El nuevo gobernante
El aparato sobre el que nos encontrábamos Dejah Thoris y yo, después de doce largos años de separación, resultó completamente inútil. Los tanques de flotación se salían. La máquina no funcionaba. Nos encontrábamos desamparados en medio del aire, sobre el hielo ártico.
El aparato había pasado del abismo que contenía los cuerpos de Matai Shang, Thurid y Phaidor, y ahora se hallaba sobre una pequeña colina. Abriendo las válvulas de escape de los tanques, le dejé descender lentamente y, al tocar tierra, Dejah Thoris y yo nos apeamos, y de la mano volvimos a atravesar el helado páramo, dirigiéndonos de nuevo a la ciudad de Kadabra.
Recorrimos lentamente el túnel que me había llevado en su auxilio, porque teníamos mucho que decirnos.
Me habló de aquel último terrible momento hacía meses, cuando la puerta de la celda de su prisión del templo del Sol se cerraba lentamente entre nosotros y, de cómo Phaidor se había precipitado sobre ella con el puñal levantado y del grito de Thuvia al darse cuenta de la traidora intención de la diosa thern. Aquel grito repercutió en mis oídos durante todos los largos y cansados meses que pasé en la incertidumbre respecto a la suerte que había deparado a mi princesa, porque yo no sabía que Thuvia le había arrancado el puñal a la hija de Matai Shang antes de que pudiera herir con él ni a Dejah Thoris ni a ella.
Me habló también de la espantosa eternidad de su encarcelamiento, del cruel odio de Phaidor y el tierno cariño de Thuvia, y de cómo, cuando la desesperación llegaba a su colmo, aquellas dos muchachas rojas siempre se habían aferrado a la misma esperanza y creencia de que John Carter encontraría el medio de libertarlas.
Poco después llegamos a la habitación de Solan. Yo había procedido sin precaución alguna, seguro de que la ciudad y el palacio estaban ya en manos de mi amigo.
Así, pues, me precipité en la cámara, y caí en medio de un grupo formado por doce nobles de la corte de Salensus Oll, que la atravesaban para dirigirse al mundo exterior por los corredores que acabábamos de recorrer.
Al vernos se detuvieron, y una funesta sonrisa se dibujó en los labios del que parecía su jefe.
—¡El autor de nuestras desgracias! —exclamó, señalándome—. Tendremos por lo menos la satisfacción de una venganza parcial al dejarnos detrás los cadáveres mutilados de los príncipes de Helium. Cuando los encuentren —prosiguió, señalando con el dedo hacia arriba— se darán cuenta de que la venganza del hombre amarillo le cuesta cara a su enemigo. Prepárate a morir, John Carter; pero, para que tu fin sea más amargo, debes saber que es posible que cambie mi intención de dar una muerte piadosa a tu princesa; es posible que la reserve para ser el juguete de mis nobles.
Yo estaba cerca del muro cubierto de instrumentos; Dejah Thoris, a mi lado. Me miró asombrada, mientras los guerreros avanzaban sobre nosotros con espadas desenvainadas, porque la mía seguía en su vaina a mi lado, y una sonrisa se dibujaba en mis labios.
Los guerreros amarillos también me miraban sorprendidos, y viendo que no hacía movimiento alguno para desenvainar, titubearon, temiendo un lazo; pero su jefe los azuzó. Cuando llegaron casi al alcance de mi espada levanté la mano y la puse sobre la brillante superficie de la gran palanca, y después, sonriendo sombríamente, les miré cara a cara.
Todos a una se detuvieron, lanzándome y lanzándose unos a otros miradas aterrorizadas.
—¡Detente! —gritó el jefe—. ¡Ni sueñas con lo que vas a hacer!
—Tienes razón —repliqué—. John Carter no sueña. Sabe, que si cualquiera de vosotros diese otro paso hacia Dejah Thoris, princesa de Helium, moverá esta palanca, y ella y yo moriremos, pero no moriremos solos.
Los nobles retrocedieron, murmurando entre sí durante unos momentos. Por fin el jefe se volvió hacia mí.
—Sigue tu camino, John Carter —dijo—, y nosotros seguiremos el nuestro.
—Los prisioneros no siguen su camino —repliqué—, y vosotros sois prisioneros, prisioneros del príncipe de Helium.
Antes de que pudiesen contestarme se abrió una puerta en el lado opuesto de la habitación, dando paso a otros veinte guerreros amarillos.
Durante un instante los nobles parecieron tranquilizarse al verlos, y después, cuando reconocieron al jefe del nuevo grupo, sus rostros se demudaron, porque era Talu, el rebelde príncipe de Marentina, y sabían que de él no podían esperar ni ayuda ni piedad.
Talu, con una sola mirada, se hizo cargo de la situación y, sonriendo, exclamó:
—Bien hecho, John Carter. Vuelves contra ellos su propio gran poder. Es una suerte para Okar que te hallases aquí para impedir su huida, porque éstos son los mayores bandidos del norte de la barrera de hielo, y éste —señalando al jefe de la partida— se hubiese hecho a sí mismo jeddak de jeddaks en lugar del difunto Salensus Oll. Entonces hubiésemos tenido un gobernante más villano aún que el odiado tirano que cayó bajo tu acero.
Los nobles okarianos se entregaron, puesto que si resistían sólo les esperaba la muerte y, escoltados por los guerreros de Talu, nos dirigimos a la gran sala de audiencia que había sido de Salensus Oll. Allí se hallaba un vasto concurso de guerreros.
Hombres rojos de Helium y Ptarth, hombres amarillos del Norte que se mezclaban con los negros del Primer Nacido que habían venido a las órdenes de mi amigo Xodar a ayudar a los que buscaban a mi princesa y a mí. Había salvajes guerreros verdes de los fondos de los mares muertos del Sur, y unos cuantos therns de piel blanca, que, habiendo renegado de su religión, juraron fidelidad a Xodar.
Estaban Tardos Mors y Mors Kajak y Carthoris, mi hijo, alto y poderoso en sus gloriosos arreos guerreros.
Estos tres se precipitaron sobre Dejah Thoris cuando entramos en la sala, y aunque todo en las vidas y educación de los marcianos reales tiende a suprimir las demostraciones vulgares, creí que la sofocarían con sus abrazos.
Y allí estaban Tars Tarkas, jeddak de Thark, y Kantos Kan, mis antiguos amigos, y saltando y tirando de mis arreos en las demostraciones de su gran cariño, estaba mi querido Woola, loco de alegría y felicidad.
Fuertes y prolongados vítores acogieron nuestra entrada; ensordecedor era el ruido de armas, mientras los veteranos de todos los climas marcianos chocaban sus aceros en alto en señal de éxito y victoria; pero, según pasaba entre la muchedumbre de nobles guerreros, jeds y jeddaks que nos aclamaban, mi corazón aún se hallaba muy pesaroso, porque faltaban dos rostros que hubiese dado mucho por ver allí: Thuvan Dihn y Thuvia de Ptarth no estaban en la sala.
Pregunté por ellos a los hombres de las distintas naciones y, por fin, por uno de los prisioneros amarillos de esta guerra supe que habían sido apresados por un oficial del palacio cuando trataban de llegar al Pozo de la Abundancia mientras yo estaba prisionero en él.
No tuve que preguntar lo que allí conducía al valeroso jeddak y a su leal hija. Mi informador dijo que ahora estaban en uno de los muchos calabozos subterráneos del palacio, en donde habían sido encerrados, mientras el tirano del Norte decidía su suerte.
Un momento después partidas exploradoras recorrían el antiguo palacio buscándolos, y mi felicidad fue completa cuando los vi entrar en la sala de audiencia escoltados por una guardia de honor que no cesaba de vitorearlos.
El primer acto de Thuvia fue precipitarse al lado de Dejah Thoris, y no necesité prueba mayor del cariño que las dos se tenían que la sinceridad con que se abrazaron.
El vacío y silencioso trono de Okar dominaba aquella sala llena de gente.
De todas las extrañas escenas que debía de haber presenciado desde aquel antiquísimo tiempo en que se había visto ocupado por primera vez por un jeddak de jeddaks, ninguna se podía comparar con aquella que entonces contemplaba y, según yo meditaba en el pasado y el futuro de aquella raza de hombres amarillos de negras barbas, tanto tiempo sepultada, pensé que veía para ellos una existencia más brillante y útil entre la gran familia de naciones amigas, que ahora se extendían desde el Polo Sur casi hasta sus mismas puertas.
Veintidós años antes había llegado, pobre extranjero, desnudo, a aquel extraño mundo salvaje. Cada raza y cada nación estaba en continua guerra y lucha contra los hombres de las demás razas y naciones.
Hoy, por el poder de mi espada y la lealtad de los amigos que mi espada me había procurado, los hombres blancos y los negros, los rojos y los amarillos, estaban unidos en paz y buen compañerismo. Todas las naciones de Barsoom no formaban aún una sola; pero un gran impulso había sido dado en este sentido, y si solamente se podía ahora cimentar la fiera raza amarilla en la solidaridad de las demás naciones, creería que había llevado a cabo una gran empresa y pagado a Marte una porción, por lo menos, de la inmensa deuda de gratitud que con él había contraído por haberme dado a Dejah Thoris.
Y mientras meditaba, sólo veía un medio y un hombre que pudiera realizar mis esperanzas.
Como es en mí habitual, obré entonces como obro siempre, sin deliberación ni consejo.
Aquellos a quienes no agraden mis planes y mi modo de ejecutarlos tienen siempre sus aceros a mano para sostener su contraria opinión; pero no parecía haber voto en contra cuando, agarrando por el brazo a Talu, salté al trono que había ocupado Salensus Oll.
—Guerreros de Barsoom —exclamé—. Kadabra ha caído, y con ella el odioso tirano del Norte; pero la integridad de Okar debe ser preservada. Los hombres rojos son gobernados por jeddaks rojos; los guerreros verdes de los antiguos mares no reconocen más que a un gobernante verde; el Primer Nacido del Polo Sur obedece al negro Xodar; ni convendría a los intereses de los hombres amarillos o rojos que un jeddak rojo se sentase sobre el Trono de Okar. Sólo hay un guerrero que pueda asumir debidamente el antiguo y poderoso título de jeddak de jeddaks del Norte. ¡Hombres de Okar, levantad vuestros aceros para saludar a Talu, vuestro nuevo gobernante, el príncipe rebelde de Marentina, con los honores, que se merece!
Y entonces grandes gritos de regocijo se elevaron entre los hombres libres de Marentina y los prisioneros de Kadabra, porque todos creían que los hombres rojos conservarían lo que habían tomado por la fuerza de las armas, habiendo siempre sido ésta la costumbre en Barsoom, y que en adelante serían gobernados por un jeddak extraño.
Los guerreros victoriosos que habían seguido a Carthoris se unieron a la loca demostración de regocijo, y entre la confusión, el tumulto y los vivas, Dejah Thoris y yo salimos al espléndido jardín de los jeddaks, que adorna el patio interior del palacio de Kadabra.
Detrás de nosotros iba Woola, y sobre un banco de madera tallada, de maravillosa hermosura, bajo un dosel de flores moradas, vimos a dos que allí nos habían precedido: Thuvia de Ptarth y Carthoris de Helium.
La bella cabeza del hermoso joven se inclinaba sobre el lindo rostro de su compañera. Miré sonriendo a Dejah Thoris y, estrechándola contra mí, murmuré: «¿Por qué no?».
¿Por qué no, ciertamente? ¿Qué importa la edad en este mundo de perpetua juventud?
Permanecimos en Kadabra como huéspedes de Talu hasta que éste hubo asumido su cargo, y después, en la gran flota que yo había tenido la suerte de preservar de la destrucción, nos dirigimos hacia el Sur, atravesando la barrera de hielo, pero no antes de haber presenciado la total destrucción del sombrío Guardián del Norte, ordenada por el jeddak de jeddaks.
—De ahora en adelante —dijo, cuando ésta quedó terminada—, las flotas de los hombres rojos y negros pueden atravesar la barrera de hielo lo mismo que si fuese su propia tierra. Las Cavernas de la Carroña se limpiarán, para que los hombres verdes puedan tener fácil acceso a la tierra de los hombres amarillos, y la caza del apt sagrado será el deporte de mis nobles hasta que ni uno solo de la especie de tan odioso animal vague por el helado Norte.
Nos despedimos de nuestros amigos amarillos con verdadero sentimiento para dirigirnos a Ptarth. Allí fuimos huéspedes de Thuvan Dihn durante un mes, y pude observar que Carthoris se hubiese quedado allí para siempre de no ser un príncipe de Helium.
Por encima de los poderosos bosques de Kaol permanecimos hasta que el aviso de Kulan Tith nos condujo a su única torre de aterrizaje, donde durante un día y la mitad de una noche los aparatos desembarcaron sus tripulaciones. En la ciudad de Kaol pasamos una semana para cimentar los nuevos lazos formados entre Kaol y Helium, y después, un día que nunca olvidaremos, distinguimos por fin las esbeltas torres de las ciudades gemelas de Helium.
Hacía mucho que todos se preparaban para nuestra llegada. El cielo estaba resplandeciente, y surcaban el espacio aeronaves alegremente adornadas. Todas las azoteas de las dos ciudades se hallaban cubiertas de costosas sedas y tapices. El oro y las piedras preciosas estaban esparcidos por azoteas, calles y plazas, de modo que las dos ciudades parecían llamear con los fuegos que despedían las magníficas piedras y los relucientes metales, que reflejaban la brillante luz del sol, cambiándola en innumerables y espléndidos matices.
Por fin, después de doce años, la familia real de Helium se reunía en su poderosa ciudad, rodeada por millones de súbditos locos de alegría, que se agolpaban ante las verjas de Palacio.
Mujeres, niños y poderosos guerreros lloraban de gratitud por haberles sido devueltos su amado Tardos Mors y la divina princesa, a quien la nación entera idolatraba. Tampoco escasearon los aplausos a ninguno de los que habíamos tomado parte en la expedición de indescriptible gloria y peligros.
Aquella noche, estando sentado en la azotea de mi palacio con Dejah Thoris y Carthoris, donde hacía mucho tiempo habíamos hecho un precioso jardín para poder los tres encontrar en él tranquilidad y retiro, lejos de la pompa y ceremonias de la Corte, vino un mensajero a decirnos que nos esperaban en el Templo de la Recompensa, «donde esta noche ha de ser juzgado uno», terminaba el mensaje.
Me devané los sesos intentando averiguar qué caso importante estaría pendiente que requiriese la asistencia de las personas reales la noche misma de su vuelta a Helium después de años de ausencia; pero cuando el jeddak llama nadie se detiene.
Cuando nuestra aeronave llegó al desembarcadero del templo vimos innumerables aparatos que iban y venían. Abajo, en las calles, inmensas muchedumbres se dirigían a las grandes verjas del templo.
Poco a poco fui recordando la sentencia suspendida que me esperaba desde que fui juzgado allí mismo, en el templo, por Zat Arras, por el pecado de haber vuelto del valle del Dor y el Mar Perdido de Korus. ¿Sería posible que el severo sentido de justicia que domina a los hombres de Marte les hubiese hecho olvidar el gran beneficio causado por mi herejía? ¿Tan pronto habían olvidado la deuda que conmigo tenían contraída por haberles librado de la esclavitud de su horrible creencia? ¿Podían ignorar el hecho de que a mí y sólo a mí debían la libertad de Carthoris, de Dejah Thoris, Mors Kajak y Tardos Mors?
No podía creerlo y, sin embargo, ¿a qué otro fin podían llamarme al Templo de la Recompensa inmediatamente después de volver Tardos Mors a ocupar su trono?
Mi primera sorpresa al entrar en el templo y acercarme al Trono de la Equidad fue observar los hombres que allí se hallaban como actuando de jueces.
Allí estaban Kulan Tith, jeddak de Kaol, a quien hacía pocos días habíamos dejado en su palacio; allí estaba Thuvan Dihn, jeddak de Ptarth… ¿Cómo había llegado a Helium al mismo tiempo que nosotros? Allí estaban Tars Tarkas jeddak de Thark, y Xodar, jeddak del Primer Nacido; allí estaba Talu, jeddak de jeddaks del Norte, que yo hubiese jurado seguía en su ciudad estufa, rodeada de hielo, al otro lado de la barrera del Norte, y entre ellos se hallaban Tardos Mors y Mors Kajak con suficientes jeds y jeddaks menores hasta llegar a los treinta y uno que deben reunirse para juzgar a un camarada.
Un tribunal realmente regio, en verdad, y tal lo garantizo, como no se había reunido nunca durante toda la antigua historia de Marte.
Cuando entré, el mayor silencio reinó en el gran concurso que formaba el auditorio. Entonces Tardos Mors se levantó.
—John Carter —dijo con su voz profunda y marcial—, ocupa tu lugar sobre el Pedestal de la Verdad, porque vas a ser juzgado por un tribunal justo e imparcial formado por tus compañeros.
Con cabeza erguida y mirada levantada hice lo que me mandaron, y al mirar los rostros de los que un momento antes hubiese jurado que eran mis mejores amigos de Barsoom, no descubrí en ellos la menor expresión de amistad; sólo vi jueces severos e indiferentes que estaban allí para cumplir con su deber.
Un escribiente se levantó y de un gran libro leyó la larga lista de los hechos más notables que yo había creído me honraban, cubriendo un largo período de veintidós años desde que por primera vez había salido del fondo ocre del mar al lado de la incubadora de los tharks. Leyó cuanto yo había hecho dentro del circo de las montañas del Otz, donde los Sagrados Therns y el Primer Nacido habían dominado.
Es costumbre en Barsoom recordar las virtudes al mismo tiempo que los pecados cuando ha de ser juzgado alguien; así pues, no me sorprendió que todo cuanto había en mi favor se leyese ante mis jueces —que lo sabían de memoria— hasta el momento actual. Cuando terminó la lectura, Tardos Mors se levantó.
—¡Jueces los más rectos! —exclamó—. Habéis oído cuanto se sabe de John Carter, príncipe de Helium: lo bueno y lo malo. ¿Cuál es vuestro juicio?
Entonces, Tars Tarkas se levantó lentamente, desplegando toda su enorme estatura hasta dominar cual una estatua de bronce a todos nosotros. Me miró con tristeza…, él, Tars Tarkas, con quien yo había combatido innumerables veces, a quien yo amaba como a un hermano. Me hubiese echado a llorar de no estar tan loco de rabia, que estuve a punto de desenvainar la espada y cargar sobre todos allí mismo.
—Jueces —dijo—, sólo puede haber un veredicto. John Carter no puede seguir siendo príncipe de Helium —se detuvo—; pero, en su lugar, que sea jeddak de jeddaks, el Guerrero de Barsoom.
Mientras los treinta y un jueces se ponían en pie de un salto con los aceros en alto, como unánime aprobación del veredicto, tal tempestad de aplausos y vítores resonó por todo el amplio edificio, que creí que el techo se hundiría con el estruendo.
Entonces, por fin, me di cuenta del tétrico humorismo del método que habían adoptado para conferirme aquel gran honor; pero la idea que cruzo por mi mente de que aquel titulo fuese solamente una burla quedó prontamente refutada por la sinceridad de las felicitaciones con que me colmaron los jueces primero y los nobles después.
Enseguida, cincuenta de los principales nobles de las más poderosas cortes de Marte se dirigieron por la ancha nave de la Esperanza, llevando sobre sus hombros una espléndida carroza, y cuando la gente vio quién iba dentro, los vivas que me habían saludado palidecieron y quedaron reducidos a la nada comparados con los que entonces resonaron por el vasto edificio, porque la que llevaban los nobles era Dejah Thoris, amada princesa de Helium.
La condujeron directamente al Trono de la Equidad, y allí, Tardos Mors, ayudándola a bajar, la llevó a mi lado, diciendo:
—Que la mujer más hermosa del mundo comparta el honor de su esposo.
Delante de todos estreché entre mis brazos a mi esposa, imprimiendo un tierno beso en sus labios.