CAPÍTULO II

Bajo las montañas

Mientras avanzábamos agua arriba del río que serpea bajo los Acantilados Áureos, fuera de las entrañas de las montañas de Otz, hasta mezclar sus oscuras aguas con el sombrío y misterioso Iss, el débil reflejo que apareció ante nosotros se convirtió gradualmente en una radiante luz que todo lo envolvía.

El río se ensanchó hasta presentar el aspecto de un gran lago, cuya abovedada cúpula, iluminada por rocas de fosforescentes reflejos, estaba salpicada con los vivos rayos de diamantes, zafiros, rubíes y las innumerables e incomparables piedras preciosas incrustadas en el oro virgen que forma la mayor parte de estos magníficos acantilados.

Más allá de la iluminada cámara del lago reinaba la más completa oscuridad: lo que había tras aquella oscuridad ni siquiera podía adivinarlo.

El haber seguido la otra embarcación, a través del agua reluciente, hubiese equivalido a ser inmediatamente descubierto. Así, pues, aunque reacio a perder de vista ni un solo instante a Thurid, me vi obligado a esperar en la sombra, hasta que desapareció el otro bote, al extremo opuesto del lago.

Entonces remé por la brillante superficie, en la misma dirección que habían seguido los otros.

Cuando después de lo que me pareció una eternidad llegué a la penumbra del extremo superior del lago, encontré que el río salía por una baja abertura, para pasar la cual era necesario que obligase a Woola a que se echase en el fondo del bote; yo mismo necesité doblarme en dos para que una bóveda tan baja no me diese en la cabeza.

Inmediatamente el techo se elevó de nuevo en el otro lado: pero el camino ya no estaba brillantemente iluminado. En su lugar, sólo un débil fulgor emanaba de los pequeños y esparcidos parches de roca fosforescente del muro y la bóveda.

Directamente, ante mí, el río corría por aquella cámara más pequeña, a través de tres arcos separados.

Thurid y los therns no se veían por ninguna parte. ¿Por cuál de las tres aberturas habían desaparecido? No había medio de averiguarlo: así pues, escogí la abertura del centro, que ofrecía la misma probabilidad que las otras de ser la ruta verdadera.

El camino estaba sumido en la mayor oscuridad. La corriente era estrecha, tan estrecha, que en la oscuridad me estaba constantemente dando golpes con una y otra pared de rocas, según el río serpeaba a lo largo de su pedregoso lecho.

Poco después oí a lo lejos un profundo y ronco rugido, que aumentaba de volumen según avanzaba, y después rompió en mis oídos, con toda la intensidad de su loca furia, al dar la vuelta a una curva pronunciada, en una extensión de agua débilmente iluminada. Directamente ante mí, el río atronaba, precipitándose desde arriba formando una violenta cascada, y llenaba por completo la estrecha garganta, elevándose por encima de mi cabeza varios cientos de metros; el espectáculo más magnífico que jamás había presenciado.

Pero ¿y aquel terrible ensordecedor estruendo de aguas que se precipitaban encerradas en la rocosa bóveda subterránea? Si la cascada no hubiese cortado por completo mi camino, mostrándome que me había equivocado de ruta, creo que hubiese huido a cualquier sitio ante aquel estrépito ensordecedor.

Thurid y los therns no podían haber pasado por allí. Siguiendo el camino equivocado, habían perdido la pista y se habrían adelantado tanto que podía ser que ya no pudiese encontrarlos hasta que fuese demasiado tarde, si lograba dar con ellos.

Me había llevado varias horas el abrirme paso hasta la cascada, batallando con la fuerte corriente, y otras horas se necesitarían para volver, aunque la velocidad fuese mucho mayor. Dando un suspiro, volví la proa de mi embarcación corriente abajo, y con poderosos golpes de remo me apresuré, con temeraria velocidad, a través del oscuro y tortuoso canal, hasta que de nuevo llegue a la cámara a la cual afluían los tres brazos del río.

Dos canales inexplorados me quedaban aún para escoger: no había medio alguno para juzgar cuál de ellos era el que me conduciría a los conspiradores.

No recuerdo haber sufrido en mi vida tal agonía de indecisión. ¡Tanto dependía de la debida elección!

Las horas que yo había perdido podían sellar la suerte de la incomparable Dejah Thoris, si ya no había muerto; sacrificar otras horas y quizá días en la exploración infructuosa de otro camino equivocado, resultaría, sin duda alguna, fatal.

Intenté varias veces la entrada de la derecha, sólo para volverme como guiado por alguna intuición de que no era aquél el camino. Por fin, convencido por el repetido fenómeno, me decidí por el de la izquierda; sin embargo, con un resto de duda, llegué a echar una última mirada a las sombrías aguas que corrían oscuras y amenazadoras por el bajo arco de la derecha.

Y, mientras miraba, vino flotando sobre la corriente de la oscuridad estigia del interior la cáscara de una de las grandes y suculentas frutas del árbol sorapo.

Apenas pude reprimir un grito de alegría cuando este silencioso e insensible mensajero pasó junto a mí hacia el Iss y Korus, porque me dijo que los marcianos me precedían en aquella dirección.

Habían comido aquella fruta maravillosa que la Naturaleza reconcentra dentro de la dura cáscara de la nuez de sorapo, y habiéndola comido habían tirado la cáscara. No podían ser más que los que yo buscaba. Rápidamente abandoné todo pensamiento acerca del paso de la izquierda, y un momento después me interné por el de la derecha. La corriente pronto se ensanchó, y de cuando en cuando áreas de rocas fosforescentes alumbraban mi camino.

Me apresuré cuanto pude; pero estaba seguro de haberme retrasado un día de los que perseguía. Ni Woola ni yo habíamos comido nada desde el día anterior; pero en lo que a aquél se refería poco importaba, puesto que prácticamente todos los animales de los muertos fondos del mar de Marte pueden pasar increíbles períodos de tiempo sin alimento.

Tampoco yo sufría. El agua del río era dulce y fresca, porque no estaba contaminada con los cadáveres —como el Iss—; en cuanto al alimento, sólo el pensamiento de que me acercaba a mi amada princesa me elevaba por encima de mis necesidades materiales.

Según discurría, el río se estrechaba y la corriente era cada vez más rápida y turbulenta; tan rápida, en efecto, que con dificultad podía hacer avanzar mi embarcación. No podía llevar más velocidad que cien por hora, cuando al dar una vuelta me vi frente a una serie de rápidos, a través de los cuales el río espumaba y hervía de un modo terrorífico.

Mi corazón se paralizó. La cáscara de sorapo había resultado un falso profeta, y después de todo, mi intuición me había engañado, pues era el canal de la izquierda el que debí haber seguido.

De ser mujer, hubiese llorado. A mi derecha había un remolino grande y lento, que daba vueltas muy por bajo de un peñasco que sobresalía, y para dar descanso a mis fatigados músculos, antes de volverme, dejé que mi bote flotase en sus brazos.

Estaba casi rendido de preocupación. Significaba la pérdida de otro medio día el retroceder y tomar de nuevo el único camino que quedaba por explorar. ¿Qué suerte infernal me había hecho elegir entre tres caminos los dos equivocados?

Conforme la perezosa corriente del remolino me conducía lentamente alrededor de la periferia del círculo de agua, mi bote tocó dos veces el lado rocoso del río en los oscuros repliegues bajo el acantilado. Por tercera vez chocó con él, tan suavemente como antes; pero del golpe resultó un sonido distinto, el sonido de la madera dando contra madera.

En un instante estuve alerta, porque no podía haber madera dentro de aquel enterrado río que no hubiese sido llevada por mano de hombre. Coincidiendo casi con mi primera apreciación del ruido, mi mano salió del bote, y un segundo después, mis dedos agarraban la borda de la otra embarcación.

Como si me hubiese convertido en piedra, permanecí sentado, en rígido y forzado silencio, esforzando mi vista en la oscuridad para descubrir si el bote estaba ocupado.

Era muy posible que hubiera en él hombres que aún ignoraban mi presencia, porque el bote rozaba con suavidad la pared de roca, de tal modo que el ligero contacto del mío podía haber pasado inadvertido.

Por más que me esforzaba no podía penetrar la oscuridad, y me puse a escuchar cuidadosamente para percibir el rumor de las respiraciones; pero, exceptuando el ruido de los rápidos, el suave frote de los botes y el murmullo del agua a su lado, no podía distinguir ruido alguno. Como de costumbre, pensé rápidamente.

En el fondo de mi embarcación había una cuerda enrollada. Muy suavemente la recogí, y atando un extremo al anillo de bronce de la proa abordé con precaución la otra embarcación. En una mano llevaba la cuerda y en la otra mi largo y afilado sable.

Durante un minuto quizá permanecí inmóvil dentro del bote. Se había balanceado algo con mi peso, pero era el roce contra mi bote lo que más debía haber alarmado a sus ocupantes, si había alguno.

Pero no se produjo sonido alguno que respondiese, y un momento después había averiguado, palpando de popa a proa, que el bote estaba vacío.

Palpando con las mano, a lo largo de la superficie de las rocas, a las cuales estaba sujeto el bote, descubrí un pequeño borde, el cual comprendí era el camino tomado por mis predecesores; de que no podían ser más que Thurid y sus compañeros quedé convencido por el tamaño y forma de la embarcación.

Llamando a Woola, desembarque en el borde. El gran y fiero animal, ágil como un gato, se deslizó detrás de mí.

Al pasar por el bote que habían ocupado Thurid y los therns lanzó un solo y bajo gruñido, y cuando se halló a mi lado, en el borde, y mi mano descansó sobre su cuello, sentí que se estremecía de rabia. Creo que sentía telepáticamente la reciente presencia del enemigo, porque yo no me había esforzado en comunicarle la naturaleza de nuestras pesquisas ni el linaje de los que perseguíamos.

Me apresuré a corregir esta omisión y, según acostumbran los verdes marcianos con sus animales, le comuniqué, parte con la extraña telepatía de Barsoom y parte de palabra, que seguíamos la pista de los que recientemente habían ocupado la embarcación cerca de la cual acabábamos de pasar.

Un suave runrún, parecido al de un gato grande, me indicó que Woola comprendía, y entonces, ordenándole que me siguiese, me volví hacía la derecha; pero apenas lo había dicho, sentí sus poderosos colmillos tirando de mi correaje.

Al volverme para averiguar la causa de aquello, continuó tirándome hacia la dirección opuesta, no desistiendo hasta que me volví, indicando de este modo que le siguiera.

Nunca he sabido que se equivocase siguiendo una pista; así, pues, seguí con seguridad completa al enorme animal. A través de la oscuridad se adelantó a lo largo del borde, junto a los hirvientes rápidos.

Según avanzábamos, el camino conducía desde debajo de los colgantes acantilados hasta una débil claridad, y entonces fue cuando descubrí que la pista había sido cortada en la roca viva y que iba a lo largo del río, más allá de los rápidos.

Durante horas seguimos el oscuro y sombrío río, internándonos más y más en las entrañas de Marte. Por la dirección y distancia, sabía que estábamos muy debajo del valle del Dor y probablemente también debajo del mar de Omean. No podía yo estar muy lejos del templo del Sol.

Acababa de cruzar este pensamiento por mi mente cuando Woola se detuvo de repente ante una estrecha y arqueada abertura; una puerta incrustada en el peñasco, junto a la pista. Rápidamente se agazapó alejándose de la entrada, volviendo al mismo tiempo sus ojos hacia mí.

Con palabras no hubiera podido hacerme comprender más claramente que había cerca algún peligro; así pues, me apresuré a cobijarme a su lado y miré por la abertura que había a nuestra derecha.

Ante mí se abría una hermosa habitación que, por sus detalles, comprendí que había sido en algún tiempo cuerpo de guardia. Había panoplias y plataformas poco elevadas para las mantas de seda y pieles de los guerreros; pero ahora sus únicos ocupantes eran dos de los therns que habían acompañado a Matai Shang y Thurid.

Los hombres hablaban seriamente, y por su tono de voz era evidente que ignoraban que había quien los escuchase.

—Te digo —decía uno de ellos— que no me fío del negro. No había necesidad alguna de dejarnos aquí guardando el camino. ¿Me quieres decir de quién tenemos que guardar este olvidado camino del abismo? No ha sido más que un ardid para dividir las fuerzas.

»Cogerá a Matai Shang, dejará a los otros en otro lado con un pretexto cualquiera y, por fin, caerá sobre nosotros con sus aliados y nos matarán a todos.

—Te creo, Lakor —replicó el otro—; sólo puede existir odio mortal entre el thern y el Primer Nacido. ¿Y qué te parece el ridículo asunto de la luz? «Dejad lucir la luz con la intensidad de tres unidades de radio durante cincuenta tais, y durante un xat que brille con la intensidad de una unidad de radio, y después, durante veinticinco tais, con nueve unidades». Éstas fueron sus palabras. ¡Y pensar que el sabio Matai Shang prestase oídos a semejantes tonterías!

—Cierto que es muy tonto —replicó Lakor—. No conducirá a nada más que a una pronta muerte para todos nosotros. Tuvo que contestar algo cuando Matai Shang le preguntó claramente lo que haría al llegar al templo del Sol, y así, pues, imaginó rápidamente esta contestación: «Apostaría una diadema de hekkador que no se lo podría repetir a sí mismo».

—No permanezcamos más tiempo aquí, Lakor —dijo el otro thern—. Quizá, si nos apresuramos a seguirles, lleguemos a tiempo de salvar a Matai Shang y lograr vengarnos del negro. ¿Qué te parece?

—Nunca, y mi vida es larga, he desobedecido una orden del padre de los therns. Permaneceré aquí hasta que me pudra, si no vuelve.

El compañero de Lakor movió la cabeza.

—Eres mi superior —dijo—. Sólo puedo obedecerte, aunque sigo creyendo que es una tontería permanecer aquí.

A mí también me parecía una tontería que permaneciesen allí, porque comprendí, por los movimientos de Woola, que la pista atravesaba la habitación que los dos therns guardaban. No tenía razón alguna de sentir ningún gran afecto hacia aquella raza de demonios endiosados en sí mismos; sin embargo, hubiera deseado pasar sin molestarles.

De todos modos valía la pena intentarlo, porque una lucha podría entretenernos considerablemente o quizá terminar por completo mis pesquisas; hombres mejores que yo han caído vencidos por hombres inferiores a aquellos fieros guerreros thern.

Haciendo señas a Woola de que me siguiese, me presenté de repente ante los dos hombres. Al verme, sus largas espadas salieron de las vainas; pero yo levanté las manos para detenerlos.

—Busco a Thurid, el dátor negro —dije—. Mi contienda es con él, no con vosotros. Dejadme pasar en paz, porque, si no me equivoco, es tan enemigo vuestro como mío y no tenéis motivo para protegerle.

Bajaron los sables, y Lakor dijo:

—No sé quién puedes ser con la piel blanca de un thern y el cabello negro de un hombre rojo; pero si sólo se tratase de la seguridad de Thurid, te dejaríamos pasar con gusto en cuanto a nosotros se refiere. Dinos quién eres y qué misión te trae a este mundo desconocido, de bajo del valle del Dor, y entonces quizá podremos dejarte pasar a cumplir la misión que nos gustaría llevar a cabo si nos lo permitiese la obediencia.

Me sorprendió que ninguno de los dos me reconociese, porque creía ser bastante conocido, tanto personalmente como de oídas, a todos los therns de Barsoom para que mi identidad fuese inmediatamente aparente en cualquier parte del planeta. En efecto: era en Marte el único hombre blanco, de cabello negro y ojos grises, exceptuando a mi hijo Carthoris.

Revelar mi identidad hubiera equivalido a precipitar el ataque, porque todos los therns de Barsoom sabían que era yo la causa de la caída de su antigua supremacía espiritual. Por otra parte, mi reputación como guerrero podría bastar para que me dejasen libre el paso si no tenía arrestos suficientes para entablar un combate a muerte.

Sinceramente debo confesar que no intenté engañarme con semejante sofisma, puesto que bien sé que en el guerrero y batallador Marte hay pocos cobardes, y que todo hombre, sea príncipe, sacerdote o aldeano, se gloría en luchar a muerte. Así, pues, agarré bien mi sable, mientras replicaba a Lakor:

—Creo que harías bien en dejarme libre el paso, porque de nada te serviría morir inútilmente en las rocosas entrañas de Barsoom, solo por proteger a un enemigo hereditario, como Thurid, dátor del Primer Nacido. Que morirás si te opones a mi paso lo atestiguan los corrompidos cuerpos de todos los grandes guerreros de Barsoom que han caído bajo mi espada. ¡Soy John Carter, príncipe de Helium!

Durante un momento, aquel nombre pareció paralizar a los dos guerreros, pero sólo durante un momento, y después, el más joven, con un insulto en los labios, se precipitó sobre mí, espada en mano.

Durante nuestro parlamento había estado algo detrás de su compañero Lakor, y entonces, antes de que pudiera tocarme, éste le agarró y tiró hacia atrás.

—¡Detente! —ordenó Lakor—. Habrá tiempo de sobra para luchar, si nos parece prudente hacerlo. Sobran razones para que todos los therns de Barsoom deseen derramar la sangre del blasfemo y sacrílego; pero combinemos la prudencia con nuestro justo odio. El príncipe de Helium quiere hacer lo que nosotros mismos hace un momento queríamos hacer. Que vaya, pues, a matar al negro. Cuando vuelva, aún estaremos aquí para cortarle el paso al mundo exterior, y de este modo nos habremos librado de dos enemigos, sin haber incurrido en el desagrado del padre de los therns.

Mientras hablaba no podía por menos de notar el malicioso relampagueo de sus ojos, y mientras apreciaba la aparente lógica de su razonamiento, sentía, inconscientemente quizá, que sus palabras ocultaban algún siniestro propósito. El otro thern se volvió evidentemente sorprendido; pero cuando Lakor le hubo murmurado unas palabras al oído, retrocedió, aceptando la indicación de su superior.

—Prosigue, pues, tu camino, John Carter —dijo Lakor—; pero ten en cuenta que si no mueres a mano de Thurid, aquí te esperamos y no consentiremos en que vuelvas a ver la luz del mundo superior. ¡Ve!

Durante nuestra conversación, Woola había estado gruñendo y estremeciéndose junto a mí. De cuando en cuando me miraba, lanzando al mismo tiempo un ahogado y suplicante gemido, como pidiéndome permiso para lanzarse a las gargantas de los therns. Él también sentía la traición que ocultaban aquellas falsas palabras.

Detrás de los therns había varias puertas, y Lakor señaló a la más alejada del lado derecho.

—Por ahí marchó Thurid —dijo.

Pero cuando quise llamar a Woola para que me siguiese, la fiera, gimiendo, retrocedió y, por fin, echó a correr hacia la primera puerta de la izquierda, donde permaneció emitiendo su ladrido, semejante a una tos, como invitándome a que le siguiese por el buen camino.

Me volví hacia Lakor, dirigiéndole una mirada interrogativa.

—La fiera se equivoca raras veces —dije—, y aunque no dudo de tu inteligencia superior, thern, me parece que haré bien en seguir la voz del instinto secundada por el cariño y la lealtad.

Mientras hablaba sonreía sombríamente para que, sin necesidad de palabras, comprendiese que desconfiaba de él.

—Como gustes —contestó, encogiéndose de hombros—. Al final, el resultado será el mismo.

Me volví y seguí a Woola por el pasillo de la izquierda, y aunque estaba de espaldas a mis enemigos, mis oídos estaban alerta; sin embargo, no oí la menor señal de que me siguiesen. El pasillo estaba débilmente iluminado por bombillas de radio, colocadas de trecho en trecho, el único medio de iluminación de Barsoom.

Estas mismas lámparas quizá llevaban alumbrando siglos y siglos aquellas cámaras subterráneas, puesto que no requieren cuidado alguno y están compuestas para gastar la mínima cantidad de su sustancia en el transcurso de años de luminosidad.

Sólo habíamos recorrido una corta distancia, cuando empezamos a pasar las bocas de diversos corredores; pero ni una sola vez titubeó Woola. Fue en la entrada de uno de aquellos corredores, a mi derecha, donde poco después oí un sonido que hablaba más claramente a John Carter, luchador, que las palabras de mi idioma nativo: fue el chasquido del metal, el metal de la armadura de un guerrero, y procedía del corredor a mi derecha.

Woola también lo oyó, y como un relámpago se volvió, poniéndose frente al peligro que nos amenazaba, su melena erizada y las hileras de sus brillantes colmillos al descubierto de sus labios, que se entreabrían gruñendo. Le hice callar con un gesto y los dos nos metimos en otro corredor, unos pasos más allá.

Allí esperamos, y no tuvimos que esperar mucho, porque poco después vimos las sombras de dos hombres proyectarse en el suelo del corredor principal a través de la abertura de nuestro escondite. Andaban ahora con gran precaución, no repitiéndose el chasquido que me había alarmado.

Poco después llegaron frente a nosotros y no me sorprendió ver que eran Lakor y su compañero, los del cuerpo de guardia.

Andaban con gran sigilo, y cada uno llevaba en la mano la espada desnuda. Se detuvieron cerca de la entrada de nuestro escondite, murmurando entre sí.

—¿Es posible que le hayamos ya dejado atrás? —dijo Lakor.

—Así debe de ser, o bien la fiera ha extraviado al hombre —replicó el otro— porque el camino que hemos tomado es más corto para llegar aquí para el que lo conoce. John Carter hubiera encontrado que le conducía prontamente a la muerte si lo hubiera seguido, como tú le indicaste.

—Sí —dijo Lakor—; por grande que fuese su habilidad en la lucha, no hubiese podido librarse de la piedra giratoria. Seguramente la habría pisado, y ahora, a estas horas, si el foso que existe debajo tiene fondo, cosa que niega Thurid, estaría ya muy cerca de él. ¡Maldito sea ese chucho suyo que le ha conducido al pasillo más seguro!

—Otros peligros le esperan, sin embargo —dijo Lakor—, de los cuales no escapará fácilmente, si logra escapar de nuestras espadas. Considera, por ejemplo, qué suerte le espera al entrar inesperadamente dentro de la cámara.

Mucho hubiera dado por oír el resto de la conversación, que me hubiese avisado de los peligros que me esperaban; pero el Destino intervino, y justo en el peor de todos los momentos que hubiese elegido para ello, estornudé.