Sara salió de la ducha y se envolvió en el albornoz. Se puso una toalla en la cabeza, se inclinó frente al espejo del baño y empezó a frotarse el pelo. ¿Cuántos años habían pasado desde aquella noche de la piscina? Dos. No, tres. Y, en cambio, le parecía que había sido ayer, hacía un instante, un segundo. Notó una punzada intensa, cálida, en el vientre. La sombra del deseo. Siempre se lo había ocultado a Tancredi hasta aquella noche. Pero no pudo aguantar más. Le desveló su secreto y se lo contó todo, se desnudó delante de él y no sólo porque tirara el albornoz al suelo; no, también desnudó su corazón y su alma. Le habría gustado que aquella noche la poseyera, la absorbiera, la amara. Que la hiciera simplemente suya. Perdidamente suya. Le habría gustado morir entre sus brazos, apagar así para siempre aquella fijación que había nacido como un juego en el instituto, que con los años fue creciendo gracias al deseo y que, al final, se había quedado anclada en su corazón como una insana y rabiosa pasión. Él. Lo quería a él y a ningún otro y, sin embargo, por lo que parecía, era la única a la que él nunca tomaría. Por culpa de Davide. Davide, con el que al final se casó al año siguiente, a propósito, para hacer rabiar a Tancredi, por despecho, para que reaccionara de alguna manera. Tancredi y su actitud distante, fría, superior.
Convirtió su boda en el acontecimiento del año. Se fingió enamorada, se ocupó incluso del más mínimo detalle —escogió desde las preciosas alianzas de platino hasta los sofisticados platos del menú, los confiteros de fino cristal de Murano que contenían pétalos de rosa y el alquiler de Villa Sassi en las colinas de Turín—. También contrató una orquesta de sesenta músicos y al cantante que más sonaba en aquel momento. Las piezas musicales que sonaron fueron de la música clásica al jazz, de los años setenta a los ochenta y hasta los éxitos más recientes.
Hizo que su padre, un hombre muy rico, propietario de una empresa que fabricaba varillas de hierro para todo el mundo, se gastara hasta el último euro disponible.
Pero no para que Davide se sintiera feliz y sorprendido, no. Fue para que Tancredi lo supiera. Sara era así. Pensaba que al final, como sucedía en los mejores cuentos de hadas o en las películas, justo cuando estuviera llegando al altar, Tancredi entraría corriendo en la iglesia. Le pediría perdón por aquella noche, por el error que había cometido en la piscina, por no haber entendido su amor de siempre, por haber rechazado su cuerpo. Y así, delante de todos, incluso delante de su amigo Davide, sin pudor —porque el amor no conoce el pudor—, la cogería del brazo y se la llevaría. Ambos huirían entre los invitados atónitos, pero a su manera entusiasmados, por aquel nuevo cuento de hadas moderno, por aquel amor por sorpresa, por aquella repentina explosión de la pasión.
Pero no fue así. Cuando llegó al altar con su magnífico vestido de novia, acompañada de su padre, se encontró allí a Tancredi. Se había cruzado con su mirada en la lejanía, mientras caminaba sobre aquella alfombra bordeada de flores magníficas. Él le sonreía, de pie delante del último banco, cerca del padre de Davide.
Antes de la boda, Tancredi había dicho que tal vez no pudiera asistir. Sin embargo, unos días después (aunque esto Sara lo supo más tarde) llamó a Davide para confirmar su presencia. Pero no comentó sólo aquello: también le dijo que le gustaría ser su testigo.
—¿Estás seguro?
—Pues claro, si es que todavía te hace ilusión y no te has comprometido con nadie. Pero hay una cosa. Me gustaría que fuera una sorpresa para todos, también para Sara.
—¿Para ella también? ¿Por qué?
—¿Quieres que vaya a la boda? Pues no se lo digas.
—Te lo prometo. Te doy mi palabra.
Y Davide la cumplió. Y de aquel modo Sara vivió lo que tenía que ser el día más feliz de su vida como su peor pesadilla. Cuando pronunció el sí quiero, el sueño de su vida estaba a su espalda y, entonces ya estaba segura, lo había perdido para siempre. Al salir de la iglesia le pareció verlo sonreír.
—¿Cariño?
Sara dejó de secarse el pelo.
—¿Sí?
—Ahora no me acuerdo, ¿la cena que damos en casa es este sábado?
—Sí.
—¿Quién va a venir?
—Los Saletti, los Madia y Augusto y Sabrina.
—Qué opinas, ¿puedo llamar a Tancredi para que asista con una amiga?
Sara se quedó un segundo en silencio.
—Claro… Lo más seguro es que no pueda. ¿Te has dado cuenta de que no nos vemos nunca cuando estamos juntos? Sólo queda contigo.
Davide lo pensó durante un momento.
—No es verdad, la última vez, en casa de los Ranesi, estuvimos todos juntos.
—Sí, claro. Una vez llegamos ya no volvimos a verlo, ¡había más de doscientas personas!
—Yo creo que son manías tuyas. Bueno, si no te importa, intentaré llamarlo.
—Claro, por supuesto, si me hace ilusión. Pero verás como te dice que no. Se inventará una excusa para no venir.
Davide no le hizo caso. Cogió el móvil y marcó el número privado de Tancredi. Era el único que lo tenía —aparte de Gregorio, naturalmente—, y aquel detalle era un increíble signo de estima y amistad.
—¡Eh! —contestó a la primera llamada—. ¿Qué estás tramando, Davide? ¿Qué buen negocio para ti y jugarreta para mí quieres proponerme?
Su amigo decidió seguirle la broma.
—Muy bien, pues llamaré a Paoli, no hay problema…
Paoli era un empresario con quien habían competido en varias ocasiones. Tancredi, a pesar de haber perdido dinero, siempre se había salido con la suya. Y, aunque sobre el papel habían hecho aquellas inversiones más por desafiarlo que por otra cosa, a la larga habían resultado ser tan ventajosas que habían salido ganando con creces. Era increíble: todo lo que Tancredi tocaba se convertía en un buen negocio.
—¿Paoli? —Tancredi se rio—. Pero ¿aún le queda dinero para gastar? Entonces no será un gran negocio… Debe de ser uno de esos que tanto te gustan: compro, vendo a las primeras de cambio y te sacas alguna cosilla…
Davide soltó una carcajada. En efecto, aquel tipo de negocio no estaba mal. Sólo se necesitaba tener un poco de liquidez y encontrar a una persona que en poco tiempo comprara lo que tú habías reservado.
—No, no… Esta vez no te costará nada. Como mucho, una botella o unas flores para la anfitriona. Queríamos invitarte a cenar este sábado aquí, en casa, con los Saletti, los Madia y Augusto y Sabrina, que sé que te caen bien…
Davide esperó un instante. Pensó que Tancredi llevaría un Cristal, quizá dos, ya que eran unos cuantos. Pero aquel no era el motivo por el cual quería invitarlo. Le hacía mucha ilusión verlo y, sobre todo, echar por tierra de alguna manera la absurda idea de Sara. Al otro lado del teléfono, Tancredi se levantó del escritorio y miró por la ventana. El Golden Gate recogía todo el color de aquel sol que resplandecía en la bahía de San Francisco. Más tarde iría a comer con Gregorio al café de Francis Ford Coppola para probar la última cosecha de su vino, el Rubicon. Iba a hablar directamente con él: quería entrar en la productora Zoetrope y financiar su próxima película. A saber si le dejaba hacerlo. Sabía que Coppola era de los que se mueven por simpatía más que por dinero o por beneficios. «Mejor así —pensó Tancredi—. Será más fácil, le caeré bien». Y de aquel modo, con la imaginación, entró en el mundo del cine y visualizó la escena.
La cámara avanza por los rieles y enfoca la puerta de un apartamento. Se detiene. Aparece el plano de una mano tocando el timbre.
Dentro de la casa, Sara termina de poner unas cosas en la mesa del comedor y cruza el salón.
—Ya voy yo.
Llega a la puerta y abre sin preguntar quién es. Ve frente a ella un enorme ramo de rosas rojas mezcladas con pequeñas flores silvestres blancas. De repente aparece Tancredi.
—Hola… ¿Podemos olvidar aquella noche?
Sara permanece frente a él en silencio. La secuencia pasa lentamente de plano americano a primer plano. La música acentúa la espera de su respuesta.
Tancredi le echó un vistazo a la agenda que tenía sobre la mesa.
—Has dicho la noche del 28, ¿verdad?
—Sí.
Recorrió la página con el índice para ver si tenía algún compromiso. Una velada en el club, pero nada importante; en realidad recordaba que ya la había cancelado. Después, volvió a pensar en la escena anterior, la de las flores en la mano:
—No. No podemos olvidarla.
Tancredi suspiró.
—Lo siento, Davide. Acabo de mirar la agenda y veo que estaré en el extranjero. Quizá en otra ocasión.
—Qué lástima.
—Saluda a Sara de mi parte y dile que lo siento.
—Claro.
Colgaron. A Davide le habría gustado decirle: «Sara ya lo sabía».
—Entonces ¿viene o no? —Sara apareció a su espalda.
—No, yo también lo he recordado luego, ya me lo había dicho… Tiene un compromiso.
Sara sonrió.
—¿Lo ves? No quiere vernos juntos.
Davide se acercó hasta ella y la hizo girar sobre sí misma mientras la abrazaba.
—Cariño, por favor, no te obsesiones con esto. Tancredi es mi mejor amigo y no haría nunca algo así.
—¿Algo como qué?
—Tenerte ojeriza.
Sara tardó un momento en contestar.
—Podría ser, ¿sabes? A veces las dinámicas son imprevisibles.
Davide la soltó y se sentó en el sofá. Cogió el mando de la tele y la encendió.
—Yo, en cambio, siempre he pensado que era a ti a quien le caía mal Tancredi.
—¿Por qué?
—No lo sé, es una sensación. Por una parte me daba pena, pero por la otra me alegraba.
—¿Por qué?
—Porque pensé: «Por fin hay una mujer a la que no le gusta Tancredi, a la que incluso le cae mal». Si te hubiera gustado, tal vez le habría dado igual nuestra amistad, la mía y la suya; habría hecho la vista gorda y también te habría añadido a su colección privada… —Entonces la miró y le sonrió—. Me habría muerto de ser así.
Sara permaneció en silencio en medio del salón. Davide siguió con la mirada clavada en ella. A medida que pasaba el tiempo la situación se iba haciendo más extraña. Y ella se preguntaba si conseguiría dominarse.
—No me cae mal. Me es indiferente. Digamos que no me gusta cómo se comporta en algunas circunstancias. De todos modos, es amigo tuyo y si a ti no te importa…
Y dicho aquello, se fue a la cocina. Davide cambió de canal y luego decidió añadir algo más.
—¡Pero acuérdate de que cambió mucho tras la historia de su hermana!
Sara se sentó a la mesa. De repente se sintió vacía. Justamente fue a partir de aquel día cuando empezó a quererlo; quería llenar su soledad. Ya habían pasado varios años y, sin embargo, la pasión de Sara no disminuía. Y no sabía si aquello sucedería algún día. Pero había una cosa de la que sí estaba segura: Davide, su marido, era un excelente agente inmobiliario, pero un pésimo psicólogo.