CAPÍTULO XI

El Pozo de la Abundancia

No estuve mucho en la cárcel de Salensus Oll. Durante el poco tiempo que allí permanecí sujeto con cadenas de oro, a menudo pensé en la suerte de Thuvan Dihn, jeddak de Ptarth.

Mi valiente compañero me había seguido al jardín cuando ataqué a Thurid, y al irse Salensus Oll con Dejah Thoris y los que le acompañaban, dejando a Thuvia de Ptarth en el jardín, también él se había quedado con su hija, sin que por lo visto llamase la atención su presencia, no diferenciándose en nada de los demás hombres amarillos.

Le había visto por última vez esperando que los otros guerreros que debían escoltarme cerrasen la verja tras nosotros para poderse quedar solo con Thuvia. ¿Sería posible que hubiese escapado? Lo dudaba y, sin embargo, con todo mi corazón deseaba que fuese verdad.

Al tercer día de mi encarcelamiento vinieron unos cuantos guerreros para llevarme a la sala de audiencia, donde Salensus Oll en persona iba a examinarme. Gran número de nobles se hallaban en la sala, y entre ellos vi a Thurid, pero no a Matai Shang.

Dejah Thoris, tan radiantemente hermosa como siempre, estaba sentada en un pequeño trono al lado de Salensus Oll. La triste desesperación que expresaba su querido rostro me laceró profundamente el corazón.

Su posición al lado del jeddak de jeddaks auguraba mal para ella y para mí, y en el momento que la vi allí nació en mi mente la firme intención de no salir vivo de aquella cámara si tenía que dejarla en las garras de aquel poderoso tirano.

Había matado mejores hombres que Salensus Oll y los había matado con mis desnudas manos, y ahora me juré a mí mismo que lo mataría si era aquél el único medio de salvar a la princesa de Helium.

Yo no daba la menor importancia a mi muerte probablemente casi instantánea, y lo único que sentía era no poder seguir luchando por salvar a Dejah Thoris: sólo por esta razón hubiese escogido otro medio, porque, aunque lograse matar a Salensus Oll, no devolvería a mi amada esposa a su patria. Determiné esperar hasta el final del juicio para averiguar cuanto pudiese de las intenciones del gobernante de Okar y después obrar en conformidad con ellas.

Apenas me presenté ante él, Salensus Oll mandó también llamar a Thurid.

—Dátor Thurid —dijo—, me has pedido una cosa muy extraña; pero, aceptando a tus deseos y tu promesa de que resultará en bien de mis intereses, me he decidido a ello. Me dices que cierto anuncio será el medio de desenmascarar al prisionero y al mismo tiempo de realizar mi mayor deseo.

Thurid movió afirmativamente la cabeza.

—Entonces lo haré presente aquí, delante de mis nobles —continuó Salensus Oll—. Durante un año ninguna reina se ha sentado en el trono a mi lado, y ahora me place tomar por esposa la que es reputada por la más bella mujer de todo Barsoom, hecho éste que nadie puede negar. Nobles de Okar, desenvainad vuestros aceros y rendid homenaje a Dejah Thoris, princesa de Helium y futura reina de Okar, porque en el término de los diez días decretados será la esposa de Salensus Oll.

Mientras los nobles desnudaban sus aceros y los levantaban en alto, según la antigua costumbre de Okar cuando un jeddak anuncia su enlace, Dejah Thoris se puso en pie y, levantando una mano, les gritó que desistiesen de ello.

—No puedo ser esposa de Salensus Oll, porque ya soy esposa y madre. John Carter, príncipe de Helium, vive aún. Sé que es verdad porque he oído a Matai Shang decirle a su hija Phaidor que le había visto en Kaor, en la Corte de Kulan Tith, jeddak. Un jeddak no se casa con una mujer casada, ni Salensus Oll querrá violar los lazos del matrimonio. Salensus Oll se volvió a Thurid con torva mirada:

—¿Era ésta la sorpresa que me tenías preparada? —exclamó—. Me aseguraste que no había obstáculo alguno entre esta mujer y yo, y ahora encuentro que existe el único obstáculo insuperable. ¿Qué significa esto, hombre? ¿Qué tienes que alegar?

—Y si entregase a John Carter en tus manos, Salensus Oll, ¿no te parecería que habría cumplido con creces la promesa hecha? —contestó Thurid.

—No hables como un necio —exclamó furioso el jeddak—; no soy un niño para jugar así conmigo.

—Hablo sólo como hombre que sabe lo que se dice —replicó Thurid—. Sabe que puedo cumplir cuanto ofrezco.

—Entonces entrégame a John Carter en el término de diez días, o sufre tú mismo la muerte que le daría si lo tuviese en mi poder —rugió el jeddak de jeddaks, frunciendo el ceño.

—No necesitas esperar diez días —replicó Thurid; y después, volviéndose repentinamente hacia mí, me señaló con el dedo, diciendo:

—¡Ahí está John Carter, príncipe de Helium!

—¡Necio! —gritó Salensus Oll—. ¡Necio! John Carter es blanco. Este hombre es tan amarillo como yo. El rostro de John Carter está afeitado. Matai Shang me lo ha descrito. Este prisionero tiene una barba y un bigote tan grandes y tan negros como cualquiera de Okar. ¡Pronto, guardias! ¡Al pozo con el negro loco que quiere perder la vida por una estúpida broma a costa de vuestro jefe!

—¡Deteneos! —exclamó Thurid, dando un salto hacia adelante; y antes de que yo pudiese adivinar su intención había agarrado mi barba, arrancándola de mi rostro con el bigote y la peluca que estaban unidos a ella y dejando descubierta mi piel tostada y mi cabello negro, cortado a punta de tijera.

Instantáneamente reinó el mayor desorden en la sala de audiencia de Salensus Oll. Algunos guerreros se apresuraron a desnudar sus aceros, imaginando que yo pensaba asesinar al jeddak de jeddaks, mientras otros, por curiosidad de ver a aquel cuyo nombre era conocido de Polo a Polo, se agolparon tras sus compañeros.

Al revelarse mi identidad vi a Dejah Thoris ponerse de nuevo en pie, expresando su rostro gran asombro, y luego se abrió paso a través de los guerreros y nobles antes de que nadie pudiera impedírselo. Un momento después estaba ante mí con los brazos extendidos y los ojos rebosando amor.

—¡John Carter! ¡John Carter! —exclamó mientras la estrechaba contra mi pecho, y entonces, de repente, comprendí por qué me había despreciado en el jardín, debajo de la torre.

¡Qué necio había sido! ¡Esperé que penetrase el maravilloso disfraz que me había facilitado el barbero de Marentina! No me había conocido, y eso había sido todo, y cuando vio el signo de amor de un extranjero se ofendió e indignó, como era justo. En verdad que había sido muy necio.

—¡Y eras tú —exclamó— quien me hablaba desde la torre! ¿Cómo podía yo soñar que mi amado virginiano se ocultaba detrás de aquella fiera barba y piel amarilla?

Acostumbraba llamarme su virginiano como palabra de cariño, porque sabía que me gustaba oír el hermoso nombre que sus amados labios santificaban y hacían mil veces más hermoso, y mientras la oía de nuevo, después de aquellos largos años, mis ojos se enturbiaban con lágrimas y mi voz se ahogaba de emoción.

Pero sólo un instante pudo estrechar entre mis brazos su querido cuerpo antes de que Salensus Oll, temblando de rabia y celos, se acercase a nosotros.

—Coged al hombre —gritó a sus guerreros; y cien rudas manos nos separaron.

Bien estuvo para los nobles de la Corte de Okar que John Carter hubiese sido desarmado. Así y todo, lo menos doce de ellos sintieron la fuerza de mis cerrados puños, y había logrado subir la mitad de las gradas que conducían al trono antes de que Salensus Oll hubiese logrado llevarse a Dejah Thoris y pudiera detenerme.

Después caí luchando debajo de varios guerreros, y antes de que quedase desvanecido a fuerza de golpes oí de labios de Dejah Thoris lo que me consoló de todos mis sufrimientos.

Estando al lado del gran tirano, que la tenía agarrada por un brazo, señaló al sitio donde yo combatía solo contra tantos.

—¿Crees, Salensus Oll, que la esposa de un hombre semejante —exclamó— deshonraría nunca su memoria, aunque hubiese muerto mil veces, casándose con un mortal inferior? ¿Existe en el mundo otro igual a John Carter, príncipe de Helium? ¿Existe otro hombre que pueda abrirse camino en todas direcciones en un planeta batallador, haciendo frente a las fieras y a las hordas salvajes, por amor a una mujer? Yo, Dejah Thoris, princesa de Helium, soy suya. Luchó por mí y me ganó. Si eres un valiente, honrarás su valor y no le matarás. Hazle esclavo si quieres, Salensus Oll; pero perdónale la vida. Yo preferiría ser esclava con él a reina de Okar.

—Ni esclavas ni reinas dictan sus voluntades a Salensus Oll —replicó el jeddak de jeddaks—. John Carter morirá de muerte natural en el Pozo de la Abundancia, y el día que muera, Dejah Thoris será mi reina.

No oí la contestación de Dejah Thoris, porque un golpe en la cabeza me privó de conocimiento y cuando lo recobré sólo quedaban en la sala de audiencia los guerreros que me custodiaban. Al abrir los ojos me amenazaron con las puntas de sus sables, ordenándome que me levantase.

Me llevaron, a través de largos corredores, a un patio situado hacia el centro del palacio. En el medio del patio había un profundo pozo, cerca del borde del cual había otros guerreros esperándome. Uno de ellos llevaba en la mano una larga cuerda que empezó a preparar cuando vio que me acercaba.

Habíamos llegado a unos veinticinco metros de aquellos hombres, cuando sentí, de repente, una extraña sensación punzante en uno de mis dedos.

Durante un momento me encontré aturdido por la extraña sensación, y después recordé lo que en la violencia de mi aventura había olvidado por completo: el anillo regalado por el príncipe Talu de Marentina; instantáneamente miré hacia el grupo al cual nos acercábamos, y al mismo tiempo levanté la mano izquierda a mi frente para que la sortija pudiese ser vista por el que la buscase. Simultáneamente, uno de los guerreros que esperaban levantó ostensiblemente su mano izquierda para alisarse el cabello, y en uno de sus dedos vi el duplicado de mi propio anillo.

Una rápida mirada de reconocimiento se cruzó entre nosotros, después de lo cual aparté los ojos del guerrero y no volví a mirarle por temor a despertar las sospechas de los okarianos.

Cuando llegamos al borde del pozo vi que era muy profundo, y enseguida me di cuenta de que pronto juzgaría cuan lejos se extendía por debajo del patio, porque el que tenía la cuerda la ató alrededor de mi cuerpo, de modo que pudiese soltarse desde arriba en cuanto quisiese, y después, al agarrarla todos los guerreros, me empujó hacia adelante y caí en el abierto abismo.

Tras del primer empujón llegué al extremo de la cuerda que habían soltado para dejarme caer dentro del pozo; me bajaron rápida, pero suavemente. En el momento de soltarme, mientras dos o tres hombres ayudaban a atar la cuerda, uno de ellos puso su boca en contacto con mi mejilla, y en el breve intervalo, antes de ser lanzado en el espantoso agujero, murmuró a mi oído esta sola palabra:

—¡Valor!

El pozo que mi imaginación me había pintado sin fondo resultó no tener más de cien metros de profundidad; pero como sus paredes estaban pulidas, igualmente podía haber tenido mil metros, porque no podía nunca esperar escaparme sin auxilio de fuera.

Durante un día me dejaron a oscuras, y después, completamente de repente, una brillante luz iluminó mi extraña celda. Me hallaba ya bastante hambriento y sediento, no habiendo comido ni bebido nada durante el día anterior a mi aprisionamiento.

Con gran asombro, hallé que las paredes del pozo, que había creído lisas, estaban llenas de estantes, sobre los cuales había las viandas y los refrescos más deliciosos que podían hallarse en Okar. Con una exclamación de placer me precipite a tomar algún alimento; pero antes de lograrlo, la luz se apagó y, aunque anduve palpando, mis manos no encontraban más que las duras y lisas paredes que había tocado al examinar por primera vez mi prisión.

Inmediatamente las angustias del hambre y la sed empezaron a asaltarme. Lo que antes sólo había sido un ligero deseo de comer y beber era ahora una verdadera ansia, todo a causa de la tentadora visión del alimento casi al alcance de mi mano.

Una vez más la oscuridad y el silencio me envolvieron: un silencio sólo interrumpido por una risa burlona.

Durante otro día nada ocurrió para romper la monotonía de mi prisión o aliviar los sufrimientos que me producían el hambre y la sed. Lentamente las angustias se hicieron menos vivas, según el sufrimiento ahogaba la actividad de ciertos nervios, y entonces la luz aparecía de nuevo, y ante mí se presentaban nuevos y tentadores platos, grandes botellas de agua clara y frascos de frescos vinos, cubiertos por el frío sudor de la condensación. De nuevo, con la hambrienta locura de una fiera, salté para coger aquellos manjares tentadores; pero, igual que anteriormente, la luz se apagaba y yo me encontraba detenido por la dura pared.

Después la risa burlona estalló por segunda vez ¡El Pozo de la Abundancia!

¡Oh, qué mente tan cruel debió de discurrir aquella tortura endemoniada! Día tras día se repitió aquel tormento, hasta que estuve a punto de volverme loco, y después, lo mismo que había hecho en los pozos de los warhoons, dominé de nuevo, con firmeza, mi instinto, obligándole a seguir los cauces de la razón.

Sólo por la fuerza de voluntad conservé el dominio de mi cada vez más débil mente, y logré tan gran éxito, que la siguiente vez que apareció la luz permanecí tranquilamente sentado y miré con indiferencia al fresco y tentador alimento que se hallaba casi a mi alcance. Me alegré de haberlo hecho así, porque me ofreció la oportunidad de resolver el aparente misterio de aquellos banquetes fantasmagóricos.

Como no me esforcé en coger la comida, los atormentadores dejaron encendida la luz con la esperanza de que al fin no podría dominarme más y les daría la deliciosa emoción que mis anteriores y fútiles esfuerzos les había proporcionado.

Y mientras, sentado aún, escrutaba los cargados estantes, vi cómo se hacía aquello, tan sencillo que no comprendía cómo no se me había ocurrido antes. El muro de mi prisión era de cristal sumamente transparente; detrás del cristal estaban las viandas tentadoras. Después de cerca de una hora se apagó la luz; pero esta vez no hubo risa burlona, por lo menos de parte de mis atormentadores; mas yo, para estar al quite con ellos, solté una suave carcajada que nadie podría confundir con la de un loco.

Pasaron nueve días, y me hallaba debilitado por el hambre y la sed; pero ya no sufría, ya había pasado el sufrimiento. Después, a través de la oscuridad, un paquetito cayó en el suelo a mis pies.

Lo busqué con indiferencia, creyendo que sería alguna nueva invención de mis carceleros para aumentar mis tormentos. Por fin lo encontré: era un paquetito envuelto en papel y al extremo había una cuerda fuerte. Al abrirlo, unos cuantos comprimidos cayeron al suelo. Los recogí y, tocándolos y oliéndolos, descubrí que eran unas tabletas de alimento concentrado, de uso común en muchas partes de Barsoom. «¡Veneno!», pensé.

Bien: ¿y qué? ¿Por qué no terminar de una vez mi miserable existencia en lugar de arrastrarme unos tristes días más en aquel oscuro pozo? Lentamente llevé una de las pastillas a mis labios.

«¡Adiós, mi Dejah Thoris! —suspiré—. He vivido y luchado por ti, y ahora mi más ardiente deseo se va a realizar, porque moriré por ti». Y, metiendo la pastilla en la boca, la tragué.

Una por una, las comí todas, y nunca me supo nada mejor que aquellos trocitos de alimento, dentro de los cuales debía de ocultarse la muerte, probablemente una muerte horrible y espantosa.

Mientras estaba tranquilamente sentado en el suelo de mi prisión, mis dedos, accidentalmente, entraron en contacto con el trocito de papel en que habían envuelto los comprimidos, y mientras jugueteaba con él, mi mente vagaba en el pasado para revivir durante breves momentos, antes de morir, algunas de las muchas horas felices de una larga y dichosa existencia; me di cuenta de unas extrañas protuberancias sobre la suave superficie del apergaminado papel de mis manos.

Durante algún tiempo no tuvieron significado alguno para mí. Yo pensaba sencilla y tranquilamente cómo se hallarían allí; pero, al fin, parecieron tomar forma, y entonces me di cuenta que no había más que una sola línea, como de escritura.

Ahora, ya más interesado, mis dedos las recorrieron una y otra vez. Había cuatro distintas y separadas combinaciones de líneas levantadas. ¿Podría ser que fuesen cuatro palabras y que tuviesen por objeto transmitirme algún mensaje?

Cuanto más pensaba en ello, más me excitaba, hasta que mis dedos corrieron locamente hacia atrás y hacia adelante sobre aquellas enloquecedoras colinas y valles del trocito de papel.

Pero no podía sacar nada en limpio y, por fin, decidí que mi misma prisa me impedía resolver el misterio. Después, lo tomé con más calma. Una y otra vez, mi dedo índice trazó la primera de las cuatro combinaciones.

La escritura marciana es algo difícil de explicar a un hombre de la Tierra; es algo entre taquigrafía y dibujo, y es un idioma completamente distinto al idioma hablado de Marte.

En Barsoom sólo hay un idioma hablado. Hoy lo hablan todas las razas y naciones lo mismo que al comenzar la vida humana sobre Barsoom. Ha crecido con la ilustración del planeta y sus descubrimientos científicos; pero es tan ingenioso, que las palabras nuevas, para expresar nuevos pensamientos o describir nuevas condiciones o descubrimientos, se forman por sí mismas; ninguna otra palabra podría explicar aquello que una nueva palabra requiere para otra que la palabra que naturalmente la llena; y así, por muy alejadas que estén dos naciones o razas, sus idiomas hablados son idénticos. No así, sin embargo, sus idiomas escritos. No hay dos naciones que tengan el mismo idioma escrito, y a menudo, ciudades de una misma nación tienen un idioma escrito que se diferencia mucho de los de las otras.

Debido a esto, los signos sobre el papel, si en realidad eran palabras, me eludieron durante algún tiempo; pero, al fin, averigüé la primera.

Era «valor» y estaba escrita con letras de Marentina. ¡Valor!

Era ésta la palabra que el guerrero amarillo había murmurado a mi oído cuando estaba al borde del Pozo de la Abundancia.

El mensaje debía de ser suyo, y sabía que era un amigo. Con renovada esperanza empleé toda mi energía en descifrar el mensaje y, por fin, el éxito coronó mis esfuerzos. Había leído las cuatro siguientes palabras: «¡Valor! ¡Sigue la cuerda!».