En el camino de Kaol
Si existe un Destino que a veces me es funesto, seguramente hay una bondadosa y misericordiosa Providencia que me protege.
Al caer de la torre al horrible abismo que se abría a mil metros, me daba yo por muerto, y Thurid también debió de creerlo así, porque evidentemente no se molestó en averiguarlo, sino que, volviéndose, se marchó enseguida en la aeronave.
Pero sólo caí diez metros, quedando enganchado por el correaje en una de las proyecciones cilíndricas de la superficie de piedra, que me sostuvo. Aun cuando me sentí sujeto, no podía creer en el milagro que me libraba de una muerte instantánea, y durante un momento permanecí inmóvil, cubierto de pies a cabeza de un sudor frío.
Pero cuando por fin logré afirmar mi posición, no me decidía a subir, puesto que no podía entonces saber que Thurid no estuviese esperándome arriba. Sin embargo, poco después llegaron a mis oídos el ruido de los propulsores de la aeronave, y según iba alejándose ésta me fui dando cuenta de que se dirigían hacia el Sur sin preocuparse más de mí.
Cautelosamente volví a trepar hasta el tejado, y debo confesar que no fue una sensación agradable la que sentí al levantar de nuevo los ojos por el alero; pero afortunadamente no se veía a nadie, y un momento después me encontré sano y salvo sobre la ancha superficie.
El llegar al hangar y sacar la única aeronave que había fue cuestión de un segundo, y justamente, cuando los dos guerreros que Matai Shang había dejado en prevención de este incidente aparecían en el tejado, me elevaba yo sobre sus cabezas lanzando una carcajada provocativa.
Después bajé rápidamente al patio interior, donde había dejado a Woola, y para mi tranquilidad encontré allí al fiel animal.
Los doce grandes banths estaban delante de las puertas de sus guaridas mirándole y rugiendo de un modo amenazador; pero no habían desobedecido el mandato de Thuvia, y di gracias al Destino, que la había hecho su guardiana en los Acantilados Áureos, y la había dotado con una naturaleza bondadosa y simpática que le había captado la lealtad y el efecto de aquellas fieras.
Woola saltó con frenética alegría cuando me vio, y al tocar la aeronave el pavimento del patio durante un segundo, de un salto se colocó a mi lado, y con las manifestaciones de su exuberante felicidad, casi me hizo destrozar el aparato contra el muro de piedra del patio.
Entre los furiosos gritos de los therns nos elevamos muy por encima de la última fortaleza de los Sagrados Therns y corrimos directamente hacia el Noroeste y Kaol, dirección que había oído de labios de Matai Shang.
Ya avanzada la tarde, divisé a lo lejos una pequeña mancha que debía de ser la otra aeronave, pues sólo podía ser la que conducía a mi perdido amor y a mis enemigos.
Al cerrar la noche me había aproximado mucho a él, y después, comprendiendo que debían haberme visto y no encenderían luces, me guié por mi brújula, aquel maravilloso mecanismo marciano, que, una vez afinado al objeto de su destino, señala su dirección, indiferente a todo cambio de situación.
Toda aquella noche corrimos a través del vacío barsoomiano, pasando sobre las colinas, fondos de mares muertos, ciudades desiertas hacía mucho tiempo, centros populosos habitados por rojos marcianos, y cintas de terrenos cultivados que bordean los tersos canales que rodean el globo y que los hombres de la Tierra llaman canales de Marte.
La aurora me hizo ver que me había acercado mucho a la otra aeronave. Era un aparato mayor que el mío y menos rápido; pero aun así había recorrido una distancia inmensa desde que emprendió su vuelo.
El cambio de vegetación me demostró que nos aproximábamos rápidamente al Ecuador. Me hallaba lo suficientemente cerca de mi presa para haber podido hacer uso de mi cañón de pequeño calibre; pero aun cuando podía ver que Dejah Thoris no estaba sobre cubierta, temía disparar sobre el aparato que la conducía.
A Thurid no le detenían semejantes escrúpulos, y aunque debió de costarle trabajo creer que era realmente yo el que les seguía, no podía dudar del testimonio de sus propios ojos, y dirigió sobre mí, con sus propias manos, su cañón de popa, y un instante después un proyectil explosivo de radio silbó peligrosamente cerca de mi cabeza.
El siguiente disparo del negro fue más exacto, dando a mi aparato de lleno en la proa y estallando inmediatamente al contacto, abriendo de par en par los tanques y estropeando la máquina.
El aparato cayó tan rápidamente después del disparo, que tuve apenas tiempo de atar a Woola y sujetar mi propio correaje a un anillo de la borda antes de que el aparato colgase, con la popa hacia arriba, dirigiéndose por última vez lentamente hacia tierra.
Sus tanques de flotación de popa impidieron que descendiese velozmente; pero Thurid ahora disparaba con gran rapidez intentando que reventasen éstos de modo que yo fuese precipitado a una muerte inmediata en la rápida caída que instantáneamente seguiría a un acertado disparo.
Proyectil tras proyectil nos dio o nos pasó rozando, pero, por milagro, sin herirnos ni tocar los tanques de atrás. Esta buena suerte no podía durar indefinidamente, y seguro de que Thurid no me dejaría de nuevo con vida, esperé el estallido de un nuevo proyectil, y después, levantando las manos sobre la cabeza, me dejé caer blando e inerte cual si fuera cadáver y sostenido por mi correaje.
La estratagema dio resultado y Thurid no disparó más. Poco después oí que disminuía el ruido de los propulsores y me di cuenta enseguida de que de nuevo estaba a salvo.
Lentamente la aeronave tomó tierra, y cuando hube soltado a Woola, logré salir con él de los restos del aparato, encontrándome al borde de un bosque natural, cosa tan rara en el seno del agonizante Marte que, aparte del bosque del valle del Dor, junto al Mar Perdido de Korus, nunca había visto otro semejante en el planeta. Había aprendido de libros y viajeros algo sobre la desconocida tierra de Kaol, que se extiende a lo largo del Ecuador, casi a mitad del camino del planeta, hacia el este de Helium.
Comprende un área sumergida de calor extremadamente tropical y está habitada por una raza de hombres rojos, muy parecidos en costumbres, modales y aspecto a la mayoría de los hombres rojos de Barsoom.
Sabía que pertenecían al mundo exterior, que aún permanecía tenazmente fiel a la desacreditada religión de los Sagrados Therns, y que Matai Shang encontraría un recibimiento entusiasta y se hallaría a salvo entre ellos, mientras John Carter sólo podía esperar una muerte ignominiosa a sus manos.
El aislamiento de los kaolianos es casi completo por el hecho de que ninguna vía de agua une su territorio con ninguna otra nación, ni tampoco la necesitan, puesto que la baja tierra pantanosa que comprende el área entera de sus dominios es suficiente para fecundar sus abundantes cosechas tropicales.
En todas direcciones, incultas colinas y áridas extensiones de fondos de mares muertos dificultan toda comunicación, y puesto que prácticamente no existe el comercio exterior en el guerrero Barsoom, donde cada nación se basta a sí misma, poco se ha sabido siempre relativo a la corte del jeddak de Kaol y los numerosos y extraños, pero a la vez interesantes, pueblos a quienes gobierna.
A veces han llegado cazadores a este punto olvidado del globo; pero la hostilidad de los naturales casi siempre les ha resultado funesta, de modo que hasta el deporte de cazar los extraños y salvajes animales que habitan las selvas de Kaol, en los últimos años, ha resultado poco atrayente para los más intrépidos guerreros.
Reconocí hallarme en el límite de la tierra de Kaol, pero sin tener la menor idea de cuál era la dirección en que debía buscar a Dejah Thoris, ni hasta qué punto tendría que internarme en el bosque. No así Woola.
Apenas le hube soltado, levantó la cabeza, olfateando, y empezó a recorrer el lindero del bosque. Poco después se detuvo y, volviéndose a ver si le seguía, se dirigió al laberinto de árboles, en la dirección que llevábamos antes de que los disparos de Thurid hubiesen destrozado nuestro aparato.
Le seguí lo mejor que pude por una brusca pendiente que comenzaba en el lindero del bosque.
Árboles inmensos elevaban sus poderosas copas muy por encima de nosotros ocultando su tupido follaje el menor rayo de sol. Era fácil comprender por qué los kaolianos no necesitaban aviación: sus ciudades, ocultas en medio de aquel bosque, debían de ser completamente invisibles desde arriba, ni tampoco podría llevarse a cabo ningún aterrizaje más que con aparatos muy pequeños, y aun así, corriendo grandes riesgos.
No podría imaginarse cómo podrían aterrizar Thurid y Matai Shang, aunque luego supe que al nivel de lo más hondo del bosque se eleva en cada ciudad de Kaol una esbelta torre, que guarda a los kaolianos día y noche contra la secreta aproximación de una flota hostil. A una de éstas, el hekkador de los Sagrados Therns no encontró dificultad en acercarse y por su medio bajaron a tierra sin novedad.
Al aproximarnos Woola y yo al fondo del declive, el terreno se hizo blando y pantanoso, de modo que fue con la mayor dificultad como pudimos proseguir nuestro camino.
Esbeltas hierbas moradas, cuyos extremos eran rojos y amarillos, crecían con fuerza a nuestro alrededor, a una altura de varios metros sobre mi cabeza.
Millares de enredaderas pendían en graciosos festones, de árbol a árbol, y entre ellas había muchas variedades del hombreflor marciano, cuyos brotes tienen ojos y manos para ver y coger los insectos de que se alimentan.
También estaba muy a la vista el repulsivo árbol calot. Es una planta carnívora del tamaño de un matorral de salvia, como los que crecen en nuestras llanuras occidentales. Cada rama termina en unas fuertes quijadas que devoran a grandes y formidables fieras.
Tanto Woola como yo escapamos varias veces milagrosamente de aquellos glotones árboles monstruos.
De cuando en cuando, áreas de terreno firme nos proporcionaban intervalos de descanso en el árido trabajo de atravesar aquel vistoso pantano ensombrecido, y en una de ellas, finalmente, decidí acampar durante la noche, que mi cronómetro me avisó se acercaba.
A nuestro alrededor crecían numerosas variedades de frutas, y como los calots marcianos son omnívoros, Woola no encontró dificultad en hacer una buena comida después que le hube bajado las viandas. Después, habiendo comido yo también, me acosté con la espalda pegada al lomo de mi fiel perro y me dormí profundamente.
El bosque estaba sumido en oscuridad impenetrable, cuando un gruñido de Woola me despertó.
A nuestro alrededor podía oír pisadas furtivas y, de cuando en cuando, el centelleo de malévolos ojos verdes que nos miraban. Levantándome, desenvainé la espada y esperé.
De repente, un horrendo y profundo rugido salió de alguna salvaje garganta casi a mi lado. ¡Qué tonto había sido al no buscar un refugio más seguro, para Woola y para mí, entre las ramas de uno de los innumerables árboles que en aquella espesura nos rodeaban!
De día hubiese sido relativamente fácil haber subido a Woola de un modo u otro; pero ahora era demasiado tarde. No se podía hacer más que defender nuestro terreno y pasar el mal trago, aunque, por la horrenda barahúnda que llegaba a nuestros oídos y para la cual parecía haber sido la señal el rugido primero, juzgué que debíamos hallarnos en medio de cientos, quizá miles, de las fieras bestias caníbales de la selva kaoliana.
Durante toda la noche sostuvieron un infernal alboroto; pero no pude averiguar por qué no nos atacaban, ni aun ahora lo sé de seguro, a no ser que ninguno de ellos se atreviera a pisar los trozos de césped rojo que salpicaban el pantano.
Cuando amaneció estaban aún allí, andando a nuestro alrededor, pero siempre del otro lado del césped.
Con dificultad podría imaginarse una reunión más terrorífica de monstruos fieros y sanguinarios.
Solos y por parejas empezaron a internarse en la selva poco después de salir el sol, y cuando desapareció el último, Woola y yo reanudamos nuestra marcha.
De cuando en cuando, durante el día, veíamos horribles fieras; pero, afortunadamente, no nos alejamos nunca de una isla de césped, y cuando nos veían, su persecución terminaba siempre en el borde de la tierra firme.
Hacia mediodía dimos con un buen camino que iba en la dirección que recorríamos. Todo en aquel camino denotaba el trabajo de hábiles ingenieros, y confiaba, tanto por la antigüedad que denotaba como por las señales evidentes de seguir siendo transitado diariamente, que a buen seguro debía de conducir a una de las principales ciudades de Kaol.
Al entrar en él por un lado, un monstruo inmenso salió por el otro de la selva y, al vernos, atacó con furia en nuestra dirección.
Imaginaos, si podéis, un tábano de la Tierra, del tamaño de un toro de Hereford, bien desarrollado, y tendréis una ligera idea del feroz y horrendo aspecto del monstruo alado que cargó sobre mí.
Terribles quijadas delante y poderoso y envenenado aguijón detrás hacían que mi relativamente mezquina espada pareciese una lamentable arma de defensa. Tampoco podía esperar escapar a sus movimientos, rápidos como el relámpago, ni esconderme de aquella mirada, cuyos ojos, que cubrían las tres cuartas partes de su horrenda cabeza, le permitían ver al mismo tiempo en todas direcciones.
Hasta mi poderoso y feroz Woola resultaba tan indefenso como un patito recién nacido ante aquel ser terrible y feroz. Pero era inútil huir, aun cuando hubiera sido aficionado a ello; así, pues, guardé mi terreno, con Woola, gruñendo a mi lado, siendo mi única esperanza morir, como siempre había vivido, peleando. La fiera estaba ya sobre nosotros, y en aquel instante me pareció entrever una ligera esperanza de victoria. Si pudiese evitar la terrible amenaza de muerte cierta, escondida en los sacos de veneno que alimentaban el aguijón, la lucha sería menos desigual.
Al pensarlo, llamé a Woola para que saltase sobre la cabeza del animal, y mientras sus poderosas fauces se cerraban sobre la diabólica cabeza y sus brillantes colmillos se enterraban en el hueso y cartílago de la parte inferior de uno de los enormes ojos de la fiera, me metí debajo del inmenso cuerpo, al levantarse éste arrastrando a Woola del suelo, para poder sacar el aguijón y atravesar con él lo que pendía de su cabeza.
Ponerme en el camino de aquella lanza cargada de veneno era correr a una muerte cierta; pero no podía hacer otra cosa, y mientras la fiera se precipitaba con la velocidad del relámpago hacia mí, con mi larga espada di un terrible tajo que separó el mortífero miembro del horrendo cuerpo.
Después, cual si fuese un mazo, una de las poderosas patas traseras me dio de lleno en el pecho y me envió rodando, medio atontado y sin aliento, a través del camino y debajo de los matorrales que lo bordeaban.
Afortunadamente pasé entre los huecos de los árboles, pues si hubiese dado contra uno de ellos hubiese sido malherido, si no muerto: tan rápidamente había sido impulsado por aquella enorme pata trasera.
Deslumbrado como estaba, me puse en pie y volví en auxilio de Woola para encontrar a su salvaje antagonista dando vueltas a diez metros del suelo, pegando desesperantemente al calot, que se agarraba a él con sus seis poderosas patas. Aun durante mi repentino vuelo por el aire no había soltado la espada, y ahora me precipité debajo de los dos monstruos luchadores, hiriendo repetidas veces a aquel horror con su afilada punta.
El monstruo podía fácilmente haberse puesto fuera de mi alcance; pero evidentemente sabía tan poco de retiradas ante el peligro como Woola y yo, porque cayó rápidamente sobre mí, y antes de que pudiese escapar me agarró el hombro con sus poderosas fauces.
Una y otra vez, el ahora inútil tronco de su gigante aguijón dio fútilmente contra mi cuerpo; pero los golpes solos eran de tanto efecto como las coces de un caballo; así es que, al decir fútilmente, sólo me refiero a la función natural del inutilizado miembro; eventualmente podía haberme pulverizado.
No le quedaba mucho que hacer para lograrlo, cuando ocurrió algo que terminó para siempre sus hostilidades.
Desde donde yo colgaba, unos metros sobre el camino, podía ver unos cientos de metros de la carretera de Kaol hasta donde se volvía hacia el Este y, justamente cuando había perdido toda esperanza de escapar de la peligrosa situación en que me encontraba, vi aparecer a un guerrero rojo por el recodo.
Montaba un espléndido thoat, uno de las especies más pequeñas usadas por los hombres rojos, y llevaba en la mano una lanza ligera extraordinariamente larga.
Su cabalgadura marchaba lentamente cuando le distinguí; pero en el momento en que el hombre rojo nos vio, una palabra a su thoat hizo cargar a éste rápidamente sobre nosotros. El guerrero, con su larga lanza se precipitó sobre la fiera, y mientras su thoat y su jinete se arrojaban debajo, la punta de la lanza atravesó el cuerpo de nuestro antagonista.
Con un estremecimiento convulsivo, el monstruo se endureció; las fauces se aflojaron, soltándome, y después, estremeciéndose en el aire, la fiera cayó de cabeza en el camino, sobre Woola, que aún seguía agarrándose tenazmente a su ensangrentada cabeza.
Cuando logré ponerme en pie, el hombre rojo se había vuelto y se hallaba a nuestro lado. Woola, viendo a su enemigo inerte y sin vida, soltó su presa cuando se lo ordené, y se escurrió debajo del cuerpo que le cubría, y los dos hicimos frente al guerrero, que nos contemplaba.
Empecé a darle las gracias; pero me interrumpió perentoriamente, diciendo:
—¿Quién sois para atreveos a penetrar en la tierra de Kaol y cazar en el bosque real del jeddak?
Después, al observar mi piel blanca, a través de la mugre y sangre que me cubría, sus ojos se abrieron de par en par, y en tono alterado me preguntó:
—¿Es posible que seáis un sagrado Thern?
Podía haberle engañado durante algún tiempo, como había engañado a otros; pero habiendo tirado la peluca amarilla y la diadema sagrada en la presencia de Matai Shang sabía que no tardaría mucho mi nuevo amigo en descubrir que no era ningún thern.
—No soy thern —repliqué, y después, echando toda precaución a los vientos, añadí—: Soy John Carter, príncipe de Helium, cuyo nombre puede que no os sea desconocido.
Si sus ojos se habían abierto cuando me tomó por un sagrado Thern, ahora, que sabía quién era, materialmente se le salían de la cara. Agarré mi larga espada con más firmeza, mientras pronunciaba las palabras que sabía habían de precipitar el ataque; pero, con gran sorpresa mía, no precipitaron nada.
—¡John Carter, príncipe de Helium! —repitió lentamente. Como si no pudiese darse cuenta de la verdad que encerraban aquellas palabras—. ¡John Carter, el más poderoso guerrero de Barsoom!
Y después, echando pie a tierra, puso la mano sobre mi hombro, según se acostumbra al hacer el saludo más amistoso de Marte.
—Es mi deber y debiera ser mi gusto mataros, John Carter; pero siempre, en lo más profundo de mi corazón, he admirado vuestras proezas y he creído en vuestra buena fe, mientras he dudado y desconfiado de los therns y su religión. Para mí significaría la muerte instantánea si mi herejía se sospechase en la Corte de Kulan Tith; pero, si puedo serviros, príncipe, no tenéis más que mandar a Torkar Bar, dwar del camino de Kaol.
La verdad y la honradez resplandecían en el noble rostro del guerrero, de modo que no podía menos que confiar en él, aun cuando debiera ser mi enemigo. Su título de capitán del camino de Kaol me explicaba su oportuna aparición en el seno de la profunda selva, porque todos los caminos de Barsoom están recorridos por patrullas de nobles guerreros, ni hay servicio más honroso que aquél, tan peligroso y solitario, que se realiza por las menos frecuentadas secciones de los dominios de los hombres rojos de Barsoom.
—Torkar Bar ha colocado ya sobre mis hombros una gran deuda de gratitud —repliqué, señalando el cuerpo del animal monstruoso, de cuyo corazón estaba sacando su larga lanza.
El hombre rojo sonrió.
—Fue una suerte que llegase tan a tiempo —dijo—. Sólo esta lanza envenenada, atravesando el corazón mismo de un sith; puede rematarlo con la rapidez suficiente para salvar su presa. En esta sección de Kaol todos vamos armados con una larga lanza para siths, cuya punta está impregnada con su veneno, pues ningún otro virus obra tan rápidamente sobre la fiera como el suyo propio.
—Mirad —continuó, sacando su puñal y haciendo una incisión en el cuerpo a un pie sobre el tronco del aguijón, del cual después sacó dos sacos, cada uno de los cuales contenía gran cantidad del mortífero líquido—. De este modo mantenemos nuestro depósito, aunque si no fuese por ciertos usos comerciales, a los cuales se destina el virus, sería apenas necesario aumentar nuestra provisión, puesto que los siths están casi por completo exterminados. Sólo de cuando en cuando damos con alguno. Antiguamente, sin embargo, Kaol estaba lleno de los terribles monstruos, que a menudo aparecían en rebaños de veinte o treinta, precipitándose en nuestras ciudades y llevándose mujeres, niños y hasta guerreros.
Mientras hablaba, había estado yo meditando cuándo podría prudentemente comunicarle la misión que a aquella tierra me traía; pero sus siguientes palabras impidieron que yo hiciese alusión al asunto y diese interiormente gracias de no haber hablado demasiado pronto.
—Y en cuanto a ti, John Carter —dijo—, no te preguntaré lo que te trae aquí ni deseo saberlo. Tengo ojos, oídos y una inteligencia corriente, y ayer por la mañana vi una partida que llegó del Norte a la ciudad de Kaol en un pequeño aparato. Pero una cosa te pido, y es la palabra de honor de John Carter de que no intentará nada contra la nación de Kaol ni su gobernante.
—Te doy mi palabra respecto a ello, Torkar Bar —repliqué.
—Me dirijo por el camino de Kaol, alejándome de la ciudad —prosiguió—. No he visto a nadie, y menos aún a John Carter. Tampoco tú has visto a Torkar Bar ni oído nunca su nombre. ¿Comprende?
—Perfectamente —repliqué. Puso de nuevo la mano sobre mi hombro.
—Este camino conduce directamente a Kaol —dijo—. Buena suerte —y saltando sobre su thoat emprendió el trote, sin volverse siquiera una vez a mirarme.
Fue al oscurecer cuando Woola y yo distinguimos, a través de la espesura del bosque, la gran muralla que rodea la ciudad de Kaol.
Habíamos recorrido todo el camino sin aventura ni contratiempo alguno, y aunque las pocas personas que habíamos encontrado habían mirado con extrañeza al calot, nadie había penetrado el pigmento rojo con el cual yo había ligeramente untado todo mi cuerpo.
Pero el atravesar la comarca que nos rodeaba y entrar en la guardada ciudad de Kulan Tith, jeddak de Kaol, eran cosas distintas. No hay hombre que entre en ninguna ciudad marciana sin dar toda clase de detalles y cuenta satisfactoria de sí mismo, ni me ilusionaba en la esperanza de que podría ni siquiera por un momento engañar a los oficiales de guardia, ante los cuales me llevarían en el momento en que me presentase en cualquiera de las puertas. Mi única esperanza era entrar en la ciudad protegido por las sombras de la noche, y una vez en ella, confiar en mi ingenio para ocultarme en algún barrio populoso, donde fuese menos probable que me detuviesen. Con esta idea presente, rodeé la gran muralla, quedándome dentro del borde del bosque, que está separado de la muralla, todo alrededor de la ciudad, para que ningún enemigo pueda utilizar los árboles como medio de penetrar en ella.
Varias veces intenté escalar la barrera en diferentes partes; pero ni aun mis músculos terrenos podían dominar aquel parapeto hábilmente construido. A una altura de treinta metros la muralla se combaba hacia afuera, y después, durante otros treinta, se elevaba perpendicularmente, volviendo a combarse otros quince metros, y así hasta el fin.
¡Y resbaladiza…! No lo sería más el cristal pulido. Finalmente, tuve que admitir que por fin había descubierto una fortificación barsoomiana que no podía penetrar. Descorazonado me retiré al bosque, junto a un ancho camino que conducía a la ciudad por el Este, y con Woola a mi lado me dormí profundamente.