CAPÍTULO VIII

A través de las Cavernas de la Carroña

Día y noche nos dirigía nuestra brújula directamente hacia el Norte tras el otro aparato.

Al anochecer del segundo día notamos el aire mucho más frío, y dada la dirección del Ecuador, de la que veníamos, esto nos aseguraba que nos acercábamos rápidamente a las regiones árticas.

Mi conocimiento de los esfuerzos realizados por innumerables expediciones para explorar aquel territorio desconocido me hacía ir con precaución, pues nunca había vuelto ningún aparato de los que atravesaban una distancia considerable de la poderosa barrera de hielo que separa el borde sur de los helados territorios. Lo que fue de ellos nadie lo supo… Únicamente que habían pasado para siempre de la vista del hombre en aquella triste y misteriosa comarca del Polo.

La distancia de la barrera al Polo no era mayor de la que un rápido aparato podía recorrer en unas horas; por tanto, se daba por cierto que alguna terrible catástrofe esperaba a los que llegaban a la «tierra prohibida», como había llegado a ser llamada por los marcianos del mundo exterior.

Así, pues, aflojé la marcha al aproximarnos a la barrera, pues pensaba proceder con cautela por el hielo para descubrir, antes de caer en algún lazo, si realmente había un territorio habitado en el Polo Norte, porque sólo allí podía imaginar un sitio en que Matai Shang se creyese a salvo de John Carter, príncipe de Helium.

Volábamos muy lentamente, casi al nivel del suelo… materialmente palpando nuestro camino entre las tinieblas, porque las dos lunas se habían ocultado y la noche estaba oscurecida por las nubes, que sólo se encuentran en las dos extremidades de Marte.

De repente, un enorme muro blanco se levantó directamente en nuestro camino, y aunque eché el freno y giré nuestro vehículo, no pude evitar el choque.

Con un agonizante estrépito dimos en el gran obstáculo que aparecía ante nosotros.

El aparato vaciló, la máquina se detuvo y uno de los tanques recién arreglados estalló, y nos precipitamos de cabeza al suelo a veinte metros de altura.

Afortunadamente, no nos hicimos daño, y cuando logramos salir de los restos del aparato la luna menor había salido de nuevo por debajo del horizonte, y pudimos ver que nos encontrábamos al pie de una enorme barrera de hielo, de la cual salían grandes colinas de granito que le impedían seguir flotando hacia el Sur.

¡Qué mala suerte! Con el viaje casi terminado, quedarse en la parte exterior de aquella muralla de piedra y hielo imposible de escalar.

Miré a Thuvan Dihn, que se limitaba a mover desconsoladamente la cabeza.

El resto de la noche la pasamos estremeciéndonos de frío con nuestros poco adecuados trajes de seda y lana sobre la nieve que cubre el pie de la barrera de hielo.

Con la luz del día, mi espíritu recobró algo de su acostumbrado optimismo, aunque debo confesar que había bien poco que lo alimentase.

—¿Qué haremos?… —me preguntó Thuvan Dihn—. ¿Cómo atravesar lo que es infranqueable?

—Primero tenemos que probar que lo es —repliqué—. No admitiré que lo sea antes de haber recorrido el círculo entero y hallarme de nuevo derrotado en este sitio. Cuanto antes empecemos, mejor, porque no veo otro camino, y nos llevará más de un mes el recorrer los cansados y helados kilómetros que se extienden ante nosotros.

Durante cinco días de frío, sufrimientos y privaciones, recorrimos el rudo y helado camino que se extiende al pie de la barrera de hielo. Muchos animales cubiertos de pieles nos atacaban de día y de noche. Ni por un momento estuvimos a salvo del repentino ataque de algún demonio del Norte.

El apt era nuestro más fuerte y peligroso enemigo.

Es un animal enorme, de piel blanca; tiene seis miembros, cuatro de los cuales, cortos y pesados, le llevan rápidamente a través de la nieve y el hielo, mientras que los otros dos, que le salen del lomo a cada lado de su poderoso cuello, terminan en blancas manos sin piel, con las cuales coge y agarra su presa.

Su cabeza y boca son más parecidas a las del hipopótamo que a ningún otro animal de la Tierra, exceptuando que de los lados de las mandíbulas inferiores salen dos poderosos cuernos que se curvan ligeramente hacia la frente.

Sus dos enormes ojos me inspiraron gran curiosidad. Se extienden en dos grandes manchas ovaladas, desde el centro de la parte superior del cráneo, a cada lado de la cabeza, hasta más abajo de las raíces de los cuernos, de modo que estas defensas realmente salen de la parte inferior de los ojos, que están compuestos de varios miles de ocelos cada uno.

Esta estructura de ojo parecía notable en un animal cuyas guaridas se hallaban en un deslumbrador campo de hielo y nieve, y aunque al examinar cuidadosamente a varios que matamos vimos que cada ocelo tiene su propio párpado y que el animal puede cerrar cuantas facetas de sus enormes ojos quiera, sin embargo, yo estaba seguro de que la Naturaleza así le había provisto porque gran parte de su vida había de pasarse en oscuros y subterráneos recintos.

Poco después de esto encontramos el más enorme apt que hemos visto nunca. El animal medía de alzada ocho metros largos, y estaba tan cuidado, limpio y brillante, que hubiese jurado que lo acababan de cepillar.

Nos miraba, al acercarnos, porque habíamos averiguado que era perder el tiempo intentar escapar a la furia que parece apoderarse de aquellos animales diabólicos, que vagan por el triste Norte, atacando a todo ser viviente que perciben con sus ojos de largo alcance.

Aunque no tengan hambre y no puedan comer más, matan solamente por el placer que sienten en quitar la vida; así es que cuando aquel ejemplar no nos atacó y, en vez de esto, dio media vuelta y empezó a trotar, al acercarnos a él, hubiese quedado sorprendido al no ver, como vi, un collar de oro alrededor de su cuello; también Thuvan Dihn lo vio, y para los dos fue esto un mensaje de esperanza. Sólo el hombre podía haber colocado el collar, y como ninguna raza de marcianos que conozcamos, ha intentado domesticar al feroz apt, debía de pertenecer a gente del Norte, cuya existencia ignorábamos, quizá los fabulosos hombres amarillos de Barsoom, aquella antiguamente poderosa raza que se suponía extinguida, aunque a veces los teóricos creían existía en el helado Norte.

Simultáneamente seguimos la pista del enorme animal. Hicimos prontamente comprender a Woola nuestro deseo, de modo que fue innecesario no perder de vista a la bestia, cuya rápida huida sobre la tosca tierra le hizo pronto desaparecer a nuestros ojos.

Durante más de dos horas, la pista corrió paralela a la barrera, y después, de repente, se volvió hacia ella a través del más áspero y, al parecer, impracticable camino que había visto nunca.

Enormes peñas de granito nos cerraban el paso por todas partes; profundas grietas en el hielo amenazaban tragarnos al menor paso dado en falso y una ligera brisa que soplaba del Norte nos traía un hedor insoportable que casi nos asfixiaba.

Tardamos dos horas más en atravesar unos cientos de metros del pie de la barrera.

Después, dando vueltas a lo que parecía un muro de granito, llegamos a un área plana de dos acres delante de la base del enorme montón de hielo y roca que nos había despistado durante dos días, y vimos ante nosotros la oscura y cavernosa boca de una cueva. Por la abertura repelente emanaba el terrible hedor, y Thuvan Dihn, al examinar el sitio, exclamó con profunda sorpresa:

—¡Por todos mis antecesores! ¡Que haya yo llegado a ser testigo de la realidad de las fabulosas Cavernas de la Carroña! Si, en efecto, son éstas, hemos hallado el camino para atravesar la barrera.

La antigua crónica de los primeros historiadores de Barsoom, tan antigua que durante siglos se ha tenido por mitológica, recuerda la huida de los hombres amarillos ante las devastaciones de las hordas verdes que invadieron a Barsoom, cuando, al secarse los grandes océanos, se vieron precisadas a salir de ellos las razas dominantes de que los habitaban.

Relatan los restos de esta una vez poderosa raza, cómo vagaban, acosados a cada paso, hasta que, al fin, encontraron un camino a través de la barrera de hielo del Norte, que los condujo a un fértil valle del Polo. Ante la abertura del pasaje subterráneo, que conducía a su puerto de refugio, fue librada una gran batalla, de la que salieron victoriosos los hombres amarillos, y dentro de las cuevas que daban paso a su nueva patria amontonaron los cuerpos de los muertos de uno y otro bando para que el hedor hiciese desistir a sus enemigos de su persecución.

Y desde aquel lejano día los muertos de esta tierra fabulosa han sido llevados a las Cavernas de la Carroña para que, aunque en muerte y corrupción, puedan servir a los suyos y apartar a los invasores. Aquí también traen, según cuenta la fábula, todos los desperdicios de la nación, todo cuanto es corruptible y puede añadirse al hedor que ofende a nuestro olfato.

Y la muerte acecha a cada paso entre la podredumbre, porque aquí tienen sus guaridas los fieros apts, añadiendo a la acumulación de la podredumbre los restos de sus presas que no pueden acabar de devorar. Es un horrible camino que conduce a nuestro destino, pero no hay otro.

—¿Estás, pues, seguro de que hemos encontrado el camino que conduce a la tierra de los hombres amarillos? —exclamé.

—Tan seguro como puedo estarlo —replicó—, teniendo sólo como base de mi afirmación una antigua leyenda. Pero mira cómo hasta aquí cada detalle concuerda con la antiquísima historia de la hégira de la raza amarilla. Sí, estoy seguro de que hemos descubierto el camino de su antiguo escondite.

—Si es así, y pidamos que sea verdad —dije—, entonces podremos aquí resolver el misterio de la desaparición de Tardos Mors, jeddak de Helium, y Mors Kajak, su hijo, porque no ha quedado otro sitio por explorar en todo Barsoom por las muchas expediciones e innumerables espías que los han estado buscando cerca de dos años. La última noticia que de ellos tuvimos es que buscaban a Carthoris, mi valiente hijo, más allá de la barrera de hielo.

Mientras hablábamos nos habíamos ido acercando a la entrada de la cueva y, al cruzarla, dejé de sorprenderme de que los antiguos enemigos verdes de los hombres amarillos se hubiesen detenido ante los horrores de aquel espantoso camino.

Los huesos de los muertos estaban reunidos en grandes montones, en la primera cueva, y sobre toda ella había un puré pútrido de carne corrompida, a través del cual los apts habían trazado una hedionda pista que conducía a la entrada de la segunda cueva. El techo de la primera habitación era bajo, como todos los que atravesamos después, de modo que los malos olores estaban condensados y confinados hasta tal punto que parecían de una sustancia tangible. Se sentía uno casi tentado a desenvainar la espada y abrirse camino a través buscando aire puro.

—¿Puede un hombre respirar este aire pútrido sin morir? —preguntó Thuvan Dihn, ahogándose.

—Me figuro que no mucho tiempo —repliqué—. Así es que debemos apresurarnos. Yo iré delante, ven detrás, y que Woola vaya en medio. Ven.

Y, diciendo estas palabras, me precipité a través de la fétida masa de putrefacción.

Sólo después de haber atravesado siete cuevas de diferentes tamaños y variando poco el poder y calidad de sus hedores, encontramos oposición material. Después, dentro de la octava cueva, dimos con una guarida de apts. Más de veinte terribles fieras se hallaban en la cueva. Algunas dormían, mientras otras destrozaban presas recientes o combatían entre sí.

Allí, en la penumbra de su casa subterránea, se apreciaba la utilidad de sus grandes ojos, porque aquellas cuevas interiores están sumidas en sombra perpetua, que es poco menos que completas tinieblas.

El intentar pasar por en medio de aquel fiero rebaño, hasta a mí me parecía la mayor locura; así es que propuse a Thuvan Dihn que se volviese al mundo exterior con Woola, para que los dos pudiesen encontrar el camino que los condujese de nuevo a la civilización y volver con fuerzas suficientes para vencer, no sólo a los apts, sino cualquier otro obstáculo que pudiese hallarse entre nosotros y nuestro objeto.

—Mientras tanto —continué—, puede ser que descubra algún medio de penetrar en la tierra de los hombres amarillos; pero si no lo logro, sólo se habrá sacrificado una vida. Si todos pereciésemos, no podrá nadie conducir una partida de rescate a Dejah Thoris y tu hija.

—No me volveré dejándote aquí solo, John Carter —replicó Thuvan Dihn, y agregó—: A donde vayas, sea a la victoria o a la muerte, el jeddak de Ptarth irá contigo. He dicho.

Supe por su tono que era inútil tratar de convencerle; así es que transigí, mandando a Woola que se volviese. Con una nota, apresuradamente escrita, metida en una cajita de metal y colgada al cuello, ordené al fiel animal que buscase a Carthoris en Helium, y aunque medio mundo e innumerables peligros nos separaban, sabía que, si podía hacerse, Woola lo haría.

Armado como estaba por la Naturaleza con rapidez y resistencia maravillosas y con la terrible ferocidad que le hacían igual a cualquier enemigo que encontrase en el camino, su inteligencia perspicaz, su maravilloso instinto le facilitarían cuanto fuese necesario para lograr el éxito de su empresa.

Con evidente reluctancia, el gran animal se volvió para dejarme, obedeciendo mis órdenes, y antes de que se marchase no pude resistir el deseo de echarle los brazos al cuello en estrecho abrazo. Frotó su hocico contra mi mejilla con caricia final, y un momento después corría por las Cavernas de la Carroña, hacia el mundo exterior.

En mi carta a Carthoris le daba instrucciones explícitas para dar con las Cavernas de la Carroña, insistiendo en la necesidad de entrar en ellas sin intentar, por circunstancia alguna, atravesar la barrera con una flota. Le decía que no tenía la menor idea de lo que habría pasada la octava cueva; pero estaba seguro de que al otro lado de la barrera de hielo se hallaba su madre en poder de Matai Shang y, probablemente, su abuelo y su bisabuelo, si aún vivían.

Además, le aconsejaba que visitase a Kulan Tith y al hijo de Thuvan Dihn para que le proporcionasen guerreros y aparatos a fin de que la expedición fuese lo bastante fuerte para asegurar el éxito inmediato.

»Y —terminaba— si hay tiempo, tráete a Tars Tarkas, porque si vivo hasta que me encuentres, puedo imaginar pocos goces mayores que combatir de nuevo al lado de mi antiguo amigo.

Cuando Woola hubo marchado, Thuvan Dihn y yo, escondidos en la séptima cueva, discutimos y desechamos muchos planes para atravesar la octava cueva. Desde donde estábamos veíamos que disminuía la lucha entre los apts, y que muchos que habían estado comiendo estaban dormidos.

Poco después nos pareció que pronto todas las fieras estarían pacíficamente dormidas, y de aquel modo se nos presentaría una arriesgada oportunidad de atravesar la cueva.

Uno por uno, los animales fueron echándose sobre la hirviente podredumbre que cubría el montón de huesos del suelo de su guarida, hasta que sólo quedó despierto un apt. Aquel inmenso animal vagaba inquieto de un lado para otro, olfateando a sus compañeros y la repugnante basura de la cueva.

De cuando en cuando se detenía para mirar fijamente hacia una y otra salida. Todo su aspecto era del que hace de centinela.

Nos vimos por fin obligados a creer que no se dormiría mientras que los otros ocupantes de la guarida lo hiciesen; así, pues, nos pusimos a discurrir alguna treta con la finalidad de engañarle. Finalmente, indiqué un plan a Thuvan Dihn, que parecía tan bueno como otro cualquiera de los que habíamos discutido, y decidimos ponerlo a prueba. Y a este fin, Thuvan Dihn se colocó junto a la pared, al lado de la entrada de la cueva octava, mientras yo, deliberadamente, me mostré al apt guardián cuando miró hacia nuestro escondite. Después, de un salto, me coloqué en el lado opuesto a la entrada, pegándome a la pared.

Sin hacer el menor ruido, la fiera se dirigió rápidamente hacia la séptima cueva para ver al intruso que tan temerariamente, había penetrado en los recintos de su morada.

Mientras metía la cabeza a través de la estrecha abertura que unía las dos cuevas, a cada lado esperaba una larga espada, y antes de que pudiese emitir un solo rugido, su cabeza cayó a nuestros pies.

Dirigimos una rápida mirada a la cueva octava: no se había movido ni un solo apt. Gateando por encima del cuerpo de la inmensa fiera, que bloqueaba la entrada, Thuvan Dihn y yo, cautelosamente, entramos en la prohibida y peligrosa guarida.

Como caracoles retomamos nuestra silenciosa y peligrosa ruta, entre los inmensos cuerpos yacentes. El único sonido que dominaba el de nuestra respiración era el chapoteo de nuestros pies al levantarlos del pantano de carne corrompida a través de la cual nos deslizábamos.

A mitad de la cueva, una de las inmensas fieras que tenía delante se movió intranquila en el momento mismo en que mi pie se levantaba sobre su cabeza, por encima de la cual tenía yo que pasar.

Esperé reteniendo la respiración, balanceándome sobre un pie, porque no me atrevía a mover ni un músculo. Con la mano derecha empuñaba mi bien afilada espada, cuya punta apenas se apartaba una pulgada de la espesa piel bajo la cual latía el salvaje corazón de la fiera.

Finalmente, el apt se tranquilizó, suspirando como si terminase una pesadilla, y reanudó su respiración regular de sueño profundo. Coloqué el pie más allá de su cabeza, y un instante después había pasado sobre ella.

Thuvan Dihn me seguía, y poco tardamos en hallarnos en la otra puerta sin haber sido vistos ni oídos.

Las Cavernas de la Carroña consisten en una serie de veintisiete cámaras unidas entre sí, que parecen haber sido perforadas por una corriente de agua en lejanos tiempos, cuando un poderoso río halló su camino al Sur a través de aquella única brecha en la barrera de roca y hielo que limita las tierras del Polo.

Thuvan Dihn y yo atravesamos las restantes diecinueve cavernas sin aventura ni accidente alguno.

Después supimos que sólo un día al mes se encontraba a todos los apts reunidos en una sola cueva.

En los demás vagaban solos o en parejas por ellas, de modo que hubiese sido prácticamente imposible que dos hombres pudiesen atravesar las veintisiete cuevas sin encontrar, por lo menos, un apt en casi todas.

Una vez al mes duermen un día entero, y tuvimos la buena suerte de llegar casualmente en esta ocasión.

Al transponer la última cueva salimos a una desolada comarca de nieve y hielo, pero encontramos una pista clara que se dirigía al Norte. El camino estaba lleno de acantilados como el sur de la barrera, de modo que sólo podíamos ver a corta distancia.

Después de un par de horas pasamos un inmenso peñasco y llegamos a un declive muy pendiente que conducía a un valle.

En línea recta, ante nosotros, vimos a media docena de hombres fieros, individuos con oscuras barbas y piel del color de un limón maduro.

—Los hombres amarillos de Barsoom —exclamó Thuvan Dihn, como si, aun ahora que los veía, apenas pudiese creer que la misma raza que esperábamos hallar escondida en aquella remota e inaccesible comarca existiese realmente.

Nos retiramos detrás de una roca para observarlos: estaban agrupados al pie de otro inmenso peñasco y nos volvían la espalda.

Uno de ellos se asomaba por el borde de la masa granítica, como si observase a alguien que viniese en dirección opuesta.

Poco después, el objeto de su escrutinio apareció a mis ojos y vi que era otro hombre amarillo. Todos iban vestidos con magníficas pieles; los seis con la piel rayada de negro y amarillo del orluk, y el que se acercaba solo estaba resplandeciente con la pura piel blanca de un apt.

Los hombres amarillos iban armados con dos espadas, y una corta jabalina les pendía de la espalda, mientras que de sus brazos izquierdos colgaban unos escudos que parecían dos tazas grandes, los lados cóncavos de los cuales estaban hacia fuera: hacia el antagonista. Parecían mezquinos y fútiles suplementos de seguridad contra un espadachín cualquiera; pero más tarde había yo de ver cuál era su objeto y con qué maravillosa destreza los hombres amarillos los manejan.

Una de las espadas, que cada uno de los guerreros llevaba, me llamó inmediatamente la atención. La llamo una espada, pero en realidad, era una hoja afilada con un gancho en el extremo. La otra espada era aproximadamente del mismo largo que la mía. Era recta y de dos filos. Además de estas dos armas, cada hombre llevaba en su correaje un puñal.

Al acercarse el de las pieles blancas, los seis empuñaron sus espadas con más firmeza: el arma con el gancho en la mano izquierda, la espada recta en la derecha, mientras que sobre la muñeca izquierda el pequeño escudo se sostenía rígido sobre un brazalete de metal.

Al llegar el solitario guerrero frente a los otros seis, éstos se precipitaron sobre él dando gritos endemoniados, que se parecían mucho al salvaje grito guerrero de los bandidos del Sudoeste.

Instantáneamente el atacado desenvainó sus dos espadas, y al caer sobre él los seis, fui testigo de la lucha más bonita que puede verse.

Con sus agudos ganchos, los combatientes intentaron apoderarse del adversario; pero tan rápido como el relámpago, el escudo, en forma de taza, saltaba ante el arma y el gancho se hundía en su hueco.

Una vez, el guerrero solitario sorprendió a un enemigo por el lado del gancho y, atrayéndole hacia sí, le hundió la espada en el pecho.

Pero la lucha era demasiado desigual, y aunque el que combatía solo era con mucho el mejor y más valiente de todos ellos, comprendí que sólo era cuestión de tiempo el que los otros cinco encontrasen una abertura a través de su maravillosa defensa y diesen con él en tierra.

Ahora bien: mis simpatías han estado siempre con el más débil, y aunque nada sabía de la causa del conflicto, no podía permanecer ocioso y ver a un valiente arrollado por un número superior. Doy por descontado que no me molesté mucho en buscar un pretexto, porque me gusta demasiado un buen combate para necesitar ninguna otra razón para tomar parte en cuantos se presenten. Así, pues, antes de que Thuvan Dihn pudiese darse cuenta de lo que yo hacía, me vio al lado del hombre amarillo vestido de blanco luchando como un loco con sus cinco adversarios.