Capítulo treinta y uno

¡Qué alto era!

Alma no se lo esperaba. Alfred Russel Wallace era tan alto y desgarbado como lo fue Ambrose. No estaba lejos de la edad que habría tenido Ambrose si viviera: sesenta años aún y gozaba de buena salud, si bien estaba un poco encorvado. (A todas luces, este hombre había pasado demasiados años inclinado ante un microscopio, estudiando muestras). Era de pelo cano y de barba poblada y Alma tuvo que resistir la tentación de tocarle el rostro con la mano. Ya no veía bien y quería percibir mejor sus rasgos. Pero eso habría sido descortés e insólito, así que se contuvo. Aun así, en cuanto lo conoció sintió que daba la bienvenida al amigo más querido que le quedaba en el mundo.

Al principio de la visita, sin embargo, hubo tal ajetreo que Alma se sintió perdida en la multitud. Era una mujer corpulenta, cierto, pero estaba vieja y las viejas tienden a verse arrinconadas en las reuniones…, incluso cuando han pagado las facturas de dicha reunión. Demasiadas personas querían conocer al gran biólogo evolutivo, y los sobrinos nietos de Alma, todos ellos entusiastas estudiantes de ciencias, acapararon en gran medida su atención rodeándolo como galanes y princesas esperanzados. Wallace era muy educado, muy amable, en especial con los más jóvenes. Les permitía vanagloriarse de sus proyectos y solicitar sus consejos. Como es natural, deseaban mostrarle toda Ámsterdam, así que dedicaron varios días al turismo y a mostrarse orgullosos de su ciudad.

A continuación, impartió una conferencia en la Casa de las Palmeras, seguida de las preguntas tediosas de académicos, periodistas y dignatarios, tras lo cual hubo una larga y aburrida cena formal. Wallace habló bien, tanto en la conferencia como en la cena. Logró evitar la polémica al responder esas preguntas desinformadas y soporíferas acerca de la selección natural con una paciencia encomiable. Su esposa debía de haberle rogado que se portara lo mejor posible. «Buena chica, Annie».

Alma esperó. No era de los que tienen miedo a esperar.

Con el tiempo, la novedad que rodeaba la visita menguó, y decreció el clamor del público. Los jóvenes pasaron a otras emociones y Alma pudo sentarse junto a su invitado a la mesa del desayuno unas cuantas mañanas seguidas. Lo conocía mejor que nadie, por supuesto, y sabía que no deseaba hablar sobre la selección natural hasta el fin de los días. Le propuso, en cambio, temas que sabía que eran gratos para él: el mimetismo de las mariposas, las variedades de escarabajos, la telepatía, el vegetarianismo, los males de la riqueza heredada, su plan para abolir la bolsa de valores, su plan para acabar con todas las guerras, su defensa de la independencia hindú e irlandesa, su sugerencia de que las autoridades británicas pidieran perdón al mundo por las crueldades del imperio, su deseo de construir un globo terráqueo a escala de ciento veinte metros de diámetro para que la gente pudiera rodearlo, en un globo gigante, con fines educativos…, ese tipo de temas.

En otras palabras, Wallace se relajó junto a Alma, y ella también. Era un conversador amenísimo cuando se dejaba llevar, justo como Alma había imaginado…, deseoso de conversar sobre tantos temas y pasiones. Alma no se lo había pasado tan bien desde hacía años. Como era tan amable y acogedor, Wallace preguntó a Alma por su vida y no se limitó a hablar de sí mismo. Así fue como Alma le habló de su infancia en White Acre, de las muestras que recolectaba cuando tenía cinco años, montada en un poni con borlas de seda, de sus excéntricos padres y las estimulantes conversaciones durante las cenas, de los relatos de su padre sobre sirenas y el capitán Cook, de la extraordinaria biblioteca de la finca, de su educación clásica, casi cómicamente anticuada, de los años de estudio en los lechos de musgo de Filadelfia, de su hermana, la valiente y bondadosa abolicionista, y de sus aventuras en Tahití. Increíblemente, a pesar de no haber mencionado a Ambrose durante décadas, incluso le habló de su asombroso marido, quien pintó las orquídeas más bellas jamás vistas y quien había muerto en los Mares del Sur.

—¡Qué vida ha tenido! —dijo Wallace.

Alma hubo de apartar la vista al oír estas palabras. Era la primera vez que alguien le decía algo semejante. Se sintió abrumada por la timidez, así como por el deseo, una vez más, de llevar las manos a su rostro y palpar los rasgos de su invitado…, al igual que palpaba los musgos, memorizando con los dedos lo que ya no podía adorar con los ojos.

***

No había planeado cuándo contárselo, ni qué contarle exactamente. Ni siquiera había planeado contárselo. En los últimos días de su visita, llegó a pensar que ni siquiera lo mencionaría. Sinceramente, pensaba que ya era suficiente haber conocido a este hombre y haber cerrado esa brecha que los había separado tantos años.

Pero entonces, durante su última tarde en Ámsterdam, Wallace le pidió a Alma que le enseñara ella misma la Cueva de los Musgos, y Alma accedió. Wallace fue paciente al caminar por los jardines al ritmo dolorosamente lento de ella.

—Disculpe mi torpeza —dijo Alma—. Mi padre solía decir que yo era un dromedario, pero ahora me canso al dar diez pasos.

—Entonces, descansaremos cada diez pasos —dijo Wallace, que la tomó del brazo para guiarla.

Era un jueves por la tarde y lloviznaba, por lo que el Hortus estaba casi vacío. Alma y Wallace tenían la Cueva de los Musgos para ellos solos. Lo llevó de roca en roca, mientras le mostraba los musgos de todos los continentes y le explicaba cómo los había juntado en este lugar. Él se sintió maravillado…, como todos los que amaban el mundo.

—A mi suegro le fascinaría ver esto —dijo.

—Lo sé —contestó Alma—. Siempre he querido traer al señor Mitten aquí. Tal vez algún día nos visite.

—En cuanto a mí —añadió Wallace mientras se sentaba en el banco situado en medio de la exposición—, creo que vendría aquí todos los días, si pudiese.

—Yo estoy aquí todos los días —dijo Alma, que lo acompañó en el banco—. A menudo de rodillas y con pinzas en la mano.

—Qué legado el suyo —dijo Wallace.

—Es muy amable, señor Wallace, teniendo en cuenta el formidable legado que nos deja usted.

—Ah —dijo, y restó importancia al cumplido.

Permanecieron en un agradable silencio durante un tiempo. Alma recordó la primera vez que estuvo a solas con Tomorrow Morning en Tahití. Recordó cómo le dijo: «Usted y yo estamos (creo) más estrechamente ligados en nuestros destinos de lo que piensa». Entonces, deseó decirle lo mismo a Alfred Russel Wallace, pero no sabía si sería lo correcto. No quería que él pensara que se jactaba de haber creado su propia teoría de la evolución. O (peor) que mentía. O (peor aún) que desafiaba su legado, o el de Darwin. Probablemente, era mejor no decir nada.

Pero entonces Wallace habló. Dijo:

—Señora Whittaker, debo decirle que ha sido un gratísimo placer para mí pasar estos días en su compañía.

—Gracias —dijo Alma—. Para mí también ha sido un placer. Más de lo que se imagina.

—Qué generosa es usted, por haber escuchado mis ideas sobre todo y sobre todos —continuó él—. No hay muchas personas como usted. He descubierto que, cuando hablo de biología, me comparan con Newton. Pero, cuando hablo del mundo de los espíritus, dicen que soy un idiota retrasado e infantil.

—No les escuche —dijo Alma, que le dio unas palmadas en la mano, como para protegerlo—. Nunca me ha gustado que le insulten.

Wallace permaneció en silencio un rato y al cabo añadió:

—¿Puedo preguntarle algo, señora Whittaker?

Alma asintió.

—¿Puedo preguntarle cómo es que sabe tanto acerca de mí? No piense que me ofende (al contrario, me halaga), pero no logro explicármelo. Usted se dedica a la briología; yo, como sabe, no. Tampoco es usted espiritista ni mesmerista. Sin embargo, qué familiaridad tiene con mis escritos sobre todos los temas, y además conoce a mis críticos. Incluso sabe quién es mi suegro. ¿Cómo es posible? No logro comprenderlo…

Wallace se quedó sin palabras, temiendo, al parecer, haber sido un maleducado. Alma no quería que él pensara que había sido grosero con una anciana. No quería que pensara, tampoco, que ella era una vieja loca con una obsesión impropia. Así pues, ¿qué podía hacer?

Se lo contó todo.

***

Cuando Alma al fin acabó de hablar, Wallace se quedó en silencio mucho tiempo y al fin dijo:

—¿Aún tiene ese ensayo?

—Claro que sí —dijo Alma.

—¿Lo podría leer? —preguntó.

Despacio, sin volver a hablar, caminaron por el Hortus de vuelta al despacho de Alma. Alma abrió la puerta, con la respiración entrecortada por haber subido la escalera, e invitó al señor Wallace a ponerse cómodo. De debajo del diván de la esquina, Alma sacó una pequeña maleta de cuero (tan desgastada como si hubiera dado varias vueltas alrededor del mundo, lo cual, por otra parte, era cierto) y la abrió. Dentro había un solo objeto: un documento de cuarenta páginas, escrito a mano, envuelto con delicadeza en franela, como un bebé.

Alma se lo dio a Wallace y se sentó en el diván mientras él leía. Tardó un tiempo. Tal vez Alma dormitara (como le ocurría a menudo últimamente, incluso en los momentos más inoportunos), pues, de repente, la despertó su voz.

—¿Cuándo ha dicho que escribió esto, señora Whittaker?

Alma se frotó los ojos.

—La fecha está al dorso —dijo—. He añadido cosas más tarde, algunas ideas, y esos escritos están archivados en el despacho, en algún lugar. Pero lo que tiene usted en las manos es el original, que escribí en 1854.

Wallace ponderó estas palabras.

—En ese caso, Darwin es aún el primero —dijo al fin.

—Oh, sí, sin duda —dijo Alma—. El señor Darwin fue el primero, con diferencia, y el más completo. No hay duda alguna al respecto. Por favor, comprenda, señor Wallace, que no pretendo poseer derecho alguno a…

—Pero llegó a esta conclusión antes que yo —dijo Wallace—. Darwin nos superó a ambos, con certeza, pero usted llegó a esta conclusión cuatro años antes que yo.

—Bueno… —Alma dudó—. Eso no es lo que quiero decir.

—Pero, señora Whittaker —dijo y su voz se animó por la emoción de comprender—: ¡Eso quiere decir que éramos tres!

Por un momento, Alma se quedó sin respiración.

En un instante, Alma volvió a White Acre, a un espléndido día de otoño de 1819: el día que ella y Prudence conocieron a Retta Snow. Qué jóvenes eran, y qué azul era el cielo, y el amor aún no había herido a ninguna de ellas. Retta dijo, alzando la vista para mirar a Alma con esos ojos brillantes y llenos de vida: «Entonces, ¡ya somos tres! ¡Qué suerte!».

¿Cómo era esa canción que Retta inventó para ellas tres?

Somos violín, tenedor y cuchara,

somos bailarinas bajo la luna.

Si quieres robarnos un beso,

¡mejor no esperes a ninguna!

Como Alma no respondió de inmediato, Wallace se acercó y se sentó junto a ella.

—Señora Whittaker —dijo, en un tono más reposado—. ¿Lo comprende? ¡Éramos tres!

—Sí, señor Wallace. Eso parece.

—Esto es la simultaneidad más extraordinaria.

—Es lo que siempre he pensado —dijo Alma.

Wallace se quedó mirando la pared, en silencio, una vez más, otro largo rato.

Al fin, preguntó:

—¿Quién más lo sabe?

—Solo mi tío Dees.

—¿Y dónde está su tío Dees?

—Muerto, ¿sabe? —dijo Alma, que no pudo contener una risa. Así es como le habría gustado a Dees que lo dijera. Oh, cómo echaba de menos a ese viejo y recio holandés. Oh, cómo habría disfrutado este momento.

—¿Por qué no lo publicó? —preguntó Wallace.

—Porque no era lo bastante bueno.

—¡Qué tontería! Aquí está todo. La teoría entera está aquí. Con certeza, está mejor elaborada que esa carta febril que envié a Darwin en el 58. Deberíamos publicarlo ahora.

—No —dijo Alma—. No hay necesidad alguna de publicarlo. De verdad, no lo necesito. Basta, para mí, lo que acaba de decir: que éramos tres. Eso basta para mí. Ha hecho enormemente feliz a una anciana.

—Pero lo podríamos publicar —insistió Wallace—. Podría presentarlo en su nombre…

Alma puso su mano sobre la de Wallace.

—No —dijo, con firmeza—. Le ruego que confíe en mí. No es necesario.

Permanecieron sentados y en silencio durante un tiempo.

—Al menos, ¿me podría decir por qué pensaba que no era digno de publicarse en 1854? —dijo Wallace, rompiendo el silencio.

—No lo publiqué porque creía que le faltaba algo a la teoría. Y le digo más, señor Wallace, creo que aún le falta algo a la teoría.

—¿De qué se trata, exactamente?

—Una explicación evolutiva convincente para el altruismo y la abnegación del ser humano.

Se preguntó si sería necesario que se explicara. No sabía si tenía la energía para afrontar esa cuestión descomunal una vez más y contarle todo acerca de Prudence y los huérfanos, y las mujeres que rescataban bebés de los canales, y los hombres que se lanzaban a los incendios para salvar a desconocidos, y los reclusos hambrientos que compartían las últimas migajas con otros reclusos hambrientos, y los misioneros que perdonaban a los fornicadores, y las enfermeras que cuidaban a los dementes, y la gente que amaba perros que nadie más amaría, y todo lo demás.

Pero no fue necesario entrar en detalles. Wallace comprendió de inmediato.

—Yo mismo me he planteado esa cuestión, ¿sabe? —dijo.

—Lo sé —dijo Alma—. Siempre me lo he preguntado: ¿se la planteó Darwin?

—No creo —dijo Wallace. Hizo una pausa para reflexionar—. Aunque no lo debería decir con tal certeza. No es respetuoso y a él no le habría gustado que respondiera en su nombre. No sé qué pensaba exactamente Darwin sobre este asunto, para ser sincero. Siempre fue muy cuidadoso, ¿sabe?, para no proclamar algo sin estar del todo seguro al respecto. A diferencia de mí.

—A diferencia de usted —estuvo de acuerdo Alma—. Pero no a diferencia de mí.

—No, no a diferencia de usted.

—¿Guardaba usted afecto al señor Darwin? —preguntó Alma—. Siempre me lo he preguntado.

—Oh, sí —dijo Wallace, sin titubear—. Mucho. Fue el mejor de los hombres. Creo que fue el más grande de los hombres de nuestra época, y de casi todas. ¿A quién podríamos compararlo? Está Aristóteles. Está Copérnico. Está Galileo. Está Newton. Y está Darwin.

—Entonces, ¿no le contrarió su éxito? —preguntó Alma.

—Por todos los santos, no, señora Whittaker. En el mundo de la ciencia, todo el mérito corresponde al descubridor, así que la teoría de la selección natural siempre le correspondió a él. Además, solo él tuvo la grandeza para defenderla. Creo que fue el Virgilio de nuestra generación, que nos mostró el cielo, el infierno y el purgatorio. Fue nuestro guía divino.

—Es lo que siempre he pensado yo también —dijo Alma.

—Le digo, señora Whittaker, que no me siento consternado en absoluto por saber que usted llegó antes que yo a la teoría de la selección natural, pero estaría desolado si hubiera sabido que también se adelantó a Darwin. Tanto lo admiro, ya ve. Me gustaría que conservara su trono.

—Su trono no corre peligro alguno por mi causa, joven —dijo Alma en voz baja—. No hay motivos para preocuparse.

Wallace se rio.

—Cómo me gusta, señora Whittaker, que me llame joven. Para un tipo que ya ha entrado en la séptima década de su vida, es todo un elogio.

—Para una mujer en su novena década, señor, no es más que la verdad.

Sin duda, Wallace parecía joven a su lado. Era interesante: las mejores partes de su vida, pensó, las había pasado en la compañía de hombres mayores. Todas esas cenas de su infancia, sentada a la mesa ante ese desfile interminable de mentes privilegiadas y envejecidas. Los años en White Acre, junto a su padre, hablando de botánica y comercio hasta altas horas de la noche. Su época en Tahití junto al bondadoso y decente reverendo Francis Welles. Los cuatro felices años aquí en Ámsterdam junto al tío Dees, antes de su muerte. Pero ahora era Alma quien era vieja ¡y no quedaban hombres mayores que ella! Aquí estaba, sentada junto a un hombre de barba cana y encorvado (un jovencito sesentón) y era ella la tortuga más vieja de la habitación.

—¿Sabe qué creo, señora Whittaker? Me refiero a su pregunta sobre los orígenes de la compasión y la abnegación humanas. Creo que la evolución explica casi todo acerca de nosotros y, sin duda, creo que explica absolutamente todo sobre el resto del mundo natural. Pero no creo que la evolución por sí misma baste para explicar la excepcional conciencia humana. No existe ninguna necesidad evolutiva, ¿sabe?, para que tengamos esta aguda sensibilidad intelectual y emocional. No existe una necesidad práctica que justifique nuestros cerebros. No necesitamos una mente capaz de jugar al ajedrez, señora Whittaker. No necesitamos una mente capaz de inventar religiones o discutir sobre nuestros orígenes. No necesitamos una mente que nos haga llorar en la ópera. De hecho, no necesitamos la ópera…, ni la ciencia ni el arte. No necesitamos la ética, la moral, la dignidad ni la abnegación. No necesitamos cariño ni amor…, ciertamente no en la medida que los sentimos. En cualquier caso, nuestra sensibilidad puede ser un lastre, ya que nos lleva a sufrir una tremenda angustia. Así que no creo que el proceso de la selección natural nos diera estos cerebros…, aunque creo que sí nos dio estos cuerpos y casi todas nuestras facultades. ¿Sabe por qué creo que tenemos estos cerebros extraordinarios?

—Lo sé, señor Wallace —dijo Alma, en voz baja—. Recuerde que he leído mucho su obra.

—Le voy a decir por qué tenemos estas mentes y almas extraordinarias, señora Whittaker —prosiguió, como si no la hubiera oído—. Las tenemos porque hay una inteligencia suprema en el universo que desea comunicarse con nosotros. Esta inteligencia suprema desea ser conocida. Nos llama. Nos acerca a su misterio y nos concede estas mentes privilegiadas para que salgamos en su búsqueda. Quiere que la encontremos. Quiere que nos unamos a ella más que ninguna otra cosa.

—Sé que eso es lo que piensa —dijo Alma, que dio unas palmaditas en la mano de Wallace una vez más—, y creo que es una idea muy bonita, señor Wallace.

—¿Cree que estoy en lo cierto?

—No sabría decirlo —contestó Alma—, pero se trata de una bella teoría. Se acerca tanto a responder mi pregunta como es posible. Aun así, está respondiendo a un misterio con otro misterio, y no sé si llamar a eso ciencia…, mas bien lo llamaría poesía. Por desgracia, al igual que su amigo, el señor Darwin, todavía busco las respuestas más firmes de la ciencia empírica. Es mi carácter, me temo. Pero el señor Lyell habría estado de acuerdo con usted. Sostenía que nada salvo un ser divino podría haber creado la mente humana. A mi marido le hubiera encantado su idea. Ambrose creía en esas cosas. Él aspiraba a esa unión que menciona usted con la inteligencia suprema. Murió buscando esa unión.

Se quedaron en silencio de nuevo.

Al cabo de un rato, Alma sonrió.

—Siempre me he preguntado qué pensaría el señor Darwin de esa idea de usted…, según la cual nuestras mentes están exentas de las leyes de la evolución y una inteligencia suprema rige el universo.

Wallace sonrió también.

—No lo veía con buenos ojos.

—¡Eso me esperaba!

—Oh, no le gustaba en absoluto, señora Whittaker. Se sentía consternado cada vez que yo lo mencionaba. Decía: «Maldita sea, Wallace… ¡No puedo creer que traigas a Dios a esta conversación!».

—¿Y qué respondía usted?

—Intentaba explicarle que no había mencionado la palabra Dios. Era él quien usaba esa palabra. Yo solo decía que existe una inteligencia suprema en el universo que aspira a unirse a nosotros. Creo en el mundo de los espíritus, señora Whittaker, pero jamás emplearía la palabra Dios en una discusión científica. Al fin y al cabo, soy ateo.

—Claro que sí, querido —dijo Alma, que le volvió a dar palmaditas en la mano. Cómo disfrutaba de estas palmaditas. Cómo disfrutaba cada momento de esta conversación.

—Usted cree que soy ingenuo —dijo Wallace.

—Yo creo que es usted maravilloso —le corrigió Alma—. Creo que es usted la persona más maravillosa que he conocido de las que aún viven. A su lado me alegra estar aún por aquí, para haber conocido a alguien como usted.

—Bueno, no está usted sola en el mundo, señora Whittaker, aunque haya sobrevivido a todos. Creo que estamos rodeados de una multitud de amigos y seres queridos a quienes no vemos, porque ya han fallecido, que ejercen una influencia amorosa en nuestras vidas y nunca nos abandonan.

—Qué idea tan encantadora —dijo Alma, que volvió a darle una palmadita en la mano.

—¿Ha estado alguna vez en una sesión espiritista, señora Whittaker? Podría llevarla a una. Podría hablar con su marido a través de la frontera de la muerte.

Alma sopesó la oferta. Recordó esa noche en el cuarto de encuadernar, junto a Ambrose, cuando hablaron con las palmas de las manos: su única experiencia de lo místico e inefable. Aún no sabía qué había ocurrido, en realidad. Aún no estaba del todo segura de no haberlo imaginado todo, en un arrebato de amor y deseo. Por otra parte, a veces se preguntaba si realmente Ambrose fue un ser mágico, tal vez una mutación evolutiva nacida en condiciones adversas o en un mal momento de la historia. Tal vez nunca volviera a haber otro ser como él. Tal vez había sido un experimento fallido. En cualquier caso, fuere lo que fuere, no acabó bien.

—Debo decirle, señor Wallace —respondió—, que es usted muy amable al invitarme a una sesión, pero creo que no voy a ir. Tengo un poco de experiencia con la comunicación sin palabras y sé que, aun si somos capaces de oír a alguien al otro lado de la frontera, eso no significa que vayamos a comprendernos.

Wallace rio.

—Bueno, si alguna vez cambia de opinión, envíeme un mensaje.

—Con certeza, así lo haré. Pero es mucho más probable, señor Wallace, que sea usted quien me envíe un mensaje a mí, una vez que haya muerto, durante una de esas reuniones espiritistas. No tendrá que esperar mucho, pues me voy a marchar pronto.

—No se va a marchar nunca. El espíritu vive dentro del cuerpo, señora Whittaker. La muerte solo separa esa dualidad.

—Gracias, señor Wallace. Dice usted palabras muy amables. Pero no hace falta que me consuele. Soy demasiado vieja para temer los grandes cambios de la vida.

—¿Sabe, señora Whittaker…? Aquí estoy yo predicando todas mis teorías, pero no me he detenido a preguntarle a usted, una mujer sabia, cuáles son sus creencias.

—Lo que yo creo no es, tal vez, tan emocionante como lo que cree usted.

—No obstante, me gustaría oírlo.

Alma suspiró. Vaya preguntita. ¿En qué creía ella?

—Creo que todos somos efímeros —dijo. Tras pensar un momento, añadió—: Creo que todos somos medio ciegos y cometemos muchos errores. Creo que comprendemos muy poco, y que la mayor parte de lo que comprendemos está equivocado. Creo que es imposible sobrevivir a la vida (¡eso es evidente!), pero, con suerte, se puede sobrellevar la vida durante mucho tiempo. Con suerte y con tozudez, la vida, a veces, incluso puede ser disfrutada.

—¿Cree en el más allá? —preguntó Wallace.

Alma volvió a darle una palmadita en la mano.

—Oh, señor Wallace, siempre intento no decir cosas que molesten a la gente.

Wallace se rio de nuevo.

—No soy tan delicado como usted piensa, señora Whittaker. Puede decirme lo que cree.

—Bueno, si debe saberlo, creo que casi todo el mundo es muy frágil. Creo que debió de ser un tremendo golpe para la autoestima del hombre cuando Galileo anunció que no vivimos en el centro del universo…, al igual que cuando Darwin anunció que no nos había creado Dios en un instante milagroso. Creo que a casi todo el mundo le cuesta escuchar estas ideas. Creo que hacen que la gente se sienta insignificante. Dicho lo cual, me pregunto, señor Wallace, si su aspiración al mundo espiritual y el más allá no es más que un síntoma de la inacabada búsqueda del hombre para sentirse… ¿importante? Perdóneme, no deseo ofenderlo. El hombre a quien tanto amé compartía esa necesidad, esa misma búsqueda…, la de alcanzar la comunión con una divinidad misteriosa, trascender el cuerpo y este mundo y ser importante en un reino mejor. Me pareció una persona muy solitaria, señor Wallace. Bella, pero solitaria. No sé si usted está solo, pero me lo pregunto.

Wallace no respondió nada.

Al cabo de un momento, se limitó a preguntar:

—¿Y usted no siente esa necesidad, señora Whittaker? ¿La de sentirse importante?

—Le voy a decir algo, señor Wallace. Creo que soy la mujer más afortunada que jamás ha vivido. Mi corazón se ha roto, sin duda, y casi ningún deseo mío se ha cumplido. Mi conducta me ha decepcionado a mí misma y otros me han decepcionado. He sobrevivido a casi todas las personas a las que he amado. Solo me queda viva en este mundo una hermana, a quien no he visto desde hace más de treinta años… y con quien no intimé la mayor parte de mi vida. No he tenido una carrera ilustre. He tenido una sola idea original en mi vida (y resultó ser una idea importante, una idea que me habría brindado la oportunidad de ser bien conocida), pero dudé en publicarla y así perdí mi oportunidad. No tengo marido. No tengo herederos. Una vez tuve una fortuna, pero la regalé. Mis ojos me traicionan y mis pulmones me dan problemas. No creo que viva para ver otra primavera. Moriré al otro lado del océano de donde nací y voy a ser enterrada aquí, lejos de mis padres y mi hermana. Sin duda, ya se hace usted una pregunta: ¿por qué esta mujer tan triste y desdichada se considera a sí misma afortunada?

Wallace no dijo nada. Era demasiado amable para responder a semejante observación.

—No se preocupe, señor Wallace. No intento burlarme de usted. Creo de verdad que soy afortunada. Soy afortunada porque he podido dedicar mi vida al estudio del mundo. Como tal, nunca me he sentido insignificante. La vida es un misterio, sí, y es a menudo un padecimiento, pero, si se pueden descubrir algunos hechos, hay que hacerlo…, porque el conocimiento es el más preciado de todos los bienes.

Como Wallace siguió sin responder, Alma prosiguió:

—Como ve, nunca he sentido la necesidad de inventar un mundo más allá de este mundo, pues este mundo siempre me ha parecido suficientemente enorme y bello. Me he preguntado por qué no es lo bastante enorme y bello para otros…, por qué han de soñar nuevas y maravillosas esferas, por qué desean vivir en otro lugar, más allá de este planeta…, pero no es asunto mío. Todos somos diferentes, supongo. Yo lo que he querido siempre es conocer este mundo. Y puedo decir, ahora que me acerco a mi fin, que en este momento sé bastante más que cuando llegué. Por otra parte, esos pequeños conocimientos míos ahora forman parte del conocimiento acumulado a lo largo de la historia…, forman parte de la gran biblioteca, por así decirlo. Eso no es poca cosa, señor. Quien puede decir algo así ha vivido una vida afortunada.

Ahora fue él quien le dio unas palmaditas en la mano.

—Muy bien dicho, señora Whittaker —dijo.

—Claro, señor Wallace —dijo Alma.

***

Después de esto, pareció que la conversación había tocado a su fin. Ambos estaban pensativos y cansados. Alma devolvió el manuscrito a la maleta de Ambrose, guardó esta bajo el diván y cerró con llave la puerta del despacho. Nunca más volvería a enseñárselo a nadie. Wallace la ayudó a bajar las escaleras. Fuera estaba oscuro y nublado. Caminaron lentamente de vuelta a la residencia Van Devender, dos puertas más abajo. Alma le dejó pasar y ambos se desearon una buena noche en el vestíbulo. Wallace se iría a la mañana siguiente y no volverían a verse.

—Cómo me alegra que haya venido —dijo Alma.

—Cómo me alegra que me invitara —dijo Wallace.

Alma estiró el brazo y le tocó la cara. Wallace lo consintió. Alma exploró esos rasgos cálidos. Tenía una cara amable, Alma lo sintió en la punta de los dedos.

Después, Wallace subió a su habitación, pero Alma esperó en el vestíbulo. No deseaba ir a dormir. Cuando oyó que se cerraba la puerta de su habitación, tomó el bastón y el chal y volvió a salir. Reinaba la oscuridad, pero eso ya no molestaba a Alma; apenas veía a la luz del día y conocía muy bien su entorno al tacto. Encontró la puerta trasera del Hortus (esa puerta privada que los Van Devender habían usado durante tres siglos), y entró a los jardines.

Tenía la intención de volver a la Cueva de los Musgos a reflexionar, pero pronto se quedó sin aliento, así que descansó un instante, apoyada en el árbol más cercano. Cielo santo, ¡qué vieja era! ¡Con qué rapidez había ocurrido! Agradeció tener un árbol al lado. Agradeció los jardines y su belleza en penumbra. Agradeció ese momento tranquilo para descansar. Recordó lo que la pobre Retta Snow solía decir: «¡Gracias a los cielos que existe la tierra! Si no, ¿dónde nos sentaríamos?». Alma se sentía un poco mareada. ¡Qué noche acababa de vivir!

«Éramos tres», había dicho Wallace.

Sin duda, fueron tres y ahora solo había dos. Pronto, solo quedaría uno. Y entonces Wallace también se iría. Pero, de momento, por lo menos, Wallace sabía que ella existía. Alma era conocida. Apoyó la cabeza contra el árbol y se maravilló de todo: de la velocidad de las cosas, de esas asombrosas confluencias.

Una persona no puede permanecer maravillada y estupefacta para siempre y, al cabo de un tiempo, Alma se preguntó qué árbol sería ese. Conocía todos los árboles del Hortus, pero no sabía bien dónde estaba, así que no lo recordó. Tenía un olor familiar. Acarició la corteza y entonces lo supo: por supuesto, era un nogal americano, el único de su clase en toda Ámsterdam. Juglandaceae. La familia de los nogales. Este ejemplar en concreto había venido de Estados Unidos hacía más de cien años, probablemente del oeste de Pensilvania. Difícil de trasplantar, debido a su larga raíz principal. Debió de ser un arbolillo al llegar. Crece en tierras bajas, claro que sí. Aficionado al barro y al limo; amigo de codornices y zorros; resistente al hielo; propenso a pudrirse. Era viejo. Ella era vieja.

Una serie de indicios convergían sobre Alma (procedentes de todas las direcciones), que la llevaron a una conclusión final, formidable: pronto, prontísimo, le iba a llegar la hora. Sabía que era cierto. Tal vez no esa noche, pero una noche cercana. No tenía miedo a la muerte, en teoría. En todo caso, no sentía sino respeto y veneración por el Genio de la Muerte, que había dado forma a este mundo más que cualquier otra fuerza. Dicho lo cual, no deseaba morir en ese mismo momento. Aún quería ver qué iba a ocurrir a continuación, como siempre. Se trataba de resistir la inmersión en la medida de lo posible. Se agarró al gran árbol como si fuera un caballo. Apretó la mejilla contra esa ijada silenciosa y viva.

Dijo:

—Estamos muy lejos de casa tú y yo, ¿verdad?

En esos jardines a oscuras, en medio de la silenciosa noche de la ciudad, el árbol no respondió.

Pero la sostuvo contra sí un poco más de tiempo.

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