—Cariño, ¿estás en casa?
En el mismo instante en que dijo aquellas palabras, a Sofía se le encogió el corazón. ¿Cómo iba a ser de otro modo? ¿Dónde podría haber ido? Y, sobre todo, ¿cómo? Justo en aquel momento le pareció oír el eco de un frenazo y luego una colisión: cristales rotos, chapa retorcida, una secuencia que pasaba a cámara lenta por su mente.
Dejó la bolsa de la compra sobre la mesa. Se tocó la frente, que estaba sudada. Luego se llevó las manos a las caderas y miró a su alrededor: la mísera cocina, los vasos rayados por el uso y con el cristal gastado. Se vio reflejada en un espejo y casi no se reconoció. Tenía el rostro cansado, el pelo despeinado y, por encima de todo, la mirada apagada. Aquello era lo que le faltaba: luminosidad. La belleza que siempre le habían alabado como si se tratara de su única virtud, a veces hasta el punto de llegar a molestarla, todavía estaba allí en realidad. Pero estaba cansada. Sofía se arregló el pelo. Después se quitó la chaqueta y la puso en una silla. Empezó a colocar la compra en su sitio. Metió la leche en la nevera. Desde muy joven había luchado contra aquella belleza; le habría gustado que sólo la valoraran por su gran pasión, por su increíble talento, por aquel don que tenía desde niña: su amor por la música. El piano era su única razón de vivir. Las notas llenaban sus pensamientos. A los seis años, durante las primeras clases, escogió unas cuantas piezas clásicas, pidió permiso para llevarse las partituras a casa, les hizo unos arreglos y las interpretó de un modo distinto. Se convirtieron en la banda sonora de su vida. Se columpiaba, corría, se zambullía en el mar, miraba la puesta de sol, lo hacía todo con aquellas notas en la cabeza. Todos los momentos de su vida iban acompañados de una pieza musical que añadía la mejor glosa.
Sofía era así. Había elegido Après une lecture de Dante, de Franz Liszt, para usarla como himno al amor.
Había decidido que sólo la tocaría para su hombre, el que la hiciera sentir feliz y enamorada. Pero nunca había tenido oportunidad de hacerlo. Hasta que conoció a Andrea, arquitecto y jugador de rugby, bien dotado física e intelectualmente. Igual que ella. Todo pasión y racionalidad. Se conocieron en una fiesta y empezaron a salir. Por primera vez, se dejó llevar y ocurrió. Se enamoró. Al fin podría tocar su himno al amor. Los días anteriores ensayó varias veces para que saliera perfecto, como ella quería, como lo sentía, como quería tocarlo para él, sólo para él, para su Andrea. Y aquella noche estaba preparada, si no hubiera sido…
Acababa de llegar a casa cuando se dio cuenta de que el teléfono estaba sonando. Sofía cerró la puerta, dejó el bolso y fue corriendo a contestar.
—¿Diga?
—¡Por fin! Pero ¿dónde estabas?
—En clase. Acabo de llegar.
—Muy bien, cariño. Oye, te he cogido la pizza con tomates cherry y mozzarella…
—¡Pero si te había dicho sólo con tomates cherry, tomates y nada más!
—Cariño, pero ¿por qué te pones así?
—Porque nunca me escuchas.
—Cuando llegue, la mozzarella ya estará fría y podrás quitarla fácilmente. Así sólo quedarán los tomates, y ya está: como tú la quieres.
—El problema no es la pizza, ¡es que no me escuchas! ¿Lo entiendes o no?
—Lo entiendo… Ya estoy llegando.
—¡No te abriré!
—¿Y si doy la vuelta y te llevo la pizza de tomate y mozzarella?
—Te he dicho que sólo tomate.
—Claro… ¡Era una broma!
—¡Sí, sí, pero no me escuchas y siempre me tratas como si fuera idiota!
—Cuando te empeñas en discutir no hay manera, ¿eh…?
—¡Pareces mi madre! Me fui de casa en cuanto cumplí los dieciocho precisamente por eso… Y ahora resulta que vivo con alguien que no me escucha y se ríe a mi costa.
Le colgó el teléfono sin más. Andrea se guardó el móvil en el bolsillo, sacudió la cabeza, arrancó la moto y aceleró lleno de rabia; le molestaban aquellas continuas ganas de pelearse por todo. Primera, segunda. «¿Será posible que tengamos que estar siempre discutiendo? Bueno, no me he acordado de que no quería mozzarella, ¿y qué? ¿Es necesario darle tantas vueltas?». Tercera, cuarta, cada vez más rápido, cada vez más enfadado, bajando la pendiente otra vez de camino a la pizzería. Ochenta. Cien. Ciento veinte. Ciento cuarenta. A aquella velocidad, la visión de la calle se iba estrechando, y la cólera, además de las lágrimas provocadas por el viento, casi lo cegaban, así que no vio que al final de la bajada había un coche parado en la esquina.
Una mano accionó el intermitente, que parpadeó una, dos veces, y, sin esperar, el vehículo surgió de la oscuridad, avanzó. Penetró en la calle al mismo tiempo que Andrea llegaba a su altura a toda velocidad. Fue un instante. Al volante del coche iba una mujer mayor. En cuanto vio las luces que se acercaban, se asustó. Se quedó bloqueada, sobrecogida, en medio de la calle, sin moverse ni hacia delante ni hacia atrás, incapaz de tomar una decisión.
—Pero…
Andrea no tuvo tiempo de reducir, de frenar; se quedó con la boca abierta, con una mirada de horror en los ojos. Era como si aquel coche, detenido en medio de la calle, se acercara hacia él a una velocidad inaudita.
Ni siquiera pudo gritar. Nada: se aferró con fuerza al manillar y cerró los ojos. No hubo tiempo de hacer nada, ni siquiera de rezar, sólo de reconocer un último pensamiento: «Una pizza de tomates cherry sin mozzarella». No volvería a olvidarlo. Nunca más.
Oscuridad.