CAPÍTULO I

En el río Iss

Cobijado a la sombra del bosque que bordea la roja llanura, junto al Mar Perdido de Korus, en el valle del Dor, bajo las pálidas lunas de Marte, que recorrían su ruta meteórica, muy próximas al centro del agonizante planeta, me deslicé sigilosamente siguiendo la pista de una forma oscura, que buscaba los sitios más sombríos, con una persistencia que proclamaba la siniestra naturaleza de su misión.

Durante seis largos meses marcianos había permanecido cerca del odioso templo del Sol, bajo cuya flecha giratoria, a gran profundidad de la superficie de Marte, estaba sepultada mi princesa, pero ignoraba si estaría viva o muerta. El fino puñal de Phaidor, ¿había traspasado aquel corazón tan amado? Sólo el tiempo podría revelar la verdad.

Seiscientos ochenta y siete días marcianos tenían que transcurrir antes de que la puerta de la celda se hallase de nuevo frente al extremo del túnel, desde donde, por última vez, había contemplado a mi siempre hermosa Dejah Thoris.

Ya habían pasado la mitad, o habrían pasado mañana y, sin embargo, vívida en mi memoria, borrando todo acontecimiento ocurrido antes o después, permanecía la última escena que precedió a la ráfaga de humo que nubló mis ojos antes de que la estrecha rendija por la cual había podido distinguir el interior de la celda se cerrase entre la princesa de Helium y yo durante un largo año marciano.

Como si fuese ayer, veía aún el hermoso rostro de Phaidor, hija de Matai Shang, descompuesto por los celos y el odio, al precipitarse con el puñal levantado sobre la mujer que yo amaba.

Veía a la muchacha roja, Thuvia de Ptarth, saltar hacia adelante para evitar el odioso crimen.

El humo del ardiente templo, en aquel momento, había venido a borrar la tragedia; pero en mis oídos resonaba el grito lanzado al caer el puñal. Después reinó el silencio, y cuando el humo se desvaneció, el templo giratorio había sepultado toda vista y sonido de la cámara, en la cual las tres hermosas mujeres quedaban prisioneras.

Desde aquel terrible momento, muchos asuntos habían ocupado mi atención; pero ni por un instante se había borrado el recuerdo de este hecho, y todo el tiempo que podía robar a los numerosos deberes que habían caído sobre mí, con la reconstitución del gobierno del Primer Nacido, desde que nuestra flota victoriosa y nuestras fuerzas de tierra los habían vencido, lo había pasado cerca de la sombría flecha que ocultaba a la madre de mi hijo, Carthoris de Helium.

La raza negra, que durante siglos había adorado a Issus, la falsa deidad de Marte, había quedado sumida en un caos por mi revelación de que sólo era una anciana cruel. En su furor, la habían despedazado.

Desde la cima de su egoísmo, el Primer Nacido había sido arrojado a la más profunda humillación. Su diosa había desaparecido y, con ella, todo el falso edificio de su religión. Su tan alabada Armada había sido derrotada por naves superiores y por los guerreros rojos de Helium.

Fieros guerreros verdes del fondo del mar de Marte exterior habían atravesado los jardines sagrados del templo de Issus, cabalgando sobre sus indómitos thoats, y Tars Tarkas, jeddak de Thark, el más fiero de todos ellos, se había apoderado del trono de Issus y gobernaba al Primer Nacido, mientras los aliados decidían la suerte del reino conquistado.

Eran casi unánimes las peticiones para que yo ocupase el antiguo trono de los hombres negros; hasta los mismos vencidos lo solicitaban; pero yo no quería admitirlo. Mi corazón nunca podría estar con la raza que había cubierto de ultrajes a mi princesa y a mi hijo.

Por indicación mía, Xodar se convirtió en jeddak del Primer Nacido. Había sido un dátor o príncipe, hasta que Issus le había degradado, de modo que su aptitud para el alto cargo que le había conferido no fue impugnada.

Asegurada de este modo la paz del valle del Dor, los guerreros verdes se dispersaron al fondo de sus desolados mares, mientras nosotros, los de Helium, volvimos a nuestra patria.

Aquí se me ofreció de nuevo un trono, no habiéndose sabido nada del desaparecido jeddak de Helium, Tardos Mors, abuelo de Dejah Thoris, o su hijo Mors Kajak, jed de Helium, su padre.

Más de un año había transcurrido desde que salieron a explorar el hemisferio Norte, buscando a Carthoris y, por fin, su desconsolado pueblo había aceptado como ciertos los vagos rumores de su muerte, que habían llegado de las heladas regiones del Polo.

De nuevo rehusé un trono, porque me resistía a creer que el poderoso Tardos Mors o su no menos temible hijo hubiesen muerto.

—Que uno de vuestra propia sangre os gobierne hasta que vuelvan —dije a los nobles de Helium, reunidos, al dirigirme a ellos desde el Pedestal de la Verdad, junto al trono del Derecho, en el templo de la Recompensa, desde el mismo sitio en donde me hallaba un año antes, cuando Zat Arras pronunció mi sentencia de muerte.

Mientras hablaba me adelanté y puse la mano sobre el hombro de Carthoris, que estaba entre los primeros en el círculo de nobles que me rodeaban.

Todos a una, nobles y plebeyos, prorrumpieron en prolongados vítores de aprobación. Diez mil espadas salieron de otras tantas vainas, y los gloriosos guerreros del antiguo Helium proclamaron a Carthoris jeddak de Helium.

Debía ocupar el trono toda su vida, a no ser que su abuelo o bisabuelo volviesen. Habiendo arreglado, de modo tan satisfactorio, este asunto importantísimo para Helium, salí al día siguiente para el valle del Dor, a fin de permanecer junto al templo del Sol hasta el día decisivo en que presenciase la apertura de la puerta de la celda donde mi perdido amor estaba sepultado.

Hor Vastus y Kantos Kan, con mis otros nobles ayudantes, habían quedado en Helium con Carthoris para que pudiese aprovecharse de su sabiduría, valor y lealtad en el cumplimiento de los arduos deberes que habían caído sobre él. Sólo Woola, mi perro marciano, me acompañaba.

Aquella noche, junto a mis pies, el fiel animal se movía suavemente siguiendo mis pasos. Tan grande como un póney, con una espantosa cabeza y horribles colmillos, tenía en verdad un aspecto horrible al deslizarse sobre sus diez cortas y musculosas patas; pero para mí era la personificación del cariño y la lealtad.

La figura que me precedía era la del negro dátor del Primer Nacido, Thurid, cuya eterna enemistad me había ganado el día que con mis desnudas manos lo derribé en el patio del templo de Issus y lo até con sus propios correajes ante los nobles y las damas, que un momento antes habían estado admirando sus hazañas.

Como muchos de los suyos, había aceptado, en apariencia, el nuevo orden de cosas de buen grado, jurando lealtad a Xodar, su nuevo gobernante; pero yo sabía que le odiaba y estaba seguro de que, en el fondo de su corazón, envidiaba y detestaba a Xodar; así es que había vigilado sus idas y venidas, logrando al fin convencerme de que ocultaba alguna intriga.

Varias veces le había observado salir de la amurallada ciudad del Primer Nacido, después de oscurecer, dirigiéndose al terrible y cruel valle del Dor, adonde ningún asunto honrado puede conducir a hombre alguno.

Aquella noche andaba apresuradamente a lo largo del lindero del bosque, hasta dejar muy atrás la ciudad; después, volviéndose, atravesó el rojo césped, dirigiéndose a la orilla del perdido mar de Korus.

Los rayos de la luna más cercana, oscilando a través del valle, hacían relucir las piedras preciosas que adornaban sus correajes y su brillante y suave piel, negra como el ébano. Por dos veces volvió la cabeza hacia el bosque, como quien teme ser observado, aunque debía creerse libre de persecución alguna.

No me atreví a seguirle hasta allí, bajo los rayos de la luna, puesto que favorecía mis planes el no interrumpir los suyos: quería que llegase a su destino sin sospechar nada para poder averiguar cuál era aquel destino y qué asunto era el que esperaba al trasnochador.

Así, pues, permanecí escondido hasta después que hubo desaparecido Thurid por encima del borde de la escarpada orilla junto al mar, un cuarto de kilómetro más allá. Entonces, con Woola a mis talones, me apresuré a atravesar la llanura tras el negro dátor.

La quietud del sepulcro envolvía el misterioso valle de la Muerte, agazapado profundamente en el caliente nido del área hundida, en el Polo Sur del moribundo planeta. A lo lejos, los Acantilados Áureos elevaban su poderosa barrera hasta muy cerca de los iluminados cielos, reluciendo los metales y piedras preciosas que los formaban a la brillante luz de las dos espléndidas lunas de Marte.

El bosque quedaba a mi espalda, podado y arreglado como el césped, con la simetría de un parque.

Ante mí se extendía el Mar Perdido de Korus, mientras que más allá distinguía la reluciente cinta del Iss, el río misterioso que nacía por debajo de los Acantilados Áureos, para desembocar en el Korus, al cual, durante innumerables años, habían sido llevados los engañados y desgraciados marcianos del mundo exterior en voluntaria peregrinación a este falso cielo.

Los hombres planta, con sus manos succionadoras de sangre, y los monstruosos monos blancos, que hacían a Dor espantoso de día, estaban de noche escondidos en sus guaridas.

Ya no había un sagrado Thern en la atalaya de los Acantilados Áureos, que daba sobre el Iss, para llamar con su destemplado grito a las víctimas que flotaban hacia sus manos sobre el frío y ancho seno del antiguo Iss.

Las Armadas de Helium y el Primer Nacido habían limpiado las fortalezas y los templos de sus therns, cuando rehusaron rendirse y aceptar el nuevo orden de cosas que desterraba su falsa religión del agonizante Marte.

En algunos países aislados conservaban aún su decadente poder; pero Matai Shang, su hekkador, padre de los therns, había sido expulsado de su templo. Grandes habían sido nuestros esfuerzos para capturarle; pero había logrado escapar con unos cuantos fieles y estaba escondido ignoramos dónde.

Al acercarme cautelosamente al borde de un pequeño peñasco, que daba sobre el Mar Perdido de Korus, vi a Thurid internándose en las relucientes ondas sobre un pequeño esquife, uno de esos antiquísimos botes de forma muy rara que los sagrados therns y sus sacerdotes, y therns inferiores, solían distribuir a lo largo de las orillas del Iss para facilitar la larga jornada de sus víctimas.

Sobre la playa, que se extendía a mil metros, había varios botes similares, cada uno con su larga pértiga, uno de cuyos extremos tenía un chuzo y el otro un remo. Thurid iba bordeando la playa, y al quedar oculto a mi vista por un promontorio, lancé uno de los botes; llamando a Woola me aparté de la orilla.

La persecución de Thurid me llevó bordeando a lo largo del mar hacia la boca del Iss. La luna más lejana se hallaba junto al horizonte, cubriendo, con profunda sombra, los bajos de los acantilados que franqueaban el agua. Thuvia, la luna más cercana, se había ocultado y no saldría de nuevo hasta dentro de cuatro horas; así es que me hallaba tranquilo respecto a la oscuridad durante al menos todo aquel espacio de tiempo.

El negro guerrero proseguía hacia adelante. Ahora se hallaba frente a la boca del Iss. Sin titubear un instante, se internó por el melancólico río remando fuertemente contra la corriente.

Tras de él íbamos Woola y yo, más cerca ahora porque el hombre estaba demasiado atento en forzar la marcha de su bote por el río como para poder ocuparse de lo que pasaba detrás de él. Lindaba la orilla donde la corriente era menos fuerte.

Poco después llegó al oscuro y cavernoso portal, frente a los Acantilados Áureos, acantilados a través de los cuales pasaba el río, e impulsó su bote hacia la estigia oscuridad que le envolvía.

Parecía imposible intentar seguirle allí sin poder ver a dos dedos de distancia, y estaba ya casi dispuesto a desistir y volverme a la desembocadura del río, para allí esperar su vuelta, cuando de repente, al pasar una curva, distinguí a lo lejos una débil claridad.

Mi presa era de nuevo claramente visible, y a la creciente luz de los grandes parches de roca fosforescente, incrustados en el techo toscamente arqueado de la caverna, no tuve dificultad de seguirle.

Era mi primer viaje por el seno del Iss, y las increíbles escenas que allí presencié vivirán para siempre indeleblemente en mi memoria.

Terribles como eran, no podían compararse a otras aún más horribles, que debieron de ocurrir antes de que Tars Tarkas, el gran guerrero verde, Xodar, el negro dátor, y yo, llevásemos la luz de la verdad al mundo exterior, deteniendo el loco suicidio de millones de seres en la voluntaria peregrinación que creían que conducía a un hermoso valle de paz, felicidad y amor.

Aun entonces, las islas bajas, esparcidas por la ancha corriente, estaban cubiertas con los esqueletos y cadáveres a medio devorar de los que, por temor de un repentino despertar a la verdad, se detenían casi al término de la jornada.

En el terrible hedor de aquellas horribles islas osarios, feroces locos gritaban, chapurraban y luchaban entre los destrozados restos de sus fiestas macabras, mientras que, en las que sólo contenían huecos limpios, batallaban unos contra otros: los más débiles proveyendo alimentos para los más fuertes, o con manos como garras apresaban los hinchados cuerpos que flotaban río abajo.

Thurid no prestaba la menor atención a los desgraciados que prorrumpían en amenazas o súplicas, según les dictaba su estado de ánimo (era evidente que estaba familiarizado con las horribles visiones que le rodeaban). Continuó río arriba, quizá durante un kilómetro, y después, cruzando a la orilla izquierda, arrastró su esquife sobre un bajo borde que estaba casi al nivel del agua.

No me atreví a seguirle a través de la corriente, porque seguramente me hubiese visto. Me detuve cerca de una muralla que había enfrente, ocultándome debajo de una roca que sobresalía y me cubría con una profunda sombra. Desde allí podía observar a Thurid, sin peligro de ser descubierto.

El negro estaba en pie sobre el borde, junto a su bote, mirando río arriba, como si esperase a alguien que debiera aparecer en aquella dirección.

Mientras permanecía bajo las oscuras rocas noté que la fuerte corriente parecía fluir directamente hacia el centro del río, de modo que me era difícil sujetar mi embarcación. Me interné más en la sombra para poder afianzarme en la orilla; pero, aunque me adelanté varios metros, no di con nada; y después, dándome cuenta que pronto llegaría a un punto desde el cual no podría ver al hombre negro, me vi obligado a permanecer donde estaba, sosteniéndome en mi posición del mejor modo posible, remando fuertemente contra la corriente que fluía bajo la masa de rocas que tenía detrás de mí.

No podía imaginar la causa de aquella fuerte corriente lateral porque el canal principal del río se veía claramente desde donde me hallaba y podía distinguir su unión con la misteriosa corriente que había despertado mi curiosidad.

Mientras especulaba aún sobre la causa del fenómeno, mi atención, de repente, se fijó en Thurid, que había levantado las manos sobre su cabeza con el saludo universal de los marcianos, y un momento después, su kaor, la palabra de saludo de los barsoomianos, me llegó clara e indistintamente.

Volví los ojos río arriba, en la dirección de los suyos, y poco después apareció, ante mi limitado campo de visión, un bote alargado, en el cual había seis hombres. Cinco remaban, mientras el sexto ocupaba el puesto del capitán.

Las pieles blancas, las largas pelucas amarillas que cubrían sus peladas cabezas, y las vistosas diademas montadas sobre anillos de oro que las adornaban, los declaraban como sagrados therns.

Al llegar junto al borde sobre el cual Thurid los esperaba, el que iba en la popa del bote se levantó para desembarcar, y entonces vi que no era otro que Matai Shang, padre de los therns.

La evidente cordialidad, con la cual los dos hombres cambiaron sus saludos me asombró en extremo, porque los hombres negros y blancos de Barsoom eran enemigos hereditarios; no los había visto nunca encontrarse más que en el campo de batalla.

Era evidente que los reveses que recientemente habían sufrido ambos pueblos habían dado por resultado una alianza entre aquellos dos enemigos —por lo menos contra el común enemigo—, y ahora comprendía por qué Thurid había ido tan a menudo al valle del Dor, de noche; y la naturaleza de su conspiración podía ser tal que afectase muy de cerca a mis amigos o a mí mismo.

Deseaba haber encontrado un sitio más próximo a los dos hombres, desde donde hubiera podido oír su conversación; pero no había que pensar ya en intentar el cruce del río; así es que permanecí muy quieto, observándolos a ellos, que tanto hubieran dado por saber que yo me hallaba tan cerca, y ¡cuán fácilmente hubieran podido vencerme y matarme con su superior número!

Varias veces, Thurid, señaló a través del río, en mi dirección; pero no creí ni por un momento que sus gestos se refiriesen a mí. Poco después, él y Matai Shang entraron en el bote de este último, el cual, virando, se dirigió hacia mí.

Según avanzaban, alejé más y más mi bote por debajo de la muralla colgante; pero por fin resultó evidente que su embarcación seguía el mismo rumbo. Los cinco remeros impulsaban hacia adelante el bote con una rapidez que me costaba gran esfuerzo igualar.

Esperaba sentir la proa de mi bote chocar en cualquier momento contra alguna roca. No se veía ya la claridad del río; pero más adelante se vislumbraba una débil luz, y el agua que ante mí se extendía no presentaba obstáculo alguno.

Por fin la verdad surgió ante mí: seguía un río subterráneo que desembocaba en el Iss, en el mismo sitio en que yo me había escondido. Los remadores se hallaban ya muy cerca de mí. El ruido de sus remos ahogaba el de los míos; pero dentro de un instante la luz creciente me descubriría a su vista.

No había tiempo que perder. Cualquier decisión que debiera tomar tenía que tomarla enseguida. Moviendo la proa de mi bote hacia la derecha busqué el lado rocoso del río, y allí me oculté hasta que Matai Shang y Thurid se acercaron al centro de la corriente; que era mucho más estrecha que el Iss.

Al aproximarse, oí las voces de Thurid y el padre de los thern, que se elevaban en una discusión.

—Te digo, thern —decía el negro dátor—, que sólo deseo vengarme de John Carter, príncipe de Helium. No te conduzco a ninguna trampa. ¿Qué ganaría con entregarte a los que han arruinado mi nación y mi casa?

—Detengámonos aquí un momento para oír tus planes —replicó Matai Shang— y después procederemos, entendiendo mejor nuestros deberes y obligaciones.

Dio a los remeros la orden de que condujeran su bote hacia la orilla, a menos de doce pasos de donde yo me ocultaba.

Si se hubieran detenido detrás de mí seguramente me hubieran descubierto al débil reflejo de la luz que a lo lejos se distinguía; desde donde por fin se detuvieron les era tan imposible descubrirme como si nos separasen leguas.

Las pocas palabras que había oído acuciaron mi curiosidad, y estaba ansioso por saber qué clase de venganza meditaba Thurid contra mí. No tuve que esperar mucho.

—No hay obligación alguna, padre de los therns —continuó el Primer Nacido—. Thurid, dátor de Issus, no pone precio. Cuando el asunto haya terminado, te agradeceré que te ocupes de que me reciban bien, cual corresponde a mi antiguo linaje y noble estirpe, en alguna Corte que permanezca aún leal a tu antigua fe; porque no puedo volver al valle del Dor, ni a ningún otro lado mientras el poder esté en manos del príncipe de Helium; pero ni siquiera eso pido: será como ordenes.

—Será como tú deseas, dátor —replicó Matai Shang—; y no es esto todo: riquezas y poder serán tuyos si me devuelves a mi hija Phaidor y me entregas a Dejah Thoris, princesa de Helium.

—¡Ah! —continuó con maliciosa dureza—. El hombre de la Tierra ha de padecer por los oprobios con que ha cubierto al sagrado de los sagrados; no habrá infamia bastante para afligir a su princesa. ¡Ojalá pudiera obligarle a presenciar la humillación y degradación de la mujer roja!

—Lograrás lo que deseas antes de que transcurra otro día, Matai Shang —dijo Thurid—, sólo con que pronuncies una palabra.

—He oído hablar del templo del Sol, dátor —replicó Matai Shang—; pero nunca he oído que sus prisioneros pudieran ser libertados antes de pasar el año de su encarcelamiento. ¿Cómo, pues, vas a lograr un imposible?

—Se puede tener acceso a cualquier celda en cualquier tiempo del año —replicó Thurid—. Sólo Issus sabía esto; pero no acostumbraba divulgar sus secretos más de lo estrictamente necesario. Casualmente, después de su muerte, di con un antiguo plano del templo, y allí encontré, claramente escrito, las más minuciosas instrucciones para llegar a las celdas en cualquier momento.

»Y me enteré de más: que muchos hombres habían ido en el pasado, siempre encargados por Issus, en misiones de muerte y tormento para los prisioneros; pero los que sabían el secreto morían misteriosamente poco después de haber vuelto y dado cuenta de su misión a la cruel Issus.

—Procedamos, pues —replicó Matai Shang por fin—. Tengo que fiarme de ti; pero al mismo tiempo tú tienes que confiar en mí, pues somos seis contra uno.

—Yo no te temo —replicó Thurid— ni te necesito. Nuestro odio al común enemigo es lo bastante para asegurar nuestra mutua lealtad, y después de haber deshonrado a la princesa de Helium habrá aún razón mayor para mantener nuestra alianza, a no ser que me equivoque mucho respecto al carácter de su esposo.

Matai Shang dio una orden a los remeros. El bote siguió por el afluente.

Difícilmente pude contenerme y no precipitarme sobre los dos viles conspiradores; pero comprendí la locura de semejante acción, que mataría al único hombre que sabía el camino de la prisión de Dejah Thoris antes de que el largo año marciano hubiera recorrido su interminable círculo.

Si él conducía a Matai Shang a aquel sagrado recinto, también conduciría a John Carter, príncipe de Helium.

Con boga silenciosa seguí lentamente al otro bote.