CAPÍTULO XV

Recompensas

Al darme cuenta de que Dejah Thoris no se hallaba en la sala, recordé el rostro negro que había visto asomado tras las cortinas del trono de Salensus Oll en el momento en que tan inesperadamente había llegado a presenciar la escena que allí tenía lugar.

¿Por qué la visión de aquel malévolo rostro no me había movido a mayor cautela? ¿Por qué había permitido el rápido desarrollo de nuevas situaciones que borrasen el recuerdo de aquella evidente amenaza de peligro? Pero, desgraciadamente, los vanos arrepentimientos no podían reparar la calamidad acaecida. Una vez más Dejah Thoris había caído en las garras de aquel demonio, Thurid, dátor negro del Primer Nacido. De nuevo todos mis arduos trabajos habían resultado inútiles. Ahora comprendía la causa de la rabia que tan claramente expresaba el rostro de Matai Shang y el cruel placer de Phaidor.

Sabían o habían adivinado la verdad, y el hekkador de los Sagrados Therns, que evidentemente había ido con la esperanza de poner obstáculo a las esperanzas de Salensus Oll, en su meditada perfidia contra el sumo sacerdote que codiciaba a Dejah Thoris para sí, se dio cuenta de que Thurid había robado su premio debajo de sus mismas narices.

El placer de Phaidor era debido a haberse dado cuenta de lo que aquel cruel golpe significaría para mí, lo mismo que a una parcial satisfacción de su odio celoso hacia la princesa de Helium.

Mi primer pensamiento fue registrar el cortinaje del trono, porque allí había visto a Thurid. Con un solo tirón arranqué la preciosa tela de su sitio y ante mí quedó descubierta una puertecilla situada tras el estrado.

No dudé de que fuese por allí por donde Thurid se habría escapado, pero aunque hubiese tenido alguna duda, bien pronto se hubiera ésta disipado al percibir una pequeña joya caída en el corredor.

Al recogerla noté que llevaba las armas de la princesa de Helium, y apretándola contra mis labios emprendí loca carrera por el corredor que bajaba suavemente hacia las galerías inferiores del palacio.

Al poco tiempo llegué a la habitación en la cual anteriormente mandaba Solan. Su cadáver estaba aún donde lo había dejado. No había señal alguna de que nadie hubiese pasado por el cuarto desde que yo lo dejé; pero sabía que dos personas habían estado allí: Thurid, el negro dátor, y Dejah Thoris.

Durante un momento me detuve sin saber cuál de las diferentes salidas me conduciría por el buen camino. Traté de recordar las señas que había oído a Thurid repetir a Solan, y por fin, lentamente, como a través de una espesa neblina, me vino el recuerdo de las palabras del Primer Nacido.

«Se sigue el corredor, pasando tres pasillos divergentes a la derecha; después, por el cuarto corredor de la derecha hasta donde se reúnen tres corredores; aquí se sigue de nuevo a la derecha, muy cerca de la pared, para evitar el pozo. Al final de este corredor se llega a una escalera de caracol que hay que bajar; después de esto el camino es por un pasillo recto».

Y recordé la puerta que había señalado al hablar. No tardé mucho en emprender aquel desconocido camino sin cautela alguna, aunque sabía que podrían esperarme graves peligros en él. Parte del camino estaba oscuro como el pecado, pero casi todo el resto estaba claro. El trozo donde debía ir pegado a la pared izquierda, para evitar el pozo, era el más oscuro de todos, y me hallaba casi al borde del abismo antes de darme cuenta de que estaba cerca del sitio peligroso.

Un estrecho borde, de un pie escaso de ancho, era lo único que habían dejado para transitar por aquella espantosa cavidad a los no iniciados, dentro de la cual los ignorantes debían necesariamente caer al primer paso. Pero, por fin, lo dejé atrás, y una débil claridad me facilitó el resto del camino hasta que, al final del último corredor, me encontré de repente ante el reflejo de la luz del día sobre un campo de nieve y hielo.

Vestido para la templada atmósfera de la estufa de Kadabra, el cambio repentino a la frigidez ártica no tenía nada de agradable; pero lo peor era que sabía que no podría soportar el terrible frío, casi en cueros como estaba, y que perecería probablemente antes de alcanzar a Thurid y Dejah Thoris.

Parecía un cruel destino el verme bloqueado así por la Naturaleza, armada con todas las artes y astucias del hombre contra él, y al tropezar de nuevo en el templado túnel, me hallaba más descorazonado que nunca.

No había ciertamente desistido de mi persecución, porque si era necesario les seguiría aunque me costase la vida; pero si existía otro camino más seguro, valía bien la pena intentar descubrirlo para poder llegar al lado de Dejah Thoris en condición de poderla defender.

Apenas había entrado de nuevo en el túnel, tropecé con un pedazo de piel que parecía sujeto al suelo, cerca de la pared. En la oscuridad no podía ver lo que lo sujetaba, pero palpando con las manos descubrí que estaba cogido debajo de una puerta.

Abriéndola me encontré en el umbral de una pequeña habitación, las paredes de la cual estaban llenas de ganchos, de los que colgaban trajes completos para la intemperie, de los usados por los hombres amarillos.

Situado como estaba a la boca de un túnel que venía del palacio, no cabía duda de que era un cuarto tocador, usado por los nobles al entrar y salir de la ciudad estufa, y que Thurid, teniendo conocimiento de él, se había detenido allí para equiparse él y Dejah Thoris, antes de aventurarse en el cortante frío del mundo ártico. En su precipitación había dejado caer varias prendas en el suelo, y la piel delatora tirada en el corredor había sido el medio de guiarme al sitio mismo que él hubiese menos deseado que yo conociese.

No necesité más que unos segundos para ponerme las prendas necesarias de piel de orluk y las pesadas botas forradas que constituyen parte tan esencial de la vestimenta del que quiere luchar con éxito con las heladas pistas y los heladores vientos del frío Norte.

De nuevo salí del túnel para encontrar las recientes huellas de Thurid y Dejah Thoris en la nieve que acababa de caer. Ahora, por fin, mi tarea era fácil, porque aunque la marcha fuese en extremo penosa, ya no me hallaba molesto por dudas respecto a la dirección que debía seguir o acosado por la oscuridad y los peligros ocultos.

A través de un paso cubierto de nieve, el camino conducía hacia la cumbre de pequeñas colinas. Pasadas éstas, se hundía de nuevo en otro paso, sólo para elevarse un cuarto de milla más allá, hacia el desfiladero que bordeaba el flanco de una colina rocosa.

Podía ver, por las pisadas de los que me habían precedido, que Dejah Thoris continuamente se echaba hacia atrás y que el hombre negro se había visto obligado a arrastrarla. Durante otros trechos sólo se veían las huellas de Thurid, profundas y muy próximas en la espesa nieve, y estas señales me probaban que entonces se había visto obligado a llevarla encima, y podía fácilmente imaginarme que Dejah Thoris había luchado fieramente con él a cada paso del camino.

Al dar la vuelta al promontorio que sobresalía de la colina vi lo que aceleró mis pulsaciones e hizo latir apresuradamente mi corazón, porque dentro de una pequeña bahía, entre las crestas de dos colinas, había cuatro personas delante de la boca de una gran cueva, y a su lado, sobre la nieve resplandeciente, descansaba un aparato que evidentemente acababan de sacar de su escondite.

Las cuatro personas eran: Dejah Thoris, Phaidor, Thurid y Matai Shang. Los dos hombres discutían acaloradamente: el padre de los Therns, amenazador; burlón el negro, mientras continuaban el trabajo que tenían entre manos.

Al deslizarme cautelosamente hacia ellos para acercarme lo más posible antes de ser descubierto, vi que por fin los dos hombres habían llegado a alguna especie de acuerdo, porque, ayudados por Phaidor, empezaron a arrastrar a Dejah Thoris, que se resistía, a bordo del aparato.

Allí la ataron, y después bajaron de nuevo a tierra para terminar sus preparativos. Phaidor se metió en el pequeño camarote del barco aéreo.

Sólo me separaba de ellos un cuarto de milla cuando Matai Shang me descubrió. Le vi agarrar a Thurid por el hombro, volviéndole hacia mí, y señalarle dónde estaba, porque en cuanto supe que me habían descubierto, dejando de lado todo disimulo, me dirigí, en vertiginosa carrera, directamente hacia el aparato.

Ambos redoblaron sus esfuerzos con el propulsor en el que estaban trabajando, y que por lo visto colocaban de nuevo, después de haberlo quitado para arreglarlo.

Quedó esto terminado antes de que yo hubiese recorrido la mitad de la distancia que me separaba de ellos, y ambos se precipitaron hacia la escalera.

Thurid fue el primero en llegar a ella, y con la agilidad de un mono trepó rápidamente sobre cubierta, y tocando el botón de los tanques de flotación, puso en movimiento el aparato, que empezó a elevarse, aunque no con la velocidad que distingue a todo aparato en buenas condiciones.

Yo estaba aún a unas cien yardas de distancia, cuando los vi ponerse fuera de mi alcance.

Detrás de la ciudad de Kadabra había una gran flota de aparatos poderosos, los aparatos de Helium y Ptarth que se habían salvado de la destrucción aquel día; pero antes de que pudiese llegar a ellos, Thurid escaparía fácilmente.

Mientras corría, vi a Matai Shang trepando por la oscilante escala hacia la cubierta, mientras sobre él se inclinaba el malévolo rostro del Primer Nacido. Una cuerda que colgaba de la proa del aparato reanimó mi esperanza, puesto que si podía agarrarla antes de que se elevase demasiado por encima de mi cabeza, había todavía una probabilidad de llegar al aparato por este medio.

Que había algo estropeado en éste, era evidente, por su falta de estabilidad y, además, porque aunque Thurid por dos veces había querido ponerlo en marcha, seguía casi inmóvil en el aire, moviéndose únicamente a impulsos de una ligera brisa que soplaba del Norte. Matai Shang estaba ahora cerca de la borda, y con su larga mano, semejante a una garra, intentaba coger la barra de metal.

Thurid se inclinó más aún hacia su compañero de conspiración.

De repente, en la mano levantada del negro brilló un puñal, que se acercaba cada vez más al blanco rostro del padre de los Therns. Con un gran grito de terror el sagrado hekkador agarró frenéticamente el brazo amenazador.

Yo estaba ya cerca de la cuerda. El aparato se iba elevando lentamente, alejándose de mí. Entonces tropecé en el camino de hielo, dando con la cabeza sobre una roca; al caerme estaba sólo a un metro de distancia de la cuerda, el extremo de la cual en aquel momento se separaba del suelo. El golpe en la cabeza me produjo la pérdida del sentido.

No pudieron ser más que unos segundos los que estuve aturdido sobre el hielo, mientras lo más precioso para mí se alejaba en las garras de aquel negro demonio, porque, cuando abrí los ojos de nuevo, Thurid y Matai Shang luchaban aún en la escala, y el aparato derivaba sólo unas cien yardas hacia el Sur, pero el extremo de la cuerda estaba ahora a treinta metros sobre el suelo.

Excitado hasta la locura por el cruel infortunio que me había hecho tropezar cuando el éxito estaba al alcance de mi mano, me lancé frenéticamente a través del espacio, y justamente debajo de la cuerda pendiente puse mis músculos terrenos a la prueba suprema.

Con un poderoso salto felino me lancé hacia arriba, hacia aquella delgada cuerda, el único camino que aún me quedaba libre para llegar hasta mi amor, que desaparecía.

A su extremo se aferraron mis dedos. Por mucho que apretaba, sentía la cuerda deslizarse entre ellos. Traté de levantar la otra mano para agarrar también la cuerda con ella; pero el cambio de postura hizo que se deslizase aún más rápidamente entre mis dedos. Lentamente sentí escapar la cuerda atormentadora.

En un momento todo cuanto había ganado se perdería; después mis dedos cogieron un nudo al extremo de la cuerda, y ya no se deslizaron más.

Con una oración de gratitud en los labios, trepé hasta la cubierta del aparato. No podía ver a Thurid ni a Matai Shang ahora; pero oía rumor de altercado, y así conocí que aún luchaban el thern por su vida y el negro por el aumento de flotación que el alivio de peso, aun de un solo cuerpo, daría al aparato.

Si Matai Shang caía antes de que yo llegase sobre cubierta, mi probabilidad de llegar a ella sería ciertamente nula, porque el negro dátor no necesitaba más que cortar la cuerda para verse libre de mí para siempre, pues el aparato flotaba sobre un precipicio, a cuyas profundidades caería mi cuerpo para ser convertido en una informe masa en cuanto Thurid cortase la cuerda.

Por fin agarré la barra del aparato, y en el mismo instante un horrible grito resonó debajo de mí, helándome la sangre en las venas, y volviendo los ojos horrorizados hacia abajo, vi una cosa que caía gritando y retorciéndose en el horrible abismo abierto a nuestros metros.

Era Matai Shang, sagrado hekkador, padre de los therns, que iba a dar cuenta de sus crímenes.

Entonces mi cabeza apareció sobre cubierta y vi a Thurid que, puñal en mano, se dirigió dando un salto hacia mí. Estaba frente al extremo del camarote, mientras yo intentaba trepar por la proa. Sólo unos pasos nos separaban. Ningún poder sobre la tierra podría izarme a la cubierta antes de que el negro furioso estuviese sobre mí.

Mi fin había llegado; lo sabía; pero si hubiese tenido la menor duda, la fea mueca de triunfo del perverso negro me hubiese convencido de ello.

Detrás de Thurid podía ver a mi amada Dejah Thoris, con los ojos horrorizados, abiertos de par en par, luchando con sus ligaduras. Que se viese obligada a ser testigo de mi terrible muerte, hacía que mi triste suerte me pareciese aún más cruel. Cesé en mis esfuerzos para trepar por la borda, me agarré con fuerza a la barra con la mano izquierda y saqué el puñal.

Moriría como había vivido: luchando. Al llegar Thurid frente a la puerta del camarote, un nuevo personaje apareció en la sombría tragedia que se representaba sobre cubierta del averiado aparato de Matai Shang. Era Phaidor.

Con rostro sofocado, cabello desgreñado y ojos que delataban la reciente presencia de lágrimas mortales, por encima de las cuales aquella diosa siempre se había sentido, salto sobre cubierta frente a mí.

Llevaba en la mano un estrecho puñal. Eché una última mirada a mi amada princesa, sonriendo, como deben hacerlo los hombres al morir. Después volví el rostro hacia Phaidor, esperando el golpe.

Nunca vi aquel hermoso rostro más hermoso que en aquel momento. Parecía increíble que una criatura tan bella pudiese albergar dentro de su blanco pecho un corazón tan cruel e implacable; en sus maravillosos ojos brillaba una expresión que nunca había visto en ellos, una dulzura desconocida, unida a una mirada de sufrimiento.

Thurid se hallaba ahora a su lado, empujándola para llegar primero a donde yo estaba, y lo que ocurrió acaeció con tanta rapidez, que todo había terminado antes de darme cuenta de lo que sucedía. La mano izquierda de Phaidor agarró la muñeca del negro; su mano derecha se levantó con el reluciente puñal.

—¡Esto, por Matai Shang! —gritó, enterrando profundamente la hoja en el pecho del dátor—. ¡Esto, por el daño que has hecho a Dejah Thoris! —y de nuevo la afilada hoja se hundió en la blanda carne—. ¡Y esto, y esto, y esto —gritó—, por John Carter, príncipe de Helium! —y a cada palabra la afilada punta se hundía de nuevo en el vil corazón del gran bandido.

Después, en un empujón vengativo, tiró el cuerpo del Primer Nacido de la cubierta para caer en espantoso silencio tras el cuerpo de su víctima.

La sorpresa me había paralizado de tal modo, que no intenté llegar sobre cubierta durante la terrorífica escena que acababa de presenciar; pero aún tenía que causarme mayor asombro su siguiente acto, porque Phaidor me tendió la mano y ayudó a subir al aparato, donde estuve mirándola con no disimulada estupefacción.

Una triste sonrisa entreabrió sus labios, no la cruel y altiva sonrisa de la diosa, que yo tan bien conocía.

—¿Piensas, John Carter —dijo—, en qué extraña causa habrá producido este cambio en mí? Te lo diré. Es amor, amor por ti.

Y al verme fruncir el ceño, como censura a sus palabras, levantó la mano en tono de súplica.

—Espera —dijo—. Es un amor distinto al mío, es el amor de tu princesa Dejah Thoris por ti, que me ha enseñado lo que es el verdadero amor, lo que debe ser. ¡Y cuán lejos del amor verdadero era la egoísta y celosa pasión que yo sentía por ti! Ahora soy distinta. Ahora podría amar como Dejah Thoris ama, y así, pues, mi felicidad sólo puede consistir en saber que tú y ella estáis de nuevo reunidos, porque en ella solamente puedes encontrar la verdadera dicha. Pero soy desgraciada a causa del daño de que he sido causa. Tengo muchos pecados que expiar y, aunque sea inmortal, la vida es demasiado corta para reparar. Mas existe otro medio, y si Phaidor, hija del sagrado hekkador de los Sagrados Therns, ha pecado, hoy lo ha reparado en parte, y para que no dudes de la sinceridad de sus protestas y la confesión de su nuevo amor, que también incluye a Dejah Thoris, te probará su sinceridad del único modo que le queda, habiéndote salvado para otra: Phaidor te deja en sus brazos.

Con estas palabras se volvió y saltó del aparato al abismo.

Con un grito de horror me precipité, intentando en vano salvar la vida que durante dos años tan gustosamente hubiese visto terminar. Yo también llegué tarde.

Con los ojos nublados de lágrimas me volví para no ver el terrible espectáculo a mis pies.

Un momento después había soltado las esposas que sujetaban a Dejah Thoris, y mientras sus queridos brazos rodeaban mi cuello y sus labios perfectos se posaban en los míos, olvidé los horrores que había presenciado y los padecimientos que había sufrido en el encanto de mi recompensa.