Capítulo treinta

Por supuesto, Alma conocía a Charles Darwin; todo el mundo lo conocía. En 1839 había publicado un libro muy popular acerca de su viaje a las islas Galápagos. El libro (una crónica encantadora) le concedió bastante fama en su tiempo. Darwin tenía un estilo fluido y lograba transmitir su pasión por el mundo natural en un tono encantador y amable, bienvenido por lectores de toda índole. Alma recordó que admiraba esa cualidad de Darwin, pues ella nunca fue capaz de escribir una prosa tan entretenida y democrática.

Al pensar en ello, lo que Alma recordaba con más claridad de El viaje del Beagle era una descripción de unos pingüinos que nadaban por la noche en aguas fosforescentes, dejando una «estela de fuego» en la oscuridad. ¡Una estela de fuego! Alma agradeció esa descripción, que la había acompañado durante los últimos veinte años. Incluso la recordó durante su viaje a Tahití, esa noche maravillosa en el Elliot, cuando ella misma presenció tal fluorescencia. Pero no recordaba casi nada más de ese libro, y Darwin no había destacado de ningún modo desde entonces. Se había retirado de los viajes para dedicarse a unas actividades más eruditas: una obra minuciosa y bien hecha sobre los percebes, si Alma recordaba bien. Sin duda, nunca lo había considerado uno de los grandes naturalistas de su generación.

Sin embargo, ahora, tras leer la reseña de ese libro novedoso y deslumbrante, Alma descubrió que Charles Darwin, ese aficionado a los percebes de voz amable, ese cortés amante de los pingüinos, había ocultado sus ases en la manga. Y resultó que tenía algo maravilloso que ofrecer al mundo.

Alma dejó el periódico y apoyó la cabeza entre las manos.

Una estela de fuego, sin duda.

***

El libro tardó una semana en llegar desde Inglaterra y Alma pasó esos días como en trance. Pensaba que no sabría reaccionar ante este giro de los acontecimientos hasta que leyera (palabra por palabra) lo que Darwin tenía que decir, en lugar de lo que se decía al respecto.

El 5 de enero (en su sexagésimo cumpleaños) llegó el libro. Alma se retiró a su despacho con suficiente comida y bebida para quedarse ahí el tiempo que hiciera falta, y se encerró a cal y canto. Abrió El origen de las especies por la primera página, comenzó a leer esa prosa encantadora y cayó en lo hondo de una profunda caverna donde resonaban por las cuatro paredes todas las ideas de su vida.

Darwin, huelga decirlo, no le había robado su teoría. Ni por un momento se le cruzó por la cabeza esa idea absurda; Darwin ni siquiera había oído hablar de Alma Whittaker. Pero, como dos exploradores que buscan el mismo tesoro en direcciones diferentes, Alma y Darwin habían hallado el mismo cofre lleno de riquezas. Lo que ella había deducido gracias a los musgos él lo había deducido gracias a los pinzones. Lo que ella había observado en los campos de rocas de White Acre él lo vio repetido en el archipiélago de Galápagos. Ese campo de rocas de Alma no era sino un archipiélago, en miniatura. Una isla es una isla, al fin y al cabo, ya sea de un metro o de un kilómetro, y los acontecimientos más espectaculares del mundo natural ocurren en los salvajes y competitivos campos de batalla de las islas.

Era un libro hermoso. Vaciló, al leerlo, entre la congoja y la reivindicación, entre los remordimientos y la admiración.

Darwin escribió: «Nacen más individuos de los que pueden sobrevivir. Un grano en la balanza determina qué individuos han de vivir y cuáles han de morir».

Escribió: «En resumen, vemos hermosas adaptaciones por doquier, en cualquier parte del mundo orgánico».

La embargó una emoción tan compleja y abrumadora, tan plúmbea, que pensó que se iba a desmayar. La golpeó como la explosión de un horno; ella había estado en lo cierto.

¡Había estado en lo cierto!

Los recuerdos del tío Dees pulularon por su mente, aunque no dejó de leer. Esos recuerdos eran constantes y contradictorios. «¡Ojalá hubiera vivido para ver esto! ¡Gracias a Dios que no ha vivido para ver esto! ¡Qué orgulloso y enfadado se habría sentido, al mismo tiempo!». Alma le habría escuchado decir sin parar: «¿Lo ves? ¡Te dije que lo publicaras!». Sin embargo, también habría celebrado esta grandiosa confirmación de la teoría de su sobrina. Alma no sabía cómo digerir esta noticia sin él. Lo echó muchísimo de menos. Con alegría se habría sometido a sus riñas a cambio de un poco de sus consuelos. Inevitablemente, también deseó que su padre hubiera vivido para ver esto. Deseó que su madre hubiera vivido para ver esto. Ambrose, también. Deseó haber publicado su ensayo. No sabía qué pensar.

¿Por qué no lo había publicado?

La duda la corroía por dentro…, pero, a medida que leía la obra maestra de Darwin (pues, sin duda alguna, era una obra maestra), supo que esta teoría le pertenecía a él, que debía pertenecerle a él. Aun si lo hubiera dicho primero, ella no lo habría dicho mejor. Era posible que nadie le hubiera prestado atención de haber publicado su teoría; no porque fuera una mujer o fuera desconocida, sino porque no habría sabido convencer al mundo con la elocuencia de Darwin. La ciencia de Alma era intachable, pero su estilo no. La tesis de Alma abarcaba cuarenta páginas y El origen de las especies más de quinientas, pero a Alma no le cabía duda de que la obra de Darwin era una lectura mucho más placentera. El libro de Darwin era ingenioso. Era íntimo. Era juguetón. Se leía como una novela.

Darwin llamó a su teoría «selección natural». Era un término brillante y conciso, mejor que el más rebuscado «teoría de la alteración competitiva». Mientras elaboraba con paciencia las razones de la selección natural, Darwin nunca se mostraba estridente ni a la defensiva. Daba la impresión de ser un amable vecino del lector. Escribía acerca del mismo mundo oscuro y violento que Alma percibía (un mundo de matar o morir, sin fin), pero su estilo no contenía ni rastro de violencia. Alma no habría osado escribir con mano tan reposada; no habría sabido cómo. La prosa de Alma era un martillo; la de Darwin era un salmo. No sostenía una espada, sino una vela. Sus páginas sugerían el espíritu de la divinidad, sin evocar jamás al Creador. Evocaba la sensación del milagro gracias al éxtasis con que describía el poder del tiempo. Escribió: «Qué número casi infinito de generaciones, que la mente no puede abarcar, se habrán sucedido unas a otras a lo largo de los años». Se maravillaba de las «hermosas ramificaciones» del cambio. Ofreció la preciosa observación de que las maravillas de la adaptación convertían a cada una de las criaturas de la tierra, incluso al más humilde escarabajo, en un ser precioso, impresionante y noble.

Preguntó: «¿Qué límite puede fijarse a esta fuerza?».

Escribió: «Contemplamos el semblante de la naturaleza, brillante de alegría…».

Concluyó: «Hay grandeza en esta concepción de la vida».

Alma terminó el libro y se permitió llorar.

No había nada que hacer ante un logro tan espléndido y devastador, salvo llorar.

***

En 1860 todo el mundo leyó El origen de las especies y todo el mundo discutió sobre el libro, pero nadie lo leyó con mayor interés que Alma. Y mantuvo la boca cerrada durante todos esos debates de salón sobre la selección natural (incluso cuando eran sus sobrinos quienes se enfrascaban en la batalla), pero no se perdió ni una palabra. Asistió a todas las conferencias sobre el tema y leyó todas las reseñas, ataques, críticas. Además, releyó el libro varias veces, con un espíritu tan inquisitivo como deferente. Alma era una científica y deseaba poner la teoría de Darwin bajo el microscopio. Deseaba contrastar su teoría con la de él.

Por supuesto, la cuestión primordial era cómo había logrado Darwin resolver el problema Prudence.

La respuesta surgió sin demora: no lo había resuelto.

No lo había resuelto porque (muy astutamente) Darwin evitó a los seres humanos en su libro. El origen de las especies trataba sobre la naturaleza, pero no sobre el hombre. Darwin había jugado sus cartas con cuidado. Escribió sobre la evolución de los pinzones, las palomas, los galgos italianos, los caballos y los percebes…, pero ni siquiera mencionó a los seres humanos. Él escribió: «Los fuertes, los sanos y los felices sobreviven y se multiplican», pero no añadió: «Nosotros también formamos parte de este sistema». Los lectores de inclinaciones científicas llegarían a esa conclusión por sí mismos… y Darwin lo sabía muy bien. Los lectores de inclinaciones religiosas llegarían a la misma conclusión, que les parecería un indignante sacrilegio…, pero Darwin, en realidad, no lo había dicho. Así pues, se había protegido a sí mismo. Se podía sentar en su tranquila casa de campo, en Kent, inocentemente ante la indignación pública: ¿qué tiene de malo una simple discusión de pinzones y percebes?

Para Alma, esta estrategia constituía la mayor genialidad de Darwin: no había abordado toda la cuestión. Tal vez la abordaría más adelante, pero no lo había hecho ya, aquí, en este planteamiento, inicial y precavido, de la evolución. Esta noción deslumbró a Alma, que casi se dio una palmada en la frente, estupefacta y maravillada; jamás se le habría ocurrido que un buen científico no necesitaba abordar un problema al completo de inmediato… ¡en ningún ámbito! En esencia, Darwin había hecho lo mismo que el tío Dees había propuesto a Alma durante años: publicar una bella teoría de la evolución, pero limitándose al ámbito de la botánica y la zoología, dejando así que fueran los humanos quienes debatieran sus orígenes.

Deseó hablar con Darwin. Ojalá pudiera cruzar el canal, tomar un tren hasta Kent, llamar a la puerta de Darwin y preguntarle: «¿Cómo explica usted a mi hermana Prudence y el concepto de la abnegación, ante las abrumadoras evidencias que apuntan a una lucha biológica constante?». Pero todo el mundo quería hablar con Darwin y Alma no poseía la influencia necesaria para concertar una reunión con el científico más buscado del planeta.

Con el paso del tiempo, se hizo una idea más clara de este Charles Darwin, y le resultó evidente que el caballero no era un polemista. Probablemente, de todos modos, no habría sido de su agrado mantener una discusión con una brióloga estadounidense. Probablemente, le habría sonreído con amabilidad y le habría preguntado: «Pero ¿qué piensa usted, señora?» antes de cerrar la puerta.

De hecho, mientras todo el mundo civilizado se esforzaba en alcanzar una opinión acerca de Darwin, él se sumió en un asombroso silencio. Cuando Charles Hodge, del seminario teológico de Princeton, acusó a Darwin de ateísmo, este no se defendió. Cuando lord Kelvin se negó a apoyar la teoría (lo que le pareció desafortunado a Alma, ya que lord Kelvin habría sido un respaldo formidable), Darwin no protestó. Tampoco se relacionó con sus seguidores. Cuando George Searle (un destacado astrónomo católico) escribió que la teoría de la selección natural le parecía lógica y que no constituía una amenaza para la Iglesia católica, Darwin no respondió. Cuando el clérigo anglicano y novelista Charles Kingsley anunció que él también se sentía a gusto con un Dios que «creaba formas primarias capaces de desarrollarse», Darwin no dijo ni una palabra para mostrar su acuerdo. Cuando el teólogo Henry Drummond intentó elaborar una defensa bíblica de la evolución, Darwin evitó el debate por completo.

Alma observó cómo teólogos liberales se refugiaban en la metáfora (los siete días de la Creación mencionados en la Biblia, alegaban, eran en realidad siete épocas geológicas), mientras que paleontólogos conservadores como Louis Agassiz enrojecían airados y acusaban a Darwin y sus seguidores de vil apostasía. Otros luchaban las batallas de Darwin en su nombre: el poderoso Thomas Huxley en Inglaterra; el elocuente Asa Gray en los Estados Unidos. Pero Darwin mantuvo una distancia caballerosa muy inglesa respecto al debate.

Alma, por otra parte, se tomó cada ataque a la selección natural como un ataque personal, al igual que se sentía secretamente alentada por cada apoyo: no era solo la idea de Darwin la que se encontraba bajo escrutinio, sino la suya también. A veces pensaba que le afectaba más este debate que al propio Darwin (otra razón, tal vez, por la cual él era mejor embajador de esta teoría de lo que habría sido ella). Pero también le frustraba la reserva de Darwin. A veces quería sacudirlo y obligarlo a luchar. En su lugar, ella habría presentado batalla como Henry Whittaker. Habría acabado con la nariz ensangrentada, sin duda, pero habría hecho sangrar algunas narices por el camino. Habría luchado a brazo partido para defender su teoría (no podía dejar de pensar que era la teoría de ambos)… si la hubiera publicado, claro. Lo cual, por supuesto, no había hecho. Así pues, no tenía el derecho de luchar. Por lo tanto, no dijo nada.

Qué irritante, fascinante y confuso era todo.

Es más (Alma no dejó de notarlo), nadie había resuelto el problema Prudence de un modo satisfactorio.

Por lo que veía, aún había un agujero en la teoría.

Todavía estaba incompleta.

***

Pero pronto Alma se fue distrayendo, cada vez más cautivada, por otro asunto.

De un modo tenue pero cada vez más claro, mientras el debate de Darwin proseguía enzarzado, Alma percibió otra figura, oculta en los márgenes en sombra de la polémica. De la misma manera que Alma (cuando era joven) veía algo que se movía en una esquina del portaobjetos del microscopio y se esforzaba en centrar la vista (sospechando que tal vez fuese algo importante, antes de saber si lo era), aquí, también, vio algo extraño e importante flotando en un rincón. Algo que estaba fuera de lugar. Algo había en la historia de Charles Darwin y la selección natural que no debería existir. Giró la clavija, ajustó el cabezal y centró toda su atención en el misterio… Así es como supo de un hombre llamado Alfred Russel Wallace.

Alma vio por primera vez el nombre de Wallace cuando, por curiosidad, rastreó la primera mención oficial de la selección natural, la cual había tenido lugar el 1 de julio de 1858, en una reunión de la Sociedad Linneana de Londres. Alma se había perdido las actas de esa reunión cuando fueron publicadas porque entonces estaba de luto, pero ahora las estudió con suma atención. De inmediato, notó algo peculiar: se había presentado otro ensayo ese día, justo después de la exposición de la tesis de Darwin. El otro ensayo se titulaba «Sobre la tendencia de las variedades a alejarse indefinidamente del tipo original», escrito por un tal A. R. Wallace.

Alma buscó el ensayo y lo leyó. Decía exactamente lo mismo que Darwin con su teoría de la selección natural. De hecho, decía exactamente lo mismo que Alma con su teoría de la alteración competitiva. El señor Wallace sostenía que la vida era una lucha constante por la existencia; que no había suficientes recursos para todos; que la población estaba controlada por los depredadores, la enfermedad y la escasez de alimentos; y que los más débiles siempre morían primero. El ensayo de Wallace pasaba a decir que cualquier variación en una especie que afectara la supervivencia podría cambiar a esa especie para siempre. Dijo que las variaciones más exitosas proliferarían, mientras que las menos exitosas se extinguirían. Así surgían, se transmutaban, prosperaban y desaparecían las especies.

El ensayo era breve, sencillo y, para Alma, muy cercano.

¿Quién era esta persona?

Alma no había oído hablar de él. Eso ya le llamaba la atención, pues se esforzaba por conocer a todos en el mundo científico. Escribió cartas a unos cuantos colegas de Inglaterra y les preguntó: «¿Quién es este Alfred Russel Wallace? ¿Qué dice la gente de él? ¿Qué ocurrió en Londres en julio de 1858?».

Lo que descubrió solo sirvió para intrigarla más. Wallace había nacido en Monmouthshire, cerca de Gales, en el seno de una familia de clase media que luego pasó por tiempos difíciles; y era más o menos autodidacta, agrimensor de profesión. Joven aventurero, se embarcó hacia varias selvas a lo largo de los años, y se convirtió en un incansable coleccionista de ejemplares de insectos y aves. En 1853, Wallace publicó un libro titulado Las palmeras del Amazonas y sus usos, pero Alma no se había enterado, pues viajaba entre Tahití y Holanda por aquel entonces. Desde 1854, había permanecido en el archipiélago malayo, donde estudiaba las ranas arborícolas y similares.

Ahí, en los remotos bosques de las Célebes, Wallace contrajo fiebre palúdica y estuvo a punto de morir. En las profundidades de la fiebre, mientras pensaba en la muerte, tuvo una inspiración súbita: una teoría de la evolución basada en la lucha por la existencia. En apenas unas pocas horas escribió su teoría. A continuación, envió esa tesis escrita a toda prisa desde las Célebes hasta Inglaterra, a un caballero llamado Charles Darwin, a quien había visto una vez y a quien admiraba mucho. Wallace, con gran deferencia, preguntó al señor Darwin si esa teoría de la evolución tendría algún valor. Era una pregunta inocente. Wallace no tenía forma de saber que el propio Darwin trabajaba en esa misma idea desde 1840, más o menos. De hecho, Darwin había escrito casi dos mil páginas de lo que sería a la postre El origen de las especies, y no se las había mostrado a nadie salvo a su querido amigo Joseph Hooker, del Real Jardín Botánico de Kew. Durante años, Hooker había animado a Darwin a publicar, pero este (en una decisión que Alma supo valorar) se abstuvo, por falta de confianza.

Ahora, en una de las grandes coincidencias de la historia de la ciencia, la bella y original idea de Darwin (que había cultivado en privado durante casi dos décadas) había sido expresada, casi con las mismas palabras, por un galés casi desconocido, de treinta y cinco años, que sufría fiebres palúdicas al otro lado del mundo.

Según las fuentes de Alma en Londres, al leer la carta de Wallace, Darwin se sintió obligado a anunciar su teoría de la selección natural, por temor a perder la autoría del concepto si Wallace publicaba primero. Qué irónico, pensó Alma, que Darwin temiera ser superado en la competición por la teoría de la competición. En un gesto de caballerosa cortesía, Darwin decidió que la carta de Wallace debía presentarse ante la Sociedad Linneana el 1 de julio de 1858, junto con sus investigaciones sobre la selección natural, al mismo tiempo que presentaba pruebas de que la hipótesis le pertenecía a él. La publicación de El origen de las especies se produjo enseguida, tan solo un año y medio más tarde. Esa prisa por publicar sugirió a Alma que Darwin se había dejado llevar por el pánico… ¡y no le faltaban razones! ¡El galés se acercaba! Al igual que muchos animales y plantas bajo amenaza de aniquilación, Charles Darwin se vio obligado a moverse, a actuar: a adaptarse. Alma recordó lo que ella había escrito en su versión de la teoría: «Cuanto mayor es la crisis, al parecer, más rápida es la evolución».

Al repasar esta extraordinaria historia, a Alma no le cupo duda: la selección natural fue primero idea de Darwin. Pero no fue solo idea de Darwin. Estaba Alma, sí, pero también había alguien más. Al descubrirlo, la sorpresa de Alma no tuvo límites. Le pareció de una improbabilidad intelectual absoluta. Pero también le proporcionó un extraño consuelo: conocer a Alfred Russel Wallace. Le confortó saber que no estaba sola en esto. Tenía un compañero. Eran Whittaker y Wallace, los colegas desconocidos…, aunque Wallace, por supuesto, no tenía ni idea de que eran los colegas desconocidos, pues ella era mucho más desconocida que él. Pero Alma lo sabía. Sentía su presencia: ese hermano mental, extraño, milagroso, más joven. Si hubiera sido más religiosa, tal vez habría dado las gracias a Dios por Alfred Russel Wallace, ya que fue esa leve sensación de compañerismo lo que le ayudó a sobrellevar con gracia (sin resentimientos, desesperanza ni vergüenza, tan debilitantes) esa poderosa y vociferante conmoción que rodeaba al señor Charles Darwin y su teoría colosal y transfiguradora.

Darwin pertenecería a la historia, sí, pero Alma tenía a Wallace.

Y eso, al menos por ahora, era consuelo suficiente.

***

Corría la década de 1860. Reinaba la tranquilidad en Holanda, pero Estados Unidos se desgarraba en una guerra impensable. Durante esos años terribles, para Alma el mundo científico pasó a un segundo plano, por las noticias que llegaban de su país sobre matanzas desoladoras y sin fin. Prudence perdió a su hijo mayor, un oficial, en la batalla de Antietam. Dos de los nietos más jóvenes de Prudence fallecieron por las enfermedades de campamento, antes de ver un campo de batalla. Toda su vida, Prudence había combatido para acabar con la esclavitud, y había acabado, pero perdió a tres de los suyos en la lucha. «Me alegro y al poco lloro —escribió Prudence a Alma—. Y, al cabo, lloro aún más». Una vez más, Alma se preguntó si debía volver a casa (e incluso lo propuso), pero Prudence la animó a quedarse en Holanda. «En estos momentos, la vida en nuestra nación es demasiado trágica para los visitantes —la informó Prudence—. Quédate donde el mundo es más tranquilo y bendice esa tranquilidad».

De algún modo, Prudence mantuvo la escuela abierta durante toda la guerra. No solo resistió, sino que acogió más niños durante el conflicto. La guerra terminó. El presidente fue asesinado. La unión persistió. El ferrocarril transcontinental se completó. Alma pensó que tal vez eso impediría que el país se deshilachara: las costuras ásperas y férreas del poderoso ferrocarril. Desde la segura distancia de Alma, Estados Unidos parecía un lugar que crecía incontrolable y feroz. Le alegraba no estar ahí. Ya había pasado una vida lejos de Estados Unidos; creía que no reconocería el lugar, ni el lugar la reconocería a ella. Le gustaba su vida de holandesa, de estudiosa, de Van Devender. Leía todas las revistas científicas y publicaba en muchas de ellas. Mantenía apasionados debates con sus colegas, ante un café y unas pastas. Todos los veranos el Hortus le concedía permiso para recolectar musgos por todo el continente, durante un mes. Llegó a conocer muy bien los Alpes, y llegó a amarlos, mientras atravesaba ese paisaje majestuoso con un bastón y su estuche de recolectora. Llegó a conocer los bosques de helechos de Alemania. Se convirtió en una anciana de lo más satisfecha.

Llegó la década de 1870. En la pacífica Ámsterdam, Alma se adentró en la octava década de su vida, pero siguió entregada a su trabajo. Le resultaba difícil salir a caminar, pero cuidaba la Cueva de los Musgos y daba conferencias ocasionales en el Hortus sobre briología. Los ojos comenzaron a fallarle y le preocupaba no ser capaz de identificar los musgos. Para anticiparse a ese hecho triste e inevitable, trabajó con los musgos en plena oscuridad, para aprender a identificarlos mediante el tacto. Se volvió bastante diestra en eso. (No necesitaba ver a los musgos para siempre, pero siempre querría saber cuáles eran). Por fortuna, contaba con una ayuda excelente en su trabajo. Su sobrina nieta favorita, Margaret (apodada cariñosamente «Mimi»), demostró una fascinación innata por los musgos, y pronto se convirtió en la pupila de Alma. Cuando finalizó sus estudios, la joven vino a trabajar con Alma en el Hortus; con la ayuda de Mimi, Alma escribió un exhaustivo libro en dos volúmenes, Los musgos del norte de Europa, que fue bien recibido. Fueron dos tomos bellamente ilustrados, si bien el artista no era Ambrose Pike.

Pero nadie era Ambrose Pike. Nadie lo sería.

Alma observó cómo Charles Darwin se volvía un gran hombre de ciencia. No le envidiaba el éxito; se merecía los elogios, y actuaba con dignidad. Siguió trabajando en su obra sobre la evolución, lo que agradó a Alma, con su típica combinación de excelencia y discreción. En 1871, publicó el minucioso El origen del hombre, en el que al fin aplicaba los principios de la selección natural a los humanos. Fue prudente al haber esperado tanto tiempo, pensó Alma. La conclusión del libro («Sí, somos simios») era casi previsible a esas alturas. En la docena de años transcurrida desde la publicación de El origen de las especies, el mundo había anticipado y debatido «la cuestión del mono». Se habían formado bandos, se habían escrito ensayos y se habían presentado un sinfín de refutaciones y razones. Era casi como si Darwin hubiera esperado a que el mundo se adaptase a la inquietante idea de que Dios no había creado al hombre con arcilla antes de exponer este veredicto reposado, bien ordenado y argumentado. Alma, una vez más, leyó el libro con tanta atención como el que más, y lo admiró mucho.

Aun así, no vio una solución al problema Prudence.

No le había hablado a nadie de su teoría de la evolución… ni de su pequeña relación con Darwin. Aún seguía mucho más interesada en esa sombra hermana, la de Alfred Russel Wallace. Había seguido su carrera con atención a lo largo de los años; sus éxitos la llenaban de orgullo y sus fracasos la angustiaban. Al principio, dio la impresión de que Wallace sería para siempre una nota al pie de página en la obra de Darwin, ya que dedicó buena parte de la década de 1860 a escribir en defensa de la selección natural. Pero entonces Wallace dio un extraño giro. A mediados de esa década, descubrió el espiritismo, el hipnotismo y el mesmerismo y comenzó a explorar lo que las personas más respetables llamaban «lo oculto». Alma casi oía los gruñidos de disgusto de Charles Darwin al otro lado del canal…, pues los nombres de ambos estarían para siempre unidos, y Wallace se había embarcado en una quimera bochornosa y poco científica. Tal vez era perdonable que Wallace asistiera a sesiones espiritistas, creyera en leerse la mano y jurase haber hablado con los muertos, pero que escribiera ensayos con títulos como «El aspecto científico de lo sobrenatural» no tenía perdón.

De todos modos, Alma no podía evitar querer a Wallace aún más por estas creencias poco ortodoxas y por sus razonamientos apasionados y valientes. La vida de Alma era cada vez más sosegada, pero disfrutaba al ver a Wallace (ese pensador salvaje y sin ataduras) causar el caos entre los académicos. Carecía por completo de la cualidad aristocrática de Darwin; Wallace derramaba inspiraciones, distracciones y conceptos inacabados. Tampoco permanecía con la misma idea por un tiempo, sino que revoloteaba de capricho en capricho.

En sus fascinaciones más trascendentes, Wallace le recordaba a Ambrose y eso le hacía sentir aún más cariño por él. Como Ambrose, Wallace era un soñador. Se situaba con contundencia del lado de los milagros. Sostenía que nada era más importante que la investigación de aquello que desafiaba las reglas de la naturaleza, pues ¿quiénes éramos nosotros para asegurar que entendíamos las reglas de la naturaleza? Todo era un milagro hasta que se encontraba la solución. Wallace escribió que el primer hombre que vio un pez volador probablemente pensó que estaba presenciando un milagro… y el primer hombre que describió un pez volador fue, sin duda, llamado mentiroso. Alma lo quería por esos razonamientos tercos y juguetones. Le habría ido bien en las cenas de White Acre, pensaba a menudo.

Sin embargo, Wallace no descuidó del todo sus más legítimas exploraciones científicas. En 1876, publicó su obra maestra: La distribución geográfica de los animales, celebrada de inmediato como el texto definitivo sobre la zoogeografía. Era un libro asombroso. Mimi, la sobrina nieta de Alma, le leyó casi toda la obra, dado que los ojos de Alma veían muy borroso. Alma disfrutaba tanto las ideas de Wallace que, durante ciertos pasajes del libro, lo animaba en voz alta sin darse cuenta.

Mimi alzaba la vista y decía:

—Cómo te gusta este Alfred Russel Wallace, ¿verdad, tía?

—¡Es un príncipe de la ciencia! —sonreía Alma.

Wallace pronto arruinó su reputación de nuevo al involucrarse cada vez más en políticas radicales: combatió abiertamente en favor de la reforma de la tierra, el sufragio de la mujer y los derechos de los pobres y los desposeídos. Sencillamente, no lograba apartarse de las refriegas. Los amigos y los admiradores influyentes trataban de buscarle puestos estables en buenas instituciones, pero Wallace se había vuelto tan extremista que pocos osaban contratarlo. Alma se preocupó por su situación financiera. Sospechaba que no era prudente con el dinero. En todos los sentidos, Wallace se negaba a representar el papel del buen caballero inglés; probablemente, porque no era, de hecho, un buen caballero inglés, sino más bien un agitador de la clase obrera, que nunca pensaba antes de hablar y nunca se detenía antes de publicar. Sus pasiones acarreaban cierto caos y la controversia se pegaba a él como un cadillo, pero Alma no deseaba que se retractara. Le gustaba ver cómo aguijoneaba al mundo.

—A por ellos, muchacho —murmuraba Alma al enterarse de su último escándalo, ya fuera magnífico o bochornoso—. ¡A por ellos!

En público, Darwin jamás dijo una mala palabra acerca de Wallace, ni Wallace acerca de Darwin, pero Alma siempre se preguntó qué pensaban de verdad estos dos hombres (tan inteligentes y tan distintos) el uno del otro. Su pregunta recibió respuesta en 1882, cuando Charles Darwin murió y Alfred Russel Wallace, según las instrucciones por escrito dejadas por Darwin, ejerció de portador del féretro en el funeral del gran hombre.

Se querían, comprendió Alma. Se querían porque se conocían.

Tras este pensamiento, por primera vez en docenas de años, Alma se sintió muy sola.

***

La muerte de Darwin inquietó a Alma, que ya tenía ochenta y dos años y se sentía cada vez más frágil. ¡Darwin solo tenía setenta y tres! No se le había ocurrido que llegaría a sobrevivirlo. Esta inquietud permaneció con ella durante meses tras la muerte de Darwin. Era como si un trozo de su propia historia hubiera muerto con él, y nadie lo sabría nunca. Antes tampoco lo sabía nadie, por supuesto, pero, sin duda, había perdido un vínculo…, un vínculo que significaba mucho para ella. Pronto Alma también moriría, y entonces solo quedaría un vínculo: el joven Wallace, que ya se acercaba a los sesenta y tal vez ya no fuera tan joven, al fin y al cabo. Si las cosas seguían como hasta entonces, se moriría sin haber conocido a Wallace, igual que no había conocido a Darwin. Le pareció de una tristeza indescriptible, de repente, que sucediera así. No podía consentirlo.

Alma sopesó la situación. La sopesó varios meses. Al fin, pasó a la acción. Pidió a Mimi que escribiera una carta, con el papel y los sellos del Hortus, en la que solicitaba a Alfred Russel Wallace que por favor aceptara la invitación de hablar sobre la selección natural en el jardín Hortus Botanicus de Ámsterdam, en la primavera de 1883. Por el tiempo y las molestias del caballero, se le prometía un honorario de novecientas libras esterlinas y todos los gastos del viaje, como es natural, corrían a cargo del Hortus. Mimi puso reparos al oír esa cifra (¡era el salario de varios años de trabajo para algunas personas!), pero Alma respondió con calma:

—Todo eso lo voy a pagar yo misma y, además, el señor Wallace necesita el dinero.

La carta prosiguió informando al señor Wallace de que era más que bienvenido si deseaba permanecer en la cómoda residencia familiar de los Van Devender, situada convenientemente enfrente de los jardines, en el barrio más bonito de Ámsterdam. Habría muchos jóvenes botánicos que estarían encantados de mostrar al célebre biólogo todas las delicias del Hortus y de la ciudad. Sería un honor para los jardines acoger un invitado tan distinguido. Alma firmó la carta: «Muy atentamente, Alma Whittaker, conservadora de musgos».

La respuesta no se hizo de rogar: la escribió Annie, la esposa de Wallace (cuyo padre, como Alma había averiguado hacía años, con gran placer, fue el gran William Mitten, químico farmacéutico y briólogo de primer nivel). La señora Wallace escribió que su marido estaría encantado de ir a Ámsterdam. Llegaría el 19 de marzo de 1883 y se quedaría quince días. Los Wallace se mostraron muy agradecidos por la invitación y declararon que los honorarios les parecían muy generosos. La oferta, insinuaba la carta, había llegado en el momento justo…, al igual que el dinero.