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—Mira qué guapa es esa chica.

—Esa mujer.

Tancredi sonrió a Davide mientras, en la pista de tenis, Roberta llegaba forzada a una bola.

Fabrizio, su marido, respondió desde el otro lado de la pista con un drive que acertó en la línea. Roberta arrancó a toda velocidad y recorrió los últimos metros corriendo como una loca. Al final, cuando casi parecía imposible, llegó deslizándose y golpeó la pelota de abajo arriba con un espléndido revés cruzado que sentenció el partido.

—¡Punto! —El pequeño Mattia aplaudía—. Mamá es buenísima.

—Papá también es bueno —le contestó en seguida Giorgia.

—No, mamá es mejor. —Y empezaron a empujarse.

—Venga, dejadlo ya. —Fabrizio los separó inmediatamente. Cogió a Giorgia del suelo y la levantó hacia arriba—. Ya sé que estás de mi parte, pequeña princesa, pero mamá juega muy bien… Y esta vez ha ganado ella.

Roberta se acercó, empapada de sudor. Sus piernas largas y musculosas ya estaban bronceadas gracias al primer sol de mayo. Le revolvió el pelo a Mattia.

—¡Así se habla, cariño, mamá juega muy bien! —Miró divertida a su marido y, con los ojos cerrados, tomó un largo trago de la botella de Gatorade. Cuando acabó de beber volvió a abrirlos. Fabrizio se le acercó y le dio un beso en la boca. Fue una mezcla de dulce y salado. Giorgia tiró de la camiseta de su padre.

—Papá, ¿no podemos pedir la revancha?

—Sí, princesa… Pero otro día. Hoy papá tiene muchas cosas que hacer.

Y, poco a poco, la familia De Luca salió de la pista: el padre, la madre y los dos hijos —un niño de unos ocho años y una niña algo más pequeña—. Se fueron casi abrazados. Pero no cruzaron la puerta todos a la vez. Primero pasaron los niños, luego Fabrizio y por último Roberta, que se volvió para mirar atrás.

Su mirada se cruzó con la de Tancredi y la mujer abrió la boca un instante, tal vez para lanzar un suspiro. Parecía absorta, como molesta o a la espera de algo. Pero fue sólo un momento. Después se puso al lado de la niña.

—Venga, vamos, que mamá tiene que ducharse.

Y de ese modo la familia perfecta desapareció tras la esquina del edificio.

Tancredi se quedó mirándola con curiosidad para ver si volvía a darse la vuelta. Davide interrumpió sus pensamientos.

—Cómo le ha mirado, ¿eh?

—Como una mujer.

—Sí, pero como una mujer que te desea mucho. ¿Qué les das?

Tancredi se volvió hacia él y sonrió.

—Nada. O quizá todo. A lo mejor es eso lo que les gusta, quizá prefieran a los hombres imprevisibles. Fíjate… —Sacó el móvil—. Conseguí su número y le mandé un mensaje. Fingí que me había equivocado y le envié esta frase: «Te miraría millones de veces sin aprenderte nunca de memoria».

—¿Y después qué hiciste?

—Nada. Esperé toda la tarde. Pensé que, teniendo en cuenta su manera de ser, al final acabaría respondiendo.

—¿Por qué? ¿Cuál es su manera de ser?

—Educada y lineal. Estoy seguro de que cuando leyó el mensaje una parte de ella quería responder por educación y la otra tenía miedo de hacer algo inapropiado.

—¿Y al final?

—Me contestó. Mira: «Creo que se ha equivocado de número». A continuación yo le escribí: «¿Y si ha sido la fortuna la que ha hecho que me equivoque? ¿Y si es cosa del destino?». Me pareció oírla reír.

—¿Por qué?

—Porque era el momento oportuno. Para cualquier mujer, incluso para la que se siente más realizada, con hijos, con una familia estupenda, satisfecha con su trabajo, siempre llega un momento en el que se siente sola. Y entonces se acuerda de lo que la ha hecho reír. Y, sobre todo, de quién lo provocó.

Davide cogió el teléfono de Tancredi. Habían seguido escribiéndose. Leyó los mensajes que habían intercambiado. El tiempo transcurría bajo sus ojos, semana tras semana.

—Para ella te conviertes en una costumbre, en algo que poco a poco empieza a formar parte de su vida. Cada día recibe una frase, un pensamiento bonito sin ninguna insinuación… —Tancredi sonrió y, acto seguido, se puso serio—. Después, de repente, paras. Durante un par de días, nada, ni un mensaje. Y ella se da cuenta de que te echa de menos, de que te has convertido en una cita inalterable, en un momento esperado, en el motivo de una sonrisa. Entonces vuelves a escribir y te disculpas, te justificas diciendo que has tenido un problema y le haces una pregunta muy simple: «¿Me has echado de menos?». Sea cual sea su respuesta, la relación ya ha cambiado.

—¿Y si no contesta?

—Eso también es una respuesta. Significa que tiene miedo. Y si tiene miedo es porque puede ceder. Entonces puedes arriesgarte y decirle: «Yo si te he echado de menos». Y sigues avanzando.

Le mostró otro mensaje, y otro, y después otro más. Hasta el último: «Quiero conocerte».

—Pero este es de hace diez días. ¿Qué pasó luego?

—Nos conocimos.

Davide lo miró.

—¿Y…?

—Y, naturalmente, no voy a contarte nada de hasta qué punto llegamos a conocernos, ni de dónde ni cuándo. Con esto sólo quería que entendieras que a veces las cosas no son lo que parecen. ¿Has visto a esa familia? Parecen felices, tienen dos hijos estupendos, no les falta nada. Y, sin embargo, la vida es así: en un momento… plaf. Todo puede desaparecer.

Tancredi le mostró algunas fotos de la mujer que tenía en el teléfono. Roberta desnuda, con sólo un sombrero en la cabeza y acariciándose el pecho. Luego, otras más atrevidas en las que reía divertida.

—Cuando una mujer cruza esa frontera, ya no se avergüenza de nada, se deja llevar, tiene ganas de sentirse libre.

Davide no respondió en seguida, reflexionó durante un rato.

—Menos mal que nunca has deseado a mi mujer… —Lo dijo en un tono duro, ligeramente seco, sin decidirse a bromear—. O quizá sí que la hayas deseado… Menos mal que no eres el tipo de Sara.

Tancredi se levantó.

—Sí… —Y se alejó pensando que una cosa era cierta: a veces puedes equivocarte mucho con una persona—. Ven, comeremos juntos.

Se dirigieron hacia el gran jardín del Circolo Antico Tiro a Volo. Tenían frente a ellos una panorámica del norte de Roma, con la colina de los Parioli a la derecha; por debajo discurría el largo viaducto de corso Francia hasta perderse en la lejanía, hacia la Flaminia, entre las montañas que hacían de fondo.

Se trataba de una extensión de césped con una piscina y varias mesas cubiertas con sombrillas. Un viento ligero hacía moverse los bordes de los manteles y refrescaba a los socios que ya estaban comiendo.

Tancredi y Davide tomaron asiento. Llegó la familia perfecta y se sentó varias mesas más allá. Giorgia y Mattia seguían fastidiándose el uno al otro:

—¡Venga ya! ¡No cojas nada de mi plato!

—¡Ni que fuera tuyo! Es del bufé, así que es de todos.

Mattia cogió una aceituna del plato de Giorgia y se la metió rápidamente en la boca.

—¡No vale! —Giorgia le dio un golpe en el hombro.

Su madre los regañó:

—¿Ya habéis acabado de pelearos?

El niño robó un trozo de mozzarella y la masticó haciendo que la leche fresca le resbalara por la boca.

—¡Mattia, no comas así! —Le pasó impulsivamente una servilleta por los labios para detener el chorrito de leche antes de que acabara en la camiseta. Entonces su mirada de madre se transformó. Se perdió a lo lejos, entre las mesas, hasta cruzarse con la de Tancredi. Él le sonrió, divertido. Roberta se ruborizó recordando algún que otro momento. Después volvió a su papel de madre.

»Si no dejáis de pelearos, no volveré a traeros al club nunca más.

Un camarero se acercó a la mesa de Tancredi y Davide.

—Buenos días, señores, ¿van a pedir?

—¿Tú qué quieres?

—Bueno, tal vez un primero…

—Aquí hacen muy bien los paccheri rellenos de tomate y mozzarella —le sugirió Tancredi con convicción.

—Vale, pues para mí la pasta.

—Yo tomaré una ensalada fría de sepia. ¿Puede traernos también un vino blanco bien frío? Un Chablis, Grand Cru Les Clos de 2005, por favor.

El camarero se alejó.

—De segundo podríamos pedir calamares a la plancha o una buena lubina en salsa. Aquí el pescado es fresquísimo.

Y permanecieron así, a la espera. Tancredi se volvió hacia el fondo del jardín. Gregorio Savini estaba allí, en la puerta de entrada al club; parecía que no miraba hacia donde estaban ellos. Llevaba el pelo corto y vestía un traje ligero. Su mirada negra e impenetrable seguía a la gente de un modo casi distraído, fijándose en todo y en nada, concentrada en cualquier posible movimiento.

—Nunca te abandona, ¿eh?

Tancredi le sirvió un poco de agua a Davide.

—Nunca.

—Lo sabe todo sobre tu familia. Hace mucho que está con vosotros.

—Sí. Yo era pequeño cuando llegó, pero es como si hubiera estado desde siempre.

El camarero se acercó, sirvió el vino y se retiró.

—Es bonito contar con una persona así. Que no haya nada que él no sepa. Pero debe de ser difícil no tener secretos para alguien, ¿no?

Tancredi bebió un sorbo de agua. Luego dejó el vaso y miró a lo lejos.

—Sí. Es imposible.

Davide sonreía con gesto burlón.

—¿También sabe lo de esa mujer? ¿Lo de Roberta?

—Fue él quien me dio su teléfono y me proporcionó toda la información sobre ella.

—¿En serio?

—Claro. Es quien me informa siempre de todo: las joyas que luce una mujer, las flores que prefiere, su círculo de amistades… De otro modo no habría conseguido hacer todo lo que he hecho en tan poco tiempo.

—Y, para entrar en este club, ¿qué has tenido que hacer?

—Ya ves, ha sido lo más sencillo del mundo: descubrí que tenían que hacer frente a unos gastos y los sufragué todos comprando más participaciones.

Justo en aquel momento, apareció un camarero en la puerta. Miró a su alrededor hasta que reconoció a la persona que estaba buscando.

Atravesó el jardín caminando de prisa y pasó entre algunas mesas. Tancredi lo vio.

—Eso es. No te pierdas esta escena.

Su amigo lo miró con curiosidad. No sabía a qué se refería. El camarero se detuvo ante la mesa de la familia De Luca.

—Perdone…

Fabrizio levantó el rostro del plato. No esperaba a nadie.

Roberta también dejó de comer.

—Esto es para la señora. —Y le tendió una preciosa flor, una orquídea salvaje jaspeada encerrada en una caja cubierta de celofán y acompañada de una nota—. Y esto es para usted, doctor De Luca.

Fabrizio cogió el sobre que sujetaba el camarero. Le dio la vuelta con curiosidad. No iba dirigido a nadie. En aquel instante Roberta abrió la nota: «¿En serio me quieres?». La mujer levantó rápidamente la mirada y se encontró con la de Tancredi. Él acabó de servir el vino blanco y la miró fijamente mientras levantaba la copa como brindando desde lejos. Luego lo probó. Estaba a la temperatura perfecta.

—Sí, es un excelente Chablis.

A poca distancia, en la otra mesa, Fabrizio De Luca palideció de pronto. Había abierto el sobre. No podía creer lo que veían sus ojos. Contenía unas fotografías que no dejaban lugar a duda: eran de su mujer, Roberta, tomada por otro hombre en las posturas más atrevidas y violentas. En las instantáneas se veía el colgante que él le había regalado en su décimo aniversario de boda, lo cual confirmaba que eran imágenes recientes. Aquello había ocurrido a lo largo de las últimas semanas, puesto que hacía sólo un mes que se lo había regalado.

Fabrizio De Luca le mostró las fotos a su mujer y, antes de que ella pudiera recuperarse del estupor, le asestó una violenta bofetada en pleno rostro. Roberta se cayó de la silla. Giorgia y Mattia se quedaron inmóviles, en silencio. Entonces Giorgia empezó a llorar. Mattia, más fuerte, continuó boquiabierto.

—Mamá… mamá…

No sabía qué hacer. Los dos niños la ayudaron a levantarse. Fabrizio De Luca cogió unas cuantas fotos —seguramente a los abogados les resultarían útiles en el juicio de separación— y luego se marchó bajo las miradas atónitas de los socios del club.

Roberta intentó consolar a Giorgia.

—Venga, cariño, no pasa nada…

—Pero ¿por qué ha hecho eso papá? ¿Por qué te ha pegado?

Entonces una foto cayó de la mesa. Giorgia la recogió.

—Mamá… ¡esta eres tú!

Roberta se la arrancó de las manos y, con las lágrimas resbalándole por el rostro, se la metió en el bolsillo de atrás de los vaqueros. Después cogió a Giorgia en brazos y a Mattia de la mano y empezó a caminar, vacilante, mientras todos la observaban. En la mejilla, marcados en rojo, llevaba los cinco dedos estampados en la piel. Cuando llegó a la mesa de Tancredi, se detuvo.

Davide se sentía incómodo. Roberta estaba de pie frente a ellos, en silencio. Las lágrimas seguían surcándole la cara sin que pudiera contenerlas.

Mattia no podía entenderlo. Le tiró del brazo.

—Mamá, pero ¿por qué lloras? ¿Por qué te has peleado con papá? ¿Se puede saber qué pasa?

—No lo sé, cariño. —Entonces miró a Tancredi—. Dímelo tú.

Él permaneció en silencio. Cogió la copa y tomó un sorbo de vino. Después se secó los labios con la servilleta y, lentamente, se la colocó de nuevo sobre las piernas.

—Quizá te estuvieras cansando de la felicidad. Cuando vuelvas a encontrarla, sabrás apreciarla.