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Las golondrinas volaban a baja altura mientras se ponía el sol. De vez en cuando cruzaban el porche de la antigua villa de piedra, de muros fuertes y gruesos. En el interior, una gran escalera de madera oscura llevaba a la planta superior. Un poco más abajo, el jardín, bien cuidado, le confería a la casa el aspecto de estar dibujada entre las colinas de las Langhe. Más allá, entre las hileras de viñedos de Nebbiolo, la uva se veía oscura, tostada por el sol de todo el verano. Tancredi corría con su hermano Gianfilippo; ambos gritaban y reían. Bruno, el jardinero, acabó de cortar el seto con unas enormes tijeras de podar, sonrió al verlos pasar como una exhalación a pocos pasos de él y entró en la casa. Todo olía a romero recién cortado.

Delante del porche, en el centro de la gran mesa de piedra situada entre los dos sauces llorones, Maria, la camarera, colocó el pan recién horneado. Durante un instante, aquel perfume invadió el aire. Tancredi detuvo su carrera, arrancó un pedazo y se lo llevó a la boca.

—¡Tancredi, te he dicho mil veces que no comas antes de cenar! ¡Si no después ya no tienes hambre!

Pero él sonrió y echó a correr de nuevo por el jardín. El joven golden retriever, que estaba tumbado a la sombra de una silla de hierro con un cojín encima, se levantó y lo siguió en su carrera, divertido. Se internaron entre las espigas y, un instante después, su hermano Gianfilippo se lanzó en su persecución.

La madre salió de la casa justo en aquel momento.

—¿Adónde vais? ¡Comeremos en seguida!

Luego sacudió la cabeza y suspiró.

—Tus hermanos… —Se dirigía a Claudine, que acababa de sentarse a la mesa.

La mujer volvió a la cocina. Sobre una mesa de madera antigua había una lámina de pasta fresca recién hecha; un poco más allá, sobre una encimera de mármol llena de cajones, todavía quedaban restos de harina. De la pared colgaban varias sartenes de cobre. Unas cazuelas cocían a fuego lento sobre los fogones de hierro fundido.

La madre habló con la cocinera y le dio instrucciones para la cena. Después les hizo unas cuantas advertencias a las dos camareras. Aquella noche tenían invitados.

Fuera, Claudine permanecía correctamente sentada a la mesa mientras miraba a sus hermanos jugar. Estaban bastante lejos. Los ladridos del perro llegaban hasta ella. Cómo le habría gustado estar con ellos, correr y ensuciarse; pero su madre le había ordenado que no se moviera.

«Yo no puedo levantarme de la mesa». Entonces oyó aquella voz.

—¿Claudine? —La joven cerró los ojos.

Se mantenía inmóvil en el umbral, con una mirada ligeramente severa. Observó con curiosidad las estrechas espaldas de la niña: el suave cuello brotaba del último bordado del vestido y se perdía entre los mechones de cabello castaño y apenas rizado.

¿Acaso no lo había oído? Entonces, con el mismo tono, del mismo modo, la llamó de nuevo.

—¿Claudine?

Aquella vez la niña se volvió y lo miró. Permanecieron en silencio durante un instante. Luego, él sonrió y extendió la mano hacia ella.

—Ven.

La pequeña se levantó de la mesa y dio unos cuantos pasos hasta llegar a él. Su manita desapareció en la del hombre.

—Vamos, tesoro.

En aquel momento, en la entrada de la gran casa, Claudine se detuvo. Giró lentamente la cabeza. A lo lejos, sus dos hermanos y el perro seguían corriendo entre la hierba. Sudaban, se divertían. De repente Tancredi dejó de correr. Era como si hubiera oído algo: una voz, un grito, tal vez su nombre. Se volvió hacia la casa. Demasiado tarde. Ya no había nadie.