora y tiene seis años. La abrazaste en la iglesia.
—Ah. —Esbozó una sonrisa al recordar a la pequeña pillina pecosa. Claro, Simona Francinelli, una de las mejores del coro, su preferida. «No me lo puedo creer. Este tipo volvió a la iglesia y habló con una niña. Así que ha venido a la piazza dell’Oro a buscarme. Podría estar aquí desde las…».
—Estoy aquí desde las seis. Te he dedicado sólo la mitad de la tarde, no me ha resultado posible venir antes.
Tancredi había adivinado lo que estaba pensando.
La joven lo miró con más atención. Ya no iba en pantalones cortos: llevaba una camisa de sport y unos vaqueros negros desgastados, con botones delante, un bonito cinturón nuevo y unos Tod’s. Disponía de dinero y de un montón de tiempo libre. Era guapo, mucho. Y también simpático. Pero seguramente carecía de escrúpulos, ya que para localizar a una mujer con la que quería acostarse era capaz de recurrir a una niña de seis años.
—Podrían haberte tomado por un pedófilo, habrías tenido problemas.
—Piensa en el riesgo que he corrido sólo por volver a verte. Aunque de todos modos, hablé con su madre… ¡Está todo controlado!
Sofía siguió observándolo durante un rato. Sus ojos azules expresaban algo más, aparte de seguridad. Sí, estaba orgulloso de su aspecto físico, de su belleza, pero parecía buscar algo, como si lo empujara una extraña inquietud. Era guapísimo, pero se lo veía atormentado, complejo, complicado. Sí, aquel hombre era así. Tenía un lado divertido y otro envuelto en la tristeza, como un mar profundo agitado por una violenta corriente. Durante un segundo experimentó la tentación de cogerle la mano que tenía apoyada en la mesa y consolarlo, de reír con él, de decirle que sí, que todo iba bien, sin ni siquiera saber por qué… «Pero ¿qué estoy haciendo?». Y de repente le asaltó la imagen de su amiga Lavinia en el coche con Fabio: se desnudaban rápidamente, el vehículo se balanceaba, era un acoplamiento furioso; sus manos se estampaban contra los cristales empañados y dejaban sus huellas: culpables. Durante un segundo se vio a ella de aquella manera y no le gustó. Se imaginó a Andrea en casa; lo vio delante del ordenador, leyendo las noticias en su ignorancia, distrayéndose de alguna manera, manteniéndose ocupado hasta su regreso, mirando el reloj de pulsera y después el del fondo del salón, suspirando ante la espera de unos minutos que nunca pasaban… Todo lo que hasta aquel día había conseguido se echaba a perder por el capricho de un hombre… y por el suyo.
Sí, sentía algo por Tancredi. Atracción física, ganas de distraerse, de una bocanada de aire, de un poco de vida, claro. Para unas cuantas semanas. ¿Y luego? Aquel hombre quería divertirse. ¿Y ella? ¿Qué quería ella? ¿Lo mismo que él? ¿No podía tener ella también las mismas ganas? De transgredir, echárselo todo a la espalda, olvidar reglas, principios, valores… Pero durante unas horas, sólo durante unas horas, y después retomar la vía…
Zzz. No. No era posible. Podría incluso ser bonito, pero supuso lo que sucedería después. Después se sentiría sucia y desgraciada. Se imaginó con qué cara entraría en casa: su mirada que se cruza con la de Andrea; ella que intenta sonreír pero hay algo que no va por buen camino; él que se da cuenta.
Andrea está en la cama. Ha cerrado el ordenador. Sofía está en la puerta. Están en silencio.
—Has follado con otro, ¿verdad?
Entonces ella simplemente asiente, no sabe qué otra cosa decirle, no sabe inventar nada, ni mentiras ni excusas. Agacha la cabeza y simplemente dice:
—Sí.
Sofía se levantó de la mesa.
—No puedo. —Después le sonrió dulcemente, de un modo casi afectuoso, excusándose por todo lo que había visto e imaginado—. Lo siento…
Tancredi se levantó e intentó intervenir.
—Sólo quería proponerte ir a cenar, a tomar algo, que nos conociéramos un poco mejor para ver si en realidad estamos hechos para…
—Chsss. —Le puso un dedo sobre los labios. Entonces él dejó de hablar. Se quedaron un momento en silencio.
—¿Puedo acercarte a algún sitio?
—Tengo el coche cerca.
—Te acompaño hasta allí.
Sofía no se vio con ánimos para negarse. Caminaron sin hablar, el uno junto al otro. De vez en cuando, Sofía se volvía hacia él y lo miraba; intentaba consumir los pocos instantes que le quedaban. Dirigía la mirada a sus ojos, a sus labios, a los pliegues de su boca, a las pequeñas arrugas de su cara, a sus cejas largas y oscuras, a la profundidad de aquel azul lleno de vida. Lo contempló casi hasta saciarse, pensando en que en aquella mesa había vuelto a ser la chica que había sido —caprichosa y alegre, de respuesta rápida y mordaz—, en cómo le gustaba flirtear e imaginarse así sólo para saborear el amor. Pero ella misma lo había dicho. La época de los cuentos de hadas había acabado.
—Aquí es. Ya he llegado.
—¿Es tu coche?
—Sí.
Tancredi sonrió. Aquella vez no quería equivocarse con la matrícula.
—He estado muy a gusto contigo.
—Yo también. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—No volveremos a vernos.
—Pero has dicho que has estado muy a gusto conmigo.
—Por eso. —Sofía subió al coche. Después bajó la ventanilla—. Por favor, no me busques. —Y se fue.
Tancredi se quedó en medio de la calle. Lo había pillado por sorpresa, no se esperaba aquella reacción. Cogió la agenda y, antes de que se le olvidara, apuntó la matrícula del coche. Después se sacó una Polaroid del bolsillo de la americana. Se la había comprado al chico de Bangladesh. La miró. Sofía era bonita, pero tenía una expresión atónita y sorprendida. Aquel chico le había hecho una foto a traición y ella no se lo esperaba. Le molestaban las cosas que cambiaban sus planes, no le gustaban los imprevistos. Tancredi adoptó una expresión de satisfacción al pensar en su próxima jugada, pero sobre todo en cómo se lo tomaría ella.