7

—¿Quién te ha dejado entrar?

—Tengo mis métodos…

Sara sonrió, insinuante y maliciosa. Tancredi siguió nadando. Dio unas cuantas brazadas más en la gran piscina cubierta y después se detuvo donde estaba el jacuzzi y lo puso en marcha. En el borde, había una botella de Cristal con una sola copa de champán.

—¿Quieres un poco?

—¿Sabes que anteayer fue mi cumpleaños?

Tancredi sonrió.

—Felicidades con retraso.

—Lo sabías y no me felicitaste a propósito.

—Se me olvidó, en serio; perdóname.

Sara inclinó la cabeza hacia un lado para mirarlo mejor, para averiguar si estaba mintiendo.

—¿Sabes que en psicología me han enseñado a descubrir si alguien miente?

—¿Ah, sí?, ¿cómo?

—Sólo hay que observar el lenguaje corporal: si los ojos miran hada otra parte, el movimiento de las manos, los cambios de postura en la silla, si se mueve una pierna…

—¡Pero si estoy en una piscina!

—Si se habla demasiado o de forma agresiva…

—¿Y bien?

—Has mentido. Sabías que era mi cumpleaños y no me felicitaste a propósito. Pero quizá lo hayas hecho para atraerme hasta esta piscina.

—Sara, si fuera tan inteligente, sería otro hombre.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. A veces digo cosas sin sentido.

—No es verdad, detrás de cada frase siempre hay un porqué.

—¿Eso también te lo han enseñado en psicología?

—¿Lo ves? Te burlas de mí. ¿Hay algún bañador que pueda ponerme?

—Sí, en el vestuario.

Sara se encaminó hacia la puerta que Tancredi le había indicado, al final de la piscina. Antes de atravesarla, se dio la vuelta, lo miró una última vez y le sonrió. Como una niña, incluso con picardía. Como si estuviera tramando algo o quisiera dar a entender que lo estaba haciendo. Después cerró la puerta del vestuario a su espalda. Tancredi salió del agua, se acercó al viejo mueble y sacó otra copa alargada. Sirvió un poco de Cristal y luego volvió a meter la botella en el cubo lleno de hielo.

«¿Quién la habrá dejado entrar?». Miró hacia fuera por el gran ventanal. A lo lejos se veían los viñedos y, alrededor de la finca, algunos campos iluminados. Estaban recién segados; también los rosales estaban perfectamente alineados. Al fondo se distinguían dos grandes robles entre los que discurría un camino de piedras blancas que se perdía detrás de una suave loma. Allí se encontraba la casa de los guardeses. Aparte de ellos, en la villa trabajaban tres camareras, el cocinero, el chófer y, naturalmente, Gregorio, su hombre de confianza. Debía de tener ya casi sesenta años, pero tenía un físico esculpido y esbelto que no dejaba adivinar su edad exacta. De una cosa estaba seguro: él no había sido quien la había dejado entrar. Aquello lo había molestado. Mucho. Tancredi quería vivir en completa soledad. Él decidía cuándo era el momento de quedar con alguien, de ver a gente, de dar fiestas, de divertirse o, simplemente, de aparentarlo.

Se sirvió un poco más de champán y se lo bebió de un trago. Acto seguido, se llenó de nuevo la copa, la puso cerca de la otra en el borde del jacuzzi, metió la botella en la cubitera y, poco a poco, se deslizó en el agua. Justo en aquel momento se abrió la puerta del vestuario y salió Sara. Se había recogido el pelo y parecía más joven. Se le veían los ojos violetas y el rostro, entonces ya descubierto, parecía más delicado y, en cierto sentido, más bello. Llevaba un esponjoso albornoz de color azul intenso; le iba ligeramente ancho y la hacía parecer todavía más pequeña.

«Quién sabe qué bañador habrá escogido —fue el primer pensamiento de Tancredi—, ¿un biquini o uno entero? ¿De color oscuro, claro o estampado?». Los había de mil clases y de todas las tallas. Había mandado equipar un armario con prendas de hombre y de mujer, todas rigurosamente nuevas, con la etiqueta todavía colgada. Se los había hecho elegir a Arianna, su estilista personal, que se ocupaba del refinamiento y la exclusividad de todos los detalles de su vida, además de las cenas y las atenciones a los invitados, que naturalmente tenían que ser perfectas.

Arianna era una mujer de unos cincuenta años, elegante y sobria en extremo, casi austera. Le gustaba su trabajo y no quería aparecer en público. Trabajaba, como decía ella, entre bambalinas. Sólo un gran trabajo permite obtener un excelente resultado. Estaba prometida con un riquísimo hombre inglés al que veía de vez en cuando durante los pocos fines de semana libres que tenía y a lo largo de las vacaciones estivales. Sin embargo, Tancredi no creía mucho en aquella relación. Él consideraba que, más bien, le gustaban las mujeres jóvenes. Arianna siempre comentaba de un modo discreto y elegante la manera de vestir de sus conquistas. Pero él se había fijado sobre todo en la manera en que admiraba su belleza. La había descubierto varias veces mirándolas embobada, quizá incluso con una pizca de deseo.

Pero lo más seguro era que no hubiera sido ella la que había dejado entrar a aquella invitada inesperada. Entonces miró de nuevo a Sara. Estaba quieta junto al borde de la piscina, cerca de la pared. Extendió la mano y, al encontrar el interruptor, atenuó un poco las luces. Tancredi se preguntó cómo sería su cuerpo, si tendría los pechos grandes o pequeños, qué aspecto tendrían las nalgas y las piernas. En realidad nunca la había mirado con demasiada atención; no era porque no fuera guapa, que lo era, sino por otro pequeño detalle: estaba saliendo con su mejor amigo. Pero Sara no pensaba de la misma manera. Y en un instante sació toda la curiosidad de Tancredi: dejó caer el albornoz al suelo. Estaba desnuda.

—No he encontrado ningún bañador adecuado.

No se trataba de que no le gustaran o no le fueran bien. Sino de que no había «ningún bañador adecuado». Por lo menos había dado como excusa una frase peculiar. Se había quedado allí, quieta, con las piernas ligeramente separadas y los brazos caídos junto a las caderas. La débil luz exaltaba la perfección de su cuerpo: las piernas torneadas y largas, la cintura estrecha, los pechos de pera, naturales. Más abajo, entre las piernas, el vello rasurado de forma cuidada, un triángulo recortado con mesura. Tancredi advirtió que se había quedado mirando aquel punto; entonces levantó los ojos. Aquella vez Sara le pareció distinta, mucho más mujer.

«No hay nada que hacer, los hombres son todos iguales», pensó ella. Separó las piernas de manera aún más provocativa, se quitó la horquilla y la tiró al suelo. Sacudió la cabeza para soltarse el pelo; luego sonrió y se zambulló. Aguantó la respiración. Con un impulso nadó por debajo del agua y emergió a poca distancia de él.

Las luces de las bombillas, ahora más tenues, resbalaban silenciosas sobre el agua. El eco de la piscina cubierta era el único sonido, aparte de su respiración. Y de su silencio. Sara metió la cabeza de nuevo bajo el agua y, al salir, se echó todo el pelo hacia atrás.

—¿Y bien? —Le sonrió, segura de su completa desnudez—. ¿No me ofreces un poco de champán?

Se acercó al borde de la piscina y apoyó el codo sobre él. Movía las piernas para estar más ligera; desde abajo, la luz se mezclaba con sus movimientos. Tancredi dio unas cortas brazadas hacia atrás y se metió en el jacuzzi. Se estiró un poco para alcanzar la copa de Cristal que acababa de llenar, pero, antes de que pudiera volverse, Sara se había situado ya a su lado. Sonrió moviéndose con lentitud en el agua poco profunda; luego se sentó a su lado y cogió la copa.

—Gracias… —Y se la bebió toda de un trago—. Riquísimo. Mmm, y frío, a la temperatura ideal…

Mientras hablaba, deslizó las piernas hacia él y, poco a poco, se le acercó.

—¿Me pones otra, por favor? —Tancredi se volvió y le sirvió un poco más de champán. Entonces notó que las manos de Sara lo abrazaban por detrás—. Tienes unos abdominales perfectos…

Sus dedos se movían lentamente, jugueteaban sobre los peldaños esculpidos del abdomen de Tancredi, que se volvió y le pasó la copa otra vez llena.

—Gracias… Hay cosas tan buenas que es imposible resistirse a ellas.

Le dedicó una larga sonrisa, más larga que la anterior, mientras le daba pausados sorbos a la copa, como para esconder los ojos por momentos. Muy despacio, Sara continuaba recorriendo su vientre con la mano derecha, hacia abajo, cada vez más abajo. Y lo miraba. Finalmente llegó al bañador. Empezó a juguetear con el cordón de la cintura, lo estiró con delicadeza y lo desató. Los dedos se entretuvieron con el ribete, pero lentamente lo abrieron un poco. Primero el dedo índice y después el medio, se introdujeron en el bañador.

Entonces Tancredi le lanzó una mirada de aire desafiante.

—¿Dónde está Davide esta noche?

Sara se detuvo, sacó la mano, tomó un largo sorbo, se acabó todo el champán y dejó la copa en el borde de la piscina al tiempo que ladeaba la cabeza.

—Creo que tu amigo tenía la enésima reunión en Milán, tanto hoy por la tarde como mañana. Nuevas construcciones, nuevos negocios y, por tanto, nuevos compromisos. —Dicho aquello, lo miró con malicia—. Pero eso quiere decir una cosa: que incluso puedo quedarme a dormir.

Salió un poco del agua para mostrar los senos. Avanzó hacia él mirándolo a los ojos. Sus pechos eran redondos y firmes; tenía los pezones turgentes, endurecidos por el agua, pero también por su repentina excitación. Se puso a cuatro patas y, con parsimonia, se fue acercando a Tancredi cada vez más, ocultando las piernas de él bajo su cuerpo. Cuando estuvo muy cerca del rostro del hombre, se dio un impulso para sumergirse y, pausadamente, le bajó el bañador. Pero de repente los fuertes brazos de Tancredi la detuvieron y la obligaron a salir a la superficie. Se apartó de ella. Se situó al otro lado del jacuzzi.

—¿Cuántos años hace que estás con Davide?

—Dos. Pero estoy enamorada de ti desde hace al menos cinco.

—A una mujer siempre le gusta sentirse enamorada. A veces incluso aunque no sea correspondida. Hasta diría que mejor si no lo es.

—¿Por qué?

—Le permite ser más puta.

Sara se rio en su cara divertida.

—No me hieres, Tancredi. Me gustas desde que salías con aquella chica tan guapa en el instituto. ¿Cómo se llamaba?

—No me acuerdo.

—No te creo. Pero yo te lo diré: Olimpia. La odiaba y la envidiaba, y no porque fuera guapa: soy presuntuosa y siempre he creído que podría competir con cualquiera. Sino porque te tenía a ti.

—No me tenía. Me la follaba y punto.

—¿Nunca has pertenecido a nadie?

Tancredi permaneció en silencio. Se acercó al borde, se sirvió un poco de champán y se lo bebió a pequeños sorbos. Después sonrió.

—¿Has venido a entrevistarme? ¿Sabes que hay una chica de una televisión holandesa que da el pronóstico del tiempo desnuda? No te has inventado nada nuevo.

Sara se sirvió un poco más de champán y luego se sentó a su lado. Se lo fue bebiendo, ya más tranquila.

—Así que la respuesta es no. No has sido nunca de nadie. Nunca has estado enamorado. Sólo te has tirado a todas esas mujeres preciosas. Entonces, ¿por qué no lo haces conmigo esta noche? Yo te quiero de la misma forma en que te habrán amado ellas, si no más. Mira, incluso creo que empecé a salir con Davide sólo para verte más a menudo.

Sara terminó de beberse el champán, se acercó a Tancredi e intentó besarlo. Él permaneció inmóvil, con los labios apretados y los brazos abiertos sobre el borde de la piscina.

Poco a poco Sara perdió fuerza; su osadía, sus ganas, fueron disminuyendo. Dejó de besarlo. En silencio, se apartó; después, bajó la cabeza y casi en un susurro le dijo:

—¿En qué soy distinta a las demás?

Aquella vez Tancredi respondió:

—En nada. Sólo en Davide.

Sara lo miró una última vez y luego salió del agua. Caminó desnuda, sin volverse. Tancredi la miró marcharse sin experimentar ningún remordimiento y empezó a nadar. Cuando llegó al final de la piscina, hizo un viraje y con una cabriola continuó nadando. A mitad del largo oyó el golpe de una puerta, pero siguió adelante como si nada.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, Gregorio ya había averiguado quién había dejado entrar a Sara. Y no sólo descubrió eso, sino que, al registrar la habitación, encontró otros pequeños detalles no carentes de importancia. Era cierto. A Arianna le gustaban las mujeres. El lord inglés que comparecía algún fin de semana que otro sí que existía, pero tan sólo era una tapadera.

—Pensé que se trataba de una amiga a la que le gustaría ver.

—Tancredi no tiene amigos.

—Sí, tiene razón, pero…

—Cuando reprendo a alguien, la única posibilidad de quedarse que tiene es que yo me haya equivocado. ¿Puede usted demostrarlo?

Arianna permaneció en silencio. Después se dio la vuelta, fue a su habitación y empezó a hacer la maleta. Abandonó la villa a las once y cuarto.

A mediodía, Gregorio ya le había encontrado una nueva estilista personal: Ludovica Biamonti, cincuenta y cinco años, casada y madre de dos hijos que vivían en el extranjero. Gregorio había recopilado los datos con facilidad.

A la hora de comer, Ludovica Biamonti ya tenía en sus manos el listado de las personas que significaban algo para Tancredi, la de las que había que evitar a toda costa y la de todas sus propiedades en Italia y en el extranjero. Estaba contenta por haber conseguido el trabajo y el sueldo le parecía de vértigo.

La segunda tarde, Ludovica Biamonti se dio cuenta de que necesitaría al menos dos días para entender en qué consistía realmente la riqueza de Tancredi Ferri Mariani. Tenía poco más de veinte años cuando su abuelo le dejó un patrimonio de unos cien millones de euros y, desde entonces, su dinero no había hecho más que aumentar: inversiones, nuevas empresas en todo el mundo que comerciaban con madera, petróleo, oro, diamantes y materias primas, siempre productos valiosos cuyo precio podía ir incrementándose en el mercado. Había creado una serie de sociedades con personas escogidas y de confianza y las había organizado mediante estructuras piramidales en las que cada uno debía controlar lo que hacía el que tenía a su lado. Ya habían transcurrido más de doce años y, aparte de comprar docenas de propiedades en todos los rincones de la Tierra, Tancredi había adquirido ejemplares de cualquier tipo de medio de transporte existente, desde un jet hasta una simple Harley-Davidson. Cuando Ludovica Biamonti, ya entrada la noche, cerró el último archivo y apagó el ordenador, sólo se recriminó una cosa: habría podido pedir mucho, pero que mucho más.