CAPÍTULO III

El Templo del Sol

No había ya más remedio que luchar; ni tuve ventaja alguna al saltar, espada en mano, en el corredor, ante los dos therns, porque mi intempestivo estornudo les había advertido de mi presencia y me esperaban.

No se pronunció palabra alguna; hubiese sido perder aliento inútilmente. La presencia misma de los dos therns proclamaba su traición. Que me seguían para cogerme desprevenido era evidente, y ellos, por supuesto, debieron de conocer que yo conocía su plan.

En un instante me hallé luchando con los dos, y aunque aborrezco hasta el nombre de thern, debo en justicia confesar que son grandes espadachines, y estos dos no eran excepción a esta regla, a no ser que fuesen aún más hábiles y valientes que la generalidad de su raza.

Mientras duró, fue el más reñido encuentro que he tenido. Dos veces, por lo menos, escapé de una herida mortal en el pecho, sólo por la maravillosa agilidad de que están dotados mis músculos terrenales bajo las condiciones de gravedad menor y menor presión de aire de Marte.

Pero aun así, aquel día me encontré muy cerca de la muerte en el sombrío corredor debajo del Polo Sur de Marte, porque Lakor me hizo una jugarreta que, con toda mi experiencia de combate sobre los dos planetas, nunca había presenciado otra anteriormente.

El otro thern me atacaba y yo le obligué a retroceder, tocándole en distintos sitios con la punta de mi espada hasta hacerle sangrar por una docena de heridas, sin poder, sin embargo, penetrar su maravillosa defensa para llegar a un punto vulnerable durante el breve espacio que me hubiera bastado para mandarle con sus antepasados.

Fue entonces cuando Lakor se soltó el cinturón, y al retroceder yo para parar un mal golpe, rodeó con uno de sus extremos uno de mis tobillos, mientras que, tirando con fuerza del otro extremo, logró dar conmigo en tierra, donde caí pesadamente de espaldas.

Después, los therns saltaron como panteras sobre mí; pero no habían contado con Woola, y antes de que pudiesen herirme, una rugiente personificación de mil demonios se precipitó sobre mi postrado cuerpo y mi leal perro marciano cargaba sobre ellos. Imaginaos, si podéis, un inmenso oso con diez patas, armado de poderosos espolones, con enorme boca de rana, que partía su cabeza de oreja a oreja, dejando ver tres hileras de largos y blancos colmillos. Después, dotad a esta criatura de vuestra imaginación con la agilidad y ferocidad de un tigre de Bengala, hambriento y la fuerza de un par de toros bravos, y tendréis una ligera idea de lo que era Woola en acción.

Antes de que pudiese impedirlo, había hecho una gelatina de Lakor, con sólo un golpe de una de sus poderosas patas, y materialmente destrozado al otro; sin embargo: cuando le llamé con dureza, se agazapó humildemente como si hubiera hecho algo digno de censura y castigo.

Nunca he tenido valor para castigar a Woola durante los largos años que han transcurrido desde aquel primer día sobre Marte, cuando el verde jed de los tharks le había encargado de mi defensa y yo había logrado su cariño y lealtad, a despecho de sus antiguos y descastados amos; sin embargo, creo que se hubiese sometido a cualquier crueldad que hubiera podido infligirle: tan maravilloso es su cariño hacia mí.

La diadema en el centro del círculo de oro que llevaba Lakor sobre la frente le proclama thern sagrado, mientras su compañero, que no llevaba este adorno, era thern menor, aunque por su armadura deduje que había llegado al Cielo Noveno, que es inferior tan sólo a thern sagrado. Mientras contemplaba el espantoso estrago causado por Woola, recordé aquella otra ocasión en que me había disfrazado con la peluca, diadema y armadura de Sator Throg, el thern sagrado a quien Thuvia de Ptarth mató, y se me ocurrió que valía la pena utilizar los de Lakor con el mismo fin.

Un momento después había arrancado la peluca amarilla de su cabeza calva y la había transferido, con sus correajes, a mi propia persona.

Woola no aprobó la metamorfosis. Me olfateó, gruñendo muchísimo; pero cuando le hablé y acaricié su enorme cabeza, por fin se reconcilió con el cambio y, obediente, trotó tras de mí por el corredor en la dirección que seguíamos cuando nuestro paso fue cortado por los therns. Avanzábamos ahora cautelosamente, advertidos por el fragmento de conversación que había sorprendido; yo iba al lado de Woola para tener el beneficio de nuestros cuatro ojos, por lo que de repente pudiese aparecer, amenazándonos, y bien nos vino el estar prevenidos.

Al final de un tramo de estrechos escalones, el corredor retrocedía repentinamente en la misma dirección, de modo que en aquel punto formaba una S perfecta, al extremo superior de la cual desembocaba en una gran habitación, mal alumbrada, cuyo piso estaba completamente cubierto de serpientes venenosas y asquerosos reptiles. Haber intentado cruzarla equivaldría a precipitarse a la muerte, y durante un segundo quedé completamente desanimado. Después comprendí que Thurid y Matai Shang, con sus acompañantes, debían de haberla atravesado de alguna manera y, por tanto, existía un camino.

A no ser por el afortunado incidente que me permitió oír una pequeña parte de la conversación de los therns, nos hubiésemos metido de lleno entre aquella serpeante masa destructiva, y un solo paso hubiera bastado para sellar allí mismo nuestra muerte.

Aquéllos eran los únicos reptiles que había visto en Barsoom; pero los conocí por su semejanza a los restos fósiles de especies que se suponían extinguidas y que había visto en los museos de Helium, los cuales comprendían muchos de los conocidos y prehistóricos reptiles, lo mismo que otros no descubiertos.

Jamás había aparecido a mi vista una colección de más espantosos monstruos. Sería inútil tratar de describirlos a los hombres de la Tierra, puesto que la sustancia es lo único que poseen en común con ninguna criatura, del pasado ni del presente, con lo cual os halléis familiarizados; hasta su veneno es de una virulencia tanto o más fuerte que la terrestre, que, por comparación, la cobra real parecería tan inofensiva como un gusanillo.

Al descubrirme, los que estaban más cerca de la puerta quisieron precipitarse fuera; pero una hilera de bombillas de radio, colocada en la entrada, los obligó a detenerse; era evidente que no se atrevían a cruzar aquella línea de luces.

Yo estaba seguro de que no se atreverían a salir de la habitación, aunque sin saber lo que se lo impedía. El mero hecho de no haber encontrado reptiles en el corredor que acabábamos de recorrer era seguridad bastante de que no se aventuraban por allí.

Separé a Woola del peligro y me puse a observar cuidadosamente cuanto de la cámara de los reptiles podía ver desde donde me hallaba. Según mis ojos se iban acostumbrando a la débil luz de su interior, divisé gradualmente una galería al extremo opuesto de la habitación, a la cual daban varias puertas.

Acercándome a la entrada lo más que pude, seguí con la vista la galería, descubriendo que rodeaba la habitación hasta donde alcanzaba mi vista. Después miré hacia arriba, a lo largo del borde superior de la entrada, y allí, con gran alegría, vi un extremo de la galería, a menos de un metro de altura sobre mi cabeza. En un instante había saltado a ella, llamando a Woola para que me siguiese.

Allí no había reptiles; el paso estaba libre hasta el extremo opuesto de aquella horrible cámara, y un momento después Woola y yo salimos sanos y salvos a otro corredor.

Diez minutos después llegamos a una gran sala circular de mármol blanco, cuyas paredes estaban revestidas de oro con los extraños jeroglíficos del Primer Nacido.

Desde la alta cúpula de esta soberbia habitación, una enorme columna circular bajaba hasta el suelo y, al observarla, vi que giraba lentamente. ¡Había llegado a la base del templo del Sol!

Arriba, en alguna parte, se hallaba Dejah Thoris, y con ella, Phaidor, hija de Matai Shang y Thuvia de Ptarth. Pero cómo llegar a ellas, ahora que había encontrado el único sitio vulnerable de su poderosa prisión, era un enigma indescifrable.

Lentamente di la vuelta a la gran columna buscando un medio de penetrar en ella. Encontré un pequeñísimo encendedor de radio, y al examinarlo con algo de curiosidad por hallarse allí, en aquel casi inaccesible y desconocido lugar, de repente vi las armas de la casa de Thurid incrustadas.

«Estoy sobre la pista», pensé, deslizando el encendedor en la bolsa de mi correaje. Después seguí buscando la entrada que sabía debía existir. No tuve que buscar mucho tiempo, porque casi inmediatamente después di con una puertecilla tan curiosamente tallada en la base de la columna, que hubiese pasado inadvertida para un observador menos cuidadoso o perspicaz. Allí estaba la puerta que me conduciría a la prisión; pero ¿cómo abrirla? No se veía pestillo ni cerradura. De nuevo la recorrí cuidadosamente, pulgada por pulgada; pero sólo pude encontrar un agujerito en el centro, hacia la derecha, un agujero como el de un alfiler, que parecía únicamente un defecto de construcción o del material.

Intenté mirar por aquella pequeñísima abertura; pero no pude averiguar su profundidad ni si atravesaba toda la puerta; por lo menos, no se veía luz por él. Acerqué el oído y escuché; pero de nuevo mis esfuerzos resultaron inútiles.

Durante mis experimentos, Woola había estado a mi lado, mirando fijamente la puerta, y al mirarle se me ocurrió comprobar lo correcto de mi hipótesis de que aquella puerta había sido utilizada por Thurid, el negro dátor, y Matai Shang, padre de los therns, para penetrar en el templo.

Volviéndome rápidamente, le llamé. Durante un momento permaneció indeciso: después saltó tras de mí, gimiendo y tirándome del correaje para detenerme.

Seguí, sin embargo, alejándome de la puerta, antes de ceder, para ver con exactitud lo que iba a hacer. Después le permití llevarme donde quiso.

Me condujo directamente a la puerta impenetrable, poniéndose de nuevo frente a la desconcertante piedra, mirando de frente su reluciente superficie. Durante una hora traté de solucionar el misterio de la combinación que me dejaría el paso libre.

Recordé cuidadosamente todas las circunstancias de mi persecución de Thurid, y deduje la misma conclusión que mi opinión original: que Thurid había seguido aquel camino sin más ayuda que su propio conocimiento y había pasado por la puerta que me cerraba el paso sin ayuda del interior. Pero ¿cómo lo había realizado?

Recordé el incidente de la cámara misteriosa en los Acantilados Áureos cuando liberé a Thuvia de Ptarth del calabozo de los therns y ella cogió una delgada llave, semejante a una aguja, del llavero de su guardián muerto, para abrir la puerta que conducía a la cámara misteriosa, donde Tars Tarkas luchaba a muerte con los grandes banths. Un agujero tan pequeño como aquel que ahora me desafiaba había abierto la intrincada cerradura de aquella otra puerta.

Apresuradamente vacié en el suelo el contenido de mi bolsa. Si sólo pudiera encontrar un delgado trozo de acero, podría hacer una llave que me diese paso a la prisión del templo.

Mientras examinaba la colección heterogénea de toda clase de objetos que se hallan siempre en la bolsa de un guerrero marciano, mis dedos tropezaron con el adornado encendedor de radio del negro dátor.

Cuando iba a dejarlo a un lado como algo inútil para sacarme del actual apuro, mis ojos dieron en unos extraños caracteres, ruda y recientemente arañados, sobre el suave dorado del estuche.

La curiosidad me movió a descifrarlos; pero lo que leí no tenía sentido alguno para mi entendimiento. Había tres juegos de caracteres, unos debajo de otros:

3 ____________________ 50 T

1 ____________________ 1 X

9 ____________________ 25 T

Sólo un instante me picó la curiosidad, y después coloqué de nuevo el encendedor en mi bolsillo; pero aún no lo había soltado cuando acudió a mi mente el recuerdo de la conversación sostenida entre Lakor y su compañero, cuando el thern menor había citado las palabras de Thurid, burlándose de ellas: «¿Y qué te parece el ridículo asunto de la luz? Que brille con la intensidad de tres unidades de radio durante cincuenta tais». ¡Ah!, allí estaba la primera línea de los caracteres sobre el estuche del encendedor, 3-50 T, «y durante un xat, que brille con la intensidad de una unidad de radio», aquélla era la segunda línea, «y después, durante veinticinco tais, con nueve unidades».

La fórmula estaba completa; pero ¿qué significaba?

Creí saberlo, y cogiendo una poderosa lente de aumento entre las baratijas de mi bolsa, me apliqué a examinar cuidadosamente el mármol que rodeaba el agujerillo de la puerta. De buena gana hubiera prorrumpido en gritos de júbilo cuando mi investigación me descubrió la casi invisible incrustación de partículas de electrones carbonizados que despiden aquellos encendedores marcianos. Era evidente que durante innumerables siglos encendedores de radio habían sido aplicados al agujerito, y para aquello sólo existía una aplicación: el mecanismo de la cerradura estaba movido por los rayos de luz, y yo, John Carter, príncipe de Helium, tenía en mi mano la combinación arañada por la mano de mi enemigo sobre el estuche de su propio encendedor.

En un brazalete circular de oro, que llevaba en la muñeca, estaba mi cronómetro de Barsoom, un instrumento que marcaba los tais y xats y zods del tiempo marciano, presentándolos a la vista bajo un fuerte cristal, de modo muy parecido al de un cronómetro terrestre.

Calculando cuidadosamente mi operación, acerqué el encendedor a la pequeña abertura, regulando la intensidad de la luz por medio de la palanca colocada a un lado del estuche.

Durante cincuenta tais dejé brillar tres unidades de luz en el agujero; después, una unidad, durante un xat, y nueve unidades, durante veinticinco tais. Aquellos últimos veinticinco tais fueron los veinticinco segundos más largos de mi vida. ¿Cedería la cerradura al final de aquellos segundos que a mí se me hacían interminables? ¡Veintitrés! ¡Veinticuatro! ¡Veinticinco! Corre la luz de golpe. Durante siete tais esperé; no había podido apreciar efecto alguno en la cerradura. ¿Sería que mi teoría estaba completamente equivocada?

¡Detente! ¡Espera! ¿Mi tensión nerviosa había tenido por resultado una alucinación, o la puerta se movía realmente? Lentamente, la sólida piedra se hundió silenciosamente hacia atrás: no existía alucinación alguna.

Retrocedió diez metros, hasta dejar descubierta a su derecha una estrecha puertecilla que daba a un pasillo oscuro, paralelo al muro exterior. Apenas quedó franca la entrada, Woola y yo nos precipitamos por ella, y la puerta se deslizó silenciosamente de nuevo a su sitio.

A alguna distancia, en el corredor, se veía el débil reflejo de una luz, y hacia ella nos dirigimos. La luz se hallaba en una cerrada revuelta, y un poco más allá se veía una habitación brillantemente iluminada.

Allí descubrimos una escalera de caracol que partía del centro de la habitación circular.

Comprendí inmediatamente que habíamos llegado al centro de la base del templo del Sol; la escalera conducía a la parte superior, pasando por los muros inferiores de las celdas. En alguna parte de los pisos superiores estaba Dejah Thoris, a no ser que Thurid y Matai Shang hubiesen ya logrado raptarla.

Apenas habíamos empezado a subir la escalera, cuando Woola, de repente, fue presa de gran excitación. Saltaba hacia adelante y hacia atrás mordiéndome las piernas y los arreos, hasta el punto de hacerme creer que estaba loco, y cuando por fin le empujé y empecé de nuevo a subir, me agarró por el brazo derecho, obligándome a retroceder.

Fue inútil reñirle ni pegarle para que me soltase, y estaba enteramente a merced de su fuerza bruta, a no ser que me defendiese con el puñal en la mano izquierda; pero, loco o cuerdo, no tuve valor para hundir la afilada hoja en aquel cuerpo tan fiel.

Me arrastró a la cámara y, a través de ella, hacia la parte opuesta a la puerta por la cual habíamos entrado. Allí había otra puerta dando paso a un corredor que descendía en pendiente rápida. Sin titubear, Woola me empujó por aquel pasillo.

De repente se detuvo y me soltó, poniéndose entre mí y el camino por donde habíamos venido, mirándome como para preguntarme si ya le seguiría de mi propia voluntad o si tendría todavía que emplear la fuerza.

Mirando con preocupación las señales de sus grandes dientes sobre mi brazo desnudo decidí complacerlo. Después de todo, su extraño instinto era más de fiar que mi defectuoso juicio humano.

Y bien me vino haberme visto obligado a seguirle. A poca distancia de la cámara circular nos encontramos de repente en un laberinto de cristal brillantemente iluminado.

Al principio creí que era una amplia habitación sin división alguna: tan claras y transparentes eran las paredes de los serpeantes pasillos; pero, después de haber estado varias veces a punto de romperme la cabeza, al esforzarme en pasar a través de las sólidas murallas de vidrio, anduve con más cuidado.

Sólo habríamos recorrido unas yardas del corredor que nos había dado paso a este extraño laberinto, cuando Woola lanzó un espantoso rugido y, al mismo tiempo, se precipitó sobre el cristal de nuestra izquierda.

Aún resonaban a través de las cámaras subterráneas los ecos de aquel terrible rugido, cuando vi lo que lo había arrancado de la garganta del fiel animal.

A lo lejos discerní vagamente las figuras de ocho personas: tres mujeres y cinco hombres, los cuales, vistos a través de los muchos cristales que nos separaban y parecían envolverlos en una nube, asemejaban seres fantásticos de otro mundo.

En el mismo instante, evidentemente asustados por el fiero rugido de Woola, se detuvieron y miraron a su alrededor. Entonces, de repente, uno de ellos, una mujer, tendió sus brazos hacia mí, y aun a tan gran distancia pude ver que sus labios se movían; era Dejah Thoris, mi siempre hermosa y siempre joven princesa de Helium.

Con ella estaba Thuvia de Ptarth; Phaidor, hija de Matai Shang; Thurid, el padre de los therns, y los tres therns menores que los habían acompañado.

Thurid me amenazó con el puño, y dos de los therns agarraron con rudeza de los brazos a Dejah Thoris y Thuvia, obligándolas a apretar el paso. Un momento después habían desaparecido por un corredor de piedra, más allá del laberinto de cristal.

Dicen que el amor es ciego; pero un amor tan grande como el de Dejah Thoris, que me conoció hasta disfrazado de thern y a través del laberinto de cristal, debe ciertamente de estar muy lejos de ser ciego.