La torre secreta
No tengo valor para relatar los monótonos acontecimientos de los tediosos días que Woola y yo pasamos averiguando nuestro camino a través del laberinto de cristal y atravesando éste por las oscuras y torcidas sendas que nos condujeron por debajo del valle del Dor y los Acantilados Áureos hasta las montañas de Otz, justamente encima del valle de las Almas Perdidas, aquel lamentable purgatorio habitado por los pobres desgraciados que no se atreven a continuar su abandonada peregrinación al Dor ni volverse a los varios países del mundo exterior, de donde han venido.
Allí la pista de los raptores de Dejah Thoris nos conducía a un lago de la base de la montaña, a través de pendientes y ásperos barrancos, junto a imponentes precipicios y, a veces, por el valle, donde tuvimos que luchar frecuentemente con miembros de varias tribus salvajes que forman la población de aquel extraño valle de desesperación.
Pero logramos atravesarlo todo y llegar a un camino que conducía a una estrecha garganta que, a cada paso, se hacía más impracticable, hasta que apareció a nuestra vista una poderosa fortaleza enterrada al pie de una montaña que la cobijaba.
Aquél era el escondite secreto de Matai Shang, padre de los therns. Allí, rodeado de unos cuantos fieles, el hekkador de la antigua fe, que antes había tenido a sus órdenes millones de vasallos y subordinados, dispensaba la espiritual doctrina entre la media docena de naciones de Barsoom que aún se aferraban tenazmente a su falsa y desacreditada religión.
Estaba oscureciendo cuando apercibimos los muros, al parecer inaccesibles, de aquella montañosa fortaleza, y para no ser vistos me retiré con Woola detrás de un promontorio de granito en medio de un grupo del duro y morado césped que crece en los estériles terrenos de Otz.
Allí permanecimos hasta que la rápida transición de día a noche se hubo efectuado. Después me deslicé hacia los muros de la fortaleza, buscando el medio de penetrar en ella.
Bien fuese por descuido o por demasiada confianza en la supuesta inaccesibilidad de su escondite, la verja estaba abierta de par en par. Al otro lado había unos cuantos guerreros, riendo y comentando uno de sus incomprensibles juegos barsoomianos.
Observé que entre ellos no estaba ninguno de los que habían acompañado a Thurid y Matai Shang y así, confiado en mi disfraz, franqueé valerosamente la entrada y me acerqué a ellos.
Los hombres interrumpieron su juego y me miraron, pero no manifestaron sospecha alguna. Del mismo, modo miraron a Woola, que me seguía gruñendo.
—¡Kaor! —dije, saludando en verdadero estilo marciano, y los guerreros suspendieron su juego y se levantaron para saludarme—. Acabo de hallar el camino desde los Acantilados Dorados —proseguí— y deseo que me dé audiencia el hekkador Matai Shang, padre de los therns. ¿Dónde podré hallarlo?
—Sígueme —dijo uno de los guerreros y, volviéndose, me llevó, cruzando el patio exterior, hacia un segundo muro apuntalado.
Ignoro cómo no me inspiró sospecha la aparente facilidad con que al parecer les engañaba, a no ser por el hecho de estar mi mente tan embebida con aquella rápida visión de mi amada princesa, para no quedar en ella lugar para nada más. Pero sea lo que fuere, lo cierto es que yo seguía alegremente a mi guía directamente a las garras de la muerte.
Supe después que therns espías habían anunciado mi llegada horas antes de haber llegado yo a la oculta fortaleza.
La verja había quedado abierta, a propósito, para tentarme. Los guardias, bien adiestrados en su conspiración, y yo, más parecido a un colegial que a un maduro guerrero, corrí apresuradamente a meterme en la trampa.
Al extremo del patio exterior una puertecilla daba entrada al ángulo formado por uno de los puntales en el muro. Allí mi conductor sacó una llave y abrió la puerta; después, retrocediendo, me hizo seña de que entrase.
—Matai Shang está en el patio del templo, al otro lado —dijo, y al pasar Woola y yo cerró rápidamente la puerta.
La odiosa carcajada que llegó a mis oídos, a través de la fuerte puerta, después de haber oído dar la vuelta a la llave, fue mi primera sospecha de que todo no marchaba tan bien como me figuraba.
Me encontré en una pequeña cámara circular abierta dentro del puntal. Ante mí había una puerta que conducía probablemente al patio interior del otro lado. Antes de franquearla, titubeé un momento. Entonces se confirmaron todas mis sospechas, si bien algo tarde. Enseguida, encogiéndome de hombros, abrí la puerta y salí al patio interior, alumbrado por antorchas.
Directamente, enfrente de mí, se levantaba una pesada torre de unos trescientos metros de altura. Era del estilo extrañamente hermoso de la arquitectura moderna barsoomiana; toda su superficie estaba tallada en atrevidos relieves, con dibujos intrincados y fantásticos. A una altura de treinta metros sobre el patio, y dominándolo, había un ancho balcón, y allí, por cierto, estaba Matai Shang, y a su lado Thurid, Phaidor, Thuvia y Dejah Thoris, estas últimas cargadas de cadenas. Detrás de ellos se encontraban varios guerreros.
Al entrar yo en el patio todas las miradas se dirigieron hacia mí.
Una siniestra sonrisa entreabrió los crueles labios de Matai Shang. Thurid me lanzó un insulto, y con gesto familiar puso una mano sobre el hombro de mi princesa. Ésta, como una pantera, se volvió hacia él y le dio un fuerte golpe con las esposas que rodeaban sus muñecas.
Thurid, de no haberse interpuesto Matai Shang, hubiera devuelto el golpe, y pude entonces observar que los dos hombres no parecían mantener cordiales relaciones, porque los therns eran arrogantes y dominantes, como si quisieran hacer claramente ver al Primer Nacido que la princesa de Helium era propiedad del padre de los therns. Y la actitud de Thurid, respecto al anciano hekkador, no demostraba la menor simpatía ni respeto.
Cuando cesó el altercado, Matai Shang se volvió hacia mí.
—¡Hombre de la Tierra —exclamó—, mereces una muerte mucho más innoble de la que nuestro debilitado poder nos permite darte! Pero para que la muerte que te espera esta noche te sea doblemente amarga, has de saber que, en cuanto mueras, tu viuda será la esposa de Matai Shang, hekkador de los sagrados therns, durante un año marciano. Al final de ese tiempo, como sabes, será abandonada, según nuestra ley; pero no, como es costumbre, para llevar una vida tranquila y honrada, respetada como alta sacerdotisa de algún venerado santuario. En vez de ello, Dejah Thoris, princesa de Helium, será el juguete de mis ayudantes, quizá hasta de tu más odiado enemigo: Thurid, el negro dátor.
Cuando cesó de hablar esperó en silencio, evidentemente, algún desahogo de rabia de mi parte, algo que hubiese aumentado el deleite de su venganza. Pero no le di la satisfacción que deseaba.
En vez de ello, hice lo que más podía aumentar su rabia y su odio hacia mí y porque sabía que, muerto, Dejah Thoris hallaría también el medio de morir antes de que pudiesen acumular sobre ella más ultrajes y tormentos.
De todos los sagrados de sagrados que veneran y adoran los therns, ninguno más reverenciado que la peluca amarilla que cubre sus peladas cabezas, y después de éstas, el círculo de oro y la gran diadema, cuyos brillantes rayos marcan la llegada al Décimo Cielo.
Y sabiendo esto, me quité la peluca y el círculo y los tiré despreciativamente sobre las piedras del patio. Después me limpié los pies con los rizos rubios, y mientras del balcón se levantaba un rugido de rabia, escupí sobre la sagrada diadema.
Matai Shang se puso lívido de rabia; pero sobre los labios de Thurid pude ver una horrible y burlona sonrisa, porque él no tenía aquellas cosas por sagradas; así, pues, para que mi acción no le resultase demasiado divertida, grité: «Y lo mismo hice con los atributos sagrados de Issus, diosa de la Vida Eterna, antes de entregarla a las turbas que la habían adorado anteriormente, para ser por ellas despedazada en su propio templo».
Esto puso término a la sonrisa de Thurid, porque había gozado de gran favor cerca de Issus.
—¡Pongamos fin a todas estas blasfemias! —exclamó, volviéndose al padre de los therns.
Matai Shang se levantó e, inclinándose sobre el balcón, lanzó la salvaje llamada que yo había oído de labios de los sacerdotes desde el pequeño balcón, frente a los Acantilados Áureos, que domina el valle del Dor, cuando en pasados tiempos llamaron a los feroces monos blancos y los espantosos hombres planta para que se deleitasen con las víctimas que a menudo flotaban sobre el ancho seno del misterioso Iss, hacia las infectadas aguas del Mar Perdido de Korus.
—¡Liberad la muerte! —gritó, e inmediatamente una docena de puertas, en la base de la torre, se abrieron y una docena de horribles banths saltaron a la arena.
No era aquélla la primera vez que me había encontrado frente a los feroces banths de Barsoom; pero nunca me había hallado desarmado frente a una docena de ellos. Aun ayudado por el fiero Woola, no podía aquel combate tan desigual tener más que un desenlace.
Durante un instante, las fieras titubearon bajo la brillante luz de las antorchas; pero enseguida, acostumbrándose sus ojos a ellas, se dirigieron a nosotros y avanzaron con las melenas erizadas, azotándose los lados con sus poderosas colas y lanzando profundos rugidos.
En el breve intervalo de vida que me quedaba lancé una última mirada de despedida a mi Dejah Thoris. Su hermoso rostro expresaba horror profundo, y al encontrarse mis ojos con los suyos extendió hacia mí sus brazos, luchando con los guardianes que ahora la retenían, tratando de tirarse por el balcón al patio para poder compartir conmigo la muerte. Después, al ver que los banths me rodeaban, se volvió y escondió su querido rostro entre las manos.
De repente, mi atención fue atraída hacia Thuvia de Ptarth. La hermosa muchacha estaba muy inclinada sobre el balcón y con los ojos brillantes de emoción.
Los banths iban a caer sobre mí; pero no podía apartar mi mirada de las facciones de la muchacha roja, porque comprendía que su expresión significaba todo menos regocijo por la feroz diversión que le proporcionaba la terrible tragedia que pronto iba a desarrollarse ante sus ojos. Allí había algo profundamente oculto, y yo trataba de averiguar lo que era.
Durante un momento, confiado en mis músculos y agilidad terrenales, pensé escapar de los banths y llegar al balcón, lo que podía haber hecho fácilmente: pero no tuve valor para abandonar a mi fiel Woola y dejarle morir solo bajo los crueles colmillos de los hambrientos banths; no era esto costumbre de Barsoom ni tampoco de John Carter.
Después, el secreto de la emoción de Thuvia se hizo aparente al salir de sus labios un suave maullido, que ya había oído otra vez, cuando, bajo los Acantilados Áureos, llamó a los feroces banths y les condujo como una pastora conduciría a sus inocentes y mansos corderos.
A la primera nota de aquel sonido calmante, los banths se detuvieron, y cada fiera cabeza se levantó como buscando la procedencia de la llamada familiar. Poco después descubrieron a la muchacha roja en el balcón y, volviéndose, demostraron que la reconocían, lanzando rugidos de bienvenida.
Los guardias se precipitaron para llevársela, pero antes de conseguirlo, ella había dado sus órdenes a las fieras que la escuchaban, y todos a una se volvieron y se dirigieron a sus antros.
—¡No tienes que temerlas, John Carter —gritó Thuvia antes de que pudieran hacerla callar—. Esos banths no te harán ya daño nunca, ni a Woola tampoco.
Era lo único que me importaba saber. Ya no había nada que me separase del balcón. Así, pues, dando un gran salto, me agarré a él.
En un instante todo fue confusión. Matai Shang retrocedió. Thurid dio un salto hacia adelante con la espada desenvainada para traspasarme.
De nuevo, Dejah Thoris descargó sus pesados hierros sobre el negro, obligándole a retroceder. Después, Matai Shang la agarró por la cintura y la arrastró hacia una puerta que conducía al interior.
Durante un instante, Thurid titubeó, y después, como temiendo que el padre de los therns se escapase con la princesa de Helium, también salió tras ellos precipitadamente del balcón.
Phaidor fue la única que conservó su tranquilidad. Ordenó a dos de los guardias que se llevasen a Thuvia de Ptarth; a los otros, que se quedasen y me impidiesen seguirla. Después se volvió hacia mí.
—John Carter —exclamó—, por última vez te ofrezco el amor de Phaidor, hija del sagrado hekkador. Acéptalo, y tu princesa será devuelta a la Corte de su abuelo, y tú vivirás dichoso y feliz. Rehúsalo, y la suerte con que la ha amenazado mi padre caerá sobre Dejah Thoris.
»Ahora ya no puedes salvarla, porque ya se hallarán en un sitio donde ni tú siquiera podrás seguirles. Rehúsa, y nada podrá salvarte, porque, aunque se te facilitó el camino de la fortaleza de los Sagrados Therns, la salida se te ha hecho imposible. ¿Qué dices?
—Antes de hacerme la pregunta sabías la contestación, Phaidor —exclamé—. ¡Dejadme pasar! —grité a los guardias—, porque John Carter, príncipe de Helium, pasará.
Diciendo esto salté la balaustrada que rodeaba el balcón, y con desnuda espada hice frente a mis enemigos.
Eran tres; pero Phaidor debió de adivinar el resultado de la lucha, porque, volviéndose, huyó del balcón en cuanto vio que yo no aceptaba su proposición.
Los tres guerreros no esperaron mi ataque; se precipitaron simultáneamente sobre mí, y fue esto lo que me dio ventaja, porque se estorbaban unos a otros en el reducido recinto del balcón, de modo que el más adelantado cayó sobre la hoja de mi acero al primer ataque.
La mancha roja que había en su punta exasperó la antigua sed de sangre del luchador que siempre ha existido con tanta fuerza dentro de mi pecho; así fue que mi hoja cortaba el aire con una ligereza y mortal exactitud, que sumió a los otros dos therns en profunda desesperación.
Cuando por fin mi afilado acero dio en el corazón de uno de ellos, el otro echó a correr, y adivinando que seguiría el mismo camino que los que tanto me importaba encontrar, le dejé alejarse lo suficiente para que pudiera creerse a salvo.
Recorrió precipitadamente varias habitaciones interiores hasta llegar a una escalera de caracol. Se precipitó por ella y yo tras él. Al extremo superior llegamos a una pequeña cámara, en la que sólo había una ventana que dominaba las colinas de Otz y el valle de las Almas Perdidas, que se extendía al otro lado.
El guerrero se precipitó sobre lo que parecía un trozo de pared, frente a la ventana. Enseguida adiviné que era una salida secreta de la habitación y me detuve para darle tiempo de abrirla, porque a mí no me importaba nada la vida de aquel pobre servidor; lo único que deseaba era tener franco el paso tras Dejah Thoris, mi perdida princesa.
Pero, por más que hizo, la pared no cedió ni a la astucia ni a la fuerza; así es que, desistiendo, se volvió a hacerme frente.
—Sigue tu camino, thern —le dije señalando hacia la escalera por la cual acabábamos de subir—. No tengo nada contra ti ni quiero quitarte la vida. ¡Ve!
Su contestación fue precipitarse sobre mí, espada en mano, tan de repente, que estuve a punto de caer al primer envite. Así, pues, no tuve más remedio que darle lo que pedía, y lo más rápidamente posible para no detenerme demasiado en aquella cámara, mientras Matai Shang y Thurid se llevaban a Dejah Thoris y Thuvia de Ptarth.
El guerrero era hábil, lleno de recursos y sumamente tramposo. En efecto: parecía ignorar por completo que existiese un código de honor, porque constantemente faltaba a una docena de costumbres guerreras barsoomianas, a las cuales un hombre honrado antes moriría que faltar.
Hasta llegó a arrancarse su santa peluca y tirármela a la cara para cegarme durante un momento, mientras acometía a mi pecho descubierto.
Sin embargo, al acometerme, esquivé el golpe, porque había peleado otras veces con los therns, y aunque ninguno había recurrido precisamente al mismo truco, sabía que eran los menos honorables y los más traicioneros combatientes de Marte, y así, pues, estaba siempre alerta a cualquier nuevo y endiablado subterfugio cuando combatía con uno de su raza.
Pero por fin se pasó de raya, porque sacando el puñal lo tiró como una flecha sobre mi cuerpo, al mismo tiempo que se precipitaba sobre mí con la espada. Un solo círculo envolvente de mi propio acero cogió el arma volante y la precipitó con estrépito contra la pared, y después, al evitar el impetuoso ataque de mi antagonista, se metió él mismo la punta de mi acero en el estómago al echarse sobre mí.
Se la hundió hasta el puño y, con un grito horrible, cayó al suelo, muerto.
Deteniéndome sólo el instante necesario para sacar mi espada del cuerpo de mi enemigo, me precipité sobre el trozo de pared que había frente a la ventana y que el thern había tratado de abrir. Allí busqué la cerradura secreta sin resultado alguno.
Desesperado, traté de abrirme paso a la fuerza; pero la fría y resistente piedra podía haberse reído de mis esfuerzos fútiles y mezquinos. En efecto; hubiese jurado que percibía, al otro lado de la impenetrable pared, el rumor de una risa provocativa.
Disgustado, desistí de mis inútiles esfuerzos y me dirigí a la única ventana de la cámara.
Las colinas de Otz y el distante valle de las Almas Perdidas no tenían nada que pudiera interesarme; pero muy por encima de mi cabeza, el muro tallado de la torre fijó mi atención.
En alguna parte de aquella torre estaba Dejah Thoris. Veía ventanas sobre mi cabeza. Es posible que aquel fuese el único camino por donde podría llegar a ella. El riesgo era grande; pero nada era capaz de detenerme tratándose de la suerte de una de las mujeres más maravillosas del mundo.
Miré hacia abajo. A unos cien metros de profundidad había unos acantilados de granito que bordeaban un espantoso precipicio sobre el cual estaba la torre, y si no sobre los acantilados, en el fondo del abismo aguardaba la muerte si un pie se deslizaba o los dedos se aflojaban la fracción de un segundo.
Pero no había otro camino y, encogiéndome de hombros, lo cual, debo confesar, era debido en parte a un estremecimiento de horror, subí al alféizar de la ventana y empecé mi peligrosa ascensión.
Con gran terror encontré que, distinta a la ornamentación de casi todos los edificios de Helium, el borde de las tallas estaba generalmente redondeado; de modo que, como mucho, apenas me podía sostener en un precario equilibrio.
A cincuenta metros sobre mí empezaban una serie de piedras cilíndricas que sobresalían unos diez centímetros. Éstas, por lo visto, rodeaban la torre a intervalos de seis metros en trozos de otros seis metros de separación, y como cada piedra sobresalía ocho o diez centímetros de la superficie de la ornamentación, ofrecían un modo de subir comparativamente fácil si se lograba llegar a ellas.
Laboriosamente fui trepando, ayudándome con las ventanas que iba dejando debajo, porque esperaba encontrar entrada en la torre a través de una de ellas y de allí un camino más fácil para proseguir mis pesquisas.
A veces era tan frágil mi asidero, que un estornudo, un golpe de tos, la más ligera ráfaga de aire hubiese bastado para precipitarme al abismo que se abría a mis pies.
Pero por fin llegué a un punto donde mis dedos pudieron agarrar el alféizar de la ventana más baja, e iba a soltar un suspiro de satisfacción, cuando un rumor de voces llegó a mis oídos desde arriba, por la abierta ventana.
—Nunca podrá resolver el secreto de la cerradura.
La voz era la de Matai Shang.
—Sigamos arriba al hangar para habernos alejado bien hacia el Sur antes de que encuentre otro camino…, si eso fuera posible.
—Todo parece posible tratándose de ese perro vil —replicó otra voz, que reconocí por la de Thurid.
—Entonces démonos prisa —dijo Matai Shang—; pero para asegurarnos más voy a dejar a dos para que vigilen en la escalera. Más tarde pueden seguirnos en otra aeronave, alcanzándonos en Kaol.
Mis dedos, extendidos, no llegaron nunca al borde de la ventana. Al primer rumor de las voces retiré la mano, agarrándome a mi peligroso asidero achatado contra el muro perpendicular y atreviéndome apenas a respirar.
¡Qué horrible posición, por cierto, para ser descubierto por Thurid! Sólo tenía que apoyarse en la ventana para mandarme con la punta de su espada a la eternidad.
Poco después, el rumor de voces se fue desvaneciendo, y de nuevo reanudé mi peligrosa ascensión, más difícil ahora, puesto que era más circular, porque tenía que rodear para evitar las ventanas.
La alusión de Matai Shang al hangar y las aeronaves indicaba que mi destino era nada menos que al techo de la torre, y hacia aquella distante meta me dirigí.
La parte más peligrosa y dificultosa de la jornada se terminó, por fin, y fue enorme el descanso que sentí al agarrar la última piedra cilíndrica.
Es verdad que estas proyecciones estaban demasiado separadas para hacer de la ascensión nada parecido a una canonjía; pero, por lo menos, siempre tenía a mi alcance un punto de apoyo al cual podía agarrarme en caso de algún accidente.
Unos diez pasos debajo del techo el muro se inclinaba ligeramente hacia dentro, quizá un pie en los últimos diez metros, y allí el trepar era ciertamente inconmensurablemente más fácil, de modo que mis dedos pronto agarraron el alero del tejado.
Al dirigir mi vista sobre el nivel del extremo de la torre vi una aeronave dispuesta a emprender el vuelo.
Sobre su cubierta estaban Matai Shang, Phaidor, Dejah Thoris, Thuvia de Ptarth y algunos guerreros therns, mientras que a su lado se hallaba también Thurid dispuesto a subir a bordo.
No le separaban de mí ni diez pasos; me daba la espalda y no puedo ni siquiera adivinar qué cruel capricho del Destino le impulsó a volverse cuando mi cabeza aparecía por el tejado.
Pero se volvió, y cuando sus ojos se encontraron con los míos, su rostro se iluminó con malévola sonrisa mientras se precipitaba sobre mí, que me apresuraba a llegar al tejado.
Dejah Thoris debió de verme al mismo instante, porque lanzó un grito para avisarme, cuando el pie de Thurid, con una gran patada, me dio en el rostro. Vacilé como buey acogotado y caí hacia atrás, por un lado de la torre.