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—La mayor parte de tus ganancias las has conseguido gracias a él. Quizá esa sea otra de las razones por las que te cae tan bien.

Sara continuó colocando las camisas que había recogido en la tintorería. Abrió el gran armario blanco del dormitorio y cogió unas cuantas perchas.

Davide, que acababa de llegar de Turín, la siguió por la habitación.

—Siempre me ha caído bien. Desde que íbamos al colegio. Y, por otra parte, no es cierto, nunca he basado mis valoraciones personales o mis sentimientos en los beneficios. Al contrario…

Sara se volvió de golpe.

—¿Al contrario? ¿Acaso quieres decir que no te he hecho ganar dinero o, peor aún, que te lo he hecho perder?

Davide se sentó en la cama.

—No estaba hablando de ti. Hablaba de mis amigos. A veces los he ayudado a hacer buenos negocios. Mira a Caserini: gracias a mí se ha comprado la casa, y la verdad es que no nada en la abundancia… De hecho, no he aceptado mi porcentaje. Lo habría puesto en un apuro.

—Ya… —Sara colgó dos camisas de seda en las perchas y cerró el armario—. Pero, mira por dónde, Tancredi te cae mejor que los demás. Le has comprado casas en Miami, en Lisboa, en Nueva York, en San Francisco y no me acuerdo de en qué más ciudades del mundo; y otras cinco o seis propiedades en los sitios más bonitos de Italia: en Capri, en Venecia, en Florencia, en Roma… Todas ellas enormes y en lugares céntricos y, por si no fuera suficiente, incluso has hecho que se compre una isla…

—Es el hombre más rico que conozco y el menos célebre. Siempre quiere que me ocupe de sus asuntos para que su nombre no aparezca y, sobre todo, para no tener problemas. No entiendo por qué no debería ayudarlo a gastarse su dinero. —Sara se movía de prisa por la casa. Davide la siguió—. Además, si no lo hiciera yo, lo haría otro… Pero él no se fía de nadie y me ha escogido a mí. ¿Qué culpa tengo yo?

Sara se volvió de repente y se le acercó. Se encontraba a pocos pasos de él.

—¿Tú? Ninguna, pero tienes que ser objetivo. El hecho de que te haya llenado los bolsillos influye en que te caiga especialmente bien, así que no le encuentras ningún defecto… claro. Y siempre por esa misma razón.

Sara se fue a la cocina. Al cabo de un momento, Davide se situó a su lado.

—Tú hoy tienes ganas de discutir…

Sara abrió la nevera y se sirvió un poco de agua.

—En absoluto. ¿Quieres un poco?

—No, gracias. —Se sentó frente a ella—. De todas formas, no es verdad, hay muchas cosas que le critico. Como lo que ha hecho hoy, por ejemplo.

Sara acabó de beber y después le preguntó con ironía:

—¿Qué ha hecho que sea tan grave como para que merezca que lo critiques?

Davide comprendió al instante que había hablado con demasiada ligereza. A veces la rabia no permite pensar con claridad. Si le contaba la historia de la mujer del club, de las fotografías que le habían llevado a la mesa delante de sus hijos… bueno, lo más seguro es que tuviera problemas para poder seguir viéndolo. Digamos que la amistad se acabaría, y con ella también las oportunidades de hacer negocios. Intentó distraerla cambiando de tema.

—A propósito, ¿te acuerdas de la familia Quarti? No están pasando por una buena época. Hay una villa de su propiedad, preciosa aunque un poco deteriorada, que Tancredi quiere ver a toda costa. Debe de costar al menos quince millones de euros, pero creo que puede sacarse por doce.

—Y bien, ¿se puede saber la que ha organizado hoy tu amigo Tancredi?

No había conseguido distraerla.

—Ah, sí… —Davide se resignó a retomar el tema—. Prácticamente ha hecho que una pareja acabe separándose. Dos amigos del club, creo…

—¿Eran amigos suyos?

—No exactamente. Ha actuado con ligereza…

—A lo mejor hacen las paces. Ojalá todos los problemas fueran así.

—Sí…

Sara regresó al salón. Davide se encogió de hombros.

«Seguro que hacen las paces… Con esas fotos… Bueno, creo que será el divorcio menos problemático de todos los tiempos».

Sara empezó a ordenar los periódicos que había sobre el sofá; los puso en la mesita baja delante del televisor.

—Ahora que me acuerdo, no es la primera vez que hace que una pareja se pelee. Ya ocurrió en otra ocasión, en la playa, en Tavolara, cuando estábamos en su magnífico yate.

—Lo ha vendido.

—¿Ah sí? Ha hecho bien. Vete a saber lo que costaba mantenerlo durante el año…

—Trescientos mil euros, me parece. Pero ahora tiene otro más grande.

—Ah… Pues hizo que aquella pareja se peleara. Pareció que los hubiera invitado a propósito. Y pensar que formaban una pareja estupenda. Eran guapos, jóvenes, se los veía enamorados, ella estaba esperando un hijo… ¿Te acuerdas de aquella historia?

—Vagamente…

—Sí, bueno… Sólo te acuerdas de lo que te interesa. Se marcharon del yate después de una violenta discusión. Incluso se pegaron en el camarote.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo sé porque estábamos en el de al lado. Cuando bajaron del barco, Tancredi estaba en el puente. Estaba tomando algo y los miró de una manera que me impactó muchísimo.

—¿Qué hizo que fuera tan raro?

—Sonreír.

—¡Venga ya! Tú siempre has querido ver en él lo que no hay.

—Eres tú quien nunca lo has querido ver de la manera adecuada. Es como si gozara con la infelicidad de los demás, como si no quisiera a nadie, como si le molestara que alguien fuera feliz… Y aún más si se trata de una pareja. Es eso, parece que busque la manera de romperla… ¿No te parece raro?

Davide intentó echar un poco de tierra sobre aquella discusión.

—Bueno, mirándolo así, sí…

—No sé verlo de otro modo. Y, mira por dónde, siempre ha tenido aventuras que no han durado nada.

«Sí», pensó Davide. Tancredi había estado con mujeres famosas, actrices, modelos preciosas. Una vez, su amigo había visto en un reportaje televisivo a una sumiller que explicaba las particularidades de sus viñedos de Australia. Era la hija de un magnate que se había metido en el mundo del vino por entretenerse y había alcanzado un enorme éxito. A través de Gregorio Savini, averiguó todo lo que podía interesarle sobre ella. Después se puso en camino y le dio una sorpresa: aterrizó con un helicóptero cerca de su propiedad. En la primera colina donde acababan sus viñedos, preparó una mesa con mantel de lino y las más variadas especialidades italianas, incluyendo, naturalmente, los mejores vinos. Ella llegó hasta allí paseando. Al principio se quedó boquiabierta, después sonrió. Él la hizo reír y al final la conquistó. Al día siguiente se marchó dejándole una rosa y una nota: «Tus vinos son deliciosos y tú eres más que un sueño…». Pero no volvió a verla nunca más.

«Aquella mujer, como todas las que ha tenido —pensó Davide—, tenía tal belleza que era imposible olvidarla». Pero era mejor que aquello tampoco se lo contara a Sara.

Se sirvió una copa y sonrió para sus adentros. Había llegado a una extraña conclusión sobre las relaciones de pareja: la duración de un matrimonio depende de lo rápido que seas en decidir lo que se puede decir y lo que no. Tomó un sorbo de su Talisker.

—En el instituto sí que tuvo una historia realmente importante…

Sara se fue al dormitorio y empezó a desnudarse.

—Es verdad. ¿Cómo se llamaba?

—Olimpia Diamante.

Ella dejó caer la ropa al suelo y se fue desnuda hacia la ducha acristalada.

—Tienes razón, se llamaba así…

—Y además fue en la época en que nos conocimos —continuó Davide desde el salón—. ¿Qué habrá sido de ella…? —Se levantó y apareció en el umbral del baño—. Tancredi estaba locamente enamorado de ella… Lo recuerdo con claridad, como si fuera ayer…

Sara abrió el grifo y metió la cabeza bajo el chorro. Le habría gustado no oír aquellas palabras. Pero Davide no le dio tregua.

—En aquella época Tancredi incluso te caía bien, ¿verdad? No tenías esta actitud hacia él…

Ella cogió el champú y se lo esparció lentamente por el pelo. Después se lo aclaró y empezó a peinarse.

—¿Qué? No te oigo…

—No, nada. No tiene importancia. —Davide levantó la voz para hacerse oír—: Me voy al salón.

—¡De acuerdo!

No era cierto. Lo había oído sin ningún problema. Pero casi nada de lo que siempre le había dicho a su marido sobre Tancredi era verdad.